FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

I. LA CRISIS EN EL ÁMBITO CAPITALISTA

Escenarios políticos en Europa y Estados Unidos

El comienzo del largo declive de la economía mundial en los años setenta apareció asociado con la incertidumbre en los partidos políticos tradicionales y el afianzamiento de los movimientos sociales en gran parte de los países. Los cambios sociales y culturales y el cuestionamiento de los imaginarios de la era de prosperidad dieron paso a nuevas diferenciaciones en el escenario político: a raíz de ello surgieron partidos y movimientos centrados en demandas específicas. Las nuevas agrupaciones –los movimientos ecologistas, feministas y pacifistas– se destacaron por su magnitud y su prolongada gravitación. La proliferación de estos grupos afectó principalmente a los partidos de izquierda tradicional, que perdieron a buena parte de sus votantes.

La mayoría de los gobiernos de centro-izquierda continuaron atados a las fórmulas del keynesianismo, sin lograr revertir la perversa combinación de recesión con inflación; pero a fines de esa década, Carter en los Estados Unidos y Callaghan en Gran Bretaña ya habían cambiado el rumbo hacia la ortodoxia monetarista. En los años ochenta hubo un giro del electorado y los partidos de la derecha alcanzaron el gobierno en todo el ámbito noratlántico: los Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña, Alemania Occidental, el Benelux y Escandinavia. Los gobiernos más decididos a combinar las propuestas neoliberales en el plano económico y los valores neoconservadores en el ámbito de la cultura y de las formas de vida fueron el de Thatcher y el de Reagan. Ambos encararon una profunda reorganización destinada a cambiar la relación de fuerzas entre capital y trabajo a través de la desregulación, la reducción impositiva, la privatización y el quiebre del movimiento sindical. La doctrina del libre mercado fue acompañada, a la hora de sumar votantes, con la reafirmación nacional: una fuerza movilizadora mucho más poderosa que la consigna del laissez faire. Reagan dio batalla contra el comunismo soviético, Thatcher contra el militarismo argentino en las islas Malvinas, y ambos afianzaron así su capacidad de convocatoria.

 

Thatcher y Reager

 

 

 

 

 

 

 

REAGAN Y THATCHER EL 4 DE JUNIO 1982 )

 

 

 

 

 

 

 SE REÚNEN EN PARÍS PARA DISCUTIR LOS ÚLTIMOS MOVIMIENTOS DURANTE LA GUERRA DE MALVINAS.

FOTO LA NACIÓN, 9 DE ABRIL 2013.

 

Aunque con menos entusiasmo, fueron imitados por los gobiernos de Europa septentrional, incluidas las zonas tradicionales de dominio socialdemócrata en Escandinavia. Ya no había dudas: el neoliberalismo desplazó al keynesianismo y pretendió desmontar el Estado de bienestar. El abandono de las ideas de Keynes, junto con las derrotas electorales del laborismo británico y de los socialdemócratas alemanes, fortaleció la hipótesis de la crisis de la socialdemocracia.

La socialdemocracia quedó enfrentada a un doble desafío: el de una economía cada vez más internacionalizada, que le impedía recurrir a las viejas recetas para frenar el fuerte incremento del desempleo, y el de una base social cada vez más reducida, en parte porque la promesa de mayor igualdad social no expresaba los intereses y las aspiraciones de la heterogénea clase media ni los de los obreros bien posicionados en el nuevo mundo laboral flexible y segmentado. Frente a la movilidad del capital financiero, la creciente competencia en el mercado mundial y las directivas de instituciones claves del capitalismo –como el Fondo Monetario Internacional–, los socialistas europeos desembocaron en algo parecido al partido Demócrata estadounidense, aunque más atados a la preservación de los bienes sociales creados por el Estado de bienestar europeo, que era mucho más consistente que el de la superpotencia capitalista.

Mientras la socialdemocracia del norte perdía apoyo electoral en el marco de la crisis, en el campo de la izquierda europea meridional avanzaban los socialistas y los comunistas declinaban.

En Europa del sur la industrialización fue más tardía, la clase obrera generó tradiciones más combativas, forjó un fuerte vínculo con los comunistas y, al mismo tiempo, fue más débil en la confrontación con el capital. En los años cincuenta y sesenta estas sociedades fueron modificadas por los avances en la industrialización, la expansión de la clase media y la secularización de las formas de vida. Los comunistas se vieron afectados por estos cambios y, especialmente, por el desgaste del régimen soviético. A principios de los años setenta, a través del eurocomunismo, los partidos comunistas francés, italiano y español revisaron su identidad distanciándose de la experiencia bolchevique.

El eurocomunismo fue una reacción a la consolidación de la gerontocracia encabezada por Brezhnev que, desde mediados de la década de 1960, venía enterrando las inquietudes revisionistas promovidas por la desestalinización. Si el punto de partida del eurocomunismo fue la invasión a Checoslovaquia en 1968, el golpe de 1973 que derrocó al gobierno socialista de Salvador Allende en Chile marcó su aparición pública. La propuesta eurocomunista fue formulada inicialmente por el Partido Comunista italiano a través de los artículos de su máximo dirigente, Enrico Berlinguer, sobre el golpe militar chileno. La novedad del planteo de Berlinguer fue descartar la vía revolucionaria en los países desarrollados de Occidente: la transición al socialismo debía apoyarse en la democracia en lugar de imponer la dictadura del proletariado, y por lo tanto la vía revolucionaria soviética carecía de validez universal. La alternativa eurocomunista insistía en que el socialismo debía preservar el abanico de libertades civiles de la democracia capitalista. El nuevo orden político defendería los derechos de las personas, la pluralidad de los partidos y las instituciones parlamentarias, y evitaría la expropiación violenta de los medios de producción. En Occidente no habría un asalto al poder equivalente a la toma del Palacio de Invierno.

Un factor clave para el surgimiento de esta propuesta fue la situación política del sur europeo. A mediados de los años setenta abundaban los signos a favor del cambio: el descrédito de la derecha en Francia, el agotamiento de la Democracia Cristiana en Italia y el fin de las dictaduras –en España con la muerte de Franco en 1975, en Portugal con la Revolución de los Claveles en 1974, y en Grecia con el retiro de la junta militar en 1974–. En estos países los partidos comunistas arraigados en la clase obrera anunciaban democracias sociales más igualitarias que el “capitalismo de bienestar” gestionado por la socialdemocracia del norte. Sin embargo, el eurocomunismo no llegó a plasmar una alternativa propia y sus propuestas remitían en gran medida al keynesianismo desgastado por la crisis. El giro democrático del eurocomunismo, que se parecía cada vez más a la socialdemocracia, resultó escasamente creíble a la luz de su estrecha y prolongada vinculación con el régimen soviético. Al distanciarse de la Revolución de Octubre y reivindicar la opción democrática, las señales de identidad de los comunistas se tornaron ambiguas y sus decisiones políticas fueron erráticas.

El Partido Comunista francés formó parte de la Unión de Izquierdas que llevó al socialista Mitterrand a la presidencia del país; luego rompió la alianza y terminó reingresando al gobierno en una posición subordinada. En Italia, el Partido Comunista se desgastó buscando una alianza con la Democracia Cristiana sin obtener la cuota de poder que esperaba. En ambos países fueron los socialistas quienes ganaron posiciones en el gobierno. En Francia, cuando la confluencia de diferentes agrupaciones de izquierda posibilitó que Mitterrand ganara las elecciones presidenciales de 1981 (Miterrand ocupó el cargo hasta 1995). En Italia, a través de la coalición con la Democracia Cristiana que llevó al socialista Bettino Craxi a ocupar el cargo de primer ministro entre 1983 y 1987.

En España, Grecia y Portugal la transición hacia la democracia estuvo signada por severos desafíos: una economía poco competitiva, profundas desigualdades sociales, un Estado con fuerte peso de los organismos represivos, y un escenario político precario debido a la represión anteriormente ejercida por los gobiernos autoritarios. En los dos primeros países, los socialistas llegaron al gobierno en la década del ochenta. El Partido Socialista Español (PSOE) ganó las elecciones en 1982, y su máximo dirigente, Felipe González, estuvo al frente del gobierno hasta 1996. Los socialistas griegos, encabezados por Andreas Papandreu, condujeron el gobierno entre 1981 y 1989 y volvieron a desplazar a las fuerzas de centro derecha en 1993. En el caso de Portugal, después del fracaso del gobierno de izquierda encabezado por un sector de los militares que había derrocado la dictadura, los socialistas, o bien compartieron el gobierno con el centroderechista Partido Social Demócrata, o bien estuvieron en la oposición. Recién en 1995 obtuvieron la mayoría de las bancas en la Asamblea.

Las gestiones de los socialistas –con prolongado predominio en los gobiernos de España, Grecia y Francia– tendieron a aceptar las condiciones impuestas por la reorganización del capitalismo y relegaron sus objetivos de reforma social. Los indicadores de crecimiento económico de estos países tuvieron una curva ascendente, pero las tasas de desempleo se mantuvieron altas y el Estado de bienestar no alcanzó la extensión ni la calidad de la socialdemocracia del norte. El debate en torno a este resultado, muy alejado de las promesas del socialismo, sigue abierto: todavía falta determinar cuánto peso corresponde a los contextos en que debieron actuar sus gobiernos y cuánta responsabilidad cabe a las decisiones de sus dirigentes.

En los años noventa, en la mayor parte de los países centrales el fiel de la balanza política se inclinó a favor de la nueva socialdemocracia neoliberalizada. A fines de esa década, los partidos de centro-izquierda ostentaban el gobierno en los Estados Unidos, Canadá y doce de los quince países de la Unión Europea: Gran Bretaña, Alemania, Francia, Italia, los Países Bajos, Bélgica, Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia, Portugal y Grecia. Los gobiernos del demócrata Bill Clinton en los Estados Unidos y del laborista Tony Blair en Gran Bretaña marcaron la tónica y la dirección del nuevo período.

La formación política estadounidense siempre ha diferido de sus equivalentes europeos. La mitad de la población, integrada por los sectores menos pudientes, casi nunca vota, y el conjunto del espectro político se sitúa más hacia la derecha que en Europa: cabe recordar que en los Estados Unidos no ha habido nunca un partido socialista con sólido arraigo entre el electorado. En este contexto, Reagan obtuvo un consenso mucho más amplio para su línea conservadora que Thatcher para la suya.

Durante el New Deal hubo una gran diferencia entre los programas políticos demócrata y republicano. En las últimas décadas del siglo XX, debido al giro hacia el neoliberalismo de la socialdemocracia europea y al desprendimiento de los exdemócratas sureños, el Partido Demócrata estadounidense se asemejó a las coaliciones socialdemócratas europeas mientras que los republicanos se acercaron más a los conservadores. Las diferencias programáticas entre ambos se han ido reduciendo a medida que las desigualdades sociales se han intensificado; sin embargo, no cabe restarles importancia. Los dos partidos no son intercambiables. Los demócratas siguen inclinados a conceder beneficios sociales a los pobres y los republicanos propenden a ofrecer un liberalismo económico más coherente a los ricos.

El Partido Demócrata llegó al gobierno en 1992 y Clinton no tuvo dificultades para reeditar su victoria cuatro años después. El dirigente demócrata presidió el país durante la expansión económica más prolongada desde los años setenta, gracias a la reducción de las tasas de desempleo, el boom del consumo y un mercado de valores boyante. La desregulación, tanto del mercado financiero como del mercado laboral, estuvo acompañada por gestos de conciliación social: redistribución fiscal, creación de empleo, reforma educativa. Clinton y su equipo presentaron estos cambios como el fruto de una nueva política económica: la “tercera vía” entre “los que decían que el gobierno era el enemigo y los que decían que era la solución”. Desde esta perspectiva, un buen gobierno era aquel que propiciaba un desarrollo favorable a la era de la información, generaba nuevas ideas y reorganizaba el Estado en un sentido menos burocrático y más disciplinado en los gastos.

La tercera vía, entendida como alternativa entre el neoliberalismo y la socialdemocracia tradicional, no fue un hallazgo exclusivo del equipo de Clinton. Gobiernos muy diversos, desde Blair en Gran Bretaña hasta Fernando Henrique Cardoso en Brasil, recurrieron al mismo lema –cuyo principal teórico fue el sociólogo británico Anthony Giddens–. Desde esta perspectiva, los nuevos gobiernos de centro-izquierda propusieron evitar todo “extremismo ideológico”. fuente

En ese momento, los socialdemócratas estaban en el gobierno en la mayoría de los países de la Unión Europea. La socialdemocracia declaraba haber encontrado una nueva aceptación porque, al tiempo que mantenía sus ideales tradicionales, había comenzado a renovar sus ideas y a modernizar sus programas de manera creíble. También afirmaba haber encontrado nueva aceptación porque no solo apoyaba la justicia social sino también el dinamismo económico y la liberación de la creatividad y la innovación.

Mientras la socialdemocracia tradicional insistía en la justicia social –aun a costa de recortar la libertad de los dueños del capital–, los defensores de la tercera vía enfatizaban las oportunidades que ofrecía la libertad para desarrollar la iniciativa individual y las posibilidades que brindaban las nuevas tecnologías y la educación para aumentar el bienestar, siempre y cuando las personas aprendiesen a lidiar con los nuevos riesgos e incertidumbres de la posmodernidad.

Diez años después de aquella “modernización”, la socialdemocracia había  perdido casi todos los gobiernos en la Unión Europea. La tercera vía se convirtió en la aceptación acrítica del nuevo capitalismo, dando paso, sin obstáculos, a mercados cada vez menos regulados. Después de una década de gobiernos socialdemócratas, la desigualdad no disminuyó sino que ha crecido, y las oportunidades siguen estando más relacionadas con la familia que con un Estado capaz de generar equilibrios. La derecha, de regreso al poder, se dispone ahora a dar otra vuelta de tuerca y entregar los pocos servicios que siguen siendo públicos a la gestión privada, especialmente en el área de la educación y la sanidad.

En los años noventa, la mejor prueba presentada sobre las bondades de esta propuesta fue el balance de la economía estadounidense.

Mientras los políticos argumentaban a favor de la tercera vía, el ámbito académico y periodístico anglosajón acuñó el término nueva economía para designar el proceso de acumulación de capital que estaba viviendo la economía norteamericana. El despegue económico tuvo entre sus pilares la exitosa proliferación de las empresas vinculadas con la informática: las punto com. Aunque el aumento de la productividad siguió siendo lento, el crecimiento del PIB fue sostenido y el desempleo y la inflación disminuyeron simultáneamente. Durante la gestión de Clinton no se produjo ninguna recesión, en parte debido a la reestructuración previa de la industria –recordemos que las restricciones crediticias impuestas a comienzos de la década de 1980 habían eliminado a las empresas y bancos menos eficientes–, y en parte gracias a las tendencias impulsadas por el acuerdo del Plaza en 1985 –que al desvalorizar el dólar confirió a los Estados Unidos cierta ventaja competitiva sobre Alemania y Japón–. Pero en ese período Clinton y Jerry Rubin, secretario del Tesoro, también profundizaron la desregulación bancaria abriendo paso a los supermercados financieros integrados que podían combinar, con gran aumento de sus beneficios, las tareas –hasta entonces separadas– de la banca comercial, la banca de inversiones y los seguros. Todas las tendencias económicas y políticas importantes de la década de los noventa jugaban a favor de las finanzas, aunque en ese momento quedaran veladas por la euforia en torno a las actividades vinculadas con la informática y las telecomunicaciones.

Mientras que la posición de la economía norteamericana se deterioró desde mediados de los sesenta para recuperarse en los años noventa, la de Japón conoció un significativo avance hasta 1990 y un pronunciado estancamiento a partir de entonces. La economía europea osciló como la japonesa, pero creció menos en la primera etapa y conoció un estancamiento menos pronunciado en los años noventa. Desde la perspectiva estadounidense, el “estancamiento” europeo se debía a que los trabajadores, empleadores e instituciones carecían de la flexibilidad lograda por sus homólogos en los Estados Unidos. Para gran parte de los europeos, eran los Estados Unidos los que tenían demasiados problemas: la insaciable búsqueda de riqueza y el consumo desmedido de su población eran estéticamente desagradables y ecológicamente catastróficos, mientras que las diferencias sociales eran cada vez más profundas. Aunque el índice de desempleo estadounidense era inferior al de muchos países europeos, las brechas en los ingresos eran mucho mayores. En 1980 el presidente de una empresa estadounidense ganaba, en promedio, cuarenta veces más que un obrero. Para el nivel superior de los presidentes de empresa estadounidenses, la proporción en 2002 era de 475 a 1. En Gran Bretaña la proporción fue de 24 a 1, en Francia de 15 a 1 y en Suecia de 13 a 1. A principios del siglo XXI, una minoría privilegiada tenía acceso a los mejores tratamientos médicos del mundo, pero había 45 millones de estadounidenses sin ninguna clase de cobertura  médica.

 

 La crisis de la socialdemocracia y el ascenso de la derecha radical

El repunte de la socialdemocracia fue efímero. Una semana después de que los primeros ministros de Gran Bretaña y Alemania, el laborista Blair y el socialdemócrata Schröder, firmaran un documento donde sostenían que “la socialdemocracia había encontrado nueva aceptación”, el resultado de las elecciones europeas del 10 y el 13 de junio de 1999 contradijo esa afirmación. En seis de los quince países de la Unión (Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Irlanda, Italia y Holanda) los partidos socialdemócratas obtuvieron el 20% o menos de los votos. En Francia y Luxemburgo alcanzaron poco más del 20 por ciento. En Alemania, Grecia, el Reino Unido, Austria y Suecia captaron entre el 26% y el 33% de los votos. Los índices más altos se registraron en España (35%) y Portugal (43%). Solo en cuatro países la socialdemocracia fue el partido más votado, incluyendo Francia, donde la fragmentación de la derecha permitió que las fuerzas socialistas se posicionaran como la primera minoría.

A principios del siglo XXI, el debilitamiento de los socialdemócratas parecía indiscutible por varias razones. En primer lugar, debido a la erosión del medio social en el que había prosperado la socialdemocracia: más específicamente, el entorno de vida de los obreros calificados. Este espacio social había estado atravesado por una red de organizaciones –el partido, los sindicatos, las asociaciones culturales y recreativas– que conferían contenido y consistencia a la idea de conformar un nosotros, una clase obrera. Su cohesión dependió también del ideal compartido de una sociedad futura más justa. Los cambios en el mundo laboral bajo el doble impacto de la crisis y la globalización del capital fueron un factor clave, aunque no único, para la descomposición de ese nosotros. Cada vez más, prevalecen trayectorias y condiciones laborales muy diferentes, se han diversificado las formas de vida, y el individualismo gana terreno frente a las prácticas y los espacios comunitarios. En segundo lugar, debido a las reglas de juego monetarias y presupuestarias impuestas por el Tratado de Maastricht hay cada vez menos diferencias entre las gestiones de los socialdemócratas europeos y sus rivales conservadores y democristianos. Por último, la crisis del socialismo estatista del bloque soviético arrasó con las esperanzas de sociedades más igualitarias y justas que las capitalistas y deslegitimó la intervención del Estado en la vida social y económica.

Pero el ocaso de la socialdemocracia no fue la contrapartida del ascenso de sus opositores históricos: tanto los democristianos como los conservadores perdieron elecciones y cargos gubernamentales. Paralelamente, los partidos Verdes crecieron y los liberales tuvieron una etapa de renacimiento. Pero ante todo ganó peso la derecha radical que impulsaba el nacionalismo social, es decir la reivindicación de la identidad nacional mediante la exclusión de aquellos cuyos orígenes nacionales no son los del suelo que habitan. En los primeros años del siglo XXI esta opción incrementó su caudal electoral: en Bélgica con el Vlaams Block fuente; en Portugal vía el Partido Nacional de Derecha; en Dinamarca con el Partido Nacional; en Noruega con el Partido Progresista; en Austria con Jörg Haider a la cabeza del Partido de la Libertad; en Italia, la coalición de centroderecha encabezada por el empresario de los medios de comunicación Silvio Berlusconi desplazó al gobierno de centroizquierda.

 

Berlusconi

 

 

 

 

 

 

SILVIO BERLUSCONI (1936-)

 

 

 

 

 

 

POLÉMICO EMPRESARIO Y POLÍTICO ITALIANO QUE FUE TRES VECES PRIMER MINISTRO DE ITALIA (1994-95, 2001-2006 Y 2008-2011). SUS NEGOCIOS SE VIERON GENERALMENTE FAVORECIDOS POR EL ÉXITO, DE TAL MANERA QUE A COMIENZOS DE LOS AÑOS NOVENTA CONTROLABA LAS TRES PRINCIPALES CADENAS DE LA TELEVISIÓN ITALIANA, EL GRUPO EDITORIAL MONDADORI, VARIOS PERIÓDICOS Y REVISTAS, ESTUDIOS Y SALAS DE CINE, LA MAYOR CADENA DE GRANDES ALMACENES DE ITALIA E INCLUSO UN CLUB DE FÚTBOL, EL MILAN. UN ENORME HOLDING LLAMADO FININVEST DABA UNIDAD A ESTE HETEROGÉNEO GRUPO DE EMPRESAS, CON PROLONGACIONES EN FRANCIA, ESPAÑA, ALEMANIA, LA ANTIGUA URSS Y LA ANTIGUA YUGOSLAVIA.

APOYADO EN SU IMPERIO EMPRESARIAL Y EN SU CONTROL DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN, FORMÓ UN PARTIDO PROPIO CON UNA AMBIGUA IDEOLOGÍA ULTRALIBERAL: FORZA ITALIA. ALIADO EN UN “POLO DE LA LIBERTAD” CON LOS SEPARATISTAS DE LA LIGA NORTE Y CON LOS NEOFASCISTAS DE LA ALIANZA NACIONAL, LLEGÓ A SER PRIMER MINISTRO EN 1994.

LA REVISTA FORBES LO COLOCÓ EN EL PUESTO 14 EN LA LISTA DE LAS PERSONAS MÁS RICAS DEL MUNDO EN 2001. EN LAS ELECCIONES EUROPEAS DE JUNIO DE 1999, FORZA ITALIA OBTUVO EL 25,2% DE LOS SUFRAGIOS Y 32 EURODIPUTADOS, SUPERÓ POR PRIMERA VEZ A LOS DEMÓCRATAS DE IZQUIERDA (EXCOMUNISTAS) Y SE CONVIRTIÓ EN EL PRIMER PARTIDO DEL PAÍS. ELEGIDO EURODIPUTADO, PESE A SU ESCASO ENTUSIASMO EUROPEÍSTA, BERLUSCONI LOGRÓ QUE FORZA ITALIA FUERA ACEPTADA COMO MIEMBRO EN EL PARTIDO POPULAR EUROPEO (PPE), QUE AGLUTINA A LAS FORMACIONES DEMOCRISTIANAS Y DE CENTRODERECHA EN EL PARLAMENTO DE ESTRASBURGO.

 

En las presidenciales de Francia los socialistas obtuvieron menos votos que el Frente Nacional liderado por Jean-Marie Le Pen.

Únicamente en Alemania los partidos de la nueva derecha no cosecharon éxitos a nivel nacional y solo lograron resultados significativos en algunos parlamentos regionales.

La actual derecha radical maneja hábilmente los miedos que suscita un mundo incierto e identifica “enemigos” para explicar los males de los “perdedores” en el capitalismo global: asocia el desempleo a la inmigración, adjudica el terrorismo a los musulmanes, vincula la criminalidad y el vandalismo a un exceso de extranjeros, denuncia la corrupción como rasgo distintivo de la clase política, y atribuye las peores condiciones de vida a las decisiones de los tecnócratas, sobre todo aquellos que están “arriba” en la lejana Bruselas. Esgrime su nacionalismo xenófobo como una salida viable a la crisis social y de valores, producto, según ella, de la globalización y la Unión Europea. No es la expresión política de una determinada clase o sector social, porque su propuesta encuentra eco en diferentes estratos de la sociedad, incluidos los obreros. El ascenso de estas fuerzas de derecha radical se basa en la aceptación, por importantes sectores de la sociedad europea, de la exclusión y la represión de quienes no son de origen europeo.

Sin embargo, los otros no solo son rechazados por el francés Le Pen o el flamenco Filip Dewinter: el conjunto de la dirigencia política europea, acompañando y promoviendo los sentimientos de gran parte de la población de sus países, ha decidido impedir que los pobres ingresen al Primer Mundo. A mediados de 2008 los ministros del Interior de los Estados miembros de la Unión Europea aprobaron la polémica ley que determina los procedimientos para expulsar a inmigrantes sin papeles. A través de esta sanción se institucionaliza el encierro de los extranjeros por vía administrativa hasta un máximo de dieciocho meses, en los cerca de 170 centros de retención para inmigrantes. El mismo destino les espera a los menores que no estén acompañados por adultos. Dentro de ese período, los detenidos son deportados a sus países de origen.

 

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