FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Literatura y nazismo

 

Un fuerte retroceso se produce en la literatura alemana desde la ascensión de Adolph Hitler y la llegada al poder del nacionalsocialismo. Buena parte de los principales escritores del país marcharon al exilio por voluntad propia o víctimas de persecuciones. Sus obras fueron prohibidas y los alemanes ya no pudieron dar con sus libros. Como se lee en Panorama de la literatura alemana: “Salvo los representantes del nacionalsocialismo, fueron muy pocos los escritores que pudieron permanecer en Alemania. Los que lo hicieron, debieron llamarse a silencio, por imperio de las circunstancias. Algunas de las obras más importantes de la literatura alemana surgieron, por ese entonces, en el extranjero. Terminada la Segunda Guerra Mundial comenzó nuevamente en Alemania la vida literaria.” Algo similar ocurrirá en Austria en 1938, luego de la anexión. La diáspora vaciará los centros de actividad cultural y mudará por la fuerza a sus principales escritores.

No es casualidad en este orden de cosas que el régimen nazi propusiese para llenar el vacío una literatura caracterizada como pasatista y de entretenimiento, que tuvo en la persona de Karl May a su más conspicuo representante, de quien se dice fue el escritor favorito del Führer. Seguramente sus libros no engrosaron la pira de la gran fogata que el 10 de mayo de 1933 quemó buena parte de la valiosa literatura circulante en los patios de la Universidad de Berlín, escena que, por soberanía propia, se constituyó en un episodio simbólico y anticipatorio de la política cultural que desde entonces llevaría adelante el Tercer Reich.

Hay que señalar, no obstante, que Karl May no fue contemporáneo de los nazis. Nacido en Emstthal en 1842, había muerto en Dresde en 1911, a décadas de la triste utilización de sus textos por parte del régimen. Sus libros ya eran famosos antes de la llegada de Hitler, y el nazismo se aprovechó de sus historias de cowboys e indios, y de sus relatos del Cercano Oriente, para instalar en el mercado de los años treinta una literatura de fácil aceptación y de alta legibilidad, que sirviera, al decir de Joseph Goebbels, como válvula de escape, “literatura ligera para las masas”.

 

 

Karl MayKarl May 2Karl May 3

 

 

A la distancia, el éxito de la literatura de May no fue lo peor. En 1925 se había publicado Mein Kampf, Mi lucha, el libro de Adolph Hitler que vendería más de doce millones de ejemplares, y se transformaría en el libro mejor vendido (junto a la Biblia) durante el apogeo del nazismo. A sabiendas de que no se trataba de literatura, es de cualquier forma innegable que su omnipresencia invadió la escena cultural alemana, y que en términos de libros funcionó como un tamiz de descrédito de otro tipo de producciones. Allí estaba la verdad; la verdad y por escrito. No se trató de un mero dato estadístico; de algún modo su divulgación capturó el sentido de la palabra escrita y delineó los contornos de legitimación.  

La llegada de los nazis al poder terminó por generar una incisión en el entramado de la literatura alemana, que quedará dividida entre la llamada Innere Emigration, una figura que da cuenta de la “emigración interna”, y el inmenso grupo de escritores que acosados por los nazis tuvieron la suerte de marchar al exilio y desde distintos puntos de Europa y de los Estados Unidos producir la Exilliteratur, la literatura del exilio.

Entre los nombres de los escritores que continuaron viviendo en Alemania merece destacarse la figura de Gottfried Benn (1886–1956), poeta, narrador y ensayista de enorme peso en la literatura germánica de la primera mitad del siglo XX. El itinerario biográfico de Benn sintetiza acaso como ningún otro los avatares de la vida alemana  en aquellas décadas. Su obra más temprana, entre la que Morgue und andere Gedichte (Morgue y otros poemas) de 1912 tal vez sea la más renombrada, exhibe una fuerte herencia nietzscheana, que se irá homologando en el resto de sus trabajos y que marcará a fuego su pensamiento estético, más que nada deshaciéndose del concepto de inspiración –tan arraigado en la tradición romántica teutona- en beneficio de la idea del poeta productor de obras de arte que justifican su existencia. Alejado de cualquier materialismo y de las problemáticas sociales que preocuparon a sus contemporáneos expresionistas –algunos de enorme talento poético, como Georg Trakl (1887-1914)-, el nihilismo de Benn avanza sobre el materialismo cientificista, y tiene en la poesía –en el arte- la expresión más acabada del hombre. Este estigma decepcionante acerca del positivismo y sus efectos en la época, encontrarán sustrato y buena cosecha a partir del aporte de Spengler con la edición de La decadencia de Occidente. A fin de cuentas no puede resultarnos curioso que existiese una empatía entre las ideas artísticas de Gottfried Benn y la vulgata que entronizó al nazismo en Alemania: uno y otros luchaban por dominar el caos de la inmaterialidad en pos de atribuirle un orden. Tampoco que, por estas misma razones, aun hoy la figura de Benn -y su verbalizado apoliticismo- continúe siendo cuestionada por autores como Günter Grass, quien le endilga simpatías y adhesión al régimen nacionalsocialista. Aun cuando resultasen pertinentes, las acusaciones refuerzan la paradoja de la situación del escritor durante el nazismo a la luz de la historia: si despertaron entusiasmo en Benn los inicios del Führer, el estrechamiento de los nazis fue cerrándose sobre Benn, y entre 1935 y 1938 se prohibió parte de su obra y fue expulsado de la Cámara Nacional de Escritores, condenando al poeta a un oscuro ostracismo. A eso se le llamó la emigración interna. Con todo, sobrevivió a las dos Guerras, y sobre el fin de su vida alcanzó Gottfried Benn el reconocimiento como el gran renovador de la lírica alemana y la distinción entre pares y críticos como uno de los mayores poetas vivos. Otros la pasaron peor.

 

 

 

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La suerte fue más esquiva para la lista de escritores que debieron abandonar Alemania. Lejos de constituir un grupo homogéneo estética o siquiera políticamente –si es que esto fuese alguna vez posible-, los nombres de Hermann Broch, Anna Seghers, los hermanos Thomas y Heinrich Mann, Alfred Döblin, Joseph Roth y Bertolt Brecht dan cuenta del éxodo y plantean la paradoja de una literatura nacional producida extraterritorialmente. La censura y las intimidatorias persecuciones del nazismo obligaron a que muchos autores huyeran hacia la URSS, Suiza, el Reino Unido, México y Estados Unidos, muchas veces en condiciones precarias y con destinos laborales inciertos. La irracionalidad nazi y su poder de fuego se inscribió en estos cuerpos, y determinó buena parte de los textos alemanes del exilio.

De allí que entre las producciones más notorias surgiesen obras como Transit (Tránsito) (1944) de Anna Seghers, que cuenta en clave autobiográfica la ordalía para conseguir un visado en París que le permita al protagonista salir de Europa por Marsella. La cuestión de la identidad, el vacío que las contingencias le imponen a los exiliados y fugitivos de los campos de concentración dimensiona el estado de cosas que debieron padecer los escritores de la exilliteratur, las huellas en sus biografías. O la novela Doktor Faustus, publicada recién en 1947, donde Thomas Mann metaforiza la parábola de su tierra y lamenta la caída del espíritu alemán –educado durante siglos de desarrollo estético y artístico- en manos del nazismo.

Otro de los grandes escritores alemanes de la literatura alemana del exilio fue sin dudas Bertolt Brecht (1898-1956). Víctimas sus libros de la quema que llevaron adelante las huestes de Hitler ni bien se hicieron del poder, y con la policía levantando su obra de teatro La toma de medidas, escapó hacia Dinamarca donde junto a su familia se vieron obligados a sobrellevar una situación económica complicada. Sin embargo los años del exilio serán prolíficos: La vida de Galileo (1939), Madre Coraje y sus hijos (1939), El alma buena de Se Chuan (1938/43)y El círculo de tiza caucasiano (1944/45), esto es, el núcleo fundamental de su larga obra teatral, fueron escritas durante estos años de exilio, mientras deambulaba por Suecia, URSS y recalaba en Estados Unidos, de donde debió marcharse poco tiempo después rumbo a Europa luego de ser interrogado por el Comité de Actividades Antiamericanas, el órgano que velaba por el control ideológico dentro del territorio estadounidense.     

Brecht le da forma a lo que se dio en llamar teatro dialéctico. Enemigo de los parámetros burgueses y detractor de las piezas teatrales concebidas como puro entretenimiento, sus lecturas marxistas lo convencieron de la necesidad de intervenir sobre el espectador, o en todo caso estimular su participación crítica. En sus escenas están presentes de manera explícita las clases sociales, los procesos históricos y los factores socioeconómicos propios de su tiempo. Algo tenía claro: nada que sea ficción podrá ser otra cosa que ficción. Echando mano a recursos externos al guión, como carteles que anticipaban lo que iba a suceder, canciones intercaladas, apelaciones de los actores al público o directamente la presencia de un relator –encima del escenario- que se explayaba sobre la condición social de los personajes, la obra abría el juego al espectador para que abandonase su pasividad y elaborase reflexiones en relación con el conflicto exhibido; se quiebra la percepción encapsulada, individual, “estética”, de la obra de teatro. El arte debe obligar a pensar y a comprender la historia, y la obra constituirse en un estímulo para que el espectador deje de limitarse al plano de la subjetividad y ensaye conclusiones y pensamientos en relación con las problemáticas expuestas, que conduzcan luego a modificar la sociedad. Hay que cambiar el mundo. Y el teatro dialéctico hará participar al espectador en el análisis de las situaciones, y frente a las contradicciones burguesas sus pasos se orientarán hacia una solución socialista. Verfremdungseffekt es la palabra alemana que designa este “efecto de distanciamiento”, con el cual buscó suprimir la hasta entonces prestigiosa catarsis, esa suerte de purgación emocional que le permitía al espectador identificarse con los protagonistas y salir del teatro autosatisfecho. Esta técnica brechtiana marcó a fuego el arte del siglo XX –no sólo el teatral, sino y más que nada el cinematográfico- y suscitó larguísimos debates teóricos que aún no han llegado a su fin.

 Dice Rodolfo Modern en su estudio La literatura alemana del siglo XX: “No son difíciles de comprender las razones por las cuales el genio de Bert Brecht           se ha difundido por todo el mundo. Para algunos su obra personifica magistralmente las tesis centrales de la teoría marxista. Otros, quizás la mayoría de los espectadores, disfrutan enormemente con un teatro que es una provocación constante contra la maldad o el egoísmo humanos, y que se vale para ello de una infinidad de recursos administrados por la inteligencia, un entendimiento claro y sutil, el ingenio y el buen humor, un concepto definido de la naturaleza y alcance del teatro, la comprensión, a nivel material, del funcionamiento del mecanismo social, y, muy en el fondo, por la esperanza, alguna vez convertida en realidad, de que el hombre es bueno.” Más allá de lo que cada uno busque rescatar en la obra de este extraordinario creador alemán, su aporte en el plano de la dramaturgia revolucionó los cimientos mismos del teatro, y puso en jaque de allí en adelante el modo en que los autores, pero también los directores, los personajes y hasta el público, participan en cada acto donde se corre el telón.

 

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