FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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II. El derrumbe del bloque soviético

La caída del Muro

 

El nuevo giro de Moscú tuvo una repercusión inmediata y desestabilizadora sobre los estados satélites de Europa del este. La reforma puesta en marcha incluía la desactivación de la Guerra Fría y la no injerencia del Kremlin en la suerte que pudieran correr las democracias populares europeas. Aunque en un principio Gorbachov creyó que los gobiernos comunistas europeos aplicarían su propia perestroika y que el Pacto de Varsovia se mantendría en pie, la ilusión se desvaneció poco después. Cuando las presiones sociales, más o menos consistentes según los países, se combinaron con la división de las cúpulas gobernantes, y se hizo evidente que Moscú no intervendría, los gobiernos de Europa del este se desplomaron y la mayoría de las dirigencias comunistas viraron hacia la socialdemocracia. En el caso de Alemania, del Estado comunista desapareció y su territorio fue anexado por la República Federal Alemana.

La transición del socialismo real al capitalismo y la democracia sorprendió a todos: nadie había pensado jamás en esa posibilidad, y mucho menos en cómo llevar a cabo la transición del comunismo al capitalismo.

Si el giro de Gorbachov fue clave para estas revoluciones sin teoría previa, el otro factor decisivo para la caída de los gobiernos soviéticos en 1989 fue la presencia de fuerzas sociales y políticas dispuestas a abandonar el bloque soviético. En relación con este factor, aun a costa de simplificar un escenario más complejo, se puede deslindar dos ámbitos: el de los países de Europa centro-oriental y el de los Balcanes. En el primer caso, Polonia, Checoeslovaquia y Hungría compartían un pasado de repudio activo contra el orden soviético: los hechos de 1956 en Varsovia y Budapest, y de 1968 en Praga. En 1989 ya existían fuerzas disidentes con cierta experiencia política, y en la dirigencia comunista había grupos dispuestos a abrir el juego político e interesados en utilizar sus recursos y relaciones para aprovechar las posibilidades de hacer negocios que ofrecía la economía de mercado. En estos tres países, la caída del comunismo fue negociada.

A fines de los años ochenta Polonia contaba con una sólida oposición organizada en torno al sindicato Solidaridad. Ésta mantenía fuertes lazos con la iglesia católica y recibía el apoyo de los intelectuales comunistas que habían roto con el partido a mediados de los años sesenta. A lo largo de toda la década este bloque había jaqueado al gobierno que, encabezado por un general comunista, pretendía frenar la protesta del movimiento obrero y al mismo tiempo tranquilizar a Moscú para impedir que los tanques soviéticos entraran en Varsovia. A principios de 1989 se iniciaron las negociaciones de la Mesa Redonda, que culminaron con el reconocimiento legal del sindicato Solidaridad y la celebración de elecciones semicompetitivas para un nuevo Parlamento.

En Hungría, los sectores reformistas del partido Comunista ya habían puesto en marcha algunos cambios significativos. Después de la dura represión de octubre de 1956, el gobierno húngaro dio paso a una economía mixta y concedió un mayor grado de libertad al mundo académico e intelectual. En la primavera de 1989 el equipo gobernante reconoció el multipartidismo, y el Partido Socialista Obrero Húngaro se convirtió en el Partido Socialista Húngaro. A treinta y tres años del ingreso de los tanques soviéticos, la República Popular Húngara dio paso a la República Húngara. Esta revolución fue la única en la que el pasaje del régimen comunista al sistema multipartidista se hizo desde la dirigencia existente.

El giro en Hungría tuvo una inmediata repercusión sobre Alemania. Cuando las autoridades de Budapest abrieron la frontera con Austria, en septiembre de 1989, miles de habitantes de la República Democrática de Alemania atravesaron esa brecha en la cortina de hierro rumbo a Occidente. Todas las declaraciones de la dirigencia del Kremlin dejaron en claro que no defenderían el Muro. El 9 de noviembre los comunistas alemanes autorizaron los viajes al exterior y, sin previo aviso, abrieron el Muro. A raíz de esta decisión se abolió el multipartidismo y la nueva dirigencia comunista se presentó como el partido del socialismo Democrático y convocó a una mesa redonda con el Nuevo Foro, el grupo opositor más visible. Sin embargo, en este caso la caída del comunismo significó el fin del Estado alemán del este.

El derrumbe de la República Democrática de Alemania decidió al canciller alemán occidental Helmut Kohl a embarcarse en una reunificación lo más rápida posible, en parte para detener el flujo demográfico hacia Occidente. Los alemanes orientales favorables a la unificación fueron la primera minoría (48%) en las elecciones de marzo de 1990. La decisión de unificar las dos Alemanias necesitaba contar con el visto bueno de los cuatro países vencedores de la Segunda Guerra Mundial. Las conversaciones llamadas 4+ 2 culminaron, en septiembre de 1990, con un documento firmado en Moscú que reconoció como fronteras de la futura Alemania unificada las de los estados alemanes existentes y puso fin a la situación de Berlín, hasta entonces dividida entre ambos bloques: el occidental y el comunista. La reunificación fue un proceso complejo y cargado de desafíos, tanto por los fuertes contrastes económicos y sociales entre las dos Alemanias como por las diferentes memorias, olvidos y expectativas con que ambas sociedades ingresaban al Estado común.

 

 

HELMUT KOHL (1930-2017)

HELMUT KOHL (1930-2017)

 

La caída del Muro de Berlín precipitó los acontecimientos en Checoeslovaquia. En contraste con los casos anteriores, “la Revolución de Terciopelo” en Praga fue repentina y tomó desprevenida a la mayor parte de la nomenklatura. En gran medida, el impacto de lo que sucedía en los países vecinos llevó a la gente a ocupar las calles sin exigencias concretas, sólo para romper la pasividad y el silencio A fines de noviembre, pequeños grupos opositores y algunos intelectuales –entre quienes se destacó Václav Havel, varias veces preso y promotor de Carta 77– formaron el Foro Cívico, una red informal que a falta de partidos políticos canalizó el proceso contestatario. El gobierno comunista que había aceptado la formación de un gabinete de transición con los disidentes, cayó en pocas semanas. El dramaturgo Havel ocupó la presidencia a fines de diciembre de 1989.

Cuando en 1990 se iniciaron los procesos electorales, las coaliciones que otrora habían enfrentado a los gobiernos comunistas–Solidaridad en Polonia y el Foro Cívico en Checoeslovaquia– dieron paso a los nuevos partidos de centro derecha. Simultáneamente se formaron partidos socialdemócratas integrados, aunque no de manera exclusiva, por ex miembros de los partidos comunistas. El partido Socialdemócrata Checo, a diferencia de los partidos afines en Polonia y Hungría, no fue resultado de la reconversión del partido Comunista que siguió en pie. Los dirigentes socialdemócratas reivindicaron una tradición propia, la del partido Socialista que existiera hasta la instauración del régimen comunista en 1948.

En los tres países, el cargo de primer ministro rotó entre la nueva socialdemocracia y el principal partido de centro-derecha; casi siempre, en su condición de primeras minorías debieron formar gobiernos de coalición dado que la existencia de muchos los partidos hacía muy difícil obtener quórum propio.

Los políticos, los medios de comunicación y el grueso de los intelectuales occidentales aprobaron la reconversión de los antiguos miembros de la nomenklatura y del aparato burocrático de la economía central planificada en dinámicos empresarios y dirigentes de fuerzas políticas capaces de atraer a buena parte de los ciudadanos. Sin embargo, el electorado socialdemócrata era paradójico: algunos apoyaban la socialdemocracia porque creían que frenaba el alcance y la profundización de las reformas en favor del mercado, y otros la respaldaban precisamente por lo contrario. Los inversores de capital no temían a la socialdemocracia porque estaban convencidos de que, bajo su conducción, las reformas de mercado no serían menoscabadas. Todos los líderes de la nueva dirigencia ex comunista europea –desde Gyula Horn en Hungría hasta Milos Zeman en la República Checa y Aleksander Kwasniewski en Polonia– favorecieron la inclusión de sus países en las estructuras euroatlánticas, políticas (Unión Europea) y de seguridad (OTAN). La presencia de las viejas elites políticas no supuso una vuelta al pasado. Sin embargo, sus victorias electorales pusieron en evidencia los costos  de las reformas neoliberales que impulsaban  un salto radical al mercado a través de enormes sacrificios: pérdidas de salarios y empleos. Buena parte de la población terminó rechazando este proceso.

La transición hacia la economía de mercado requería la mano invisible de la política, y quienes estaban mejor posicionados para concretar esa tarea eran los gestores estatales de la economía planificada. A través de la privatización y de la asociación con el capital extranjero, los antiguos miembros de la nomenklatura llegaron a conformar un importante sector de la burguesía en ascenso.

En un primer momento, ante la emblemática caída del Muro, muchos celebraron las gloriosas revoluciones de 1989. Sin embargo, el término revolución perdió consistencia poco tiempo después frente a ciertos interrogantes claves que relativizaban su alcance. ¿Quiénes protagonizaban esas revoluciones? ¿A quién o a qué grupos beneficiaban? ¿Cuáles eran los procedimientos y el rumbo de las profundas transformaciones en marcha?

Los estados del sur – Rumania, Yugoslavia, Albania y Bulgaria– llegaron a 1989 sin una experiencia contestaria previa y prácticamente sin actores sociales preparados para la transición. Los tres primeros ya habían cuestionado su subordinación al Kremlin a través de gobiernos que defendían un comunismo nacional. Mientras Bucarest sólo se había distanciado del hermano mayor, Belgrado y Tirana habían roto con Moscú: el líder yugoslavo, Tito, enfrentándose con Stalin, los albanos aliándose con China contra la desestalinización. Sin embargo, el grado de consistencia de los estados nacionales balcánicos era disímil y todos siguieron trayectorias diferentes a partir de la crisis del bloque soviético.

Albania –cuya sociedad se caracterizaba por la persistencia de la cultura agraria tradicional y las redes de poder familiares o clánicas– era el país más aislado del área soviética europea; después de la muerte de Mao había roto el vínculo con China, su único aliado desde la desestalinización. En principio Tirana siguió la senda del continuismo sin poder frenar el deterioro económico y social que llevó al estado albano al borde del derrumbe, con gran parte de su población lanzándose al mar en condiciones precarias para llegar a Italia.

Bulgaria fue el único país balcánico donde la caída del comunismo resultó tan pacífica como en los países del centro europeo: los comunistas reformistas dieron un golpe en el seno de la conducción del partido gobernante, crearon el partido Socialista Búlgaro y aprobaron el multipartidismo. Pero Occidente desconfiaba de esta reconversión y pensaba que los socialistas búlgaros se parecían más a los comunistas ortodoxos de Rusia o de la República Checa que a los socialistas de Hungría o de Polonia. En Bulgaria, el europeísmo, el pro atlantismo y el acelerado avance hacia una economía de mercado fueron sostenidos por el campo opositor, la Unión de Fuerzas Democráticas, inicialmente una amalgama de numerosos partidos y diferentes organizaciones.

Las jornadas de 1989 fueron violentas en Bucarest, pero sin giros drásticos tras la caída de la dictadura. En diciembre, el Conducator Nicolae Ceaucescu fue abucheado durante una manifestación que supuestamente iba a cantar sus loas. Inmediatamente estalló una insurrección en la que participaron sectores del partido Comunista, el ejército y el pueblo. La Securitate, la temida policía secreta del régimen, no pudo controlar la situación y Ceaucescu y su esposa Elena fueron detenidos cuando intentaban huir, juzgados sumariamente y ejecutados el 25 de diciembre. Las jornadas revolucionarias siguen siendo objeto de debate en relación con el papel asumido por los diferentes actores que, siendo integrantes del régimen, aparecieron encabezando o bien consintiendo el derrocamiento de la pareja gobernante.

El Frente de Salvación Nacional se desintegró y, bajo la jefatura de los ex comunistas, se creó el partido Demócrata Socialista Rumano. La transición a la economía de mercado fue mucho más gradual que en los países del centro, ya que el nuevo gobierno no compartía los afanes procomunitarios y pro-atlantistas de sus homólogos polacos, húngaros o checos. También aquí, como en Bulgaria, a mediados de la década de 1990 la socialdemocracia perdió terreno y la oposición organizada en la Convención Democrática Rumana emprendió el rumbo hacia la integración en las estructuras euro-atlánticas.

A diferencia del pasaje del mercado al plan impuesto por el Estado, el recorrido inverso requería agentes vinculados con la economía de mercado, una especie casi inexistente en Rumania y Bulgaria. La ausencia de una clase empresarial y el escaso atractivo para los inversores extranjeros constituían severas limitaciones para la reestructuración del sistema económico. En principio, ambos países conformaron una periferia atrasada proveedora de productos agrarios o artículos industriales estandarizados a los mercados occidentales y con un volumen moderado de inversiones extranjeras directas.

La caída del comunismo en la Federación Yugoslava fue la más dramática y acabó con la desintegración de este Estado. La República Federal Yugoslava estaba integrada por seis repúblicas –Serbia, Bosnia-Herzegovina, Croacia, Eslovenia, Macedonia y Montenegro– junto con las provincias autónomas de Kosovo y Voivodina en la república de Serbia. En todas ellas convivían poblaciones con credos e identidades étnicas diferentes, aunque con distintos grados de heterogeneidad. A partir de mediados de 1991 los gobiernos de las mismas aprobaron declaraciones de independencia que las desvinculaban de Yugoslavia:

En junio de 1991 lo hicieron Croacia y Eslovenia

En septiembre del mismo año lo hizo Macedonia.

En marzo de 1992 se aprobó en Bosnia-Herzegovina.

En abril 1992 Serbia y Montenegro crearon la Federación de Yugoslavia (no reconocida por la comunidad internacional).

 

MAPA

 

La crisis económica y los fuertes contrastes entre las más prósperas repúblicas del norte, Eslovenia y Croacia, y las más pobres del sur, junto a la división de la Liga Comunista Yugoslava en fracciones con distintos proyectos, se combinaron con la irrupción del nacionalismo en clave étnica y religiosa.

Las guerras de secesión de Yugoslavia comenzaron en 1991 y finalizaron en 2001. El proceso se abrió con la guerra de Eslovenia llamada la Guerra de los Diez Días (1991) y finalizó con la guerra de Macedonia (2001). Entre ambos conflictos, se dieron la guerra de Croacia (1991-1995), la de Bosnia-Herzegovina (1992-1995) y la de Kosovo (1998). De aquella contienda bélica se constituyeron como estados independientes Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Serbia Macedonia y Kosovo. En mayo de 2006, en Montenegro se llevó a cabo un referéndum que aprobó la declaración de la independencia.

Las guerras que asolaron Yugoslavia no derivaron de odios “ancestrales” entre diferentes grupos que compartían un mismo territorio. Cabe destacar que en el marco de una crisis económica, ideológica y política, parte de los nuevos dirigentes –el serbio Slobodan Milosevic y el croata Franco Tudjman, entre otros– recurrieron al patriotismo xenófobo para afirmarse en el poder a través de sangrientas matanzas y escisiones territoriales.

 

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