FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Imposición y crisis del neoliberalismo en el Tercer Mundo

América Latina

 

Entre la década del setenta y los últimos años del siglo XX, América Latina atravesó distintos escenarios marcados por intensas disputas políticas y feroces experiencias represivas. Estas tensiones tuvieron lugar en el marco de un creciente proceso de globalización, que pareció arrasar con las estructuras y paradigmas arraigados en la idea del Estado Nación. En un contexto signado por una marcada inestabilidad económica, el neoliberalismo se abrió paso, recogiendo las expectativas modernizadoras y de desarrollo de las décadas precedentes. Sin embargo, los efectos producidos por las políticas neoliberales, terminaron propiciando la aparición de fuerzas contestatarias, como los nuevos movimientos sociales, que asumieron perspectivas alternativas a las promesas de “desarrollo”, e impulsando renovadas variantes de las “viejas” ideas de intervencionismo estatal.

 

Crisis y respuestas autoritarias en las décadas del setenta y ochenta


La crisis económica producida a comienzos de la década del setenta, encontró a los países de América Latina atravesados por un alto grado de conflictividad social. En ese contexto, las recetas neoliberales para afrontar la crisis del capitalismo -que comenzaban a ser hegemónicas a nivel global- serían impulsadas por gobiernos autoritarios dispuestos a producir transformaciones estructurales en la sociedad. En muchos casos los mismos estaban encabezados por las Fuerzas Armadas, El objetivo de estos gobiernos era modificar el modelo productivo centrado en el mercado interno y debilitar el poder colectivo de las clases trabajadoras. Asumieron un decidido accionar represivo con el propósito de eliminar toda oposición política y social. Si resulta posible afirmar que las iniciativas de transformación social impulsada al calor de la revolución cubana dieron lugar a una época “revolucionaria”, las respuestas represivas bien pueden ser caracterizadas como parte de una ofensiva “contrarrevolucionaria”.

En los países del Cono Sur se utilizaron los diagnósticos y recomendaciones de la Doctrina de Seguridad Nacional como forma de legitimar y justificar la interrupción de la democracia y la implementación de políticas represivas. Las dictaduras de Argentina (1976-1982) y Chile (1973-1990) fueron las más duras en el marco de una coordinación regional del terrorismo estatal conocida como “Plan Cóndor” que incluyó también a Brasil (1964-1985), Uruguay (1973-1985) y Paraguay donde continuó la dictadura de Alfredo Stroessner, que había comenzado en 1954.

En Centroamérica las dictaduras contaron con el apoyo abierto de Estados Unidos para enfrentar a las organizaciones guerrilleras dispuestas a asumir un enfrentamiento prolongado.

En Perú, Bolivia y Ecuador, también se produjeron golpes de Estado, pero para desplazar a otros militares que protagonizaban experiencias nacionalistas e impulsaban reformas sociales. En Bolivia se impuso una dictadura en 1971, que puso fin a las iniciativas reformistas de Juan José Torres. En Ecuador, las fuerzas del general Rodríguez Lara interrumpieron un nuevo gobierno de Velasco Ibarra en 1972. Y en Perú, Morales Bermúdez desplazó a Velasco Alvarado en 1975.

Una de las primeras y más significativas intervenciones militares fue la encabezada por Augusto Pinochet en Chile, que interrumpió abruptamente la experiencia socialista en 1973. El gobierno militar impulsó profundas transformaciones para dejar atrás el modelo de intervención estatal. En base al asesoramiento de los economistas formados en la “escuela de Chicago”, Pinochet comandó un proceso de apertura de la economía e incentivo a la inversión extranjera, con ciertos resultados en los niveles de crecimiento económico, pero con altos costos sociales. Las medidas estuvieron respaldadas por el violento accionar del Estado que recurrió a los asesinatos y las detenciones de miles de opositores, muchos de los cuales debieron exiliarse. nota El gobierno de Pinochet, a diferencia de otras dictaduras del Cono Sur, procuró sumar apoyo popular al régimen, a partir de un discurso nacionalista encarnado en la propia figura del dictador que fue erigido como un nuevo prócer de Chile a la altura del héroe de la independencia Bernardo O´Higgins. También buscó el apoyo de los habitantes de las “poblaciones”, ubicadas en los márgenes de Santiago, a través de medidas como la entrega de viviendas o la construcción de hospitales y centros deportivos. Sin embargo, su respaldo eran, fundamentalmente, los grupos empresarios ligados a la industria y a la economía transnacional, los terratenientes, y una porción de la clase media. Estos sectores habían visto recortados sus privilegios y sufrido los límites impuestos por las políticas de redistribución a favor de la clase trabadora bajo el gobierno encabezado por Salvador Allende. Por otro lado, los militares contaban con el respaldo de Estados Unidos. La feroz dictadura chilena se autojustificó como una cruzada para “liberar a Chile del marxismo” y “reinsertarlo en el mundo occidental”. Pinochet suspendió la actividad política y gobernó durante los primeros años bajo un régimen represivo orientado a desmantelar el poder de las organizaciones políticas y sindicales. En 1980 se llevó a cabo un plebiscito para la sanción de una nueva Constitución, que ofrecía un marco legal al gobierno, con el objetivo de encuadrar las acciones dentro de la tradición democrática chilena. La iniciativa fue apoyada mayoritariamente, en el marco de un proceso electoral con escasa fiscalización. El momento coincidió con el “despegue” de la economía, una vez superados los años de estancamiento y altos índices de inflación.

A partir de 1982, junto con el comienzo de un nuevo escenario de recesión económica, comenzaron a desplegarse distintas movilizaciones de protesta. A su vez, desde 1986 los sectores opositores más radicalizados impulsaron una resistencia armada a la dictadura a través de una organización denominada Frente Patriótico Manuel Rodríguez, que llevó adelante distintos atentados (incluido uno contra Pinochet). En ese marco, y frente a las presiones internacionales en favor de la liberalización, el gobierno comenzó negociaciones con la oposición política más moderada, que incluían la convocatoria a un nuevo plebiscito, esta vez para decidir la continuidad del régimen militar. Los términos de la negociación garantizaban la continuidad de la Constitución de 1980. Esto quería decir que se sostendría la representación binominal, que exigía reagrupamientos para la conformación de grandes coaliciones, con lo que se buscaba neutralizar la participación política de las izquierdas más radicales. Al mismo tiempo, se mantenían cargos de representación vitalicia y la continuidad de Pinochet como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. El ajustado resultado de la votación que tuvo lugar en 1988 puso fin al gobierno de Pinochet, pero quedó establecida la transición a la democracia en los términos definidos por el propio régimen militar. Se mantuvo el entramado legal que dio continuidad al neoliberalismo, y se garantizó la impunidad y la gravitación de los militares y del propio Pinochet, que ocupó el cargo de senador vitalicio.

En Argentina, los militares buscaron distender el alto nivel de conflictividad social –en el que confluyeron las movilizaciones sociales, por ejemplo el Cordobazo en 1969, y la actividad de las organizaciones guerrilleras- a través de la convocatoria a elecciones sin la proscripción del peronismo, que había quedado al margen de juego electoral desde el golpe de 1955. Sin embargo, entre 1973-1976, durante el gobierno peronista, primero encabezado por Héctor Cámpora, luego por Perón y finalmente por su esposa, Isabel Martínez, se incrementó el conflicto social y la lucha armada. El regreso de Perón y su apabullante victoria electoral en 1974 no lograron apaciguar los enfrentamientos entre los sectores de la “izquierda” y la “derecha” peronista, atravesados por el recurso de la violencia para alcanzar sus objetivos políticos. Desde 1975, tras la muerte de Perón, se intensificó el accionar de una organización paramilitar conocida como “Triple A” (Alianza Anticomunista Argentina), que realizó los primeros ensayos en la implementación de los métodos de secuestro, tortura, asesinato, y desaparición de militantes políticos, de acuerdo con las lógicas de la “lucha anti subversiva”, encuadrada en la Doctrina de Seguridad Nacional. Al mismo tiempo, durante el gobierno de Isabel, el Ministro de Economía, Celestino Rodrigo, puso en marcha un brutal programa de ajuste, conocido como el “rodrigazo”, basado en el aumento de tarifas y la devaluación de la moneda con la consiguiente caída del salario de los trabajadores. En ese contexto, los militares irrumpieron nuevamente dispuestos a producir transformaciones profundas. La dictadura que tuvo lugar entre 1976 y 1983, autoproclamada “Proceso de Reorganización Nacional”, llevó adelante una violenta represión a través de un premeditado plan de exterminio que incluyó la detención clandestina y la desaparición de miles de militantes políticos, trabajadores, dirigentes estudiantiles, artistas y, en general, de cualquier persona sospechada de participar de actividades consideradas “subversivas”. El terror instrumentado desde el Estado también incluyó el robo y la apropiación de los bebes que hubieran nacido durante el cautiverio de sus madres, la mayoría de las cuales fueron asesinadas después del parto. En torno de la organización del Mundial de Fútbol de 1978, utilizado por la dictadura militar para ocultar los crímenes, distraer la atención y generar apoyo en la población interesada en el espectáculo deportivo, se conoció fuera de Argentina la demanda de los familiares de las personas detenidas- desaparecidas. Así alcanzó repercusión la lucha de las Madres de Plaza de Mayo, que desde 1977 se reunían y marchaban semanalmente para denunciar las acciones represivas, y demandar la aparición con vida de sus hijos. La política represiva alcanzó visibilidad internacional, también, a partir del informe elaborado en 1979 por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), dependiente de la OEA. Las gestiones realizadas ante el gobierno de Carter en Estados Unidos (1977-1981) por parte de representantes de organismos como la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), lograron que representantes de la CIDH se entrevistaran con distintos dirigentes y familiares de desaparecidos. La dictadura debió aceptar la visita ante el riesgo de enfrentar un aislamiento internacional. El informe dejó constancia de las terribles violaciones a los Derechos Humanos cometidas por la dictadura, hasta ese momento silenciadas por el temor impuesto sobre el conjunto de la sociedad.

 

null   MADRES DE PLAZA DE MAYO. 1978.

 

La feroz represión se combinó con una política económica y social de orientación liberal que apuntó a eliminar la fuerte presencia del Estado en la economía y simultáneamente promover la consolidación de grandes grupos empresariales nacionales y extranjeros. Algunos empresarios apoyaron y fueron corresponsables de las políticas represivas a través de la denuncia de los dirigentes sindicales y de los representantes de las comisiones de trabajadores de las fábricas. Los grupos económicos y los cuadros intelectuales de orientación liberal estaban ligados a medios de comunicación que ocultaron y legitimaron las violaciones a los Derechos Humanos. En este sentido, al igual que en Chile, las fuerzas militares contaron con apoyos civiles para implementar las medidas de apertura económica y represión social y política.

En virtud del agravamiento de la crisis económica y social despuntó una movilización social con el propósito de frenar el deterioro de la condiciones de vida de los trabajadores. A fines de marzo de 1982 la CGT convocó a un acto de protesta en plaza de Mayo. En este contexto de crisis y creciente deslegitimación, las fuerzas armadas decidieron ocupar las Islas Malvinas para reclamar la soberanía argentina sobre dicho territorio, una acción que desembocó en la guerra con Gran Bretaña. La guerra dio paso a movilizaciones y acciones de apoyo a la decisión del gobierno, pero se esfumaron rápidamente cuando se conocieron los catastróficos resultados del combate. Los cientos de soldados muertos en el enfrentamiento y los que fallecieron al regresar fueron el último saldo de una dictadura en retirada que habilitó la transición democrática en 1983.

En Uruguay los militares irrumpieron en la vida política en 1973. El propio presidente electo, Juan María Bordaberry, ejerció desde ese momento su cargo sobre la base de un nuevo régimen basado en el poder militar. Allí también se utilizaron las detenciones y asesinatos como métodos represivos, en el marco de una política mixta entre la apertura hacia el capital extranjero, y la injerencia del Estado y el capital nacional. El fracaso de la política económica, junto con el resultado adverso en el plebiscito convocado en 1980 para legitimar la dictadura cívico-militar, abrieron el camino a extensas negociaciones entre los partidos políticos y las fuerzas militares para la transición democrática. El resultado fue la convocatoria a elecciones a fines de 1984 y la elaboración de una Ley de Amnistía, sancionada poco después, que garantizaba la imposibilidad de juzgar las violaciones a los Derechos Humanos cometidas durante la dictadura.

En comparación con los casos mencionados, la dictadura en Brasil que había comenzado con el golpe de 1964, sin ser menos censora y represiva, tuvo al menos dos rasgos distintivos. En primer lugar, aunque el poder se concentró en el ejecutivo, sostuvo un formato representativo con sistema de elecciones. Si bien por vía autoritaria se modificó el sistema de partidos con la formación de un partido oficial, denominado Alianza Renovadora Nacional (ARENA), y uno moderadamente opositor, el Movimiento Democrático Brasilero (MDB), la dictadura no tuvo el rasgo marcadamente “anti política” que caracterizó la experiencia de otros países. En segundo lugar, el modelo económico no tuvo el sesgo aperturista de los otros casos. Por el contrario, en el marco de políticas desarrollistas, las inversiones extranjeras fueron estimuladas pero orientadas hacia ciertos sectores de la economía, que permitieran un crecimiento también de la industria nacional. El Estado mantuvo y potenció su rol activo en la esfera económica por medio del control de empresas dedicadas la explotación del petróleo, la minería y el acero, entre otras. Se trató de una alianza entre una burocracia de tecnócratas vinculados a las Fuerzas Armadas, la burguesía nacional y el capital transnacionalizado. Esto se dio en el marco de la exclusión política y económica de los trabajadores que protagonizaron fuertes huelgas en los últimos años de la década del setenta. El protagonismo de un nuevo y activo sindicalismo vinculado a los sectores de la industria metalúrgica y automotriz emergió frente a la crisis del modelo que se había conocido como “el milagro brasileño”. Este sector resultó importante en la nueva configuración de actores que conduciría hacia la transición democrática. Cuando hacia 1979 la dictadura permitió el pluripartidismo, surgió una nueva expresión política del movimiento sindical, el Partido de los Trabajadores (PT) y el liderazgo de quien años después alcanzaría la presidencia: Luis Ignacio (Lula) Da Silva.

En Paraguay también se consolidó un modelo represivo apoyado en la Doctrina de Seguridad Nacional, fundamentalmente desde la segunda mitad de la década del sesenta. Sin embargo, a diferencia de las otras dictaduras del Cono Sur, las Fuerzas Armadas formaron parte del modelo autoritario pero el mismo se organizó en torno del Partido Colorado. El poder de Alfredo Stroessner se basaba en un sistema clientelar sostenido, desde tiempo atrás por el partido gobernante. La reforma de 1967 permitió concentrar atribuciones en el ejecutivo, como el derecho a disolver el poder legislativo o el control sobre el judicial. Una nueva reforma constitucional en 1977 habilitó la reelección indefinida. Durante la dictadura se avanzó en un proceso de modernización agrícola con un fuerte impacto en las economías campesinas, y en el fomento de la colonización en regiones destinadas al cultivo de soja y algodón. Al mismo tiempo crecieron las actividades de contrabando y el tráfico ilegal de armas y estupefacientes en el marco de un sistema de complicidades y negocios que involucraban al conjunto del Estado. Más allá del apoyo popular con el que contaba el régimen, se utilizó la represión como respuesta a una vasta organización campesina construida en torno de las Ligas Agraria impulsadas por sectores cristianos, en particular por jóvenes sacerdotes jesuitas. El régimen se sostuvo en el apoyo de Estados Unidos y sobre la base de una aceitada maquinaria de clientelismo y represión, que condujo hacia la definición de una economía basada en la producción agrícola concentrada. La conformación de distintas facciones dentro del Partido Colorado en torno de la posible sucesión de Stoessner, fue lo que produjo la crisis del sistema dictatorial y su caída en 1989.

 

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En Centroamérica, la modernización agrícola y la incipiente industrialización produjeron fuertes conmociones en las relaciones sociales en el campo. Esto se produjo en el marco de gobiernos autoritarios que bloquearon los canales democráticos para la expresión de la conflictividad social. El contexto produjo una creciente radicalización de los métodos de intervención política y propició un clima adecuado para el crecimiento de organizaciones armadas y de un movimiento revolucionario. En Guatemala, Nicaragua y El Salvador, las organizaciones guerrilleras protagonizaron durante las décadas del setenta y ochenta una confrontación sostenida con las fuerzas militares.

En El Salvador la escala de la confrontación alcanzó la forma de una guerra civil tras la fusión de distintos grupos guerrilleros en el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). El enfrentamiento se extendió hasta fines de la década del ochenta. En 1992 se firmaron acuerdos de paz tras negociaciones que involucraron a la comunidad internacional y dieron paso a la transición hacia un sistema democrático.

En Guatemala las organizaciones guerrilleras fueron derrotadas a principios de la década de los ochenta a través de una ofensiva militar sobre zonas de población indígenas. Durante el gobierno del general Ríos Montt (1982-1984) se produjo el cenit de la represión con el saldo de miles de asesinatos, que algunos cuantifican en la cifra de cincuenta mil indígenas muertos, para muchos en Guatemala se produjo un genocidio. Los enfrentamientos se prolongaron en los años ochenta a través de la organización de una fuerza paramilitar, las Patrullas de Autodefensa Civil, integrada por campesinos armados. Recién en 1996 se alcanzaron acuerdos de paz.

En Nicaragua la lucha encabezada por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), culminó con la victoria de las fuerzas revolucionarias, que desplazaron a la “dinastía Somoza” en 1979. nota

El renacimiento de sistemas democráticos en Centroamérica fue parte de una estrategia “containsurgente” tendiente a restarle legitimidad a las organizaciones armadas y a cercar al régimen sandinista que había triunfado en Nicaragua. El desgaste de los años de enfrentamiento, la intervención de mediadores internacionales y el clima derivado de la caída del bloque soviético, favorecieron la conformación de regímenes democráticos con predominio de expresiones políticas de derecha y apoyo de Estados Unidos.

En México, Colombia y Venezuela se mantuvo el régimen democrático sobre la base de los acuerdos alcanzados por los partidos tradicionales que posibilitaron la instrumentación de políticas que alternaron entre el consenso y la represión para alcanzar objetivos de modernización económica y control de las demandas de los trabajadores.

En México, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) continuó dominando la escena política en virtud de lo cual se consolidó un régimen de fusión entre Partido y Estado. Durante los gobiernos de Echeverría (1970-1976) y López Portillo (1976-1982) se reprimió al movimientos estudiantil y se alcanzó lo que algunos denominan la “pax priista”.

En Venezuela se alternaron los gobiernos de Acción Democrática (AD), de orientación socialdemócrata, y el Comité de Organización Política Electoral Independiente (COPEI), de tendencia social cristiana, que habían alcanzado acuerdos a partir del llamado “pacto de Punto Fijo”, firmado a fines de la década del cincuenta. Durante la secuencia de estos gobiernos se excluyó a las organizaciones políticas de izquierda, se neutralizó a los grupos guerrilleros y se reprimió al movimiento estudiantil radicalizado. Hacia finales de la década del ochenta emergieron nuevamente movimientos que cuestionaron el orden “puntofijista”, en el marco de la crisis provocada por las medidas neoliberales impulsadas por el gobierno de Carlos Andrés Pérez frente a la caída del precio del petróleo. La protesta y movilización contra las políticas de ajuste recomendadas por el FMI y el incremento de los precios del transporte, desbordaron a las organizaciones políticas y alcanzaron su clímax en el “Caracazo”, el 27 de Febrero de 1989. En la protesta participaron distintos sectores sociales que sacudieron la capital de Venezuela y fueron fuertemente reprimidos.

 

null  IMAGEN DEL “CARACAZO”. 27 DE FEBRERO DE 1989.

 

En Colombia el sistema político también se había organizado a partir de un acuerdo entre las fuerzas políticas tradicionales conformadas por Liberales y Conservadores, que habían firmado en 1957, los llamados pactos de Benidorm y Sitges, para garantizar la sucesión en el control de la presidencia. Los acuerdos se habían sellado dentro del denominado Frente Nacional, organizado para desplazar a Rojas Pinilla (1953-1957). Éste último había impulsado ciertos controles del Estado sobre la economía que, junto con la búsqueda de apoyo entre sectores populares, generaron una fuerte oposición de las fuerzas políticas tradicionales.

El acuerdo entre Liberales y Conservadores favoreció el surgimiento de organizaciones político militares de izquierda con apoyo de sectores campesinos, que optaron por la estrategia de lucha armada. En 1964 se crearon las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). En ese contexto, el orden “democrático” comenzó a sustentarse cada vez más en la creciente autonomía e injerencia en la seguridad pública de las Fuerzas Armadas. A partir de la sanción del llamado “Estatuto de Seguridad”, en 1978, se consolidaron las normativas de “excepción”, que sostuvieron acciones represivas por parte del Estado. En ese marco se produjeron violaciones a los Derechos Humanos, y se instauró en Colombia la práctica de desaparición de personas. En esos años, grupos paramilitares, y otros relacionados con el narcotráfico, se sumaron como nuevos protagonistas del conflicto, a partir del enfrentamiento con las guerrillas por el control territorial y el financiamiento de sus actividades.

 

Transiciones a la democracia, políticas neoliberales y nuevos movimientos sociales

Durante la década del ochenta se produjeron transiciones hacia regímenes democráticos en los países que habían atravesado dictaduras militares. Éstos emergieron en muchos casos condicionados por las herencias del poder militar, lo cual se tradujo en extensos períodos de conflictos y negociaciones, al punto que algunos consideran que las transiciones a la democracia ocurrieron años después de que formalmente asumieran presidentes elegidos por el voto. A esto se sumaba el problema de un escenario de transición atravesado por la presión de las deudas contraídas en el período precedente. El endeudamiento operó como un condicionamiento externo muy importante para las economías sobre las que se buscaba construir una nueva estabilidad política. En ese contexto, los gobiernos democráticos contaron con escasa fortaleza para ofrecer respuestas a los condicionamientos impuestos por los poderes económicos asociados al capital transnacional. Los grupos económicos más fuertes se opusieron a los controles estatales, buscaron la libertad de los mercados y favorecieron los movimientos especulativos del capital financiero.

El paradigma neoliberal impuso su dinámica en los nuevos gobiernos democráticos que sucedieron a las fuerzas armadas. Su predominio se construyó sobre economías agobiadas por deudas con altos intereses. México fue el primer escenario de una crisis de pagos en 1982 cuyos efectos se extendieron sobre buena parte del continente.

Rápidamente ganaron terreno las recomendaciones que proponían reducir el gasto del Estado para equilibrar el funcionamiento de la economía, en sintonía con las políticas de disciplina fiscal y control monetario impulsadas por organismos internacionales de crédito, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Estas recetas se sustentaban sobre diagnósticos que atribuían a la intervención del Estado la persistencia de esquemas productivos poco competitivos, rezagados respecto de los avances tecnológicos que estaban transformando la economía mundial. La relación entre este tipo de evaluaciones y la tendencia a la inflación en muchos de los países latinoamericanos resultó una herramienta fundamental para la construcción de la legitimidad de los programas neoliberales. En ese sentido, las economías estancadas de muchos países de América Latina conformaron el marco para transiciones democráticas tensionadas por históricas deudas sociales que no pudieron ser saldadas. De allí que los años ochenta fuesen vistos retrospectivamente como una “década perdida”. Al mismo tiempo el contexto internacional resultaba poco favorable para emprender caminos alternativos. La crisis de la Unión Soviética coincidió con una política más intensa de Estados Unidos hacia el continente. La presidencia de Ronald Reagan (1981-1989) buscó acorralar las experiencias que desafiaban la construcción de un orden unipolar bajo la hegemonía norteamericana. Este escenario terminó de consolidarse en la década del noventa, período en el que tuvieron mayor alcance y profundidad las reformas neoliberales que habían comenzado previamente.

Hubo escenarios, sin embargo, donde la transición democrática convivió con una segunda oleada de organizaciones armadas. En Perú, el gobierno de Morales Bermúdez que había comenzado en 1975, habilitó el funcionamiento de una Asamblea Constituyente en el marco de los efectos de la crisis y las convulsiones sociales provocadas por los intentos de aplicación de planes de ajuste estructural. Bajo la nueva constitución sancionada en 1979 asumió la presidencia Belaunde Terry, que enfrentó el desafío de la aparición de la organización Sendero Luminoso. Este grupo armado, de inspiración maoísta, logró extender su presencia y alcanzó el control territorial de buena parte de la región andina del sur peruano. En 1984 surgió una segunda organización guerrillera denominada Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA). El contexto resultó favorable para quienes buscaban dar continuidad al poder de las Fuerzas Armadas, lo que estableció límites precisos a la recuperada democracia. Ni el gobierno de Belaunde ni el de Alan García, que llevó a la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) por primera vez al poder en 1985, frenaron los efectos de la crisis económica en una estructura productiva dañada, ni pudieron sortear el desgaste del enfrentamiento con la guerrilla. En el conflicto con los grupos armados, desde el Estado se avanzó hacia las violaciones de los Derechos Humanos. En 1990, cuando Sendero Luminoso había alcanzado el control de una quinta parte del territorio peruano, Alberto Fujimori, un outsider de la política que el año anterior había creado la organización “Cambio 90”, llegó a la presidencia derrotando al candidato liberal Mario Vargas Llosa. Se trataba de un contexto de fuerte inflación y de cuestionamientos a la dirigencia, desprestigiada por difundidas sospechas de corrupción. En ese marco, Fujimori llevó adelante una política económica neoliberal ligada a los programas de ajuste del FMI. En materia política, lanzó una fuerte ofensiva contra la guerrilla con métodos legales e ilegales. Permitió el accionar de grupos militares y legalizó las “rondas” de campesinos armados que pasaron a llamarse “Comités de Autodefensa”. Durante su gobierno se produjo una violación sistemática de los Derechos Humanos, tanto por parte de grupos paramilitares como de las Fuerzas Armadas. En 1992, en el marco de una crisis provocada por denuncias de corrupción y tensas relaciones con el Congreso, Fujimori anunció un autogolpe que clausuró el poder legislativo y le permitió concentrar de forma absoluta el poder. Adujo que la medida era necesaria para “salvar la democracia” y “luchar contra la subversión”. Se trataba de argumentos conocidos por los países que habían vivido las dictaduras en los setenta.

 

 null ALBERTO FUJIMORI

 

Ese mismo año fue capturado y sentenciado a cadena perpetua el líder de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán. Aunque persistieron las acciones de la guerrilla, y algunos grupos tuvieron presencia en zonas andinas hasta el año 2000, la organización se debilitó ante la ausencia del liderazgo de Guzmán. La ofensiva de Fujimori alcanzó también a los dirigentes del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA). La detención de los “emerretistas” fue respondida en 1996 con la toma de la residencia del embajador de Japón, donde se encontraban 800 personas. Cuatro meses después se realizó un operativo de rescate, transmitido por televisión, en el que fueron asesinados los guerrilleros.

Las denuncias de corrupción y los efectos de las políticas de ajuste produjeron un recambio en la dirigencia y permitieron la victoria de Alejandro Toledo. Bajo su gobierno (2001-2006), que no produjo modificaciones importantes en el modelo económico, se conformó la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, que determinó más de 60 mil víctimas del enfrentamiento entre la guerrilla y el Estado. Recién durante el segundo gobierno de Alan García, que comenzó en 2006, se encarceló a Fujimori acusado de cometer crímenes de lesa humanidad.

En Ecuador la transición se organizó tras el gobierno reformista de Rodríguez Lara. Se sancionó una constitución que buscaba ordenar el sistema de partidos para evitar la tradicional fragmentación. Sin embargo, el rasgo característico durante las siguientes décadas fue la inestabilidad institucional: hasta la llegada a la presidencia de Rafael Correa, en el 2006, sólo dos presidentes completaron su mandato. En la década del ochenta, los débiles gobiernos democráticos debieron lidiar también con la formación de una guerrilla urbana, conocida como Alfaro Vive Carajo! (AVC). Su origen fue una respuesta de sectores medios y estudiantes a las políticas de ajuste tras el impacto de la caída del precio del petróleo. Sin embargo, el mayor desafío provino del protagonismo del movimiento indígena. Aunque su aparición se remonta a los años ochenta, hacia el 2000 emergió como un contrapeso de las políticas neoliberales. La organización indígena conformó un polo de resistencia a las políticas de ajuste y a la tendencia a la extranjerización de la economía producida durante las presidencias de Jamil Mahuad (1998-2000) y de Gustavo Noboa (2000-2003). En 1999 Ecuador adoptó el dólar como moneda oficial, para frenar las escaladas inflacionarias, lo que limitó la intervención estatal en la economía y los márgenes de soberanía. El movimiento Pachakutik y la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (CONAIE), participaron brevemente del gobierno de Lucio Gutiérrez (2003-2005), y luego apoyaron a la Alianza País que llevó como candidato a Rafael Correa.

El movimiento indígena ecuatoriano fue una de las primeras expresiones de un extendido desafío a las políticas neoliberales, que puso en el centro de la escena nuevas experiencias de protesta y movilización en muchos países de América Latina. Los nuevos movimientos sociales adoptaron diversos repertorios de acción colectiva, sobre la base de identidades étnicas o territoriales, y fundados, en muchos casos, en construcciones ideológicas críticas del capitalismo. Estuvieron caracterizadas por el protagonismo de distintos grupos afectados por las políticas de ajuste y las privatizaciones. Uno de los primeros antecedentes, además del caso de Ecuador, fue el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) en Brasil. Esta organización impulsó la toma de tierras a partir de la reivindicación del uso colectivo en el marco de una impugnación general a las lógicas capitalistas de explotación de los recursos naturales.

Una de las experiencias más difundidas fue el desafío de los campesinos indígenas del Estado de Chiapas al esquema neoliberal aplicado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) en México. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) surgió en 1994, el mismo día en el que México firmaba su incorporación al Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Construyó una propuesta novedosa en la que confluyeron dinámicas horizontales de participación y gestión comunitaria, sobre las que se fundaron demandas de autonomía y justicia, inscriptas en la reivindicación de una larga historia de luchas socialesfuente.

 

nullOVENTIC (TERRITORIO ZAPTISTA). CHIAPAS.

 

En Bolivia las políticas de privatizaciones implementadas en la década del ochenta impactaron en la estructura de la producción minera que desde la Revolución de 1952 había consolidado su carácter nacional, asociado a la participación y organización de los trabajadores. Muchos mineros engrosaron la población de El Alto, una zona cercana a la ciudad de La Paz, donde la experiencia de organización se trasladó a los nuevos conglomerados urbanos afectados por las políticas neoliberales. Por otro lado, la experiencia de organización campesina nutrió las prácticas de quienes se volcaron a la producción cocalera, al mismo tiempo que los indígenas de la región de la amazonia sumaron sus reivindicaciones de derecho a la tierra. Este conjunto de sectores encabezaron las resistencias a la profundización de las políticas de privatizaciones impulsadas bajo en gobierno Hugo Banzer (1997-2001). La iniciativa del ex dictador de trasladar a la gestión privada los servicios de agua potable generó una masiva resistencia en la Ciudad de Cochabamba que se popularizó como la “Guerra del Agua”. Bajo el gobierno de Sánchez de Lozada (2001-2003) se profundizaron las movilizaciones cochabambinas, esta vez en contra de la iniciativa de exportar gas a Estados Unidos a través de los puertos chilenos. A las protestas por la falta de servicio de gas a nivel local, se sumaron los cuestionamientos a los acuerdos con dos países (Chile y Estados Unidos) con los que Bolivia se había enfrentado en momentos cruciales de su historia. Ese sentimiento nacionalista emergió en la llamada “Guerra del Gas”, en 2003, que cuestionó fuertemente las políticas neoliberales, impulsadas por Sánchez de Lozada, un presidente que hablaba el idioma castellano con un marcado acento norteamericano. Las movilizaciones coordinaron la participación de distintos sectores y movimientos en Cochabamba y La Paz. Los cortes de los accesos que provocaron el sitio de la capital boliviana, fueron promovidos por las Juntas Vecinales de El Alto y la movilización de campesinos cocaleros y grupos aymaras. Emergió así, en las movilizaciones que terminaron provocando la renuncia de Sánchez de Lozada, el protagonismo de nuevos movimientos sociales de resistencia, que desplazaron a las tradicionales centrales de organizaciones de trabajadores, como la Central Obrera Boliviana (COB). La crisis política permitió el ascenso y luego el triunfo en las elecciones del 2006 de Evo Morales. Se trataba del principal dirigente del Movimiento al Socialismo (MAS), surgido del seno de los grupos campesinos indígenas. Esta organización no se basaba solamente en los principios de autonomía y autodeterminación indígena, sino que reivindicaba las tradiciones nacionalistas que habían confluido en las luchas populares contra el neoliberalismo.

En Argentina durante la década del ochenta se avanzó en la reconstrucción de las instituciones democráticas bajo el gobierno de la Unión Cívica Radical (UCR), encabezado por Raúl Alfonsín. En 1985 se llevó a cabo el juicio a las Juntas Militares responsables del terrorismo de Estado, aunque las presiones posteriores impusieron límites a la continuidad de los procesos de justicia. Las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, sancionadas en 1987, garantizaron la impunidad de los responsables de la represión que aún no habían sido juzgados, y pusieron en evidencia los límites de las instituciones democráticas para avanzar sin ataduras. El gobierno de Alfonsín debió lidiar, también, con las presiones de los grupos económicos concentrados que habían consolidado su poder durante la dictadura militar.

El proceso de hiperinflación ocurrido en 1989 produjo el final anticipado del gobierno y la victoria electoral del candidato del peronismo, Carlos Menem, que había realizado su campaña bajo las consignas de “revolución productiva” y aumentos de salarios. Sin embargo la política económica del menemismo estuvo signada por la implementación del modelo neoliberal, fundamentalmente a partir de las políticas impulsadas por el Ministro de Economía Domingo Cavallo desde 1991. La Ley de Convertibilidad que establecía la paridad del peso con el dólar fue el instrumento utilizado para garantizar la disciplina monetaria y frenar la inflación. Esto estuvo acompañado por una reforma de la estructura del Estado a través de la privatización de los servicios públicos y la reducción general del gasto. Al mismo tiempo se redujeron las trabas a las importaciones y se favoreció la actividad del capital transnacional.

El resultado de la política económica fue una persistente estabilidad y crecimiento económico, pero con escasa distribución y un incremento de la polarización social. Al mismo tiempo creció el endeudamiento externo, sobre el que se sostenía la estabilidad cambiaria. La economía transnacionalizada se tradujo en el cierre de muchas industrias y en la conformación de un sustrato de población desocupada en el marco de un escaso alcance de la acción del Estado en la contención social. La corrupción fue el flanco más criticado por los políticos opositores al menemismo.

La principal oposición al modelo neoliberal provino de movimientos sociales, como el de los trabajadores desocupados, que a partir de 1997 comenzaron a implementar una metodología de cortes de ruta dando paso a una nueva identidad “piquetera”. Las primeras acciones de este tipo tuvieron lugar en las provincias de Neuquén y Salta afectadas por la privatización de la empresa Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), que produjo despidos masivos.

La Alianza entre sectores no peronistas que ganó las elecciones en 1999 mantuvo el esquema de la “convertibilidad”. En el año 2001 las tensiones sociales provocadas por el aumento de la pobreza y la desocupación y la inestabilidad macroeconómica producida por la crisis del sistema bancario que derivó en medidas de retención de los ahorros, produjo movilizaciones que llevaron a la renuncia del presidente Fernando de la Rúa, en el marco de un incontenible estallido social. Luego de un interregno signado por una secuencia de presidencias breves y de una transición dirigida por el peronismo, en el año 2003 asumió la presidencia Néstor Kirchner. Su mandato inauguró un nuevo período signado por intentos de apoyo del Estado a los movimientos sociales de los más vulnerables y una política económica orientada tanto a fortalecer la deprimida industria nacional como a reformular la distribución del ingreso a favor de los trabajadores.

 

 

Crisis del neoliberalismo y alternativas “posneoliberales”

La implementación de las políticas neoliberales derivó en mayor concentración de la economía con fuerte peso de los intereses del sector financiero, y en el achicamiento del Estado. El saldo fue el incremento de la desigualdad, la marginalidad y la desocupación.

En este escenario de crisis, con fuerte conflictividad social, surgieron un conjunto de experiencias políticas que buscaron dejar atrás el paradigma neoliberal y propiciaron un “giro a la izquierda” en América Latina. El primer antecedente puede situarse en el triunfo electoral de Hugo Chávez en Venezuela, en 1997. Desde ese momento se multiplicaron los gobiernos de nuevo signo, cuyo rasgo más significativo fue el fortalecimiento de la intervención del Estado, no sólo en la economía, sino en distintas esferas con el fin de recomponer el tejido social dañado por las políticas neoliberales. Algunas experiencias, como la encabezada por Evo Morales en Bolivia, o la de los gobiernos “bolivarianos” en Venezuela, construyeron formas de participación que, si bien respetaron las instituciones basadas en las tradiciones democrático-liberales, incorporaron valores y prácticas que desbordaron esos marcos. En los casos de Bolivia y Ecuador, los nuevos textos constitucionales sumaron a los principios y garantías republicanas el concepto del “buen vivir”, originado en tradiciones indígenas. Esta perspectiva plantea objetivos de desarrollo humano sobre nociones de igualdad y diversidad cultural y ambiental. La incorporación de paradigmas construidos en base a cosmovisiones ancestrales, dentro de esquemas económicos que apuntan a un “capitalismo inclusivo”, supone nuevos desafíos para un “socialismo del Siglo XXI”, tal como se proclama en Venezuela y en Bolivia. Estos proyectos tienen como sustento una mayor captación de la renta petrolera por parte del Estado, a través de la nacionalización total o parcial de la explotación y comercialización de dicho recurso.

En Argentina y Brasil, y en menor medida en Uruguay, también se avanzó en medidas “posneoliberales” fundadas en el fortalecimiento de las estrategias de integración regional, como UNASUR y MERCOSUR, y una política signada por una mayor participación estatal. Un rasgo saliente de este nuevo escenario es el retroceso de Estados Unidos y la presencia de otras potencias, el caso de China, que asoman como posibles aliados.

Sin desconocer las diferencias de cada uno de los países, es posible afirmar que en las últimas dos décadas se produjo el reconocimiento de las demandas de distintos grupos, que no habían conseguido avances significativos durante el período de hegemonía neoliberal. En los últimos años, la diversidad de género, los derechos de los pueblos originarios, y las reivindicaciones de los movimientos feministas, lograron instalarse en el centro de la agenda política, y en algunos casos alcanzaron reconocimiento legal.

Esto contrasta, sin embargo, con el fortalecimiento de la presencia norteamericana en su tradicional zona de influencia, los casos de Colombia, México y América Central, que puede constatarse en el apoyo de los gobiernos de esos países a las “políticas antiterroristas” de Estados Unidos y la aprobación de tratados comerciales que dan la espalda a los procesos de integración.

 

 

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