Los caminos de la tonalidad

LA ERA DEL IMPERIO (1873-1941/1918)
Los caminos de la tonalidad
A los fines de abordar las diversas rupturas del sistema tonal que se iniciaron hacia fines del siglo xix, y que fueron el sello de las vanguardias de inicios del siglo xx, consideramos pertinente una sucinta –y a todas luces insuficiente– explicación de algunos de sus aspectos relevantes, así como un somero recorrido a través de su historia.
La música tonal se rige por relaciones causales. De modo análogo a los puntos de giro en un relato, sus disonancias “obligan” a resoluciones consonantes. Se trata de relaciones de tensión y distensión, que abarcan desde los aspectos microformales (una relación de tensión-distensión en el interior de un breve fragmento) hasta los macroformales (relaciones de tensión y distensión a gran escala).
Al escuchar música construida sobre la base de este principio elemental, el oyente (un oyente acostumbrado a este tipo de música) puede imaginar –prever– el devenir de la composición, aunque desconozca los pormenores técnicos del lenguaje. A riesgo de sobresimplificar, podríamos decir: si la ejecución se detiene en un determinado punto de tensión tonal –es decir, un momento tonalmente disonante–, quien escucha quizá experimente que el fragmento o la obra se halla inacabado. En realidad, solo sucede que sus expectativas no fueron satisfechas: percibió la necesidad de una resolución que, por la razón que fuese, nunca sucedió.
Imaginemos una analogía literaria: si al inicio de la zamba La Pobrecita, de Atahualpa Yupanqui, le suprimiéramos la última sílaba de la última palabra, sucedería esto (se sugiere recitar en voz alta; si se conoce la melodía, se sugiere cantar):
Le llaman La Pobrecita,
porque esta zamba nació en los ranchos;
con una guitarra mal encordada,
la cantan siempre, los tucuma...
La ausencia de la sílaba “nos” no es solo ortográfica, sino también métrica. Si escuchamos una interpretación y prestamos atención a la melodía y su acompañamiento, observamos que, no casualmente, el compositor elige sonoridades disonantes para el conjunto “siempre los tucuma”, y consonantes (no cualquier consonancia, sino aquella que resulta una consecuencia de la disonancia previa) para “nos”. La “resolución” poética tiene su correspondencia musical. Así, los versos (volvamos a cantar):
Le llaman La Pobrecita,
porque esta zamba nació en los ranchos;
con una guitarra mal encordada,
la cantan siempre, los tucumanos.
dan cuenta, musicalmente, de una marcha creciente, desde un punto de reposo inicial hasta otro de cierta tensión, resuelto convenientemente como distensión en la última sílaba.
Llamativamente, podemos
percibir el proceso incluso si prescindimos del acompañamiento de un
instrumento. La resolución, el cierre de la melodía, se nos aparece como necesario,
más allá de la poesía. Esta causalidad implica que uno de los parámetros
musicales, la armonía, no será otra cosa que una abstracción: de tal o
cual sucesión o superposición de sonidos, se infiere tal o cual función
en la trama general. Por ejemplo, si en determinado contexto suenan las notas do, re y mi en sucesión, cualquier músico occidental deduce la seguidilla de
acordes do-sol-do ¡incluso si estos no suenan! Así, en una
composición tonal, cada armonía cumple un rol determinado. Las llamadas dominantes
son portadoras de una fuerte carga de tensión disonante y direccional; o sea,
conducen a la así llamada tónica, punto de llegada, de reposo
–circunstancial o definitivo–. Las subdominantes, más ambiguas, nos
permiten transitar hacia una u otra de las anteriores, según cuándo y cómo
aparezcan. En definitiva, la armonía en la música tonal determina asignaciones
específicas (funciones) y jerarquías para cada sonido dentro de un
contexto. Dado que los restantes parámetros musicales
(ritmo, melodía, instrumentación, etc.) se subordinarán al aspecto armónico, el
arte de la composición tonal suponía –y a veces aún supone–, en gran medida, la
habilidad de generar grados de tensión y direccionalidad, demorando o llevando
a cabo sus resoluciones de modo que el discurrir de la obra fuese predecible y
sorprendente al mismo tiempo.
Si se los ponía en
práctica adecuadamente, los principios causales antes mencionados se cumplían
“siempre”, en cualquier género, fuera vocal, instrumental, danzable,
incidental, religioso, profano, o una mezcla de cualquiera de los anteriores. Y
se cumplían más allá de las variantes estilísticas de cada época y región, o de
las preferencias u obsesiones de tal o cual compositor (o de la autoridad que
le efectuara encargos). De ahí que la teoría musical se refiera a la tonalidad
en términos de sistema.
Hacia finales del siglo xvii Occidente había adoptado el sistema de modo prácticamente universal. Semejante hegemonía quizá tenga que ver con la búsqueda de una música entendida en términos de lenguaje; una música que pudiera comunicar. No extraña, entonces, que –a lo largo de sus casi tres siglos de supremacía indiscutida– el gran problema de la estética de la música tonal fuese definir qué cosas comunicaba y cómo lo hacía.
Para el Barroco (siglo xvii y primera mitad del xviii) se trataba de suscitar afectos objetivados a través del desplazamiento de humores, en una clara analogía con la retórica discursiva. La música debía conmover y persuadir, y para ello disponía de recursos perfectamente catalogados y racionalizados (al menos en teoría), al igual que en el arte del discurso hablado.
En el clasicismo de la
segunda mitad del siglo xviii se
procuraba más bien una contemplación estética de la forma, entendida en
sus propios términos. Ello fue
posible, precisamente, por el emerger de formas autónomas y narrativas,
especialmente aquellas incluidas bajo el amplio rótulo de formas de sonata.
En ellas sus distintos elementos (en general tonalidades portadoras de temas
musicales)
“confrontaban” y “dialogaban”
entre sí, desenvolviéndose en un marco de tensión creciente hasta alcanzar un
clímax. Después del clímax, a la manera del acto final en una pieza dramática,
se “ataban los cabos sueltos”. O, en términos más musicales, se alcanzaba un
punto culminante, para luego resolver las tensiones de modo proporcional y
simétrico.
Durante el Romanticismo del siglo xix los procesos antes descriptos se intensifican a una escala sin precedentes, iniciándose un largo camino que culminará en el abandono del sistema hacia el siglo xx. Veamos cómo.
El paulatino desarrollo de
la armonía, basado en la exacerbación del cromatismo, genera tensiones hacia sonidos cada vez
más alejados de la tónica principal.
A su vez, las crecientes
reinterpretaciones enarmónicas
dan lugar a resoluciones (puntos de llegada) cada vez más sorprendentes e
impredecibles. Un ejemplo: la misma estructura armónica que en el siglo xviii permitía ocho resoluciones (nos
referimos al así llamado acorde de séptima disminuida), en el xix da lugar a dieciséis... ¡Pero el sistema solamente tiene
doce sonidos! Resulta, entonces, que cualquier tonalidad contiene más notas (el
nombre que se le asigna a un sonido) que alturas (los sonidos físicos
reales). La paradoja se hace evidente: para existir, el sistema tonal precisa
de estas enarmonías, porque de lo contrario no podríamos cambiar nunca
de tonalidad. Pero en esas enarmonías
se aloja –ni más ni menos– el germen de su destrucción.
Si en el clasicismo
existía una correspondencia entre función armónica y función formal, el músico romántico se encuentra frente
a una expansión de los recursos armónicos tal que lo lleva a introducir
desarrollos temáticos en las secciones históricamente reservadas a la mera
presentación de las ideas musicales. Los claros contornos de la forma
dieciochesca se desdibujan. Los principios de oposición dialécticos
(tonalidades en pugna que decantan en una única tonalidad final) se ven
sustituidos por un desarrollo orgánico, donde un tema (o a veces apenas un motivo
–mínima unidad de sentido–) es elaborado en una continuidad de tonalidades
siempre cambiantes. El contenido parece rebasar a la forma...
Una complejización semejante del lenguaje proviene de –y da lugar a– nociones estéticas completamente diferentes de las precedentes. De la contemplación de la forma en sus propios términos (lo que la crítica dieciochesca llamaba un lujo inocente), nos encontramos ahora con la consideración de la música como expresión de lo trascendente, un arte en procura de lo infinito. Ante estructuras cada vez más complejas, los propios músicos recurren a programas literarios que, de alguna manera, legitimen las innovaciones. No se trata de que la música “traduzca” el contenido de narraciones y poemas, sino de que aspira a lo absoluto, a lo inefable. Vale decir, a contarnos de los textos aquello que sus palabras no pueden, justamente aquello que los románticos consideran esencial (de aquí que la música, ciencia medieval, arte menor en la Ilustración, pase a considerarse la más importante de las artes en el siglo xix). Para eso, el compositor debe dejar de ser el laborioso artesano del pasado y pasar a ser un artista, un genio creador. Así, junto a la estética y la propia técnica, cambia la consideración del músico en la sociedad, y el rol que cumple en ella. Se trata del subjetivismo más radical que la historia de la música haya conocido hasta entonces.
Hacia las décadas de 1850 y 1860, desde el punto de vista de la técnica compositiva, las propias composiciones nos hablan de puntos de no retorno. Las innovaciones se explicarán en términos de inspiración (de tal suerte que muchas veces el autor es también la obra), genialidad y significación estética; pero las leyes (que para Rameau y la Ilustración eran eternas) del sistema tonal ya no pueden dar cuenta de ellas de modo unívoco.
Dos casos emblemáticos:
1) En el comienzo de la Sinfonía Fausto, de Franz Liszt
(1811-1886), hallamos una sucesión de doce sonidos, dispuestos como cuatro
acordes aumentados. El resultado sonoro es una línea melódica donde ningún
sonido conduce necesariamente a ningún otro. Por lo tanto, ninguno cumple la
función tradicional de direccionalidad (tensión), y ninguno la función de punto
de llegada (reposo). Si los doce sonidos suenan uno detrás del otro sin que ninguno
se repita, significa que no hay un contexto que genere sensibles; y si no hay sensibles, no habrá
dominantes. Y –la tautología llega a su fin– si no hay función de dominante, no
puede haber función de tónica. Durante el pasaje en cuestión la tonalidad se
halla suspendida, momentáneamente clausurada. (Estas osadías tienen
antecedentes: extraño atisbo del futuro, en el último movimiento de la Sinfonía
Nº 40 en Sol menor, W. A. Mozart se aventura en una sucesión de once sonidos
prácticamente aleatoria, sin que ninguno se constituya como tónica).
FRANZ LISZT, COMIENZO DE LA SINFONÍA FAUSTO (DETALLE)
2) El mundialmente
celebrado acorde de Tristán (fa-si-re#-sol#) de Richard Wagner
(1813-1883) no es ninguna estructura funcional corriente. Todo es
desconcertante. No existe en su tiempo ningún acorde que pueda formarse
superponiendo esos sonidos. Entonces: ¿cómo explicar a los sonidos que lo
componen y a los que lo rodean? El sol# ¿es realmente parte del acorde?
¿O solo nos conduce al sonido la que le sucede? Pero, de ser así, ¿acaso
el la no debería conducir nuevamente a un sol#? Entonces, ¿es un
“sonido de paso”? ¿O acaso no se
trata de otra cosa que de un único acorde de mi mayor (mi-sol#-si-re)
en el que el fa conduce al mi y el re# al re? ¿O
quizá Wagner, más que una sucesión de funciones tonales, solo buscó una sonoridad
particular, independiente de la funcionalidad armónica? ¿Un puro objeto
sonoro? ¿No es demasiado tratándose del siglo xix? Quizá nos baste saber que esa sonoridad
caracteriza al personaje principal del
drama. Bien, pero el dato semántico no explica su sintaxis...
RICHARD WAGNER, COMIENZO DEL PRELUDIO A TRISTAN UND ISOLDE (la zona sombreada es el acorde descripto).
Sin estudios formales de armonía musical, lo antedicho puede resultar incomprensible. No importa. Todas estas interpretaciones fueron ensayadas por músicos y analistas, y más de 150 años después aún no se ponen de acuerdo. Pareciera que esa ambigüedad, esa imposibilidad de explicar tonalmente y de una vez el pasaje en cuestión, da cuenta de lo que a finales del siglo xx afirmará Carl Dalhaus:
“... las armonías del Tristán señalan el camino que acabaría por llevar a la disolución de la tonalidad y a la emancipación de la melodía y el contrapunto de las asociaciones de acorde preformadas”.
Dicho de otro modo: construcción de melodías y combinación simultánea de ellas (a esto último refiere el término contrapunto) ya no estarán condicionadas a la sucesión de las tan mentadas funciones armónicas. El camino hacia músicas donde ningún sonido conduzca necesariamente a otro, y donde a ningún sonido se le asigne una función sintáctica a priori se halla abierto.
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