II. El derrumbe del bloque soviético
El principio del fin: la perestroika
En marzo de 1970, tres prestigiosos intelectuales soviéticos –el físico Andrei Sajarov, el historiador Roy Medvedev y el físico Valentín Turchin– dirigieron una carta-programa a Brezhnev reclamando la “democratización de toda la vida social” y advirtiendo que, si la dirigencia no emprendía este camino, el país se transformaría en una potencia provincial de segundo orden y simultáneamente se agravarían todos los problemas nacionales, “ya que la aspiración a la democratización tiene inevitablemente un carácter nacionalista”.
A partir de 1985, el secretario general del partido Comunista Mijail Gorbachov –que coincidía en parte con el anterior diagnóstico y pensaba que el partido reformado podría liderar el cambio– puso en marcha una moderada reforma económica. Pero la explosiva combinación de la relativa democratización, el ineficaz desempeño de la economía, y las divisiones facciosas o programáticas entre los principales dirigentes comunistas condujeron a la bancarrota del llamado socialismo real.
MIJAIL GORBACHOV (1931- )
Cuando Gorbachov ocupó la Secretaría general del partido en marzo de 1985, el Politburó que lo eligió estaba compuesto en más de un 80 % por hombres del círculo de Brezhnev y la mitad de los altos dirigentes habían iniciado su carrera con Stalin. El primer paso del nuevo secretario fue renovar el personal de máximo nivel. Al año siguiente, el 60% de los miembros del Politburó y del secretariado del Comité Central habían sido nombrados por Gorbachov.
Las medidas impulsadas entre 1985 y 1987 y las campañas contra el alcoholismo y la corrupción apuntaron a modificar las conductas sociales sin cuestionar las bases de la economía central planificada ni las del orden jurídico y político vigente. El discurso del equipo reformista se centró en la necesidad de modificar las actitudes negativas para dar un nuevo empuje a la vida social e incrementar la productividad industrial en el campo económico. Pero casi todo siguió igual.
A partir de 1987 se encaró una reestructuración económica (la perestroika) que consistía en preservar la economía planificada aceptando la incorporación de elementos capitalistas en dosis menores y controladas. De acuerdo con este sistema, determinadas empresas podrían elaborar sus propios planes según los pedidos estatales, los de otras empresas y la demanda del consumidor. Estas unidades productivas comprarían sus insumos en los departamentos de comercio mayorista administrados por el Estado y podrían asociarse con empresas extranjeras. Con la descentralización, las empresas que se independizaban debían responsabilizarse por sus decisiones y asumir la posibilidad de que sus fracasos las condujeran a la quiebra. El afán principal de la perestroika era ganar eficiencia y superar la brecha tecnológica que separaba al bloque soviético de los países capitalistas. Las nuevas atribuciones de las empresas incluyeron cambios en la situación de los trabajadores: la búsqueda de mayor productividad tuvo como correlato la diferenciación de los salarios según el desempeño de los trabajadores y las ganancias obtenidas por la empresa. Las reformas erosionaban la inamovilidad del puesto de trabajo y el salario garantizado y daban pie a que la posición de los trabajadores dependiese cada vez más de la suerte de la unidad productiva.
Las prácticas del mercado en los márgenes del plan exacerbaron los elementos más negativos de cada uno y profundizaron la crisis social y económica. La puesta en tela de juicio de la eficiencia de la planificación, unida al recorte de las atribuciones de los organismos centrales y el desprestigio de su personal, dio lugar a la indisciplina laboral, el descenso de la producción, la escasez de bienes de consumo y el incremento de los precios. Frente al resquebrajamiento de los controles, las empresas y las autoridades de las distintas regiones se apoyaron en las redes informales de la economía en negro –fortalecidas durante el largo y corrupto gobierno de Brezhnev– para abastecerse de los productos que necesitaban. Para la mayor parte de la población, la perestroika quedó asociada al incremento de los precios, las largas colas para conseguir alimentos de primera necesidad y la inseguridad laboral.
Para entender la encrucijada de la perestroika, es necesario analizar el escenario político gestado al calor de la glasnot (apertura), que fue la segunda consigna de Gorbachov. Lo más significativo en este terreno fue que el enfrentamiento entre los reformistas encabezados por Gorbachov y los conservadores reacios al nuevo rumbo se complicó tras la división del grupo impulsor del cambio. A partir de 1989 se hizo evidente el avance hacia el poder del carismático Boris Yeltsin, quien cuestionaba el rumbo moderado del gobierno de Gorbachov.
A estos factores se sumaron las reivindicaciones de las minorías nacionales, una dimensión muy compleja debido a la heterogénea composición del campo nacionalista y el entrecruzamiento de diferentes demandas. La bandera del nacionalismo fue sostenida tanto por los grupos oprimidos como por los jefes políticos regionales que, amenazados por la depuración de Gorbachov, decidieron encabezar las resistencias contra el centro. Pero los reclamos no sólo fueron dirigidos desde las poblaciones locales hacia Moscú: los enfrentamientos entre comunidades que compartían un mismo territorio ocuparon el centro del escenario desde un primer momento. Estos conflictos fueron especialmente intensos en la zona del Cáucaso. En los países bálticos fue donde las reivindicaciones autonomistas se plantearon más clara y decididamente como un conflicto con el poder central. La ruptura con el gobierno central no conllevó necesariamente la caída de los dirigentes otrora leales a Moscú: muchos pasaron de ser subordinados del Kremlin a ser dirigentes nacionales de los nuevos estados en vías de constitución.
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