IV. El escenario comunista
Los últimos años de Stalin
El papel protagónico de la URSS en la derrota del nazismo le significó una brutal pérdida de vidas entre combatientes y población civil y un alto costo económico. Al mismo tiempo, en las sociedades del mundo occidental el miedo al comunismo quedó relegado por el agradecido reconocimiento del sacrificio del pueblo ruso y del aporte significativo de Stalin a la lucha compartida contra el Eje. Según el historiador Furet, el fin de la Segunda Guerra inauguró un breve período “durante el cual el comunismo soviético ejercerá su máxima fascinación sobre la imaginación política de los hombres del siglo XX”.
¿Qué hizo posible el triunfo de los soviéticos? La excitación del sentimiento patriótico, básicamente el de los rusos, fue un elemento central para cohesionar a las propias fuerzas, pero Stalin recurrió también al terror tanto en la línea de fuego como en la retaguardia. A los combatientes les ordenó “no dar un paso atrás” y ante el avance alemán aprobó la deportación hacia el este de distintas minorías nacionales –alemanes del Volga, chechenos, ingushetios, tártaros, entre otros– porque dudaba de su fidelidad. Las reivindicaciones de las naciones avasalladas ingresaron con fuerza en la escena pública a partir de las reformas encaradas por Mijail Gorbachov en los años ochenta. No obstante, gran parte de la población soviética vivió la Guerra Patriótica como un presagio de liberación y creyó que el mundo de la posguerra sería más soportable y humano.
Aunque la guerra fue una auténtica catástrofe para la Unión Soviética, la reconstrucción industrial fue relativamente rápida. En 1948 se alcanzó el nivel productivo de 1940 y en 1952 se habían doblado las cifras de las producciones más importantes. El esfuerzo y las inversiones continuaron privilegiando a la industria pesada, una opción reforzada por el rápido pasaje de la Gran Alianza a la Guerra Fría. La agricultura, en cambio, permaneció estancada después de la recuperación inicial; la actitud hostil hacia los campesinos siguió siendo un sello distintivo de la política de Stalin.
El final del conflicto no supuso la desaparición del terror esgrimido durante la invasión nazi. Prosiguieron los traslados de grupos nacionales, y ante la menor manifestación de disidencia se impusieron duros castigos. Entre los deportados a los campos de trabajo forzado estuvo Aleksandr Solzhenitsyn, quien años después escribió Archipiélago Gulag, texto que tuvo un extendido y profundo impacto entre los intelectuales occidentales cuando se publicó en 1973.
La incertidumbre y el miedo siguieron atenazando a los integrantes de la cúpula del Partido. Nikita Kruschev, el sucesor de Stalin, recordaría años más tarde que nunca podía saberse qué decisión tomaría el jefe máximo respecto del destino de los integrantes del grupo que lo rodeaba:
“[…] no importaba qué cosa podía sucedernos o no importaba a cuál de nosotros. Se iba a las reuniones en la dacha de Stalin porque no había más remedio, pero no se sabía si acabarían en una promoción personal, la detención o incluso el fusilamiento. Stalin elegía entre nosotros un pequeño grupo que mantenía siempre cerca de él. Había también un segundo grupo al que se apartaba por tiempo indefinido y al que no se invitaba nunca para castigarle: cualquiera de nosotros pasaba de un grupo a otro de un día a otro”.
JOSÉ STALIN Y NIKITA KRUSCHEV, 1936
Junto con el autor de este testimonio, en ese pequeño grupo se encontraban Andréi Zhdánov –reconocido como el favorito –,
Viacheslav Mólotov, Lázar Kaganóvich, Georgi Malenkov y Lavrenti Beria. La suerte de cada uno no solo dependía de la imprevisible voluntad de Stalin, la competencia entre las camarillas era otro factor clave en el pasaje de la cima del poder a la condena y ejecución. Después de la muerte de Zhdánov, en 1948, por ejemplo, Malenkov y Beria se unieron y no dudaron en eliminar a los hombres del círculo de Leningrado que habían sido aliados de su rival recientemente desaparecido.
A principios de 1953, fueron detenidos nueve médicos, siete de ellos judíos. Se les acusó de crímenes que se remontarían hasta la desaparición de Zhdánov. Se aproximaba una nueva purga, pero no llegó a concretarse porque Stalin murió en marzo tras un ataque de apoplejía.
Ante la desaparición del jefe máximo del comunismo, gran parte del pueblo soviético y de los intelectuales comunistas manifestaron su dolor y el temor al vacío de poder. La multitud que acudió a su funeral fue tan grande que docenas personas murieron a causa de la presión de la masa. Sus sucesores lo despidieron con todos los honores, pero decidieron acabar con un sistema en el que obtenían importantes privilegios a costa del riesgo de perder hasta sus propias vidas. Los cambios que habrían de ponerse en marcha en parte remitían a la decisión de relajar el terror, pero también a la necesidad de revisar el rumbo de una economía desmedidamente orientada hacia la industria pesada y a la que era preciso incorporar las demandas sociales.
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