FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

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Literatura

 

 Entre la multitud de pliegues que el siglo XX nos ha propuesto para entender y palpar de manera tangible los diferentes momentos históricos que sirven de itinerario a nuestro trabajo, la recurrencia a la literatura se ha destacado como un marco de referencia habitual en la mayoría de los historiadores de Occidente. ¿Cómo funciona la literatura, la idea que nos podemos hacer de literatura en el contexto de unas Carpetas que abordan buena parte de los procesos y quiebres acaecidos en los últimos 120 años? Un acercamiento sencillo y nada objetable distinguiría que cada etapa ofrece sus libros y sus escritores –los más destacados, por cierto– y que en ellos se cifra lo que la época ha producido en materia literaria. Estaríamos a las puertas de una suerte de canon siempre útil a la hora de pensar los modos de consagración –y en ellos las fuerzas hegemónicas o resistentes– que se ponen en juego en cada período. De alguna manera, la selección  de textos que hemos heredado como cultura es el modo básico en que decanta la relación entre historia y literatura.

 

Se ha dicho una y mil veces que ambas disciplinas van de la mano, que en el afán de reconstruir un lapso histórico en la vida de la civilización resulta ineludible el aporte que llega desde los textos literarios, y efectivamente los escritores no han hecho otra cosa que revelar, hacer emerger realidades postergadas o de segundo orden para los estudios tradicionales. Esta idea, ya sólidamente establecida pero que curiosamente mantiene ciertos aires de frescura, de valoración inédita, terminó por hermanar ambas disciplinas en términos de complementariedad: un conocimiento histórico no podría resignar por ejemplo los factores sociales que determinan –y cuya lectura hacen posibles– las formas de las diversas narrativas, ni dejar de leer los perfiles que identifican a estructuras y personajes como signos de su tiempo, ni por supuesto hacer a un lado el tipo de producción de realidad presente en cada circunstancia artística, mucho menos la representación que se figura el sujeto de sí mismo ni el lenguaje particular que singulariza una obra, entre otras cosas. En algún momento ganó espacio en Occidente la postura de que el arte había ampliado sus bondades –sus fuentes nutricias– y allí estuvo la historia para abrevar en su provecho. Nadie osaría a esta altura dudar de que en términos de relevamiento social, historia y literatura disfrutan en nuestros días de un estatuto compartido.

 

Con todo, podríamos llevar más lejos esta suerte de sociedad solidaria entre literatura e historia al solo efecto de tensar la cuerda y advertir otros rasgos de la relación. La literatura, se sabe, trabaja íntimamente sobre los fundamentos del lenguaje, y al tiempo que recrea sus formas, expande y dota al dominio lingüístico (a los modos de pensar) de nuevas significaciones, por supuesto deudoras de su tiempo, las que cobran vida en esa particular alquimia donde el registro expresivo y la imaginación conquistan territorios ahora viables para la invención de realidad. Podríamos pensar que la historia, en su necesidad de enunciación, se vale de esta alimentación transparente (¡la gran fagocitadora fagocitada!). Sería difícil sustraer el discurso histórico, su decir, su existencia en definitiva, a los modos y tonos y registros expresivos –y va de suyo ideológicos, afectivos, situacionales– que la literatura le propone al lenguaje que lo sustenta. Se hace historia con la lengua que la literatura ha en buena medida construido. Se hace historia, entonces, con lo que esa misma historia ha entrañado en la lengua.  

 

No sólo eso. Al otear el horizonte y percibir ese gran campo del sentido que llamamos “el pasado” observamos cómo la literatura, en su calidad de disciplina artística, saludablemente produce: produce en tanto forjadora de saber cultural y vehículo de formas vivas que ayudan a un diagnóstico epocal, el inmenso y disperso e inclasificable patrimonio que fecunda sobre la demanda externa. Y asimismo se produce, con el auxilio impenitente de la Historia, cuando se adentra en el pasado para restituir valores artísticos en relatos y narradores desdeñados o desconocidos, o redescubriendo en la huella libros y producciones textuales que infinidad de veces la historia contemporánea a ellos no supo reconocer o jerarquizar. Y en este movimiento perpetuo hacia atrás –que, vale subrayarlo, sólo la Historia hace posible– la literatura ha llegado incluso al punto extremo de literaturizar la historia, cuestionando así los estatutos ontológicos que se legitiman como verdaderos. El siglo XX, con su menú de géneros, tramó esta posibilidad: autores como Rodolfo Walsh, en Operación masacre, o A sangre fría de Truman Capote, son acaso una consecuencia de ese estado de cosas cuando tematizan la cuestión, cuyo largo alcance incorporó de hecho a la categoría literatura los tomos de Herodoto o las crónicas de viajes de Cristóbal Colón, y más contemporáneamente los escritos de Winston Churchill (la Academia Sueca se ve que algo así sospechó al entregarle el Premio Nobel de Literatura en 1953).

 

En estas dos facetas, en esas dos formas de producción –la del seno de saberes que inviste su malla ficcional, la de la revisión y reversión sobre su propia historia y aun sobre la historia en general– se construye un imaginario que nunca agota –en el marco de la sucesión de datos, del cambio de mentalidades, y de la variación en el consenso de gustos– la realidad de lo que ha sido la literatura de un momento histórico. No va a faltar ocasión de pensar la España de comienzos del siglo XVII a través del Quijote, quizás incluso vaya más allá de nuestras posibilidades reales imaginarla sin la obra maestra de Cervantes. Pero el Quijote será uno y muchos conforme avance la historia, como ha dicho la literatura a través del Pierre Menard de Jorge Luis Borges, y entonces la literatura y la historia se harán indispensables entre sí, estaremos en un punto de cruce donde ningún desafío analítico logrará prescindir de una de ellas, pensarlas fusionadas se volverá una verdad de perogrullo. Que es lo que ocurre.

 

Por lo demás, enfocar un período de la historia de la cultura desde un panorama que rinda cuentas de sus tensiones o conflictos inmanentes, como ocurre en este proyecto de Carpetas que llevamos adelante, supone por supuesto establecer prioridades entre un conjunto de manifestaciones, libros y autores de las décadas en análisis. Aquí merodearemos algunos de los movimientos más influyentes durante los períodos abordados, y las literaturas e innovaciones expresivas que sus creadores dejaron instaladas en el imaginario cultural de nuestro tiempo, a través de sus procesos y producciones más destacadas. Pero, es bueno decirlo, la tarea no ha sido pensada como un primer paso, ni tampoco como el último: acaso sea factible imaginarnos como el nexo entre dos saberes, el ya previamente constituido y el que irá a constituirse de aquí en adelante. Un buena forma de entrar en contacto.  

 

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