FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

I. La crisis en el ámbito capitalista

La Unión Europea

La crisis del modelo de desarrollo bajo el liderazgo norteamericano afectó la integración económica europea. El nuevo escenario incorporó nuevos objetivos: la Comunidad debía ser un medio para conservar la competitividad de Europa Occidental en un capitalismo cada vez más transnacional. Los principales centros capitalistas europeos buscaron brindar condiciones favorables para la acumulación de capital vía la flexibilización de la producción y del comercio.

Simultáneamente, la Comunidad abrió sus puertas a nuevos países: tras la caída de las dictaduras militares en el sur aceptó la incorporación de Grecia en 1981 y la de España y Portugal en 1986. En 1995 ingresaron Austria, Finlandia y Suecia. La Comunidad dejó de ser el ámbito de integración de un grupo relativamente pequeño de Estados modernos e industrializados, asociados en virtud de intereses económicos comunes, e incluyó a países con características económicas diferentes.

Ante el desorden monetario, las decisiones de la Comunidad en la década de los setenta se concentraron en el ámbito financiero, formando la llamada serpiente europea: la vinculación de las distintas monedas en torno a la media establecida por la moneda más fuerte, con un margen de oscilación del 2.25 por ciento.

En los años ochenta el Plan Delors propuso la creación de un Banco Central Europeo, cuya misión sería definir una política monetaria común y coordinar programas con reglas obligatorias sobre los niveles de déficit presupuestario. Su puesta en marcha implicaba la creación de una moneda común y la transferencia del poder de decisión de las autoridades nacionales a las burocracias de la Comunidad. El proyecto, aprobado en 1991 en Maastricht, reconoció la ciudadanía europea a todos los ciudadanos de los Estados miembros y se pronunció a favor de una política exterior y de seguridad común.

La construcción de la UE fue parte de un proceso de ampliación de espacios económicos nacionales, cuyo propósito era sumarse al capitalismo global a través de la formación de bloques regionales. Pero sus objetivos y procedimientos abarcaban también dimensiones políticas y culturales, entre ellas la construcción de una ciudadanía europea y la redacción de un texto constitucional común. Sin embargo, la política económica quedó fijada desde arriba y favoreció la lógica del capital: la integración privilegió el libre movimiento de capitales, servicios y mercancías junto al avance de las grandes empresas y la imposición de la ortodoxia económica a las políticas nacionales.

El déficit democrático se hizo cada vez más evidente desde el momento en que importantes competencias económicas y financieras –la moneda única o la creación de un Banco Central integrado por miembros independientes e inamovibles– pasaron de las instituciones nacionales a manos de organismos europeos con escaso o nulo aval democrático. Tanto el Consejo de Ministros como la Comisión, integrados por funcionarios designados por los gobiernos de los países, cuentan con amplias facultades; en cambio el Parlamento, único organismo cuyos miembros son elegidos cada cinco años por sufragio universal desde 1979, carece de poder real. Todos estos organismos son vistos por la mayor parte de los europeos como oficinas lejanas, dirigidas por una burocracia que desconocen, y donde no pueden hacerse escuchar.

La profundización de la integración económica condujo a la politización del proceso en marcha. Las nuevas medidas debían ser confirmadas por los Estados nacionales a través de los Parlamentos o de plebiscitos. Por lo tanto, la población tenía que confirmar directa o indirectamente si deseaba que su país participara en la creación de órganos supranacionales a los cuales se transferiría parte de la soberanía nacional. A medida que el proceso se fue politizando, dos temas claves ocuparon el centro de la escena. En primer lugar, la primacía del enfoque neoliberal: sus defensores consideraban que la Comunidad era un mercado que debía adecuarse a los principios flexibles y competitivos del capital; sus detractores propiciaban una Europa menos promercado y más comprometida con el bienestar y los derechos sociales de la población europea. Desde esta perspectiva, Maastricht había confirmado la dictadura de las reglas del mercado sobre la democracia política. El segundo tema remitía a quiénes y cómo tomarían las decisiones en este ámbito supranacional. Para esto se creó una comisión encargada de redactar una constitución, teniendo también en cuenta la inclusión de los países de Europa del este, ya que en mayo de 2004 se incorporaron Chipre, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Hungría, Letonia, Lituania, Malta, Polonia y la República Checa.

La aprobación del texto constitucional fue apoyada por todos los que en los campos de la derecha y de la izquierda apostaban por la existencia de la Comunidad, y mirada con escepticismo o rechazada por todos los que en esos mismos campos impugnaban la Comunidad. Cuando los franceses rechazaron el proyecto de Constitución europea el 29 de mayo de 2005 y los votantes holandeses hicieron lo propio tres días más tarde, los analistas coincidieron en que el futuro de Europa era incierto. Hubo tres grupos que consideraron el resultado de la votación en Francia como una victoria propia: los neoconservadores estadounidenses, las franjas antiglobalizadoras de la izquierda francesa y los “euroescépticos” derechistas. Para los primeros, el no francés y holandés había derrotado a las elites europeas, arrogantes y antinorteamericanas: era “un momento de esperanza para las perspectivas de una Europa fuerte, pronorteamericana, defensora de la libertad”. Para los segundos, el no representó en gran medida todo lo contrario: un rechazo al programa neoliberal sostenido por la Comisión Europea. Para los últimos, el resultado había golpeado a la burocracia de Bruselas que pretendía subordinar a los Estados nacionales. Los socialistas y los verdes, aunque con reservas, habían apoyado la aprobación del texto constitucional. fuenteDos años después, la Unión Europea se ampliaba con la inclusión de Bulgaria y Rumania.

 

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