IV. La experiencia soviética de la guerra civil a la Segunda Guerra Mundial
El gran terror
Aunque en 1932 los estalinistas habían “triunfado”, su victoria estaba lejos de ser satisfactoria: el país estaba sumido en el caos. El “gran salto” había destruido a grupos y clases sociales, había abolido la propiedad privada y el mercado, y casi nadie comprendía cómo debía funcionar la nueva economía; tampoco se sabía cuál era la organización de la administración estatal. El hambre asolaba al país, millones de campesinos aborrecían el nuevo sistema. La situación internacional, especialmente a partir de la llegada de Hitler al gobierno, fue percibida como amenazante por la elite soviética. Como había ocurrido al finalizar la guerra civil, la dirigencia bolchevique se sentía insegura.
Simultáneamente, a medida que el partido fue parcialmente desmovilizado después de haber concluido la violenta campaña contra el kulak y puesto en marcha la desmedida industrialización, dirigentes y funcionarios fueron conformando una elite administrativa más cohesionada. Stalin, que ansiaba el acabado control del poder, y la camarilla que lo rodeaba, recientemente liberada de la competencia de los bolcheviques opositores, temieron el surgimiento de “una nueva clase”. Esta se perfilaba integrada por los jefes del partido y los especialistas comunistas, muchos de origen proletario y generalmente rusos, quienes ganaban poder a través de su decisiva influencia en el rumbo de la economía y en el conjunto de la vida social, y esto en virtud de que habían sido eliminadas las otras fuerzas sociales, políticas e institucionales que pudieran competir con el partido del Estado. En un principio, Stalin y la dirigencia partidaria coincidieron en la necesidad de “limpiar” o purgar el partido y la sociedad de elementos “peligrosos” o “indignos de confianza”, ya sea entre los miembros de la base del partido o entre los antiguos opositores. Sin embargo, mientras la dirigencia quería la disciplina y aceptaba el terror solo hacia sus subalternos, Stalin y el Politburó defendían que todos debían someterse a los controles centrales.
La violencia del régimen fue oscilante. Después del ataque a los kulaks y frente a la hambruna de 1932-1933, se produjo una tregua registrada en la fuerte disminución del número de condenas aprobadas por la GPU: 79.000 en 1934 frente a las 240.000 del año anterior. El asesinato de Serguei Kirov, miembro del Politburó y primer secretario del partido en Leningrado, abatido de un tiro al salir de su oficina del edificio Smolny el 1º de diciembre de 1934, dio paso a un nuevo ciclo represivo. El crimen, según los estalinistas, confirmaba la existencia de una conspiración contra el Estado soviético y sus dirigentes. Ya se habían concretado juicios públicos espectaculares contra “saboteadores” en la esfera de la actividad industrial, pero con el oscuro asesinato de Kirov se desencadenó el terror a gran escala.
Este crimen fue rápida y ampliamente utilizado con fines políticos: posibilitaba recurrir a la idea de la conspiración, figura central de la retórica estalinista. Permitió crear una atmósfera de crisis y de tensión desde el momento en que fue presentado como prueba tangible de la existencia de un vasto plan que amenazaba al país, a sus dirigentes y al socialismo. Además, si “las cosas iban mal”, si “la vida era difícil”, la “culpa” era de los asesinos de Kirov.
Inmediatamente Stalin redactó el decreto conocido como “la ley del 1º de diciembre”, que ordenaba reducir a diez días la instrucción en los asuntos de terrorismo, juzgarlos en ausencia de las partes y aplicar inmediatamente las sentencias de muerte. A la semana siguiente se abrió el proceso contra los dirigentes de los centros “opositores” de Leningrado y Moscú. Zinoviev y Kamenev fueron acusados de “complicidad ideológica” con los asesinos de Kirov. Ambos admitieron que “la antigua actividad de la oposición no podía, por la fuerza de las circunstancias objetivas, más que estimular la degeneración de estos criminales” y fueron penados con cinco y diez años de reclusión respectivamente.
GRIGORI ZINOVIEV (1883-1936)
ACUSADO DE ORGANIZAR UN COMPLOT CON TROTSKY, FUE PROCESADO NUEVAMENTE EN AGOSTO DE 1936. MILITANTE DESDE LOS DIECISIETE AÑOS, ZINOVIEV ERA UN BOLCHEVIQUE DE LA PRIMERA HORA Y ORGANIZADOR CLAVE DEL PARTIDO EN SAN PETERSBURGO. EN 1908 FUE ELEGIDO MIEMBRO DEL COMITÉ CENTRAL CLANDESTINO Y ESTUVO MUY CERCA DE LENIN, CON QUIEN COMPARTIÓ LAS RESPONSABILIDADES DEL PARTIDO EN LA EMIGRACIÓN. SU ESTRELLA COMIENZA A PALIDECER DURANTE LA REVOLUCIÓN, CUANDO DIRIGE UN GRUPO DE OPOSICIÓN A LA POLÍTICA DE LENIN Y COMBATE LA DECISIÓN DE ESTE DE PASAR A LA INSURRECCIÓN. NO OBSTANTE, CONTINUÓ SIENDO MIEMBRO DEL COMITÉ CENTRAL. ALCANZÓ LA PRESIDENCIA DEL SOVIET DE SAN PETERSBURGO Y TAMBIÉN LA DEL EJECUTIVO DE LA INTERNACIONAL COMUNISTA.
LEV KÁMENEV (1883-1936)
KAMENEV PERTENECIÓ A LA MISMA GENERACIÓN QUE ZINOVIEV. SE INCORPORÓ AL PARTIDO EN 1901 Y, SIENDO AÚN ESTUDIANTE, DIRIGIÓ LA ORGANIZACIÓN BOLCHEVIQUE EN EL CÁUCASO. COLABORÓ CON LENIN DURANTE LA EMIGRACIÓN Y FUE DIRECTOR DE LA PRAVDA LEGAL DE 1913 A 1914. DETENIDO Y DEPORTADO POR EL ZARISMO, RECOBRÓ LA LIBERTAD EN 1917. SE POSICIONÓ EN LA CÚPULA DEL PARTIDO: MIEMBRO DEL COMITÉ CENTRAL Y PRESIDENTE DEL SOVIET DE MOSCÚ.
Después del juicio, el Politburó alertó a las organizaciones del partido sobre el peligro de los opositores encubiertos y ordenó el “debate” en las bases para detectarlos, pero la campaña represiva aún no se había puesto en marcha. En 1935 las detenciones efectuadas por la policía secreta no aumentaron.
En la instrumentación del Gran Terror se distinguen distintos momentos: primero, la eliminación de los “opositores” vía juicios públicos que acabaron con la vida de los dirigentes bolcheviques de la primera hora; luego el pasaje hacia la condena de los miembros del aparato económico y de los militares convertidos en opositores desde el poder y, por último, las operaciones masivas cuando Stalin y la camarilla que lo rodeaba impusieron cuotas obligatoria secretas de detenciones y ejecuciones.
La primera fase del Gran Terror comenzó a mediados de 1936, cuando el Comité Central comunicó el descubrimiento de una gran conspiración entre Trotsky, Zinoviev y Kamenev. La compleja oleada represiva se extendió hasta 1938 y fue conducida por Nikolai Yezhov, jefe de la NKVD (la antigua GPU) desde septiembre de 1936 a noviembre de 1938. Stalin tuvo un papel central en la reorganización de la policía secreta: fue él quien exigió el nombramiento “urgente” de Yezhov, ya que su antecesor, Yagoda: “… de manera manifiesta, no se ha mostrado a la altura de su tarea desenmascarando al bloque trotsko-zinovievista”.
En estos años, al mismo tiempo que el terror se profundizaba y ampliaba, se llevaron a escena los tres espectaculares procesos públicos de Moscú, la punta del iceberg del Gran Terror y la única acción represiva conocida en Occidente en ese momento. El primer juicio, que tuvo lugar del 19 al 24 de agosto de 1936, llevó al banquillo de los acusados a Zinoviev, Kamenev y otros catorce dirigentes de la vieja guardia bolchevique, quienes fueron juzgados y condenados a muerte por haber organizado un centro terrorista siguiendo las órdenes de Trotsky y planeado asesinar a los miembros del Politburó.
En el segundo juicio, del 23 al 30 de enero de 1937, el comisario adjunto de la industria pesada, Georgi Piatakov, y dieciséis dirigentes más fueron acusados de sabotaje y espionaje industrial alentados por Trotsky y el gobierno alemán, y condenados a muerte. En el último juicio, del 2 al 13 de marzo de 1938, los 21 acusados del proceso Bujarin también recibieron la pena de muerte por haber organizado un grupo de conspiradores, con el nombre de “bloque de derechistas y trotskistas”, siguiendo las directrices de los servicios de espionaje de Estados extranjeros hostiles a la Unión Soviética que pretendían desmembrar el país.
Todos confesaron. Los bolcheviques más prestigiosos –Zinoviev, Kamenev, Krestinski, Rykov, Piatakov, Radek, Bujarin– reconocieron los peores delitos: haber organizado “centros terroristas” de obediencia “trotsko-zinovievista” o “trotsko-derechista”, que tenían por objetivo derribar al gobierno soviético, asesinar a sus dirigentes, restaurar el capitalismo, ejecutar actos de sabotaje, erosionar el poder de la URSS, desmembrar a la Unión Soviética a través de la entrega de parte de sus territorios a los Estados extranjeros.
Estos procesos públicos tenían una importante función propagandística. Se pretendía –así lo expresó Stalin en su discurso del 3 de marzo de 1937– estrechar la alianza entre el “pueblo llano, el simple militante, portador de la solución justa” y el guía denunciando a los dirigentes como “nuevos señores, siempre satisfechos de sí mismos […] que, por su actitud inhumana, producen artificialmente cantidad de descontentos y de irritados, que crean un ejército de reserva para los trotskistas”. También en las instancias regionales y locales del partido, los juicios públicos, ampliamente reproducidos en la prensa local, dieron lugar a una movilización ideológica a favor de la “profilaxis social”, en el marco de la cual los poderosos se convertían en villanos mientras la “gente de a pie” era reconocida como “portadora de la solución justa”.
Durante la “yeshovschina”, el partido se “suicidó”, la represión recayó sobre cinco miembros del Buró político, 98 de los 139 miembros del Comité Central y 1108 de los 1966 delegados del XVII Congreso del Partido (1934), así como sobre 319 de los 385 secretarios regionales y 2210 de los 2750 secretarios de distrito. Stalin inició el Terror y participó en casi todas las iniciativas con la ayuda de dos grupos: el que dirigía el aparato de seguridad política y militar y la camarilla que lo rodeaba, que impulsaba la renovación radical del partido para “limpiarlo” de burocracia y corrupción. Pero en este proceso también se involucraron las bases del partido (hombres nuevos, ex obreros que adquirieron formación técnica y movilidad en el partido) contra el estrato medio de la dirigencia partidaria. No hubo un plan desde arriba que se aplicó hacia abajo, fue un movimiento más complejo en el que las presiones desde arriba fueron tomadas y desplegadas con afán por los niveles más bajos del partido.
Solo los procesos de Moscú atrajeron la atención de los observadores extranjeros, que ignoraron la represión masiva de todas las categorías sociales desatada en 1937. En ese momento, frente al desarrollo de los juicios, se plantearon diagnósticos diametralmente opuestos; por ejemplo, mientras en Estados Unidos y México, una comisión presidida por el filósofo John Dewey y alentada por Trotsky llegó a la conclusión de que los hechos esgrimidos por la acusación eran comprobadamente falsos, el embajador norteamericano en la URSS compartió la versión oficial soviética.
A mediados de julio de 1937, la prensa anunció que un tribunal militar había condenado a muerte por traición y espionaje al servicio de Alemania al mariscal Mijaíl Tujachevsky, vicecomisario de Defensa y principal artífice de la modernización del Ejército Rojo. En los días siguientes, 980 comandantes superiores fueron detenidos y muchos de ellos, torturados y fusilados. En 1937 el 7,7% del cuerpo de oficiales fue destituido por razones políticas. Las razones de esta “depuración” siguen siendo poco claras. Algunos autores subrayan las pruebas que inducen a pensar que la conducción del partido realmente creyó que existía un complot militar. Cuando en la década de 1950, el sucesor de Stalin rehabilitó a los oficiales, Molotov, decidido estalinista, se quejó y dijo que si no eran espías, podrían estar “relacionados con espías y lo principal es que, en el momento decisivo, no se habría podido confiar en ellos”. Otros analistas, en cambio, no dudan en presentar esta acción como una operación creada por Stalin y su camarilla. Según esta versión, no se dudó en sacrificar a la mayor parte de los mejores oficiales del Ejército Rojo –a pesar de la amenaza hitleriana– porque la reestructuración de mandos permitía a Stalin contar con un elenco nuevo más dispuesto a aceptar su conducción y con menos elementos que cuestionaran sus decisiones.
El terror no solo golpeó a los cuadros del partido o del Ejército; desde mediados de 1937 se ejerció la violencia más brutal contra el conjunto de la sociedad. El 2 de julio de 1937, el Politburó envió a las autoridades locales un telegrama en que les ordenaba “detener inmediatamente a todos los kulaks y criminales [...] fusilar a los más hostiles de entre ellos después de que una troika [una comisión de tres miembros compuesta por el secretario regional del partido, por el fiscal y por el jefe regional de la NKVD] llevara a cabo un examen administrativo de su asunto, y deportar a los elementos menos activos pero no obstante hostiles al régimen. [...] El Comité Central propone que le sea presentada en un plazo de 5 días la composición de las troikas, así como el número de individuos que hay que fusilar y el de los individuos que hay que deportar”. En estas operaciones masivas, en las que cualquiera pudo ser calificado de “trotskista” o “bujarinista”, se produjo el mayor número de detenciones y ejecuciones. Según los archivos soviéticos, en 1937-1938 el NKVD detuvo a 1.575.259 personas, de las cuales 681.692 recibieron la pena de muerte. El viraje del “enemigo de clase” al “enemigo con carnet del partido” dio paso a un partido cuyas bases pusieron en duda la integridad de la dirigencia, entre cuyos miembros se visualizaron enemigos que era preciso eliminar.
Las personas detenidas eran condenadas según procedimientos diversos. Los cuadros políticos, económicos y militares junto con los miembros de la “intelligentsia” fueron juzgados por tribunales militares y organismos especiales de la NKVD. En el área regional, el poder central reinstauró las troikas. Estos tribunales habían sido creados durante la guerra civil para procesar a los enemigos en forma rápida sin recurrir a los procedimientos judiciales, y luego volvieron a actuar durante la colectivización forzosa para condenar a quienes la resistían. En 1937-1938 se erigieron como los principales agentes de la instrumentación del terror; según las cifras reveladas por el gobierno ruso, de los 681.692 condenados a fusilamiento, el 92,6% lo fue por las troikas. El alto grado que alcanzó la histeria represora quedó registrado en la orden de la NKVD que fijaba cupos de detenidos para cada república, territorio o región especificando el número de los correspondientes a la primera categoría –los que serían condenados a muerte– y los de segunda categoría –aquellos que recibirían penas de deportación o trabajos forzados–. Este cálculo matemático revela que los tribunales actuaban como instrumento de coacción para la sumisión totalitaria de la población en lugar de sancionar conductas criminales. Cualquiera podía ser acusado y su suerte ser decidida por estos tribunales, cuyos componentes no solían ser expertos en derecho y, además, aplicaban las penas en plazos brevísimos que excluían la posibilidad de revisión por un tribunal superior.
Los campos del Gulag estaban lejos de contar con una mayoría de políticos condenados por “actividades contrarrevolucionarias”. El número de políticos oscilaba, según los años, entre una cuarta y una tercera parte de los integrantes del Gulag. Los otros detenidos eran presos comunes que habían llegado a un campo de concentración por haber violado alguna de las innumerables leyes represivas. Desde 1936, al gobierno le preocupaba la relajación de los controles sobre los antiguos kulaks deportados: muchos se confundían en la masa de los trabajadores libres mientras que otros huían y estos “fugitivos” sin papeles y sin techo se unían a bandas de marginados sociales. Los kulaks fueron designados como víctima prioritaria de la gran operación de represión dispuesta por Stalin a inicios del mes de julio de 1937. No obstante, las personas sobre quienes recayeron la violencia y la explotación estatal pertenecían a un espectro sociopolítico mucho más amplio. Al lado de los “ex kulaks” y de los “elementos criminales”, figuraron los “elementos socialmente peligrosos”, los “miembros de partidos antisoviéticos”, los antiguos “funcionarios zaristas”, los “guardias blancos”. Estas denominaciones se atribuían a cualquier sospechoso, tanto si pertenecía al partido, a la “intelligentsia” o al “pueblo llano”.
Durante el Terror hubo un fuerte crecimiento proporcional de los detenidos que tenían una educación superior (más del 70% entre 1936 y 1939), lo que indica que el terror de finales de los años treinta se ejercía de manera especial contra las elites educadas hubieran o no pertenecido al partido. En marzo y abril de 1937, una campaña de prensa estigmatizó el “desviacionismo” en el área de la economía, de la historia y de la literatura. Escritores, publicistas, gente del teatro y periodistas fueron acusados de defender puntos de vista “extraños” u “hostiles”, de apartarse de las normas del “realismo socialista”. La investigación abierta por Vitali Chentalinski a partir de 1988 le permitió acceder a los expedientes de la KGB de literatos en la cárcel de la Lubianka y elaborar un cuadro mucho más preciso sobre la política de confrontación con la inteligencia. Chentalinski examinó los expedientes de Isaak Babel, Mijaíl Bulgákov, Pável Florenski, Nina Hagen-Thorn, Gueorgui Demídov, Boris Poniak, Osip Mandelshtan, Nikolai Kliuiev, Andrei Platonov, e incluso el de Máximo Gorki, el ícono literario del régimen. De las 2000 víctimas, algunas fueron ejecutadas, otras destinadas al Gulag y las restantes vieron prohibidas sus obras y sufrieron el destierro interior. El escritor Víctor Serge, cercano al grupo de Trotsky y tempranamente encarcelado, logró salir con vida de la URSS.
En el campo intelectual, como en otras esferas de la sociedad, hubo figuras que, sin comprometerse con el terror, justificaron su instrumentación. Cuando Beria reemplazó a Yezhov, anuló muchas condenas a muerte y liberó a una parte de los detenidos, pero continuó con la represión. Entre 1939 y 1940 fueron detenidos, torturados y ejecutados Babel y Meyerhold, acusados de formar parte de un grupo trotskista antisoviético y de actuar como marionetas de los escritores europeos André Malraux y Andre Gide, quienes, habiendo sido compañeros de ruta del régimen soviético, acabaron rompiendo con él. También cayó Mijaíl Koltsov, agitador político y periodista de éxito. Koltsov llegó a España nada más estallar la guerra civil y permaneció en el país quince meses durante los cuales informó puntual y apasionadamente a los millones de lectores que seguían sus crónicas en Pravda sobre lo que ocurría en el otro extremo de Europa.
Frente a estos hechos, el exitoso escritor soviético Konstantin Simonov siguió viendo lo que quería ver: “A pesar de la importancia de Babel y Meyerhold en la literatura y el teatro, y de la enorme consternación que provocaron sus súbitas desapariciones, el hecho de que esas detenciones fueran tan repentinas, y en esos círculos tan inusuales, y como se produjeron por orden de Beria, quien ‘procuraba corregir los errores’ de Yezhov […] todo eso me hizo pensar: tal vez estos hombres son realmente culpables de algo. Quizá muchas de las personas detenidas durante el mandato de Yezhov eran inocentes, pero Babel y Meyerhold no habían sido detenidos por orden de Yezhov, sino de Beria, y habían sido detenidos de repente mientas se ‘corregían’ los ‘viejos errores’. De manera que parecía probable que hubiera buenas razones para que los hubieran detenido”.
Stalin no usó las confesiones de estos artistas, arrancadas bajo la tortura, para arrestar a otros personajes famosos, por ejemplo, Eisenstein, Shostakóvich, Pasternak. No hubo un juicio espectacular contra los principales hombres de la cultura como los armados contra los bolcheviques.
Las investigaciones más recientes reconocen que la sociedad en su conjunto fue víctima del Gran Terror, pero al mismo tiempo destacan que a través de diferentes formas de comportamiento fueron muchos los que posibilitaron, en forma más o menos activa, el despliegue de brutal represión desde el Estado. La presencia de informantes y la destacada gravitación de la delación, por ejemplo, han dado paso a la reflexión y el debate sobre el espinoso problema de las responsabilidades de miembros de la sociedad que no asumieron un papel protagónico, pero contribuyeron a crear un clima propicio para la instrumentación del terror. Las fuentes revelan que había informantes en casi todas partes, según declaraciones de un ex funcionario de la NKVD; en Moscú, por ejemplo, había al menos un informante cada seis o siete familias. Hubo informantes voluntarios, o sea, aquellos motivados por la posibilidad de obtener una recompensa material, o bien por convicción política o por afán de venganza hacia las víctimas. Y estaban los informantes involuntarios, los que denunciaban presionados por las amenazas de la policía o por las promesas de brindar ayuda a sus familiares encarcelados.A medida que los historiadores avanzan en el tratamiento de las diferentes dimensiones del Gran Terror, más endebles resultan las explicaciones basadas en la personalidad y la culpabilidad de Stalin, sin que esto signifique negar su papel protagónico.
La represión de los años treinta también estuvo marcada por la expansión del sistema concentracionario con una finalidad productiva a la que se denominó “trabajo correctivo”. Las direcciones centrales del Gulag eran económicas: dirección de las construcciones hidroeléctricas, dirección de las construcciones ferroviarias, dirección de puentes y caminos, entre otras, y el detenido o el colono especial eran la fuerza de trabajo explotada al máximo para llevar adelante estos emprendimientos. En julio de 1934, durante el pasaje de la GPU a la NKVD, el Gulag absorbió 780 pequeñas colonias penitenciarias a las que se habían juzgado poco productivas y mal gestionadas y que dependían hasta entonces del comisariado del pueblo para la Justicia. Para ser productivo, el campo de concentración debía ser grande y especializado. Los complejos penitenciarios fueron incorporados a la economía soviética a través de la utilización de una inmensa fuerza de trabajo. A principios de 1935, el sistema ya unificado del Gulag contaba con 965.000 detenidos. Cuatro años más tarde, los 53 conjuntos de “campos de trabajo correctivo” y las 425 “colonias de trabajo” –unidades más pequeñas a las que estaban destinados los individuos “socialmente menos peligrosos”, condenados a penas inferiores a los tres años– agrupaban a 1.670.000 detenidos, y en 1941 sumaban 1.930.000. Sin embargo, existen testimonios acerca del bajo grado de productividad de este sistema. En abril de 1939, el nuevo comisario del Pueblo para el Interior, Lavrenti Beria, tomó medidas para “racionalizar” el trabajo de los detenidos, que incluían incrementos en las raciones de alimentos junto con la extensión de la jornada laboral. Según Beria, su antecesor, Yezhov, había privilegiado la “caza de los enemigos” en detrimento de una “sana gestión económica”. Dentro del conjunto de campos estaba Kolymá, que iba a convertirse en un símbolo del Gulag. Aquí, los condenados, completamente aislados, trabajaban en la explotación de los yacimientos de oro de la región y sus condiciones de vida fueron particularmente inhumanas.
El 17 de noviembre de 1938, un decreto del Comité Central puso fin (provisionalmente) a la organización de “operaciones masivas de arrestos y deportaciones”. Al final de este ciclo, Yezhov fue acusado, condenado y ajusticiado tal como él había ordenado que se hiciera con otros dirigentes bolcheviques.El Gran Terror acabó como había comenzado: siguiendo una orden de Stalin. Meses más tarde, Kaganovich reconoció en el XVIII Congreso partidario que en “1937 y 1938 el personal dirigente de la industria pesada había sido completamente renovado, millares de hombres nuevos habían sido nombrados para puestos dirigentes en lugar de los saboteadores desenmascarados. En algunas ramas fue preciso desprenderse de varios segmentos de saboteadores y de espías. […] Ahora tenemos cuadros que aceptarán cualquier tarea que les sea asignada por el camarada Stalin”. En menos de dos años, se concretó más del 85% de las condenas a muerte pronunciadas por tribunales de excepción durante el conjunto del período estalinista.
Durante la Segunda Guerra, la población ya encerrada en el Gulag descendió debido a la liberación de cientos de miles de prisioneros que fueron enviados al frente de batalla. Simultáneamente ingresaron nuevos grupos. La anexión, a partir de 1939, de las regiones orientales de Polonia y de los países bálticos dio paso a la eliminación de los representantes denominados “de la burguesía nacionalista” y a la deportación de grupos minoritarios específicos, que se amplió en el curso de la guerra con los traslados compulsivos de grupos enteros: alemanes, chechenos, tártaros, calmucos, entre otros.
La represión contra los imaginarios enemigos del régimen no se detuvo durante la “gran guerra patria” ni después de su final. En cumplimiento de la orden de Stalin que declaraba traidores a quienes se rindieran, se consideró culpables de traición a los 2.775.770 soldados hechos prisioneros por los alemanes. Aproximadamente la mitad de ellos fueron conducidos al Gulag al acabar la contienda.
La campaña de aniquilación puesta en marcha por los nazis a partir de 1941, que condenaba a los soviéticos a la esclavitud o al exterminio, terminó por reconciliar al pueblo llano con el régimen a través de un gran estallido de patriotismo. Stalin supo reafirmar con fuerza los valores patrióticos rusos. El 7 de noviembre de 1941, al pasar revista a los batallones de voluntarios que partían hacia el frente, Stalin los exhortó a pelear bajo la inspiración del “glorioso ejemplo de nuestros antepasados Alexander Nevsky y Dimitri Donskoi”. El primero de ellos, en el siglo XIII, había liberado Rusia de los caballeros teutónicos y el segundo había puesto fin al dominio tártaro un siglo más tarde.
La guerra fue una tragedia, pero también significó, como indican muchos testimonios, un alivio del miedo, un cierto grado de liberación. Boris Pasternak escribió en su novela Doctor Zhivago: “La guerra fue como una tormenta que limpió, que trajo una corriente de aire fresco, un soplo de alivio. [...] Cuando se desató la guerra con sus horrores reales, su peligro real y una amenaza de muerte real, fue un bien comparado con el señorío inhumano de las descabelladas invenciones, y trajeron un alivio. [...] No solo en el presidio, sino con mayor fuerza en la retaguardia y en el frente, la gente respiró con mayor libertad y se lanzaron con su alma y entrega, con un sentimiento de verdadera felicidad al crisol de la terrible guerra, mortal, pero a la vez salvadora”.