FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Imposición y crisis del neoliberalismo en el Tercer Mundo

África subsahariana: la fragilidad de los Estados y las guerras civiles

 

Desde su inicio, en el marco de la descolonización, la formación de Estados en África padeció una considerable falta de legitimidad vinculada con la ausencia de un amplio consenso social sobre los fines y valores de la institución estatal. En lugar de avanzar hacia la construcción de un espacio público con normas compartidas, gran parte de la población quedó inscripta en redes clientelares. En éstas, los intermediarios, con base étnica, religiosa o de parentesco e indudable gravitación en el medio rural, conectaban a las elites del centro político con el resto del sistema en un proceso continuo de intercambios de favores y recursos. Se expulsó a los europeos, pero se continuó un modelo despótico de gobierno y se mantuvo la dependencia económica internacional.

En principio, el sistema de partido único, las ideologías independentistas y los modelos de socialismo africano fueron puestos al servicio de estrategias desarrollistas para lograr el crecimiento económico. Después de la independencia, muchos gobiernos se definieron como socialistas africanos, al igual que en muchos países árabes se habló de un socialismo árabe. Los regímenes afro-marxistas se impusieron mayoritariamente en los años setenta después de la independencia de las ex colonias portuguesas. En ambos casos fueron fundamentalmente nacionalismos desarrollistas con un discurso que proponía trascender las fronteras estatales herederas del período colonial, ya sea para recuperar la unidad árabe o para lograr la integración de los países africanos en torno a una entidad africana superior.

En la práctica, la mayor parte de África permaneció como fuente de materias primas ante las significativas debilidades de la industrialización. El programa estatista desembocó en un crecimiento desmedido de las burocracias públicas parasitarias y en Estados gerenciales de la ayuda externa y de los magros recursos locales que sin lograr instalar el interés público por encima de los intereses particulares fueron o bien el coto casi privado del partido único o bien objeto de disputa entre diferentes facciones en permanente rotación.

Los rasgos esenciales de la desarticulación económica de la región empezaron a ser nítidos en la década de los 70. Entre 1960 y finales de los 80 la producción alimentaria per cápita cayó en un 20% en la región sudsahariana. La ayuda externa se convirtió en la principal fuente de inversiones y en algunos casos suministraba hasta un 90% del gasto público. En 1980, el índice del volumen de exportaciones bajó un 17% en relación con el de 1970, mientras que el de importaciones creció un 90% en ese mismo lapso.

El comercio intra africano descendió del 6.7% en 1970 al 4.7% en 1980. Al finalizar esa década, la participación total de África en el comercio mundial había caído al 2.5%, pero casi el 60% de ese total fue realizado por Sudáfrica y los países del norte, en virtud de lo cual, la participación de la región subsahariana (compuesta por 42 países y unos 400 millones de personas) difícilmente representó el 1.5% del comercio mundial, en un periodo calificado por el GATT como la década dinámica del comercio mundial. En 1986 el 46% de la ayuda alimentaria de emergencia del Programa Mundial de Alimentos fue destinado a África subsahariana y en 1990 ascendió al 80%, lo que revela su dependencia estructural de esta ayuda. En los años noventa había cinco millones de refugiados en esta región y nueve millones de personas desplazadas por las guerras civiles, las intervenciones extranjeras y el hambre.

La deuda externa africana, comparada con el PIB, es la más alta del mundo, pero al mismo tiempo su monto no amenaza al sistema capitalista. En la más remota posibilidad de que todos los países de África Sudsahariana de repente y en forma colectiva decidieran dejar de pagar el servicio de sus deudas, el sistema financiero mundial seguiría funcionando.

Frente a la crisis de una economía desde mucho antes signada por falencias claves, tanto en relación con su inserción en el mercado mundial, como en virtud de las tensiones que afectaban la trama de relaciones sociales, políticas e institucionales, los gobiernos africanos se sometieron a los dictados del neoliberalismo. En casi todos los países se pusieron en marcha planes de ajuste estructural alentados abiertamente por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Entre sus fines a largo plazo suponían posible la creación de una clase media independiente basada en actividades económicas rentables. Este actor constituiría el principal pilar de una fortalecida sociedad civil capaz de contrapesar el poder arbitrario del Estado. En la práctica, la aplicación de los planes endureció las dinámicas estatales autoritarias y represivas destinadas a sofocar las protestas populares contra políticas económicas que reducían el gasto público y los ya escasos servicios sociales. Cuando se hizo evidente que los mencionados ajustes no estaban generando la recuperación económica, los donantes occidentales, y en menor medida las instituciones financieras internacionales, introdujeron una preocupación por la gobernabilidad, el respeto al Estado de derecho y los derechos humanos. A la condicionalidad económica de la ayuda brindada en los ochenta comenzó a añadirse, en los noventa, una vaga condicionalidad política a favor de la instauración de la democracia.

Los programas neoliberales profundizaron la fragilidad del Estado africano. De un desmesurado peso en la economía de lo estatal, asociado en muchos países a un discurso a favor del socialismo africano, se pasó al desmantelamiento del sector público. La liberalización económica acabó con las empresas existentes, sin que fueran remplazadas, por lo menos a corto plazo, por una iniciativa privada autóctona todavía ausente, sobre todo en los países con un pasado afro-marxista, como Guinea-Bissau o Benín, o en los que habían asumido el llamado socialismo africano como Senegal, Ghana o Malí.

La agenda de reforma claramente anti-Estado no sólo lo deslegitimó como actor clave en el terreno económico, también socavó sus capacidad para mantener las redes que lo vinculaban con la población y su decadencia repercutió en todas las esferas de la vida social. Como se ha señalado anteriormente, los sistemas políticos africanos durante la Guerra fría se caracterizaron por políticas neopatrimoniales que canalizaban los recursos en forma selectiva a través de las redes clientelares. La atención a las demandas de las mismas era un factor de peso para que los gobiernos contaran con un cierto grado de estabilidad. En el marco de la crisis y del apogeo del neoliberalismo, pocos regímenes pudieron seguir concediendo recursos y favores en forma extendida. Se quebró un sistema prebendalista que en alguna medida y con fuertes desigualdades había facilitado la cohesión interétnica y había ayudado a regular los conflictos sociales. Las elites dirigentes optaron por concentrarse en los beneficios que podían otorgar a sus comunidades ­étnicas, clánicas, religiosas­ de origen, infligiendo duros agravios económicos y culturales al resto de los grupos. Tanto los reasentamientos de la población javanesa dispuestos por Sukarno afectando a las etnias instaladas en la periferia de Indonesia, como las decisiones de los gobiernos musulmanes radicales de Sudan respecto a la explotación de los recursos naturales de las zonas donde prevalecía la población cristiana, son ejemplos elocuentes de esta orientación. La asignación de bienes y el reconocimiento de derechos en forma desigual por el Estado, profundizaron la politización de lo étnico, al mismo tiempo que intensificaban las condiciones propicias para las luchas sangrientas de las diferentes comunidades entre si y con las faccionalizadas fuerzas del Estado central.

La conclusión de la Guerra Fría también aportó su cuota en este complejo panorama africano. Con la crisis del bloque soviético, los regímenes autoritarios dejaron de ser apoyados incondicionalmente como bastiones del anticomunismo y además, los gobiernos africanos dejaron de contar con una fuerza que contrapesara las presiones de las potencias capitalistas. La democracia liberal reivindicada por los Estados occidentales se impuso como el único modelo posible de legitimidad política.

En el marco de estos cambios, las sociedades africanas se movieron en diferentes direcciones. Por un lado, la irrupción de movilizaciones a favor de la democratización y al mismo tiempo, la profundización e incremento de los conflictos armados. Estos se combinaron con la fragilidad extrema, en algunos casos implosión, del Estado y el término Estados fallidos pasó a ocupar un lugar central en los medios y entre sectores del ámbito académico. 

La década del noventa fue inaugurada con protestas callejeras populares o presiones, que en muchos casos culminaron en esfuerzos concertados para reformar las instituciones, los procedimientos y la conducta de los actores del campo político. Como parte de este esfuerzo fueron convocadas las Conferencias Nacionales, en estos foros de negociación entre el poder y la sociedad civil, se buscó cambiar preceptos constitucionales y leyes electorales, a la vez que se establecieron mecanismos democráticos para la celebración de elecciones libres que garantizaran el pluralismo, la protección de los derechos humanos y las libertades públicas. La primera Conferencia Nacional que se celebró en Benín en febrero de 1990 se declaró soberana al modo de los estados generales de la Revolución francesa y sus decisiones tuvieron fuerza de ley. A partir de ese momento, más de una treintena de países africanos se vieron inmersos en una ola democratizadora que transcurrió de forma pacífica en la mayoría de ellos. Países como Benín, Cabo Verde, la República Centroafricana, Congo, Guinea-Bissau, Lesotho, Madagascar, Malawi, Malí, Mozambique, Namibia, Níger, Santo Tomé y Príncipe, las islas Seychelles, Sudáfrica o Zambia se sumaban a los únicos regímenes democráticos que había en pie en 1989, Botswana, las islas Mauricio y Gambia.

Al calor de estos acontecimientos, los afro-optimistas concentraron su atención en las posibilidades gestadas por la apertura política; incluso algunos hablaron de una segunda liberación. Para seguir de cerca y analizar los cambios fue aprobado el proyecto afro-barométrico (http://www.afrobarometer.org). Los afro-pesimistas destacaron las falencias del proceso y los severos problemas que condicionaban su efectiva concreción. Estas transiciones desde regímenes autoritarios hacia escenarios políticos más democráticos, tanto en África como en la mayor parte de los países del Tercer Mundo, excepto en Medio Oriente donde los regímenes antidemocráticos se mantuvieron en pie, se concretaron en un entorno económico escasamente propicio.

En el presente prevalecen los análisis más cautos y algunos observadores hablan de democracias virtuales puestas en marcha sólo a efectos de ganar respetabilidad internacional. La celebración de elecciones no fue acompañada de cambios en dimensiones claves para avanzar hacia un efectivo proceso democrático. La más importante quizás, es la estructura del poder en las áreas rurales. El poder en la sociedad agraria lo ejercen autoridades locales tradicionales, unidas clientelarmente a los políticos del centro, y sin un verdadero control por parte de la población. Desde las investigaciones más consistentes, la democratización de África debe pasar, sobre todo, por la democratización de este escenario en el que coexisten diferentes redes y por el desmantelamiento de las formas indirectas de control social, aspectos ya presentes en el período precolonial y que fueron institucionalizados bajo el colonialismo.

En la medida que Estado africano no aparece asociado a una esfera pública comprometida con el principio del bien común, la política de la etnicidad ha sido una forma de expresar el aislamiento respecto al mismo por parte de vastos sectores de la población. Tanto para grupos de las elites como de la población de base, la participación en operaciones relacionadas con el Estado no valió la pena ya que éste era incapaz de ejercer las funciones básicas en que se basa la legitimación del mismo: el monopolio de la violencia, la distribución de bienestar y la representación de la población a partir de su participación política. Y esto en virtud de que el Estado se parece más a un ideal al cual sus agentes pueden haber aspirado, pero que raramente se ha logrado.

En el marco de la crisis y de la posguerra fría, la preservación de las diferentes entidades étnicas se entrelazó cada vez más con los agravios económicos, políticos y culturales que sufrieron unos grupos y con la codicia que alentó las acciones de otros, dando paso así a la proliferación de las guerras. La violencia armada en el continente africano no es una cuestión de luchas tribales, endémicas y anárquicas, como han planteado gran parte de los medios e incluso algunos académicos que insisten en su carácter primitivo e irracional. Las guerras africanas deben encararse desde el análisis de un entramado complejo de causas interrelacionadas junto con el de las decisiones de diferentes actores. Entre estos se encuentran desde señores de la guerra y gobiernos africanos, pasando por potencias del primer mundo y organismos internacionales, hasta empresas transnacionales vinculadas con la explotación de diamantes o de petróleo o bien con el contrabando de armas. En estos conflictos, aunque la sociedad civil es la principal víctima, no es un actor pasivo que sólo sufre lo que otros deciden. El colapso estatal no puede equipararse automáticamente al colapso de la sociedad.

El material recogido a través del estudio de casos sugiere que la combinación entre una estatalidad marchita y el conflicto armado violento a veces ha dado margen a la formación de nuevos centros de autoridad no estatal basados en modelos alternativos de control social. Por ejemplo Somalia, considerada como el modelo clásico de colapso estatal, ha visto la emergencia de un mosaico de formaciones políticas locales que se desarrollan a partir de nuevos acuerdos entre los hombres fuertes locales, los ancianos de los clanes, y los líderes políticos de milicias que proveen a los ciudadanos somalíes de variados niveles de gobernanza. Tales arreglos han incluido la reafirmación de los líderes comunitarios en el establecimiento de los tribunales de la sharia, la desmovilización de las milicias en favor de fuerzas de seguridad bajo control de una autoridad y los acuerdos transregionales en el área del comercio informal. Asimismo, en la República Democrática del Congo y en menor medida también en Sierra Leona, en los países del Sahel (Burkina Faso, Malí, Mauritania y Níger) y en Nigeria, el ambiente de conflicto resultante del colapso de la autoridad pública parece haber llevado a la emergencia de nuevos arreglos institucionales entre poblaciones de base, actores armados y varias élites a nivel local y regional, que están promoviendo nuevas estrategias de integración social, económica y política. Estas trayectorias sugieren que para las comunidades que habitan esas áreas, la participación en las estructuras del Estado no es necesariamente un punto de partida y como contrapartida, otras fuerzas sociales e institucionales al seguir reteniendo recursos, al situar la autoridad en los niveles más bajos de la sociedad, y al combinar las raíces tradicionales con elementos modernos, pueden promover organismos novedosos capaces de alcanzar la auto-suficiencia y de generar nuevos modos de articular lo social, lo político y lo institucional.

Al mismo tiempo que gran parte de los actores políticos africanos en el gobierno tienden a convertir la democracia en un mero espectáculo sin contenido; los requisitos impuestos por los organismos internacionales para brindar ayudas no incluyen en su agenda la cuestión clave de las condiciones en que se promueve la participación electoral de los pueblos. A pesar de la pretensión de complementariedad, los efectos de los condicionamientos económicos son contradictorios con los objetivos enunciados en las condiciones políticas. Las políticas económicas dictadas por los centros de poder mundial agravaron las duras condiciones de vida de los más pobres del planeta. El aumento de la pobreza y de las diferencias sociales traban la capacidad democrática de las personas.

La política en África sigue siendo una lucha por recursos escasos que atenta contra la alternancia pacífica en el poder porque hay demasiado en juego. El Estado es aún hoy el principal instrumento de acumulación y la disminución de sus recursos hace la lucha aún más enconada, llegando en ocasiones al conflicto civil. En este contexto, el mecanismo electoral no ayuda mucho a llegar a consensos políticos y sociales en la medida en que se convierte en un juego de suma cero: quien gana se lo lleva todo, no sólo el poder político sino también una mayor capacidad para de decidir sobre la explotación y distribución de los bienes económicos. En gran medida, los conflictos armados cuestionan este alto margen de posibilidades que aún retiene el Estado.

Frente al panorama político africano, algunos analistas plantean la cuestión de que tal vez el desmontaje de las fracturas en el seno de la sociedad y la construcción de formas de gobierno representativas requieran de alternativas acabadamente diferentes a las formas estatales y de organización política gestadas a lo largo de su historia por Occidente. Desde esta perspectiva, lo que se necesita para entender la significación de nuevas formas de crear orden político en África subsahariana no es tanto la reafirmación o el rechazo del Estado africano como tal, sino más bien un análisis detallado de las respuestas sociales a los procesos de implosión estatal.

Otros trabajos, en cambio, reconocen la necesidad de que los valores y principios básicos de la democracia occidental tengan alcance universal, atendiendo a las adaptaciones requeridas por cada contexto histórico singular.

En el marco de la posguerra fría, el continente más pobre aparece atravesado por un alto número de conflictos en gran medida interrelacionados, pero también se logró poner fin al régimen de appartheid vigente en Sudáfrica.

El derrumbe del modelo desarrollista y los condicionamientos impuestos por el nuevo orden global gestaron un terreno fértil para la proliferación de las guerras, generalmente civiles. Se distinguen tres grandes zonas en las que se concentraron más de 12 guerras civiles desde 1990 hasta 2005: África occidental y la zona del río Mano, la región de los Grandes Lagos; y el Cuerno de África. Simultáneamente en África del sur se avanzó hacia la crisis del sistema de apartheid.

Entre las principales luchas armadas en África occidental se destacan las de Nigeria y Costa de Marfil. En Nigeria coexistieron dos contextos bélicos diferenciados: el de la región del Delta del Níger (sur) y el que tuvo lugar en el norte del país. En el Delta del Níger, región que concentra el 60% de la producción de petróleo —del que es primer productor de crudo de la región subsahariana— varias milicias armadas pertenecientes a diferentes grupos étnicos se enfrentaron entre ellas y contra las fuerzas de seguridad estatales por el control del poder y de los beneficios del petróleo. En esta contienda también participaron ejércitos privados, contratados por las transnacionales del petróleo para defender sus intereses. En el norte del país el enfrentamiento fue protagonizado por las milicias de la mayoría musulmana contra las de minoría cristiana en disputa por el control de los recursos naturales, y se ha exacerbado tras la proclamación de la llamada ley islámica en los doce estados que conforman esta región en el año 2001. Costa de Marfil sufrió, en 2002, el levantamiento de tres grupos armados en el norte, que lograron dividir el país fundamentándose en la resistencia contra la exclusión política y social que afecta a numerosos sectores de la población. Desde entonces se libró una batalla irregular entre éstos grupos y el gobierno de Laurent Gbagbo, respaldado por milicias armadas de jóvenes simpatizantes. En abril de 2011, Francia, la antigua metrópoli, envió efectivos militares al país —avalados por las Naciones Unidas— para operar como fuerza de contención entre los bandos en lucha. Costa de Marfil vivió una guerra civil después de que el presidente Laurent Gbagbo no aceptara los resultados de las elecciones presidenciales celebradas en noviembre de 2010, que dieron, según las fuerzas del norte, el triunfo a su rival, Alassane Ouattara, una victoria reconocida por la ONU y por la intervención armada francesa que apartó a Gbagbo del ejercicio del gobierno.

 

EJERCITO FRANCES EN COSTA MARFILEJÉRCITO FRANCÉS EN COSTA DE MARFIL

 

La llamada región del Río Mano engloba a Guinea, Liberia y Sierra Leona. En gran parte de los comentarios, las guerras entre los grupos armados de estos países —que incluyen también a Costa de Marfil— aparecen asociadas a los diamantes sangrientos debido al peso de las distintas redes de violencia compitiendo por la explotación de este recurso.

En la región de los Grandes Lagos, en un principio se combinaron la violencia interétnica de Burundi (1993) y el genocidio en Ruanda (1994) pero luego la guerra se extendió a otros países, especialmente a la República Democrática del Congo. Allí, la lucha armada (1996-1998) contra la dictadura de Mobutu fue seguida por la llamada primera guerra civil africana (1998-2003). Esta fue en parte una guerra civil para dirimir la continuidad o no en el poder del presidente congoleño Laurent Kabila, sucesor de Mobutu; pero también fue una guerra internacional en torno al poder y la influencia regionales. Mientras Angola, Chad, Namibia, Sudán y Zimbawbe se aliaron con las tropas del presidente Kabila, Ruanda y Uganda lucharon contra esta múltiple alianza y, en 2000, también entre sí.

El análisis de las causas que conducen a diferentes actores a utilizar la violencia como instrumento para dirimir los conflictos internos se ha basado tanto en las estructuras existentes como en los agentes implicados. Así, desde la perspectiva de la economía política, algunos autores consideran que son los agravios e injusticias padecidos por determinados sectores de la población ­menores oportunidades de progreso social, privaciones económicas­ los que radicalizan las tensiones sociales y empujan a la revuelta armada. Pero esta visión ha sido objeto de críticas por quienes piensan que dichos agravios serían una excusa utilizada por parte de los dirigentes que codician el usufructo de ciertas ventajas económicas en su beneficio reforzando su propia posición de poder político y social. Desde este punto de vista, la clave de la guerra civil no estaría en los elementos estructurales sino en los agentes que lideran la política y la sociedad, o sea quienes estarían dispuestos a recurrir al uso de la violencia para obtener sus fines particulares. Para esto, llevarían a cabo campañas destinadas a reforzar la cohesión de su propio grupo y al mismo tiempo deshumanizar a sus rivales, favoreciendo así la creación de un clima propicio para el uso de la violencia.

La teoría de las nuevas guerras privilegia los objetivos económicos de diferentes actores como causa central de los conflictos. Los analistas que sostienen la pertinencia de este concepto han presentado una lista de rasgos de un nuevo género de guerras. En primer lugar, el hecho de que los ejércitos profesionales enfrentados han sido reemplazados por grupos civiles armados que atacan a otros y/o a ejércitos profesionales fuertemente faccionalizados. En segundo lugar, el extendido reclutamiento de niños soldados y la decidida instrumentación del terror sobre poblaciones civiles desarmadas, especialmente en áreas rurales, que pasan a ser la principales víctimas de las guerras. En tercer lugar, su condición de luchas apolíticas carentes de claridad ideológica o de un proyecto social alternativo. Y por último está la decisiva determinación económica: las nuevas luchas se basan en el negocio de la guerra, es decir, en cómo usar la violencia con el propósito de generar recursos para las elites armadas. Estos trabajos han estudiado los flujos de capitales producidos en las denominadas “guerras de recursos” para mostrar cómo la explotación y el comercio ilegal de los diamantes, el petróleo, el oro o el coltán han enriquecido a los señores de la guerra, a los gobernantes corruptos y a las grandes compañías transnacionales y han posibilitado el sostenimiento de los conflictos ya sea en Angola, en Sierra Leona, en Liberia o en la República Democrática del Congo. Este enfoque enfatizó la responsabilidad de determinados grupos y personajes africanos e internacionales en el desencadenamiento de las guerras, y —descartando que la muerte y la tragedia fuesen consecuencia de acciones de seres irracionales y salvajes— subrayó que las luchas armadas eran promovidas por actores racionales para obtener el máximo beneficio económico posible. Por ejemplo, el Panel de Expertos creado en 2002 por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para estudiar la explotación ilegal de los recursos naturales y otras formas de riqueza de la República Democrática del Congo concluyó que la explotación ilegal del país seguía en manos de tres grandes redes político-económicas. Por un lado, la red de intereses políticos, militares y comerciales del gobierno congoleño y el gobierno de Zimbabwe; por otro, la controlada por Ruanda y, por último, una tercera red protegida por Uganda. El informe denunció que, al ser obligadas a desmantelarse por el acuerdo de retirada de las tropas extranjeras, las tres redes adoptaron nuevas estrategias —entrenar milicias locales, disfrazar a soldados ruandeses de congoleños, entre otras— para mantener el control de esos recursos una vez que sus tropas hubieran salido del país. Asimismo, la investigación incluyó una lista de 85 compañías internacionales que, insertadas en dichas redes, habían contribuido de alguna manera a la prolongación del conflicto y al saqueo de los recursos naturales africanos. La literatura de la economía política de la guerra, que descalifica el bullicioso discurso de las quejas para concentrarse en la sorda fuerza de la avaricia, desató un debate —escasamente esclarecedor sobre la naturaleza y la dinámica de las guerras— acerca de la codicia versus el agravio como causa primordial de la violencia.

Una de las razones que traba la explicación sobre las luchas armadas de la posguerra fría es que no son ni revolucionarias ni contrarrevolucionarias, una dicotomía basada en las identidades de clase y asociada a una historia de la violencia según la cual, en su versión revolucionaria, ésta posibilita el avance hacia el progreso. La violencia que no puede ser explicada por la historia del progreso se vacía de sentido y queda marginada del análisis histórico para ser abordada desde la cultura: el choque de civilizaciones a nivel mundial, el conflicto étnico en el caso de África.

Desde esta perspectiva, los conflictos étnicos son presentados —ampliamente por los medios de comunicación y por una parte de la bibliografía académica— no sólo como enfrentamientos en los que participan grupos étnicos diferentes sino como una instancia en la que, precisamente, la diferencia étnica es crucial para el conflicto. Este planteo soslaya dos cuestiones centrales. En primer lugar, que la definición de diferencia étnica es muy problemática. La identidad étnica no es el resultado natural de una serie de rasgos compartidos como el lenguaje, el color de la piel, la religión, la ubicación geográfica o la historia. La constitución de una identidad étnica particular remite a un proceso histórico a través del cual se construye un nosotros asentado sobre el reconocimiento de que dichos rasgos distinguen significativamente a ese nosotros de otros grupos de personas. Las experiencias de discriminación, a través de la comparación con los otros grupos, y la movilización política deliberada en defensa de los supuestos intereses del grupo son dos factores claves en la constitución de la identidad étnica. De ahí que no sea la diversidad étnica como tal la que conduce a los conflictos armados, sino más bien las políticas étnicas; es decir, la inserción de diferencias étnicas en las lealtades políticas y la politización de dichas diferencias. En segundo lugar, la versión de los conflictos étnicos no toma en cuenta las condiciones que conducen a la guerra. Las diferencias étnicas no derivan necesariamente en luchas armadas; esto sólo ocurre cuando la sociedad atraviesa una fase de cambios socioeconómicos de gran envergadura; en este sentido, la globalización es un proceso con profundos y diversificados efectos desestabilizadores. Los llamados conflictos étnicos son en realidad conflictos sobre el poder o sobre el acceso a recursos económicos procesados por identidades que requieren ser desnaturalizadas a través del análisis de su historia y de sus vínculos con formas organizadas de poder. Por ejemplo, la rivalidad entre hutus y tutsis en Burundi y Ruanda no se remonta a los orígenes del tiempo: fueron los administradores coloniales quienes definieron a ambos grupos como diferentes y luego procedieron a favorecer a uno de ellos, tutsis, a expensas del otro, hutus. Esta situación engendró resentimientos y, desde la fecha de la independencia, los dirigentes políticos sistemáticamente explotaron el sentimiento de agravio de cada grupo para mantener o impugnar el poder, lo cual resultó en cuarenta años consecutivos de guerras y masacres. Tanto hutus como tutsis en Burundi y Ruanda pueden hacer conmovedores recuentos de las injusticias perpetradas contra ellos por los otros. El recuerdo de tales horrores perpetúa el amargo sentimiento de identidad de grupo, abonando un terreno fértil para la movilización y la revancha.

Por otro lado están las narrativas que ponen el acento en el subdesarrollo. Desde esta perspectiva, el origen de la violencia deriva de la pobreza creciente y del aumento de la exclusión social. Mientras la mayor parte de estos textos destacan los factores internos —la corrupción de las elites, el peso del militarismo en las sociedades africanas, la larga persistencia del autoritarismo con la consiguiente ausencia de una ciudadanía consistente— como causa principal, en contraposición, otros trabajos subrayan la dependencia económica respecto de metrópolis capitalistas que se han beneficiado y han reproducido de diferentes maneras la explotación de los países pobres. Esta mirada supone una relación directa entre pobreza y marginación con violencia armada que no se corresponde con la realidad.

Otros estudios sostienen que la debilidad de las instituciones políticas y sociales es la causa primordial que conduce al conflicto armado. Esta explicación se centra en la crisis de legitimidad del Estado africano a finales de la década de los ochenta, que fue producto de la combinación del deterioro de la economía, del impacto social negativo de los programas neoliberales y del final de la Guerra Fría. Estos factores habrían provocado la reducción de las principales fuentes de financiación que permitían a las elites africanas mantener sus redes clientelares y ejercer la represión. Esta perspectiva propone una estrecha conexión entre lucha armada y estados fallidos con un marcado sesgo a identificar dichos Estados como un terreno propicio para el afianzamiento del terrorismo global.

Finalmente, también se destaca la importancia del apoyo exterior, el contexto internacional puede jugar un papel decisivo a la hora de fomentar el enfrentamiento armado. Así, en un entorno estable y pacífico, la principal preocupación de los vecinos suele ser la de evitar que los problemas derivados del conflicto les afecten negativamente, por lo que tratarán de colaborar para impedir una escalada del mismo y buscarán vías de solución. Por el contrario, si el contexto regional es inestable y predomina la tensión entre algunos vecinos, éstos pueden tener la tentación de ayudar a algún bando en disputa con vistas a mejorar su posición de poder. El caso más extremo es aquél en el que el conflicto armado se desencadena precisamente como consecuencia de las intenciones de un actor internacional lo suficientemente influyente como para inducir a algún grupo a desencadenar la lucha, con lo que estaríamos ante las denominadas guerras a través de aliados interpuestos

En definitiva, los Estados de una región o incluso las potencias mundiales pueden intervenir en un contencioso interno de formas distintas y con grados de implicación muy diversos, pudiendo servir como freno al conflicto armado y como solución al mismo, pero también como detonante o como factor de estancamiento, obstaculizando aquellos intentos de solución que no resulten útiles para sus intereses

Respecto a la identificación de las causas cabe plantear dos observaciones básicas. En primer lugar, que la explicación avanza cuando, en vez de buscar la causa más importante, se intenta precisar cómo se relacionan entre sí los distintos tipos de factores y razones ­económicos, sociales, políticos, idelógicos­ que crean las condiciones propicias para la violencia. En segundo lugar, reconocer que las guerras son asuntos conscientes y decididos conscientemente, y por lo tanto, es necesario combinar las razones estructurales con las decisiones tomadas por los protagonistas políticos y con la disposición de las personas a tomar las armas en coyunturas específicas. O sea que además de las explicaciones estructurales de largo plazo, es indispensable abordar el tema político. nota

En relación con este escenario, revisaremos tres procesos: la compleja trama de tensiones que condujo entre 1998 y 2003 a la conocida como primera guerra mundial africana, el intenso grado de inestabilidad del Cuerno de África, cuya expresión más dramática es la casi desaparición del Estado de Somalia y por último, el giro positivo de África austral con la finalización del appartheid.

 

La primera guerra mundial africana

A lo largo de la década de 1990, los rumbos políticos de Ruanda, Burundi, Uganda y la República Democrática del Congo (ex Zaire) se entrecruzaron de manera compleja y muy sangrienta.

 

rwanda

 

Los tutsi ruandeses que se exiliaron después de la independencia para organizar en los países vecinos un frente de resistencia al gobierno hutu de su país, se consolidaron a través de la alianza con las fuerzas que derrocaron al dictador Milton Obote en Uganda. El jefe político ruandés Paul Kagame se ubicó claramente al frente del grupo tutsi que apoyó a Yoweri Museveni en su lucha contra el gobierno de Obote.

Después de su triunfo sobre el dictador, el gobierno encabezado por Yoweri Museveni fue rechazado por el Ejército de Resistencia del Señor. Este es un grupo armado de inspiración mesiánica que intenta tomar el poder con una propuesta fundamentalista cristiana: según ellos, todo el país debería organizarse sobre la única base de los diez mandamientos. Su líder, Joseph Kony, ha promovido el reclutamiento forzoso de menores como soldados.

 

JOSEPH KONYJOSEPH KONY

LAS ATROCIDADES COMETIDAS POR LA MILICIA DE ORIGEN UGANDÉS Y LA CAMPAÑA MILITAR EN SU CONTRA LIDERADA POR EL EJÉRCITO DE ESTE PAÍS (UGANDA PEOPLE'S DEFENSE FORCE, UPDF) SE CONVIRTIERON EN EL CENTRO DE ATENCIÓN DESDE QUE LA ORGANIZACIÓN INVISIBLE CHILDREN LANZARA EN MARZO DE 2012 SU CAMPAÑA KONY 2012 PARA PEDIR QUE EL LÍDER DEL EJÉRCITO DE LA LIBERACIÓN DEL SEñOR SEA DETENIDO CUANTO ANTES. SIN EMBARGO, LA HISTORIA TIENE DIMENSIONES NO ABORDADAS POR EL VIDEO. VARIAS FUENTES ACUSARON A MIEMBROS DEL EJÉRCITO DE UGANDA DE EXPLOTAR SEXUALMENTE A NIÑOS Y UN DELEGADO DE UNA ORGANIZACIÓN DE LA ONU DIJO QUE HABÍA INFORMACIÓN SOBRE VARIAS NIÑAS, ALGUNAS DE TAN SÓLO 12 AÑOS, PROSTITUYÉNDOSE PARA SOLDADOS DE LA FUERZA ARMADA UGANDESA.
EL GOBIERNO, EN POS DE LA PERSECUCIÓN DEL EJÉRCITO REBELDE, FORZÓ EL DESPLAZAMIENTO DE MÁS DE UN MILLÓN Y MEDIO DE PERSONAS. EL GRUPO DE KONY EXTENDIÓ SUS ACTIVIDADES AL SUR DE SUDÁN, PAÍS QUE LE BRINDARA APOYO HASTA  2002; A PARTIR DE ESA FECHA, EL GOBIERNO SUDANÉS PERMITIÓ EL INGRESO DE LAS FUERZAS ARMADAS UGANDESAS EN PERSECUCIÓN DEL GRUPO REBELDE ASENTADO EN SU TERRITORIO. EL PRESIDENTE DE ESTADOS UNIDOS, OBAMA, AUTORIZÓ, EN OCTUBRE DE 2011, EL DESPLIEGUE DE UN CENTENAR DE SOLDADOS PARA AYUDAR AL GOBIERNO UGANDÉS EN SU LUCHA CONTRA LAS TROPAS DE JOSEPH KONNY.

 

Desde su ingreso al gobierno, Museveni sostuvo que el multipartidismo agudizaría las divisiones tribales. En junio de 2000 se sometió a referéndum la posibilidad de implantar un sistema pluripartidista. Pese al boicot del Partido Democrático y otras fuerzas políticas, la fórmula democracia sin partidos, defendida por Museveni, fue respaldada por el 80% de los votantes (el 50% del electorado habilitado).

En el marco de esta experiencia, el Frente Patriótico Ruandés obtuvo creciente poder político y en octubre de 1990, invadió su país de origen. El presidente de Ruanda Juvénal Habyarimana detuvo esta ofensiva tutsi gracias a la intervención de tropas de Bélgica, Francia y el Zaire. Aunque Bélgica y Zaire retiraron sus efectivos al mes siguiente, las fuerzas francesas permanecieron en suelo ruandés. Casi tres años después, en la ciudad tanzana de Arusha se firmaron unos compromisos que estipulaban el alto el fuego, la transición a la democracia multipartidista, la integración del Frente Patriótico Ruandés en unas instituciones de unidad nacional, pero sin cargos en el gobierno central y el retorno de los refugiados tutsis. No obstante, las armas no callaron en el frente y en los territorios bajo control gubernamental empezaron a operar las milicias armadas del partido gobernante y otras organizaciones extremistas hutus para atacar a los tutsis.

También en 1993 se concretaron los primeros comicios democráticos en Burundi que favorecieron a la lista de los hutus poniendo fin al control del gobierno por parte de los tutsi. Pocos meses después, el nuevo presidente hutu fue asesinado por facciones de las fuerzas armadas y el país quedó sumido en una terrible guerra civil. Finalmente, el partido hutu en el gobierno recuperó el control de la situación a principios de 1994 nombrando un nuevo jefe de gobierno.

 

NIÑO SOLDADONIÑO SOLDADO

 

La explosiva situación en Ruanda y Burundi terminó estallando el 6 de abril de 1994 cuando el avión que llevaba a los dos presidentes hutus, el de Ruanda, Juvénal Habyarimana, y el de Burundi, Cyprien Ntaryamira, fue derribado por un misil en el momento que se disponía a aterrizar en el aeropuerto de Kigali. La autoría del doble magnicidio nunca fue esclarecida, pero el Movimiento Republicano Nacional para la Democracia y el Desarrollo, el partido gobernante en Ruanda, acusó inmediatamente a los tutsis. Tropas militares, efectivos de la guardia presidencial, la policía, paramilitares de los partidos hutus y muchos civiles reclutados rápidamente se lanzaron a la caza y exterminio tanto de tutsis, como de hutus favorables al reparto del poder en un contexto democrático o a cualquier persona renuente a tomar parte en semejante atrocidad. La matanza no fue sólo de carácter étnico sino también político. En el curso de tres meses, según las estimaciones más bajas, fueron asesinadas entre medio millón y un millón de personas, muchas a machetazos.

 

UN REFUGIADO RUANDÉS CON EL CADÁVER DE SU HIJO MUERTO DURANTE EL GENOCIDIOUN REFUGIADO RUANDÉS CON EL CADÁVER DE SU HIJO MUERTO DURANTE EL GENOCIDIO, EN JULIO DE 1994.

 

A principios de julio 1994, el ejército del Frente Patriótico Ruandés tomó Kigali y la ONU envió tropas para garantizar la instauración de un gobierno de unidad nacional. El general Kagame pasó a ocupar los puestos de vicepresidente y de ministro de Defensa, mientras la presidencia quedó a cargo de un hutu moderado. Al concluir la guerra civil, 3,5 millones de ruandeses se hallaban fuera de sus hogares: 2,5 millones estaban refugiados en los países limítrofes, especialmente en Zaire, mientras que el millón restante se encontraba en Ruanda.

Kagame el hombre fuerte del régimen adoptó un estilo típicamente castrense, para lograr la reconciliación nacional puso el acento en la disciplina de dirigentes y gobernados más que en el debate y los acuerdos políticos. Se implantó un régimen de partido único a la espera de unas elecciones que se postergaron hasta el nebuloso horizonte de 2003. Kagame abrazó la economía de libre mercado y se aseguró la ayuda del FMI que se mostró bastante condescendiente con el desmesurado presupuesto de defensa: en 1994 el devastado país obtenía el 85% de sus ingresos en concepto de asistencia extranjera y destinaba el 50% de los gastos a la milicia.

La inestabilidad en el este de la República Democrática del Congo comenzó con el éxodo masivo de hutus ruandeses que en 1994 huyeron de su país al instalarse el gobierno de Kagame. Los desplazados, entre quienes se encontraban protagonistas del genocidio tutsi, realizaron incursiones en su país de origen. Estas acciones ofrecieron una justificación al presidente de Ruanda para entrar en 1997 en el entonces Zaire y con el apoyo de Uganda forzar el retorno de los refugiados.

Simultáneamente, la dictadura de Mobutu Sese Seko en el Zaire era acosada por Laurent Kabila quien, desde octubre de 1996, encabezaba el alzamiento de la minoría tutsi afincada desde los años treinta en las regiones de Kivu Sur y Kivu Norte. Esta comunidad había sido atacada por el gobierno de Mobutu para expulsarla del país. Lo que en un principio pareció una rebelión más de base étnica, se convirtió en una poderosa fuerza militar de oposición. Kabila inició la conquista metódica de las ciudades regionales con el apoyo más o menos velado de tropas regulares ruandesas y ugandesas y en mayo de 1997 entró en Kinshasa donde fue proclamado presidente de la nueva República Democrática del Congo. En ese momento, muchos analistas apuntaron que el trío Kagame-Museveni-Kabila era la punta de lanza estadounidense contra el tradicional coto privado de Francia. Sin embargo, un año después del cambio de gobierno en Kinshasa el panorama congoleño tomó un giro inesperado.

En los primeros meses de 1998 se hizo notar la frustración de Ruanda y Uganda respecto al rumbo asumido por Kabila quien se mostró demasiado nacionalista e independiente a los ojos de sus ex aliados. En agosto de 1998, junto a una asonada de militares tutsis en Kinshasa, soldados ruandeses y ugandeses cruzaron la frontera y, con el apoyo de milicianos tutsi tomaron ciudades de la región de Kivu. Kagame y Museveni presentaron la invasión como la vía para garantizar la seguridad de sus respectivos países, al mismo tiempo que culparon a Kabila del rebrote de las matanzas étnicas y de las incursiones de las guerrillas hutus. Ante el ataque, las fuerzas armadas congoleñas fueron reforzadas con contingentes de Angola, Zimbabwe y Namibia que acudieron en auxilio de su aliado en el seno de la Comunidad de Desarrollo del África Meridional. A lo largo de 1999, la alianza contra el gobierno de Kabila, se dividió en las facciones prougandesa y proruandesa que se enfrentaron con virulencia por el control de rutas claves para la distribución de las riquezas naturales de todo el norte y este del Congo.

Después del asesinato de Kabila en enero de 2001, su hijo y sucesor Joseph Kabila se empeñó en que las negociaciones en marcha concluyesen con un acuerdo de paz. A mediados de ese año, Museveni aceleró el retiro de sus tropas y un año después. Kabila y Kagame firmaron el tratado de paz que puso fin a los cuatro años de guerra, en parte civil y en parte interestatal.

En el Congo se acordó la formación de un gobierno de unidad nacional que llamó a elecciones a mediados de 2006 siendo consagrado presidente a Joseph Kabila. Su rival no aceptó el resultado y mantuvo a su ejército privado enfrentado con las fuerzas gubernamentales en la capital. Con los acuerdos no llegó la paz .Los principales focos de violencia se localizan en las regiones de Ituri y Kivu, escenario de brutales enfrentamientos y matanzas entre distintos grupos que disputan el control de esta zona de abundante riqueza mineral.

 

FOTO DE CÉDRIC GERBEHAYE FOTO DE CÉDRIC GERBEHAYE

MÉDICOS SIN FRONTERAS RECOGIÓ EL TESTIMONIO DE LAS VÍCTIMAS SILENCIOSAS DE 15 AÑOS DE EMERGENCIA EN LOS KIVUS A TRAVÉS DE LA UNA PÁGINA WEB QUE FUE ABIERTA CON LA PRESENTACIÓN DEL DOCUMENTAL VOCES DE LA GUERRA EN EL ESTE DE CONGO QUE RECOGE VOCES E IMÁGENES DE LA POBLACIÓN DE ESA ZONA. A LO LARGO DEL 2009, ESTADO CRÍTICO RECOGIÓ TESTIMONIO DE LAS CONSECUENCIAS DEL CONFLICTO SOBRE LOS HABITANTES DE LOS DISTRITOS DE HAUT Y BAS-UÉLÉ, EN LAS PROVINCIAS DE KIVU NORTE Y KIVU SUR. ESTE VÍDEO FUE NOMINADO PARA EL PREMIO AL MEJOR DOCUMENTAL WEB DEL FESTIVAL VISA POUR L’IMAGE DE PERPIÑÁN, SEPTIEMBRE 2009.

 SEGÚN DIRIGENTES DE LA ASOCIACIÓN DE MÉDICOS UNA INTERVENCIÓN CLAVE ES LA DE DAR VOZ A QUIENES SON IGNORADOS: “CREEMOS QUE DEBEN SER ELLOS, LOS HABITANTES DE LOS KIVUS, QUIENES RELATEN SUS DRAMÁTICAS EXPERIENCIAS, PUES SON ELLOS QUIENES HAN TENIDO QUE DEJAR ATRÁS SUS HOGARES Y FAMILIAS, Y SON ELLOS QUIENES SUFREN LOS ESTRAGOS DE LA VIOLENCIA. NADIE PUEDE EXPRESAR MEJOR LO QUE SIGNIFICA QUE TU VIDA DEPENDA DE UNA GUERRA Y QUE, DESPUÉS DE 15 AÑOS, SIGAS INTENTANDO SOBREVIVIR Y PROTEGER A LOS TUYOS MIENTRAS EL MUNDO MIRA HACIA OTRO LADO”.

MEDIANTE VÍDEOS, FOTOGALERÍAS, ENTREVISTAS, BLOGS Y NOTICIAS DE TERRENO, “ESTADO: CRÍTICO” RECOPILA TESTIMONIOS QUE DAN CUENTA DE LA EMERGENCIA DIARIA EN LA QUE VIVEN LOS HABITANTES DE KIVU NORTE Y KIVU SUR. DESTACAN LAS IMÁGENES TOMADAS POR CÉDRIC GERBEHAYE (FOTÓGRAFO GALARDONADO CON EL WORLD PRESS PHOTO), CON LAS QUE SE HA ELABORADO EL DOCUMENTAL PRINCIPAL DE LA CAMPAÑA.

 

A los ya codiciados yacimientos de diamantes, oro, petróleo y uranio se ha sumado en los últimos años la maldición del coltán, un mineral especialmente necesario para la fabricación de teléfonos móviles. Este rincón del planeta cuenta con el 80% de las reservas mundiales de tan cotizado mineral.

El general Laurent Nkunda de etnia tutsi creó su propio ejército en respuesta, según sus palabras, a la convivencia entre el gobierno de Kibali y las Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda fundadas por combatientes hutus que habían huido al Congo en 1994. Nkunda se rebeló en octubre de 2008 y su lucha con las fuerzas armadas congoleñas dio lugar a masivos desplazamientos de población. A raíz del giro del gobierno de Ruanda que dejó de ayudarlo, en enero de 2009 Nkunda fue hecho prisionero.

De acuerdo con los testimonios recogidos por Médicos Sin Frontera, todos los combatientes han cometidos crímenes aberrantes contra los habitantes de la zona que han acabado en campos de refugiados en condiciones de extrema pobreza y habiendo sufrido experiencias traumáticas, quizás insuperables.

En su búsqueda de ventajas económicas y en ausencia de un marco regulador, los actores internos han desarrollado una serie de alianzas extremadamente lucrativas con actores externos que incluyen empresas transnacionales, organizaciones criminales y ejércitos de Estados vecinos, que proveen de recursos y fines para la prolongación de la lucha armada. Algunos organismos humanitarios y observadores críticos de estas despiadados enfrentamientos consideran indispensable que la Corte Penal Internacional no sólo investigue las violaciones de derechos humanos y condene a sus responsables, sino también a los autores de los delitos económicos que, sin tomar directamente las armas, desempeñan un papel clave en las guerras que han asolado y aún hoy siguen desvastando a países del Tercer Mundo.

 ESTHER, UNA NIÑA “TRABAJADORA SEXUAL”, CON SUS HERMANAS EN KINSHASA, REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DEL CONGO

 

 

 

ESTHER, UNA NIÑA “TRABAJADORA SEXUAL”, CON SUS HERMANAS EN KINSHASA, REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DEL CONGO

 

 

 

 

El Cuerno de África

Aquí se distinguen tres escenarios de conflicto armado: el de Somalia, la guerra entre Etiopía y Eritrea, y la guerra civil en Sudán.

En 1991 cayeron los dos dictadores autoproclamados como socialistas al llegar al gobierno en la década de 1970, Mengistu Mariam en Etiopía que había recibido el apoyo de la URSS en el marco de la Segunda Guerra Fría y Siad Barre en Somalía a quien Moscú dejó de ayudar cuando giró a favor del gobierno etíope.

 

cuerno de africa

 

Etiopía y Somalia se habían enfrentado a fines de la década de 1970 por el control de Ogadén y en relación con la lucha de los eritreos. Los reclamos de estos en pos de la constitución de un Estado nacional propio que pusiera fin a su dependencia de Adis Abeba fue apoyada sin éxito por los somalíes.

A la caída de Mariam, el nuevo gobierno etíope reconoció la independencia de Eritrea poniendo fin a una guerra de treinta años. El líder del Frente Popular de Liberación de Eritrea fue confirmado como jefe del gobierno de transición y se dispuso que en 1997 se efectuaran las primeras elecciones legislativas. Sin embargo, en 1998 y en 2000 ambos países volvieron a las armas en virtud de reclamos encontrados en torno a la frontera compartida. Los etíopes conquistaron rápidamente numerosos pueblos y aldeas, y estuvieron en condiciones de avanzar sobre Asmara, capital de Somalia para derrocar a su gobierno, pero esto hubiera sido rechazado por la comunidad internacional y no lo hicieron. Desde el inicio del conflicto, Etiopía ha instrumentado acciones generalizadas y sistemáticas de detención y expulsión de todo individuo de ascendencia parcial o totalmente eritrea. A mediados del 2000, después de la derrota militar de Eritrea, se firmó un acuerdo de alto al fuego que dispuso el despliegue de una fuerza de la ONU para controlar la franja en disputa y delimitar la frontera. El fin de la guerra entre Eritrea y Etiopía dio lugar al incremento de las operaciones del gobierno etíope para poner fin a la insurgencia en Ogadén sin que lograra vencer al movimiento armado a favor de la independencia.

En el caso de Somalia, Moscú dejó de apoyar a su gobiernopara ayudarr al nuevo régimen socialista etíope, A este giro se sumó la derrota de los somalíes en la guerra con Etiopía en 1978. Ambos factores debilitaron a Barre, quien fue derrocado en 1991. Después de su destitución, la proliferación de facciones en el campo opositor impidió la formación de un gobierno que tuviera autoridad sobre el conjunto del territorio. Desde entonces, Somalia es una nación sin Estado. Los señores de la guerra se han erigido como autoridades legítimas en diferentes áreas, otras están en disputa y unas terceras están en paz, como Somaliland —independiente de facto desde 1991, aunque no reconocida internacionalmente— y Putland. El colapso se ha visto agravado por la intervención de los Estados Unidos y la injerencia de Etiopía. A fines de 1992 el presidente estadounidense George Bush aprobó la intervención militar, Restore Hope, enviando cerca de 1.800 marines. Concebida como una fácil operación militar, acabó en una experiencia traumática.

 

RESTORE

 

Cuando en 1993 un comando estadounidense intentó capturar a un señor de la guerra en Mogadiscio, fue atacado por milicias somalíes que dieron muerte a varios soldados. La imagen de los cuerpos golpeados y arrastrados por las calles de la capital de dos de ellos, forzó a los Estados Unidos a una retirada desordenada y humillante del país africano.

Países como Somalia y Republica Democrática del Congo son comúnmente descritos como los ejemplos extremos de una batalla hobbesiana de todos contra todos, en la cual los agentes del Estado nacional son incapaces de restaurar el monopolio sobre los medios de coerción de modo que su control se fragmenta entre un cierto número de contendientes que empiezan a operar con brutal violencia por su cuenta. En contraposición con este esquema, los somalíes están procesando diferentes experiencias.

Aunque, desde 1991, Somalia es una nación sin Estado, algunas de sus regiones, Somaliland y Puntland especialmente, han logrado un relativo grado de paz y organización.

 

CUERNO DE AFRICA II

 

En ambas, su población tiene un bienestar superior al del resto del país. Si bien la violencia continua siendo un problema, a principios del siglo XXI ambas zonas presentan niveles de conflictos inferiores a los de muchos Estados africanos consolidados. Somaliland, por ejemplo, cuenta con presidente, bandera, himno, moneda nacional y la constitución aprobada en diciembre de 2002, se han celebrado elecciones municipales y presidenciales, y el sistema político es multipartidista, si bien los dos partidos principales disfrutan de superioridad en el voto. A pesar de esta realidad, no ha conseguido el reconocimiento diplomático internacional.

En Somalia, la zona que fuera colonia italiana, ni los numerosos procesos de paz de las dos últimas décadas, ni el periodo de relativa estabilidad proporcionado por la Unión de Tribunales Islámicos fueron capaces de brindar seguridad y bienestar duraderos a los castigados habitantes de este territorio. Sin embargo mantiene el reconocimiento internacional y su asiento en la sede de Naciones Unidas. Este suele estar ocupado por delegados de gobiernos que no representan la voluntad de la población. En el territorio conocido como Somalia coexisten: un no-Estado, internacionalmente reconocido, junto a dos Estados de facto no aceptados como tales.

La experiencia de la Unión de Tribunales Islámicos evidencia la compleja gama de intereses y objetivos internos e internacionales que obstaculizan la construcción de la paz y la seguridad para el conjunto de la sociedad. Desde mediados de los años noventa, los Tribunales Islámicos, con una fuerte influencia del clan Hawiye, instauraron un orden basado en la interpretación estricta de la ley islámica al que la población y algunos círculos económicos fueron confiriendo cada vez más legitimidad. Después de los numerosos abusos cometidos por los señores de la guerra, el progresivo clima de estabilidad y el funcionamiento de los servicios básicos les permitieron ganar un importante grado de consenso. Aunque este orden también suscitó recelos entre sectores de la sociedad ya que tuvo lugar a costa del recorte de libertades, en principio se confirió prioridad al reestablecimiento de la paz en gran parte de la capital y otras zonas del país.

Sin embargo, esta situación tenía escasas posibilidades de prosperar ya que la Unión de Tribunales Islámicos era considerada como una amenaza por Estados Unidos y Etiopía, para ambos el afianzamiento de los Tribunales suponía la entrada de Al-Qaeda en el continente africano. Con el beneplácito de los Tribunales Islámicos, según Washington, el territorio somalí estaba siendo utilizado como base de operaciones de la vasta red terrorista. Durante los primeros meses del año 2006 se desataron graves enfrentamientos entre la Unión de Tribunales Islámicos y la Alianza para la restauración de la paz y contra el terrorismo, una alianza de señores de la guerra ­algunos de los cuales formaban parte del Gobierno Federal de Transición­ financiados por EEUU. A fines de 2006, los tribunales perdieron casi todo el territorio bajo su poder y las tropas etíopes tomaron el control de la capital.

En el sur de Sudán, el grupo armado Sudan People Liberation Army (SPLA) enfrentó durante veinte años (1983-2002) al gobierno islamista sudanés en nombre de la independencia del sur del país, de mayoría cristiana y animista. Esta histórica disputa alcanzó un compromiso de paz en enero de 2005. Dos años antes, en la región de Darfur, dos grupos armados de la oposición —el Sudan Liberation Army (SLA) y el Justice Equality Movement (JEM)— habían empezado a combatir contra grupos paramilitares sostenidos por el gobierno de Omar al-Bashir —las llamadas milicias Janjaweed—. La oposición armada reclamaba el fin de la marginación política, económica y social de la población negra por parte del gobierno árabe de Jartum. Las milicias Janjaweed aplicaron la estrategia de tierra quemada y forzaron el desplazamiento de más de dos millones de personas provocando en pocos meses, según las Naciones Unidas, una de las peores crisis humanitarias del nuevo milenio.

 

África del sur

La caída del imperio portugués fue un factor de peso en el giro hacia la Segunda Guerra Fría, pero además, las independencias de Angola y Mozambique en 1975 desembocaron en dos largas guerras civiles que desestabilizaron al conjunto de África austral.

En Angola combatieron, por un lado, el gobierno controlado por el Movimiento Para la Liberación de Angola de José Eduardo Dos Santos que fue apoyado por la Unión Soviética y Cuba; y por otro, la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola liderado por Jonas Savimbi, respaldada por EEUU y por el régimen racista sudafricano. Esa división ideológica se combinaba con diferencias culturales y sociales entre ambos bandos y con un enfrentamiento personal entre Dos Santos, y Savimbi que se mantuvo hasta la muerte del segundo en febrero de 2002. Con el fin de la Guerra Fría, el conflicto pasó a ser financiado principalmente con la explotación y venta de los recursos naturales. La Unión Nacional para la Independencia Total de Angola que tuvo su principal base de apoyo en las tierras altas del interior recurrió a la explotación de los diamantes. El gobierno de Dos Santos, con base en Luanda y con el control de las tierras costeras, utilizó los crecientes ingresos del petróleo gracias a la implicación de las transnacionales del petróleo como Chevron, Elf Aquitaine, BP o ExxonMobile.

En el caso de los diamantes, parte de los millones de dólares facturados por la empresa sudafricana De Beers, procedía de zonas asoladas por la guerra y en el año 2000 un grupo de expertos de Naciones Unidas determinó que el 20% del comercio total de diamantes era de carácter ilícito. Los diamantes sangrientos llamaron la atención de la comunidad internacional a finales de los noventa al comprobarse el papel decisivo que estaban teniendo en la financiación de muchos conflictos armados. A través de una serie de reuniones, el llamado Proceso de Kimberley, se intentó un control de la procedencia de las gemas para evitar la comercialización de aquellas que tenían su origen en zonas en lucha, la iniciativa no logró imponer un mecanismo de control acabadamente eficaz.

 

KIMBERLEY

 

En Angola, la muerte de Savimbi dio paso a la firma de los acuerdos de paz. Con la desaparición del bloque soviético, el Movimiento Para la Liberación de Angola giró hacia el neoliberalismo pero preservando un férreo control sobre las estructuras sociales y políticas del país. En las elecciones legislativas de setiembre de 2008, el partido gobernante se impuso por una abrumadora mayoría y aunque los resultados dieron pie a dudas sobre la pureza de los comicios, la oposición no los impugnó.

También Mozambique quedó envuelta en una guerra civil entre el gobierno a cargo del Frente de Liberación Mozambiqueño y la Resistencia Nacional de Mozambique. El apoyo del Frente de Liberación a las sanciones internacionales impuestas a Rhodesia del Sur y su ayuda al movimiento antiapartheid en Sudáfrica condujeron a los gobiernos de ambos países a colaborar con la Resistencia de Mozambique. Al mismo tiempo, medidas económicas del gobierno como la nacionalización de la industria y la abolición de la propiedad privada de la tierra, le granjearon el apoyo de la Unión Soviética.

Desde la firma de la paz en 1992, todos los comicios, cuyo nivel de participación fue decreciendo, dejaron el gobierno en manos del Frente de Liberación. En las terceras elecciones, diciembre de 2004, el caudal de votantes bajó a sólo el 36% del electorado desde el 90% alcanzado en las primeras elecciones de 1994. Aunque las tasas de crecimiento económico han sido altas, son muy desiguales: el PIB per cápita en la ciudad de Maputo es seis veces mayor que la media nacional y hasta doce veces superior a la de las provincias del norte.

El gobierno blanco de Rhodesia del Sur, ante el hundimiento del imperio portugués y la escasa ayuda de Sudáfrica, aceptó las elecciones por sufragio universal en febrero de 1980. El líder del Frente Patriótico, Robert Mugabe, ocupó la presidencia y el país pasó a llamarse Zimbabwe. Sudáfrica, en cambio, continuó ignorando las presiones internacionales y mantuvo su dominación sobre África del Sudoeste hasta 1989, cuando, ante la crisis del régimen de apartheid, aceptó la convocatoria a elecciones libres y el líder del movimiento de liberación Sam Nujoma asumió la presidencia del nuevo estado, que recibió el nombre de Namibia.

 

Sudáfrica, un giro histórico

En Sudáfrica, desde fines de la década de 1970, aunque en forma muy cauta y sin abandonar la resistencia armada contra el apartheid, algunos sectores del partido del Congreso Nacional Africano visualizaron la creciente gravitación de la lucha política y sindical. Según el investigador Mahmood Mamdani, Durban 1973 y Soweto 1977 fueron los dos acontecimientos que simbolizaron, pusieron en escena y concretaron el cambio de perspectiva en la resistencia, “porque a pesar de sus obvias diferencias —los huelguistas de Durban eran en su mayoría trabajadores migratorios, en tanto los militantes del levantamiento de Soweto eran un grupo más amorfo, en el que destacaba la juventud estudiantil— había algunas similitudes básicas. [...] Ambos reubicaban el locus de la lucha trasladándolo desde afuera (exilio) hacia adentro (el país); la puesta en práctica de la lucha de los revolucionarios profesionales a los estratos populares, y el método de la lucha de una violencia armada a una agitación no violenta. Juntos, estos tres aspectos significaban un giro fundamental en la concepción misma de la lucha”.

Pieter Botha, primer ministro desde 1978 hasta 1989, sólo aceptó leves reformas en el sistema segregacionista. Entre 1982 y 1984 impuso una revisión constitucional para otorgar el voto a indios y mestizos, y crear un Parlamento tricameral, una cámara para cada grupo racial. Los negros siguieron excluidos y su participación limitada al nivel local. La mayor parte de la población no blanca boicoteó la reforma, y se abstuvo de votar. Por su parte Thabo Mbeki, exponente del ala radical del Congreso, figuró entre los miembros que con más vigor defendieron el cambio de estrategia: el abandono de toda veleidad de derrocar al régimen por la vía militar, perspectiva que resultaba más utópica que otra cosa, y la concentración de todos los esfuerzos en el frente de lucha política y sindical. Mbeki planificó una campaña de sabotajes y huelgas que buscaba poner al régimen contra las cuerdas y desnudarlo ante el mundo en su naturaleza obcecada y implacable, con el fin de, ya en una segunda fase, conducirlo a una mesa de negociaciones. Dentro de esta estrategia, Mbeki sondeó la cooperación con los pequeños partidos blancos liberales opuestos al dominio del apartheid, que iban a fusionarse en vísperas de las elecciones legislativas de septiembre de 1989 últimas en las que no pudieron participar los negros), dando lugar al Partido Democrático, y también con la clase empresarial y financiera, que estaba muy preocupada por el impacto de las sanciones internacionales.

En 1989 fue elegido presidente de Sudáfrica William de Klerk, un reformista que, reconociendo la gravedad de la crisis social y política, comenzó a buscar una revisión del apartheid. Como señal contundente, en febrero de 1990 concedió la libertad a Mandela quien, tras 26 años de prisión por oponerse al racismo, y junto con la conducción del partido del Congreso decidieron explorar la estrategia de la negociación renunciando a la lucha armada. En junio de 1991 el parlamento sudafricano terminó con todas las leyes segregacionistas a través de una reforma a la Constitución. Las históricas elecciones a una Asamblea Nacional multirracial de 400 miembros pudieron celebrarse del 26 al 28 de abril de 1994. Sin sorpresas, el Congreso obtuvo una victoria arrolladora con el 62,6% de los votos y 252 escaños, mientras que el Partido Nacional recogió el 20,4% de los votos y 82 escaños. La Asamblea eligió presidente a Mandela en 1994 y desde ese momento entró en vigor la Constitución provisional que supuso la abolición de los diez bantustanes con estatus autónomo o independiente, y por ende, la incorporación de sus territorios a la división provincial.

Sin embargo, los grupos más radicalizados de ambos campos rechazaron esta alternativa y siguieron recurriendo a la violencia. Además, el Congreso Nacional Africano no representaba al conjunto de los africanos nativos y también se produjeron enfrentamientos entre los xhosas, mayoritariamente identificados con el Congreso, y los zulúes representados por el partido de la Libertad Inkatha encabezado por el primer ministro del bantustán de Kwazulu en Natal.

Al año de haber sido elegido, el presidente Mandela creó una Comisión de la Verdad y la Reconciliación, presidida por el arzobispo y premio Nobel de la Paz Desmond Tutu, para sacar a la luz las masivas violaciones de los Derechos Humanos cometidas durante el apartheid. El resultado de sus investigaciones fue publicado en octubre de 1998: el Estado racista blanco fue identificado como responsable de la mayoría de las atrocidades, pero se señaló que también el movimiento de liberación negro había cometido violaciones de los Derechos Humanos. El informe provocó una honda agitación en el partido del Congreso donde un sector no aceptó el reconocimiento de acciones violentas de las que debían arepentirse. Mandela expresó su apoyo incondicional al trabajo de la Comisión y no se pronunció sobre el debate suscitado en las filas de su partido. nota

 


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