FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

I. LA CRISIS EN EL ÁMBITO CAPITALISTA

Asia: “milagros económicos”, crisis y globalización

 

En los últimos decenios se produjeron espectaculares expansiones económicas en Asia: Japón desde la década de 1960; los “tigres asiáticos” –Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur– en los años setenta; China en la década del ochenta e India en los años noventa. Estos países, con índices de crecimiento superiores al 8% durante décadas, han logrado en pocos años lo que Europa y los EE.UU. alcanzaron en un siglo de crecimiento material. Pero también existe otra Asia, la de los países pobres y en muchos casos desgarrados por guerras internas: desde Nepal, Bután, Camboya, Pakistán, Bangladesh, Afganistán, Myanmar, Sri Lanka y Timor Oriental en el sur y el sudeste, pasando por Corea del Norte, hasta los nuevos Estados de Asia Central –Turkmenistán, Tayikistán, Kazajistán, Uzbekistán y Kirguistán– que formaron parte de la URSS.

En la última década del siglo XX el escenario asiático sufrió el impacto acumulado de una serie de hechos: el fin de la Guerra Fría, que eliminó las líneas de separación ideológica que dividían al continente; la globalización; la crisis financiera de 1997-1998; el ascenso de China y el más reciente ascenso de India, y la profundización de la integración económica. Aunque la mayoría de los analistas reconocen el advenimiento de un nuevo orden mundial, el significado y las repercusiones de los cambios en curso en esta parte del planeta son motivo de debate. ¿Está en marcha una globalización asiática que acabará con la hegemonía estadounidense? Si hubiese una globalización asiática, ¿en qué medida y en cuáles sentidos podría significar un proyecto contrapuesto a la globalización occidental? ¿La creciente interdependencia económica de los países asiáticos supone la efectiva construcción de un polo con intereses compartidos? ¿Qué peso tienen la competencia económica y las rivalidades entre los principales Estados –sobre todo, aunque no exclusivamente, en el caso de China y Japón, cuyo pasado está atravesado por prolongados y sangrientos enfrentamientos–?

 Japón: de la euforia al estancamiento prolongado

Durante un breve período, entre fines de la década de 1980 y principios de los años noventa, Japón pareció haber superado a los Estados Unidos en todos los índices significativos de la economía. Sus empresas dominaban en ramas industriales importantes y sus bancos superaban con creces a sus rivales extranjeros. Tokio no solo había sorprendido al mundo por su capacidad para recuperarse después de la Segunda Guerra Mundial, sino también por haber viabilizado la prosperidad del este y el sudeste de Asia. En estas zonas surgieron nuevas economías industrializadas capaces de competir en el mercado mundial: primero los tigres y, siguiendo sus pasos, Malasia, Tailandia e Indonesia.

En el espectacular crecimiento de la región también intervinieron los empresarios de la diáspora china. La población étnicamente china residente fuera de su tierra ancestral alcanzaba los 34 millones de personas; de ellos, más del 82% vivía en Asia, y la mayoría en el sudeste del continente. Excepto en Tailandia y Filipinas, donde contraen matrimonio con la población local y se integran, en el resto de los países los chinos son los “forasteros por excelencia”: capitalistas vinculados al comercio y las finanzas que conectan a estas economías con el mercado mundial.

A mediados de los años ochenta, imposiciones procedentes de los Estados Unidos dieron lugar, sin que fuera un objetivo esperado, al creciente vínculo económico entre Japón y el este y sudeste asiático.

En 1985 el gobierno de Reagan, tomando en cuenta la difícil situación de la industria de su país e incapaz por el momento de competir ventajosamente con el pujante Japón, presionó a las autoridades para que aceptaran la revaluación del yen. Se esperaba que la desvalorización del dólar, a partir de la firma del acuerdo del Plaza, mejorara el déficit comercial de los EE.UU. y que Tokio simultáneamente incrementara sus importaciones.

Pero Japón no se convirtió en un gran importador y las empresas exportadoras siguieron expandiéndose mediante la transferencia de la producción a los países asiáticos vecinos. Como las monedas de estos países estaban en su mayor parte vinculadas al dólar, la devaluación de la moneda estadounidense aumentó la capacidad competitiva de las exportaciones asiáticas frente a Japón; en consecuencia, las empresas japonesas se vieron obligadas a trasladar una parte cada vez mayor de sus operaciones productivas a los países asiáticos de la región. En un primer momento, las inversiones japonesas solo tuvieron en cuenta el mercado asiático para el ensamblaje de los productos finales, aprovechando la mano de obra barata y abundante. Con el paso del tiempo, esos puntos se convirtieron en bases de una cadena interregional de fabricación, con altos niveles de tecnología y productividad.

El alza del yen fue acompañada por la expansión del crédito. Las autoridades no intervinieron cuando los bancos empezaron a distribuir generosamente préstamos a agentes inmobiliarios de menor calidad y a especuladores bursátiles. Esta conducta creó las condiciones propicias para la formación de una enorme burbuja financiera. Dado que los beneficios y riesgos de los proyectos financiados no incidían sobre la concesión del crédito, los precios de las acciones y los inmuebles se dispararon a alturas sin precedentes. Hacia fines de la década de 1980 el valor inmobiliario de Japón, cuyo territorio representa un 0,3% de la superficie del mundo, se tasaba en el 60% del valor inmobiliario mundial. Según las leyes del mercado debía sobrevenir una crisis: el colapso de las empresas sobreendeudadas y de los bancos en riesgo, acompañado por fusiones. Sin embargo, en un principio el gobierno japonés se negó a retirar la garantía que brindaba a las empresas financieras. Así fue creciendo la nube de la incertidumbre, con quiebras de los más chicos hasta la caída, en 1997, de Yamaichi Securities, la cuarta firma de valores de Japón. Esto fue totalmente novedoso: también en Japón, a pesar de que la burocracia estatal había resguardado su destino, las grandes empresas podían entrar en bancarrota.

Pero el problema de Tokio era más grave, ya que conllevaba la pérdida de su liderazgo tecnológico. En los años noventa el optimismo de la elite japonesa se transformó en hondo pesimismo cuando las cifras indicaron que su país, la segunda economía y el primer acreedor neto del mundo, era víctima de un grave estancamiento. El declive fue resultado del repunte económico de los Estados Unidos, pero además se combinó con la brutal caída de las economías del sudeste asiático y Corea del Sur tras la revisión del acuerdo del Plaza en 1995.

Frente a las nuevas empresas estadounidenses –Apple Computer, Microsoft, Intel, Sun Microsystems, Advanced Micro Devices– líderes en todas las tecnologías de la información en la década de 1990, con excepción de los teléfonos celulares, Japón pasó a ocupar una posición de segunda categoría tras dos gloriosas décadas de liderazgo tecnológico. El éxito estadounidense en internet y en las industrias de software se había gestado en la cultura empresarial con amplio margen para la iniciativa individual de Silicon Valley. Allí los jóvenes científicos poco académicos, con el apoyo de mercados de capital altamente desarrollados y decididos a afrontar la incertidumbre de las nuevas inversiones, inauguraban negocios de miles de millones de dólares. Nada de aquello era posible, ni siquiera concebible, en el marco del dirigismo burocrático de Tokio. Los burócratas japoneses no estaban dispuestos a admitir que algo tan corrosivo para el orden establecido como el ethos liberal de Silicon Valley echara raíces en su país.

La reactivación estadounidense se había producido, en parte, a expensas de sus rivales en Japón y Europa occidental. Diez años después del acuerdo del Plaza, el dólar seguía subvaluado en un 40% con respecto al yen. Cuando en abril de 1995 se alcanzó un tipo de cambio récord de 79 yenes por dólar, los productores japoneses no podían cubrir siquiera sus costos variables. Tokio presionó al secretario del Tesoro estadounidense subrayando que ese yen sobrevaluado agotaría la capacidad de Japón de sostener el déficit por cuenta corriente de Washington. Este desenlace obligaría a cerrar el déficit norteamericano y desencadenaría una recesión. La suerte de la superpotencia sería similar a la del resto de los países endeudados, todos ellos compelidos a aceptar la receta del FMI. Pero Clinton podía elegir y no quería perder las próximas elecciones presidenciales. El llamado acuerdo del Plaza inverso entre las principales potencias dispuso emprender acciones conjuntas que forzaran el aumento del dólar. Entre mediados de 1995 y fines de 1997 el dólar subió de 79 a más de 130 yenes y Japón tuvo un respiro.

Sin embargo, en una economía global, cada decisión que afecta a uno de sus eslabones repercute inmediatamente sobre toda la cadena. La devaluación del yen afectó a los países asiáticos vecinos porque redujo la capacidad competitiva de sus exportaciones; pero sus gobiernos, inmersos en la euforia del momento, continuaron expandiendo el crédito. En el marco de esta política, los capitales especulativos que ingresaron en las economías emergentes de Asia alentaron el crecimiento de la burbuja en el sector inmobiliario y financiero. La creciente distancia entre los movimientos de capital que conducían al endeudamiento y las posibilidades cada vez más escasas de colocar productos en el mercado impidió que el valor de las monedas locales continuara sujeto al dólar. Si bien el primer ministro de Malasia acusó a George Soros de haber provocado la crisis monetaria al retirar grandes volúmenes de capital de Asia sudoriental por motivos políticos, la teoría de que la crisis fue producto de una conjura no tiene demasiado asidero. La especulación no creó los problemas económicos que condujeron a la debacle monetaria; antes bien, dejó al descubierto que las expectativas sobre el futuro económico de la región eran exageradas y dio lugar a nuevas expectativas de signo negativo. Lo que sí hizo la especulación fue intensificar dramáticamente las circunstancias críticas y agravar sus costos sociales.

La crisis asiática estalló en Tailandia con la caída del bath a fines de junio de 1997. Cuando se hizo evidente que las deudas superaban ampliamente la capacidad de pago, el gobierno retiró la garantía estatal para los bancos y empresas excesivamente endeudados. La fuga masiva de capitales fue acompañada por una serie de devaluaciones: al baht le siguieron el peso filipino, el ringgit malayo y la rupia indonesia. El valor de las deudas externas se disparó, muchas empresas quebraron y creció el desempleo. Las experiencias exitosas, cuyo ejemplo supuestamente debían seguir el resto de los países periféricos según los neoliberales, desembocaron en el derrumbe económico y la crisis social.

En contraste con el patrón de bancarrotas del Tercer Mundo, la crisis asiática no se debió a un gasto gubernamental irresponsable sino a la sobreinversión irresponsable del sector privado. A lo largo del boom, según el Banco Mundial, los gobiernos de Asia oriental se comportaron en forma ejemplar: siguieron una política monetaria y fiscal orientada a la estabilización, fomentaron las exportaciones en lugar de sustituir las importaciones, y crearon condiciones favorables para la inversión privada. A causa de este diagnóstico previo, era difícil atribuir la responsabilidad del desastre asiático a una clase gobernante corrupta y populista, como se hacía en América Latina. No obstante, el influyente semanario londinense The Economist acuñó el concepto de capitalismo de campo de golf. Las redes flexibles de cooperación informal entre los políticos, la burocracia y las elites económicas –hasta entonces vistas como instrumentos para promover consensos– pasaron a ser consideradas semilleros del clientelismo y el nepotismo.

Con el derrumbe de sus vecinos, Japón perdió un mercado clave para sus exportaciones. La crisis financiera de los países asiáticos se tragó cientos de miles de millones de dólares en inversiones directa o indirectamente financiadas a través del sistema bancario japonés, asestando un nuevo golpe a un conjunto de instituciones que ya tambaleaba a causa de las dificultades internas. Desde fines de 1997 el crédito empezó a escasear en Japón, especialmente para las empresas pequeñas y medianas, y se generalizó un círculo vicioso de retracción de créditos, quiebra de empresas y más restricción crediticia. El enfermo sistema bancario japonés parecía ser el ojo del huracán, pero en realidad era el síntoma de una crisis estructural más profunda: décadas de inversión sin atender a la rentabilidad habían cargado a Japón con una sobrecapacidad productiva mayúscula. Además, había quedado rezagado en el nuevo escenario capitalista, donde la pujanza económica se trasladó de los sectores que fabricaban objetos a los que suministraban complejas series de servicios.

Para los economistas ortodoxos de gran parte del mundo, con Washington a la cabeza, los problemas japoneses se solucionarían adoptando las instituciones del capitalismo liberal: depuración de grandes fabricantes y bancos no rentables, eliminación de acuerdos corporativos entre empresas y trabajadores, desmantelamiento de cárteles, libre comercio y fijación de precios por los mercados y no por los burócratas. Pero esta fórmula significaba pérdida de puestos de trabajo y quiebra de empresas. Significaba reconocer que los depósitos que habían financiado gran parte de la capacidad productiva a través del sistema bancario no valían lo que la gente creía. Si todo esto salía a la luz, la crisis económica tendría un correlato de ira social y pérdida de credibilidad para la elite gobernante. Los dirigentes japoneses no podían aceptar la fórmula estadounidense. Lo que el resto del mundo interpretaba como un problema principalmente económico, en el fondo conllevaba un desafío político: hasta qué punto y cómo el régimen japonés debía reconfigurarse frente a un capitalismo global que arrasaba con los pactos de los años dorados a través del movimiento incontrolado del capital financiero.

En este contexto, el ascenso de China fue decisivo para la recuperación de Japón. La avidez china de bienes de capital permitió a los productores japoneses elevar la tasa de utilización de la capacidad existente, hasta el punto de volver a ganar produciendo bienes. Las empresas japonesas comenzaron a invertir seriamente en China desde principios de los años noventa, tendencia que se vio fortalecida desde finales de esa misma década debido a la crisis asiática. Del sólido vínculo forjado con los Estados Unidos durante la Guerra Fría, Japón ha pasado a una relación triangular cargada de ambigüedades y desafíos.

 

La incorporación de China comunista al capitalismo global

 En los primeros años del siglo XXI, cerca de un 20% del crecimiento de la economía internacional dependió del empuje de China. Con su espectacular demanda de cemento, carbón, acero, aluminio, níquel, petróleo y soja fue una locomotora que arrastraba a la economía mundial. ¿Qué había ocurrido en este país, al que la revolución permanente de Mao había conducido a costosas encrucijadas?

En 1978 el Comité Central del Partido Comunista chino había aprobado las reformas propuestas por Deng Xiaoping: el pequeño timonel introdujo medidas encaminadas a desmantelar la ingeniería social de la era de Mao, el gran timonel. Dos años antes, la muerte de Mao había dado paso a un breve período de incertidumbre en cuanto a la sucesión del poder. Por un lado estaba la llamada Banda de los Cuatro, encabezada por la viuda de Mao. Sus integrantes, comprometidos con la Revolución Cultural, se presentaban como continuadores de la línea maoísta. La Banda de los Viejos, liderada por Deng Xiaoping, una de las víctimas de la Revolución Cultural, se interesaba por las experiencias económicas de Corea del Sur y Taiwán, donde las reglas del mercado asociadas con la intervención estatal habían derivado en un notable crecimiento económico. Este grupo acabó tomando el control del Partido.

A fines de 1978 el Comité Central aprobó el programa de las “cuatro modernizaciones” –agricultura, industria, defensa e investigación científica– propuesto por Deng Xiaoping, y dos años después Deng designó a dos de sus hombres, Hu Yaobang y Zhao Ziyang –mucho más comprometidos con las reformas que él mismo–, como secretario general del Partido y primer ministro respectivamente. El nuevo rumbo incluía la gradual apertura de la economía china al exterior, la disminución de las regulaciones del Estado, la creación de un mercado laboral y de capitales, y la fijación de precios a través del mercado, empezando por el sector agrícola. Este giro redujo notablemente la dependencia de la población respecto del Estado para su subsistencia. En 1980 China ingresó al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional.

 

 

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En un primer momento, el reemplazo de las comunas agrarias por un sistema de “responsabilidad familiar” que permitía la comercialización privada de los excedentes no vendidos al Estado hizo aumentar la productividad y posibilitó el enriquecimiento de los campesinos en un medio cada vez más desigual. Pero las cosas cambiaron desde mediados de los años ochenta. El mundo agrario quedó marginado del proceso de desarrollo cuando los incentivos, las infraestructuras y la inversión extranjera se concentraron en las zonas costeras. Al mismo tiempo, el gobierno decidió subsidiar los consumos urbanos mediante la rebaja de los precios reales de los alimentos. En la década de 1990 la población campesina excedía la superficie de tierra disponible y la modernización impulsada por los comunistas había subordinado el mundo rural al crecimiento industrial.

En el plano industrial se otorgó mayor autonomía a las empresas estatales y se implementaron zonas económicas especiales: espacios donde se autorizaba el ingreso de empresas extranjeras que producían en condiciones fiscales privilegiadas y disponían de trabajadores con ínfimos salarios. La radicación de capitales foráneos en estos territorios pretendía ingresar nuevas tecnologías, capacitar mano de obra y avanzar hacia la producción de bienes exportables. En 1980 se abrieron cuatro zonas económicas especiales, todavía bajo observación central; una década y media después, llegaban a casi diez mil.

Las empresas estatales fueron incorporando los criterios del mercado, entre ellos la competitividad como principio orientador de las decisiones de sus directivos, desplazando las normas de la burocracia planificadora. El crecimiento económico basado en el patrón de la competitividad tuvo costos sociales diferentes de los del plan estatal: entre otros el cierre masivo de fábricas y el consiguiente desempleo. El progresivo desmantelamiento de la regulación pública de los precios fue acompañado por el encarecimiento de los bienes de consumo.

La reforma económica fue acompañada por un aumento notable de la movilidad social, ocupacional y residencial, y también por el surgimiento de una nueva elite económica, el afianzamiento de una pequeña clase media urbana y una mejora palpable en el nivel de vida de la cuarta parte de la población china. Pero también dio lugar a la profundización de las desigualdades, ya que la lógica del mercado agrandó la brecha social entre el mundo urbano y el mundo rural y entre las provincias costeras y las del interior. En 2005 el promedio de ingresos del 10% del segmento de población china más rica era ocho veces superior al promedio de ingresos del 10% con el nivel de renta más bajo. El Estado se ha desentendido de sus antiguos compromisos, empujando a las personas hacia el emprendimiento privado, el autoempleo o la migración interna más o menos ilegal.

El movimiento migratorio campo-ciudad produjo un crecimiento acelerado y a gran escala de las ciudades, con grandes contingentes de población flotante. Si el campo no se ha vuelto ingobernable es, en gran medida, por las remesas de dinero que los hijos y hermanos residentes en las ciudades de la costa envían a sus familias. Sin embargo, el principio de que todo habitante está obligado a residir en su lugar de nacimiento (hukou) se ha mantenido esencialmente inalterado, aunque haya incorporado la figura del residente temporal. La mayoría de los trabajadores de la construcción y gran parte de los trabajadores de la industria son jóvenes campesinos que gozan de permisos temporales o bien residentes ilegales a quienes los ciudadanos consideran “gente de afuera”. No hay cifras fiables y concretas sobre este segmento de migración ilegal, pero las estimaciones hablan de entre 30 y 50 millones de personas. En la última década, el rechazo a la invasión del “bárbaro rural” ha crecido en las grandes ciudades. La gente de afuera se asocia con la prostitución, la enfermedad y la delincuencia: es el otro que exorciza los temores e incertidumbres generados por los drásticos cambios sociales.

A partir de la reforma, las ideas y símbolos distintivos del maoísmo quedaron relegados a meras ceremonias rituales. Si bajo Mao la legitimación de las decisiones del Partido remitía al compromiso ideológico con la igualdad social a través de la  lucha de clases, ahora los comunistas asignan una orientación pragmática a sus acciones. Para demostrar que son capaces de mejorar las condiciones de vida de la gente decidieron acelerar el crecimiento económico, aceptando la desigualdad social como un costo ineludible para sacar al país de su retraso. El nuevo rumbo se ha perpetuado en el tiempo, en gran medida debido al innegable éxito económico de vastos sectores beneficiados que conviven con innumerables perdedores.

La reforma china tuvo su gran crisis en 1989. Cuando una moderada liberalización en el plano cultural posibilitó que las voces disidentes se hicieran escuchar en el espacio público, especialmente las de los jóvenes y los intelectuales, la represión instrumentada para silenciarlos desembocó en la masacre de Tiananmen. Tras la muerte del ex secretario del Partido Hu Yaobang, un dirigente abierto a los planteos liberalizadores del campo intelectual, los universitarios salieron a las calles con pancartas y banderas rojas y entonando marchas, entre ellas la Internacional, y finalmente ocuparon la plaza de Tiananmen.

 


Represión







LA REPRESIÓN EN TIANANMEN

 

 

 

 

 

  El 26 de abril de 1989 el Diario del Pueblo, periódico oficial del Partido Comunista, publicó un editorial muy duro contra las manifestaciones. Los “fenómenos anormales” que se estaban produciendo en Pekín eran obra de un “número de personas extremadamente pequeño”, que se estaban aprovechando de “los sentimientos de pena de los estudiantes por la muerte de Hu Yaobang para propagar todo tipo de rumores y crear la confusión en la mente de la gente […]. Su propósito es sembrar la disensión entre el pueblo, hundir al país en el caos y sabotear la situación de estabilidad y unidad políticas. Se trata de una conspiración planeada. Su esencia consiste en negar de forma absoluta el liderazgo del Partido Comunista Chino y el sistema socialista” (El País, 13 de octubre de 2009).

No era la primera vez que los estudiantes asumían un papel central en la historia del país. Habían gestado el Movimiento del 4 de mayo de 1919 cuando, indignados por el trato que se le había dado a China en la conferencia de Versalles, organizaron revueltas y manifestaciones en Pekín que luego se propagaron a otras ciudades.

A fines de mayo de 1989 el gobierno proclamó la ley marcial en ocho distritos de Pekín, pero los jóvenes siguieron controlando la plaza, donde colocaron la estatua de la diosa de la democracia enfrentando el retrato de Mao.

 

 

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En la madrugada del 4 de junio, los tanques y la infantería ingresaron a Tiananmen y arrasaron a los manifestantes.

La dirigencia comunista confirmó sangrientamente que la apertura económica seguiría afirmándose bajo su férreo control político y cultural. Deng encontró en Jiang Zemin al nuevo dirigente partidario que deslindaría la liberalización económica de la apertura política hasta principios del siglo XXI.

La economía de mercado y la apertura al exterior han recortado el control exclusivo del partido gobernante sobre la esfera pública. La liberalización económica posibilitó la aparición de nuevos canales de información y el debate de ideas en forma más abierta. La modernización requirió una mayor profesionalización de la burocracia, por lo que se priorizó la calificación frente a las razones ideológicas para los nombramientos y promociones. Además, se favoreció el recambio de las elites mediante la supresión del rango vitalicio asociado a los altos cargos, el establecimiento de una edad oficial de retiro, y el reconocimiento de límites temporales al ejercicio de cargos directivos. No obstante, no debe confundirse el proceso de liberalización con un proceso de democratización. Dentro de esta línea continuista, los comunistas mantienen el principio organizativo tradicional de los partidos leninistas: un centralismo democrático que no deja espacio a las minorías. Pero los posmaoístas quieren evitar la restauración de un jefe máximo: desde Mao a Jiang, la autoridad de los principales dirigentes deriva cada vez más de su posición institucional y cada vez menos de sus habilidades personales. El precedente que sentó Deng Xiaoping con su alejamiento voluntario de los cargos dirigentes fue institucionalizado cuando el XIV Congreso del Partido Comunista limitó a dos mandatos el ejercicio de poderes desde los más altos puestos del Partido y el Estado.

Una de las preguntas más reiteradas sobre el actual régimen chino remite a esa extraña coexistencia, vista desde Occidente, de una economía cada vez más abierta –que supone y alienta una creciente heterogeneidad social– junto a un escenario político y cultural supervisado por un partido único que detenta el control de los organismos estatales. ¿Es factible que esta situación se prolongue a largo plazo? ¿O los cambios económicos y sociales necesariamente traerán aparejado un cierto grado de apertura política que afectará el poder de los comunistas? Cabe destacar que la legitimidad de los comunistas deriva en gran medida de ideas y experiencias de larga data que apuntalan el derecho automático a gobernar de la clase educada y reconocen la autoridad de los gobernantes según los resultados de sus decisiones: la prosperidad y el orden los legitiman; la pobreza y el desorden habilitan que sean derrocados.

 Luces y sombras de la integración asiática

El avance del capitalismo global en Asia está asociado al afianzamiento de los espacios regionales, un proceso cargado de incertidumbres y desafíos debido a las rivalidades interestatales, a los cambios en el papel desempeñado por los Estados Unidos en la región, y a un pasado de guerras que, a diferencia de lo ocurrido en el continente europeo, no obligó a rendir cuentas a sus responsables.

A los países fundadores de la ASEAN en 1967 –Indonesia, Malasia, Filipinas, Singapur y Tailandia– se sumaron Brunei (1983), Vietnam (1995), Laos y Myanmar (1997) y Camboya (1999). Timor Oriental, independizado a principios del siglo XXI, es un posible miembro futuro. La ampliación de este espacio y la reformulación de sus objetivos en los años noventa se conjugaron con la crisis económica y la creciente fuerza arrolladora de China.

Cuando la ASEAN se disponía a celebrar su trigésimo aniversario, el derrumbe económico tuvo un fuerte impacto social y político. Los gobiernos del sudeste asiático, que habían pretendido legitimar sus regímenes autoritarios con el fuerte crecimiento económico de las dos últimas décadas, se debilitaron profundamente. En Tailandia los militares fueron obligados a iniciar un proceso de reforma constitucional a fines de 1997; en Malasia el movimiento de la Reformasí condicionó la actuación del ministro Mahathir; y la prolongada dictadura del general Suharto en Indonesia cayó arrastrada por las movilizaciones masivas contra la corrupción y el autoritarismo.

La crisis puso de manifiesto la dependencia del sudeste asiático respecto de las grandes potencias. Los miembros de la ASEAN consideraron entonces que una relación formal con las consolidadas economías de Japón y Corea del Sur y con el dinámico mercado emergente chino aseguraría su crecimiento y los fortalecería frente a una posible crisis futura. Los líderes de China, Japón y Corea del Sur coincidieron con la propuesta, teniendo en cuenta que la integración reforzaría la competitividad y evitaría el aislamiento de Asia frente a los bloques regionales en ciernes: el de la ampliada Unión Europea y el proyecto de creación de un Área de Libre Comercio de las Américas impulsado por los Estados Unidos.

Así surgió la ASEAN+3, cuyos objetivos son reforzar la capacidad negociadora de las naciones asiáticas respecto de los Estados Unidos y la Unión Europea, minimizar el papel del FMI, y mejorar su competitividad para atraer el comercio y las inversiones de los países occidentales sin establecer por ello condiciones liberalizadoras. La formación de este bloque regional no cuestiona la globalización; es más bien una forma de incorporarse, en mejores condiciones y con mayores recursos, al nuevo orden capitalista. La mayor parte de las naciones de la región no pueden prescindir del comercio, las inversiones y la tecnología de Occidente. A pesar de esta interdependencia económica, se apunta a la construcción de una comunidad asiática que condiciona el protagonismo de los Estados Unidos. Los actores locales comienzan a crear foros de diálogo y cooperación en los que Washington no está presente.

China parece ser el país con mejores posibilidades para asumir un papel dominante en la región. Desde 2004 ha superado a los Estados Unidos como primer socio comercial de las otras tres economías mayores de la zona: Japón, Corea del Sur y Taiwán. Después de mucho tiempo de haber actuado como intermediaria entre el capitalismo occidental y las economías locales, la diáspora china juega ahora un papel indispensable a favor del capitalismo chino profundizando sus compromisos con el sudeste asiático. Pero dado que China aún carece de la fuerza económica y la capacidad militar necesarias para ejercer una verdadera influencia global, deberá consolidar sus relaciones con los otros Estados asiáticos –sobre todo con Japón– para poder alcanzar  un equilibrio estratégico con los Estados Unidos.

Hasta la renovación Meiji en 1868 China era considerada la mayor potencia continental, pero el giro modernizador impuesto por la dirigencia japonesa hizo que Japón ocupara la posición dominante en Asia. Durante medio siglo, después de la guerra chino-japonesa de 1895, la política exterior de Japón se orientó a impedir el ascenso de una potencia china independiente. El deseo de equipararse con las grandes metrópolis europeas indujo a Tokio a adoptar una política agresiva hacia Corea, Rusia y la propia China antes de lanzarse a la confrontación directa con los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Los resultados fueron catastróficos para sus vecinos y para el propio pueblo japonés. Sin embargo, al concluir el conflicto mundial, Japón mantuvo su predominio. Su inserción en las estructuras de seguridad occidentales y su espectacular “milagro” económico, combinados con la azarosa trayectoria seguida por China bajo Mao, contribuyeron a conseguir pacíficamente lo que el Japón militarista no había podido obtener con las armas. Esta situación duró casi cuarenta años, pero desde fines de la década de 1980 Japón entró en un período de estancamiento y China comenzó a despegar gracias a las reformas internas y la inversión extranjera. Pese a la reciente y todavía incierta recuperación nipona, Tokio está obligado a convivir con un poderoso vecino al cual se encuentra ligado por importantes lazos económicos.

Un factor clave en los recelos que provoca Japón entre sus vecinos, especialmente en China, proviene de la negativa japonesa a reconocer sus crímenes de guerra: gesto que han agravado las recurrentes visitas de dirigentes japoneses, entre ellos los dos últimos primeros ministros, al templo sintoísta de Yasukuni, donde yacen los restos de reconocidos criminales de guerra. Yasukuni aparece como la expresión más visible de un Estado escasamente reformado, y su condición de símbolo amenazante deriva de su inscripción en el marco de una cultura política que todavía no tiene mecanismos institucionales que impongan la rendición de cuentas.

Hasta el momento, Japón ha optado por reforzar sus vínculos de seguridad con los Estados Unidos. La principal iniciativa en este sentido ha sido la firma, en mayo de 2006, de un acuerdo que establece la creación de un centro de mando militar integrado con sede al oeste de Tokio. Después del 11 de Septiembre, el partido Democrático Liberal envió tropas a Irak a pesar de que la mayoría de los japoneses estaban en contra. En esta misma tendencia, en febrero de 2005 Japón y los Estados Unidos afirmaron que la seguridad de Taiwán concierne a ambas naciones, lo que provocó una airada respuesta de Pekín.

Corea del Sur también está definiendo su posición en el nuevo escenario mundial, tendiente a la conciliación con Corea del Norte y al diálogo con Pekín. Sin embargo, como teme quedar subordinada a esta potencia, mantiene su relación con los Estados Unidos –país al que la unen importantes intereses económicos– y busca estrechar vínculos con India, el otro país asiático con aspiraciones de asumir un papel protagónico en el rumbo del bloque.

Si bien los Estados Unidos siguen siendo una potencia clave en la región, han dejado de ser el socio indispensable que fuera para Japón y los países del sudeste asiático durante la Guerra Fría. Los logros del foro de Cooperación Económica del Asia Pacífico –integrado por los seis países de la Asean más Corea del Sur, Japón, Australia, Nueva Zelanda, los Estados Unidos, Taiwán, Hong Kong, China, Canadá, México, Papúa-Nueva Guinea y Chile– han sido muy modestos. El APEC aparece concentrado básicamente en la apertura, tan rápida como sea posible, de los mercados asiáticos.

 

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