FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Imposición y crisis del neoliberalismo en el Tercer Mundo

La crisis económica

 

El giro industrializador impulsado a través de la sustitución de importaciones tuvo impactos promisorios, los casos de Brasil y la India, o bien resultados escasamente satisfactorios, por ejemplo Pakistán, o estuvo signado por intensas fluctuaciones, la Argentina. Los contrastes no fueron la consecuencia inevitable de los mayores o menores aciertos de sus gobiernos, remiten, en gran medida, a los contextos y procesos socio-políticos, culturales e institucionales singulares de cada país.

Al margen de sus diferentes logros, en la década de 1970 esta vía ya había entrado en un callejón sin salida, en los años ochenta se sumó el peso abrumador de una deuda externa imposible de pagar. En este tipo de industrialización la producción de bienes de inversión estuvo muy poco desarrollada y una gran cantidad de recursos básicos debían ser comprados en el exterior. Toda disminución de la capacidad para importar repercutía automáticamente sobre el nivel de la actividad interna. En consecuencia, el crecimiento económico dependía, en gran medida, del sector primario-exportador que contaba con pocos incentivos para sumarse a este tipo de desarrollo. Además, el crecimiento basado en este tipo de industrialización no ponía fin a la dependencia de las naciones industrializadas, sólo alteraba su forma. Sobre la base de fábricas dependientes de las barreras proteccionistas y los subsidios estatales, no se logró constituir una estructura industrial articulada y con posibilidades de competir internacionalmente, pese al relativo crecimiento de las exportaciones manufactureras más complejas logrado en los años sesenta, pero que se detuvo a finales de la década de 1970. Por otra parte, la industria local no fue capaz de absorber a la totalidad de la fuerza de trabajo excedente que provenía de los sectores tradicionales, generándose una estructura ocupacional con altos niveles de subempleo en la que una elevada proporción de la mano de obra se concentraba en actividades informales de baja productividad. Esta estructura ocupacional no favoreció el crecimiento del mercado interno del que dependía, en gran medida, la profundización del proceso industrializador. Una vía posible, frente a este problema de mercados limitados, consistió en la formación de asociaciones comerciales regionales, algo semejante a un mercado común. Las tentativas más exitosas en este sentido fueron las asíáticas; en cambio no prosperaron ni en África ni en Ámerica Latina. En esta última, hubo tentativas en esta dirección, pero no llegaron a consolidarse. En parte porque las industrias de los países más grandes tendían a ser más competitivas que complementarias y tales rivalidades supusieron serios obstáculos políticos para la formación de asociaciones económicas.

Todas las dificultades mencionadas se agudizaron con la evolución negativa de los términos de intercambio en el mercado mundial. Los precios de las principales exportaciones del Tercer Mundo sufrieron un descenso sostenido: por la misma cantidad de productos primarios podían comprar cada vez menos cantidades de bienes de producción. Sin embargo, ni estos cuellos de botella impidieron que durante los setenta continuara el crecimiento de los países de la periferia, ni la crisis de los países centrales se trasladó inmediatamente al Tercer Mundo.

Buena parte del crecimiento de los países menos desarrollados se debió a las brechas abiertas por la crisis en las economías centrales. En primer lugar se beneficiaron los países exportadores de petróleo que lograron imponer nuevos precios a un producto clave para la sociedad de consumo del primer mundo. Otros pudieron recurrir al endeudamiento externo en virtud de la disponibilidad de excedentes financieros procedentes del alza de los precios del petróleo. Los enormes beneficios que llegaron a las manos de los potentados del Oriente Próximo fueron depositados en bancos internacionales y éstos resolvieron poner este dinero en circulación a muy bajo interés y sin exigir mayores garantías. Así comenzó un ciclo acelerado de préstamos. Entre 1970 y 1980, América Latina incrementó su deuda externa de 27.000 millones de dólares a 231.000 millones, con unos pagos anuales (intereses más amortizaciones) de 18.000 millones. Sólo para cubrir los intereses, los principales deudores latinoamericanos, Argentina, Brasil y México, tenían que pagar por año el equivalente del 5 por 100 de su producto bruto interno. Algunos de los países endeudados utilizaron los créditos para la adquisición de bienes de equipo y la construcción de obras de infraestructura, otros los dilapidaron. Por último, las naciones más avanzadas de la periferia exploraron avanzar en las exportaciones manufactureras hacia el mundo industrializado, especialmente, pero no siempre, la de bienes producidos por una fuerza de trabajo eficiente y con salarios muy bajos.

La crisis en los países del Tercer Mundo se hizo evidente en los años ochenta y su rasgo más destacado fue la imposibilidad de seguir pagando los créditos a partir de la nueva política financiera de Estados Unidos que dio paso al aumento de los intereses, pero el grave problema de la deuda externa remitía en gran medida al agotamiento de la industrialización vía sustitución de importaciones.

Cuando en Estados Unidos, la Reserva Federal decidió aumentar la tasa de interés para captar los flujos de capital financiero en circulación, los países menos desarrollados se encontraron con abultadísimos montos a pagar y sin recursos para cumplir con sus obligaciones. Necesitaron seguir endeudándose, pero ahora los préstamos vinieron acompañados por durísimas condiciones impuestas por el gobierno estadounidense, los banqueros privados y especialmente el Fondo Monetario Internacional. Sólo si los gobiernos emprendían reformas económicas profundas, podían hacerse merecedores de la renegociación de las deudas. Estas reformas casi siempre incluían la apertura del mercado interno a los bienes y los flujos de capital procedentes del exterior, la reducción del papel del Estado en el área económica y social, la flexibilización del contrato laboral, la privatización de empresas productivas y de las dedicadas a la prestación de bienes públicos y la adopción de medidas contra la inflación al margen de su impacto negativo sobre las condiciones de vida de los sectores populares. El colapso del modelo de Estado intervencionista en el curso de la década del ochenta y los esfuerzos para reemplazarlo con una estructura de libre mercado tuvo significativas repercusiones sobre la trama social y en la configuración y dinámica del escenario político.

A partir de la crisis, el comportamiento económico del Tercer Mundo fue muy desigual: cada vez peor el de África subsahariana, América Latina, y en menor medida Oriente Próximo y el norte de África, por otro lado, el desenvolvimiento cada vez mejor del este y el sur de Asia. Estos contrastes resultaron tanto de los diferentes contextos en que se inscribían estas regiones como de los factores internos propios de cada país. Entre estos últimos se destacan como elementos positivos para avanzar en el crecimiento económico: la oferta abundante de una fuerza de trabajo preparada, la presencia de un estrato empresarial nativo capaz de movilizar esa oferta de trabajo para la acumulación de capital y de expandir su capacidad productiva en el mercado mundial y por último, la construcción previa de economías nacionales viables y de Estados nacionales consistentes. Asia aventajaba a África en las tres dimensiones. Pero además, en el rumbo más exitoso de la economía asiática jugaron un papel muy decisivo tres factores del escenario internacional: el modo en que Japón, la principal potencia regional hasta los noventa favoreció el crecimiento de los países del este y sureste asiático, la ayuda y trato especial concedido por Estados Unidos a este espacio en virtud de su importancia estratégica en el marco de la Guerra Fría, y por último, el impacto del crecimiento económico de China a partir de la década de 1990. Ni África, ni América Latina recibieron por parte de Estados Unidos la ayuda y atención que les prestó a los países que eran vecinos del gigante comunista chino y del campo de batalla vietnamita. Tampoco la superpotencia capitalista se vinculó con los países latinoamericanos ubicados en su área de influencia directa como lo hiciera Japón con los del este y sureste asiático.

Mientras las relaciones entre las diferentes regiones del Tercer Mundo fueron mayormente no competitivas hasta principios de la década de 1970, las distintas herencias, recursos y posiciones en el escenario internacional no se manifestaron con tanta fuerza como cuando, durante las décadas de 1980 y 1990, la competencia por ganar un lugar en el mercado mundial pasó a ser un factor clave para el desenvolvimiento de todas las economías nacionales.

El colapso del Estado intervencionista y los esfuerzos para reemplazarlo por una estructura de libre mercado repercutieron sobre la trama social y la dinámica del escenario político. El fin de la Guerra Fría también aportó lo suyo en este proceso. Con la crisis del bloque soviético, los regímenes autoritarios perdieron el apoyo incondicional como bastiones del anticomunismo y los gobernantes dejaron de contar con una fuerza capaz de contrapesar las presiones de las potencias capitalistas. La democracia liberal reivindicada por los estados occidentales se impuso como el único modelo posible de legitimidad política. A los condicionamientos económicos impuestos por los donantes occidentales en los años ochenta comenzó a añadirse, en la década de 1990, una más ambigua condicionalidad política que incluía la legitimación de los gobiernos vía electoral.

 

 

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