FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

Víctimas del Gulag

IV. La experiencia soviética de la guerra civil a la Segunda Guerra Mundial

El escritor ruso Varlam Shalámov fue una de las víctimas que sufrió las penurias del cautiverio en Kolimá, donde las temperaturas en invierno pueden sobrepasar los 50 °C bajo cero.


VARLAM SHALAMOV (1907-1982)








VARLAM SHALAMOV (1907-1982)











En 1929 fue condenado a tres años de trabajos forzados por divulgar las críticas a Stalin contenidas en el testamento de Lenin, y en 1937 fue condenado de nuevo a cinco años de trabajos forzados por “actividades contrarrevolucionarias trotskistas”. Durante su confinamiento en la región del río Kolymá, en la Siberia oriental, fue juzgado y condenado por otros delitos políticos adicionales. En 1943, poco antes de cumplir condena, le endosaron una condena adicional de diez años de trabajos forzados con el pretexto de que había calificado a Iván Bunin, emigrado fuera de la URSS, como un “clásico ruso”. En 1945 decidió intentar la fuga, pero fue detenido y enviado a una mina especial de castigo. Shalámov fue liberado en noviembre de 1953, meses después que Stalin falleciera. Como millones de víctimas de represalias ilegales, Shalámov fue declarado inocente y rehabilitado de modo oficial en 1956.

Al regresar a Moscú, Shalámov comenzó a escribir los relatos sobre sus vivencias límite en el Gulag y algunos de sus poemas se publicaron en las revistas Juventud y Moscú. Sus cuentos empezaron a circular de mano en mano desde 1966, después de las negativas de las editoriales a publicarlos. El libro  Relatos de Kolimá salió a la luz en Londres en 1972, pero fue obligado a rechazar esa edición: en su país apareció en 1987, después de su muerte en un manicomio. Su estilo lacónico recuerda a Chéjov y comparte con la obra de Babel el realismo atormentado.fuente

Los Relatos de Kolimá han tenido varias adaptaciones televisivas. En el 2007 se estrenó la miniserie El testamento de Lenin, dirigida por Nikolai Dostal.


RELATOS DE KOLIMÁ

















Otro escritor que sufrió el Gulag y también escribió para dejar testimonio sobre los campos de concentración fue Alexander Solzhenitsyn. Incorporado al ejército soviético en 1941, fue detenido en febrero de 1945 en el frente de Prusia Oriental y condenado a ocho años de trabajos forzados y a destierro perpetuo por opiniones antiestalinistas. En el cautiverio escribió su primera novela, Un día en la vida de Iván Denisovich, basada en la vida en el Gulag. Liberado y rehabilitado en 1956, esta novela fue publicada en 1962 gracias al deshielo propiciado por los sucesores de Stalin.fuente

En 1969 fue expulsado de la Unión de Escritores Soviéticos por denunciar la censura oficial. Al año siguiente fue reconocido y apoyado con la entrega del Premio Nobel de Literatura, pero declinó ir a Estocolmo por temor a que las autoridades soviéticas no le permitieran regresar.

Su obra más conocida es el monumental Archipiélago Gulag, cuya primera parte fue publicada en París en 1973. Para escribir este libro entrevistó a cientos de supervivientes de los campos de trabajo soviéticos. El texto, que combinó estos testimonios con hechos históricos y autobiográficos, levantó una polvareda de críticas en los medios soviéticos y en 1974, acusado de traición, fue expulsado de la URSS. Pudo regresar a su país en 1994, después de la caída del régimen soviético.

Los encuentros entre Solzhenitsyn y Shalámov tuvieron lugar entre noviembre de 1962 y septiembre de 1965, pero los dos escritores se distanciaron rápidamente. Tenían temperamentos muy diferentes, con visiones distintas sobre la vida y los acontecimientos históricos que sacudieron a Rusia durante la primera mitad del siglo. En abril de 1999, Solzhenitsyn publicó en la revista mensual Novy Mir el artículo “Shalámov y el Gulag”.


ALEXANDER SOLZHENITSYN (1918-2008)






ALEXANDER SOLZHENITSYN (1918-2008)






“Los dos fuimos auténticos ‘hijos del Gulag’. Aunque por tiempo y pruebas padecidas yo lo fui en menor grado, por lealtad estábamos a la par. Esta circunstancia nos unía como un imán. Cuando leí sus versos en Samizdat, en 1956, fue sorprendente:

Yo mismo sé que esto no es un juego
Que esto es la muerte. Pero incluso por la vida
Como Arquímedes, no soltaré la pluma
No destrozaré el cuaderno abierto.

Sentí, sencillamente, que esos versos hablaban de mí, ¡de mi secreto! –y Shalámov era copartícipe–. Con espíritu semejante él leyó en Samizdat, en 1962, mi Iván Denisovich y su visión pesimista no le permitió entrever que algún día sería publicado.

Un día, a mediados de noviembre, cuando apenas Iván Denisovich había sido publicado, me encontré por primera vez con Shalámov en la sección de prosa de la revista Novy Mir. Él estaba extremadamente inquieto por un suceso relacionado con el destino de sus Cuentos de Kolymá: con nerviosismo, mostraba un ligero tic en el extenso rostro afeitado, como si mordiera con el maxilar desencajado, y manoteaba con sus largos brazos. Desde sus primeras frases se refirió a la discusión que había por todos lados sobre si mi narración sería un rompehielos, que despejaría el camino hacia la verdad de los campos de concentración y de la vida real, ya que según lo entendía, esto era solo el punto de partida en un extremo del movimiento del péndulo, que en cualquier momento se inclinaría hacia el otro lado. Yo creía, sin embargo, que la ruptura continuaría y sería significativa, aunque por la agudeza reveladora de Iván Denisovich esperaba que pronto me impusieran la mordaza. El tiempo daría la razón a Shalámov: su pesimismo resultó ser certero. […]

La verdad era que los relatos de Shalámov no me satisfacían desde el punto de vista artístico. En ellos no me convencía del todo el carácter de los personajes, ni su pasado, ni algunas de sus concepciones sobre la vida. En sus relatos que no eran sobre los campos correccionales, con frecuencia se narraba algún caso anecdótico, lo que es insuficiente para alimentar la literatura. Y en los que abordaban el tema de los campos, no actuaba gente concreta y peculiar, sino simples nombres que se repetían, a veces, de relato en relato, pero sin acumulación de rasgos individuales. Supongamos que en ello radica precisamente la intención de Shalámov: mostrar que la brutal vida cotidiana de los campos correccionales aplasta a la gente, que las personas dejan de ser individualidades para convertirse en objetos que el Gulag utiliza. Por supuesto que el autor escribió sobre sufrimientos extremos, sobre la enajenación de la personalidad al límite, todo ligado a la lucha por la supervivencia. Pero, en primer lugar, no estoy de acuerdo en que a tal grado y hasta el final se destruyan todos los rasgos de la personalidad y de la vida pasada: así no sucede, sino que algo particular debe mostrarse en cada cual. En segundo lugar, esto le sucedió a Shalámov de manera muy directa y ahí vislumbro un defecto de su escritura. Por ejemplo, en “La palabra fúnebre” parece sugerir que todos los héroes de sus relatos son él mismo. Entonces se entiende por qué todos ellos corresponden a un mismo patrón. El cambio de nombres es solo un procedimiento externo para ocultar el carácter biográfico.

Otro desacierto de sus relatos es que su composición se disipa, porque se incluyen fragmentos que, por lo visto, simplemente da lástima omitir. Muchos relatos (“La corbata”, “La tía Polia”, “La taiga dorada” y otros) están compuestos por una suerte de trozos caleidoscópicos, sin unidad, y que pareciera que la memoria recuerda, aunque el material sea sólido y verdadero. A veces, por no desarrollar bien el tema, el autor refiere razonamientos que también se esfuman, como en “La cruz roja”. Sin embargo, en todos estos aspectos yo encuentro no tanto el proyecto creativo de Shalámov como el resultado de su agotamiento, por su estadía en el Gulag durante tantos años. En ellos también están los rasgos de su autenticidad. […]

Alguna vez discutimos sobre el uso del punto y coma. Shalámov consideraba que este signo ortográfico era anticuado, por lo que no había que usarlo. Pero yo lo defendía, porque con frecuencia pasa inadvertido y ahora no se le utiliza en balde.

La ventana del cuartito de Shalámov siempre estaba herméticamente cerrada: daba a la calle Begavaya, en la horrible calzada de Jorochevski, con permanente olor a gasolina de los camiones de volteo y el continuo tintineo de vidrios desde la madrugada hasta la noche, pero a Varlam le “ayudaba” la fuerte sordera adquirida en el Gulag. Precisamente en ese año (1963) me liberé de la escuela y pasé una primavera maravillosa en Solotche, en un tiempo desbordado, en una cabañita aislada en el bosque, y en el otoño regresé de nuevo a ese lugar para entregarme de lleno a la escritura de Pabellón de cancerosos. Tenía tanta pena de Varlam, de que él estuviera privado del silencio y el aire, que lo invité a trabajar a esa cabañita una semana. Y él aceptó con gusto. Era un septiembre todavía tibio. La isba no tenía cuartos independientes; la chimenea y los tabiques no alcanzaban el techo; todo lo que yo podía ofrecerle era un rincón, ciertamente claro, con una ventana al sur, una cama y una pequeña mesita.

Al invitarlo creí hacer por él lo que me gustaría que hicieran por mí: que me permitieran tan solo trabajar en silencio y con aire puro, de la mañana a la noche, con tal de que nadie molestara, y yo pensaba que lo que Shalámov necesitaba era precisamente eso. Pero resultó que lo entendió de otra manera: pensaba que todo un mediodía o al menos hacia la tarde íbamos a conversar largamente. Supuso que tendríamos largas pláticas literarias. Necesitaba mucho este tipo de comunicación y, en verdad, sus opiniones eran muy interesantes. Pero en general a mí no me gusta “hablar de literatura”, prefiero leer en silencio e impregnarme de lo que leo, escribir en silencio lo mío. En mi permanente travesía por escabrosos territorios telúricos, 16 horas al día sin levantar cabeza, yo no estaba dispuesto a pasar el tiempo así. Me rehusé una, dos, tres veces, a lo sumo podría platicar hacia la noche una media hora. Quizás él se ofendió, tal vez no, pero comprendió nuestra incompatibilidad y al cabo de dos días inesperadamente dijo que se marchaba. […]

Tuvimos otros encuentros después, pero hubo uno muy importante el 30 de agosto de 1964, que tuve a bien anotar. Yo había regresado de Estonia, después de trabajar todo el verano, donde me desboqué inconteniblemente en la construcción del gran armazón del Archipiélago Gulag. Definí sus partes y muchos capítulos y distribuí una gran cantidad de material acumulado en la preparación de estos capítulos. No creía que iba a poder arreglármelas solo y simplemente no me atrevía a abordar a Varlam con semejante idea: él tenía todo el derecho de participar. Así que lo invité a encontrarnos en Chapaievski, en casa de Verónica Turkina-Schtein, donde me había hospedado. Por teléfono, claro está, no pude ni siquiera insinuarle el asunto y, aunque era temprano en la mañana, Shalámov llegó a visitarme muy aseado, con una camisa azul impecable, como nunca lo había visto en el abandono de su casa. Y yo, en lugar de ofrecerle una mesa solemne, me lo llevé a un gran jardín en las cercanías, donde nos tendimos sobre la hierba y, alejados de todo el mundo, tuvimos una conversación supersecreta.

Le expuse con entusiasmo todo el proyecto y mi propuesta de escribir el libro en colaboración. Si era necesario, podíamos mejorar mi plan y después repartir los capítulos que cada uno escribiría. Pero recibí inesperadamente una negativa inmediata y categórica. Conocía la costumbre de Varlam de insinuar sutilmente, en lugar de hablar sin rodeos (yo tenía la sensación de que era abierto con él, mientras él era medio cerrado conmigo), pero en esa ocasión contestó sin ambages: “Quiero tener garantía de para quién escribo”. Quedé estupefacto: hasta ese mismo momento estaba seguro de que tanto para él como para mí lo principal era guardar la memoria, sencillamente escribir para quienes vinieran después, aunque no hubiera esperanza de publicar en vida. Mas él agregó:

– ¿Pero para qué voy a escribir eso? ¿Qué diferencia hay si lo que escriba se va a quedar sin publicar en algún otro lugar?

Lo tenía bien claro: un libro como el que le proponía escribir sería imposible de publicar. La idea de la fama, por lo visto, lo inquietaba fuertemente.

Su respuesta fue tan categórica que convencerlo era inútil. Ahora todo el peso del proyecto caía sobre mis hombros. Ese día escribí: “No, a pesar de todo, en nuestra relación no existe una transparencia abierta; entre nosotros hay una especie de muro que nos aleja y es poco probable que alguna vez podamos sobrepasarlo [...]”. Me fui muy agobiado, aunque entendía que él estaba enfermo de sí mismo. Pero había también un alivio: que ahora, de esta manera, podría conservar la individualidad de la pluma.

Solo entonces entendí que, principalmente desde el punto de vista artístico, era difícil que nos metieran en un mismo costal. Nuestra escritura es muy diferente. Sobre cuántos principios, tendencias, proporciones, tonos, lugares y párrafos habríamos tenido que discutir, tal vez hasta el agotamiento mutuo. Pero en ese momento me pareció más importante la unidad y el abarcamiento de nuestra experiencia común en el Gulag. Y solo mucho tiempo después, cuando ya trabajaba en el Archipiélago Gulag, pensé: ¿y nuestras opiniones? ¿Acaso habría sido posible conjuntar nuestras concepciones del mundo? ¿Cómo unirme a su pesimismo encarnizado y a su ateísmo? ¿Y las ideas políticas? Pues a pesar de toda la experiencia de Kolymá, en el alma de Varlam quedaban residuos de simpatía hacia la revolución y los años veinte. Sobre los eseristas se expresaba con conmiseración, decía que habían perdido muchas fuerzas en desbaratar el trono y que después de Febrero ya no contaban con energías para llevar a Rusia tras de sí (tampoco les alcanzaba inteligencia, ni alma, ni responsabilidad ante el país y el Estado). Más allá del tema del Gulag, teníamos –por supuesto– opiniones demasiado distintas sobre la historia rusa y soviética en su conjunto. […]

La irritación de Varlam Tijonovich se trasladó involuntariamente hacia mí, hacia el éxito de Iván Denisovich, ¡y yo podía entenderlo! Haber pasado semejantes sufrimientos, por años madurando relatos sobre esas experiencias, para que no lo publicaran. Sin duda, desde la primera aparición de Iván Denisovich, Shalámov se apesadumbró mucho: qué significaba eso de ser personalidad emérita de los campos de concentración, no fue el primero en salir con ese tema. Pero aun así, por entonces, no permitió que se desarrollara en él la envidia, ni la ofensa, sino que se comportó noblemente. […]

Tras la apertura de mi proceso, en septiembre de 1965, se iniciaron años de acoso y de lucha ardua, y ya no volvimos a vernos. Cuando aparecieron sus poemas en Literaturnaya Gaceta, en el verano de 1966, de inmediato le escribí: “Fue muy agradable e inesperado ver sus poemas en la Gaceta. ¡Me alegro! Me gustaron. Los poemas 'Sobre una canción', especialmente el 1 y 4, ¡son grandiosos, muy significativos!”. Ese mismo año tuve una intervención en el Instituto de Asuntos Orientales y Shalámov me escribió: “Lo felicito. Así había que actuar desde hace tiempo”. (No se había apagado su fuego político bajo la ceniza...).

Luego, de pronto, se produjo su penosa renuncia de los Cuentos de Kolymá en Literaturnaya Gaceta, en febrero de 1972: “revistas nauseabundas” (las de la emigración), “soy un ciudadano soviético honesto, que se da cuenta muy bien del significado del XX Congreso del Partido Comunista” y “la problemática planteada en los Cuentos de Kolymá hace tiempo fue rebasada por la vida [...]”. En voz alta renuncia a todas las cosas importantes de su vida...

Esto me golpeó fuertemente. ¿Quién? ¿Shalámov? ¿Entregaba nuestro Gulag? Era inimaginable: ¿reconocer que Kolymá “fue rebasada por la vida”? Y se publicó en la Gaceta, en un recuadro negro, como si Shalámov hubiera muerto. Por mi parte, en esos mismos días, difundí en Samizdat el Archipiélago Gulag.

El final fue cruel, como toda la vida que le tocó vivir en Kolymá y después de Kolymá. Sí, y fue como la expresión permanente de unos ojos desorbitados en su rostro delgado. Shalámov representó una de las figuras más trágicas de nuestra literatura”.

 

Versión publicada en Letras Libres, 30, junio 2001.


Acciones de Documento