FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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La literatura en la Italia de Mussolini

 

¿Hasta dónde el arte puede transformarse en expresión doctrinaria sin verse invalidado por una contradicción? La pregunta cobró durante los gobiernos totalitarios un tenor mayor a la luz del deseo de capitalizar las formas artísticas y cooptar la voluntad de los creadores que se propuso cada uno de estos regímenes en el seno de las sociedades que anhelaba modelar. Sería tal vez un error buscar una respuesta a dicho interrogante en el plano moral. Porque está claro que existieron variables en las cuales hubo puntos de encuentro entre los totalitarismos y algunos artistas.

En este sentido una y otra vez se ha marcado que el futurismo de Filippo Tommaso Marinetti (1876-1944) engendró desde su “Fundación y manifiesto del futurismo” de 1909 un arsenal beligerante que, como buena vanguardia, aunque en este caso sin grandes obras que la justificasen, excedía el plano del arte y se disparaba hacia otras latitudes. Un año más tarde, en 1910, complementa sus ideas con el “Manifiesto del futurismo”, en cuyo Punto 9 escribe: “Queremos glorificar la guerra –única higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las que se muere y el desprecio a la mujer.” Y en el ítem siguiente, “Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias de toda especie, y combatir contra el moralismo, el feminismo y contra toda vileza oportunista y utilitaria.” Se entiende entonces que a pesar de ser poeta mediocre y de obra escasa, el fascismo –al que adhirió cuando el futurismo ya era cuestión pasada- lo transformó en el poeta oficial del régimen. Marinetti grafica cómo lo que en verdad interesó a Mussolini y a su proyecto de poder no fue otra cosa que la captación de fidelidades al servicio de su ideario político.

 Es que digitar el interior de una obra no parece ser una tarea que pueda redundar en buenos resultados. Tal vez por eso los devaneos de “Il Duce” en torno al arte hayan fluctuado desde el afán por no entrometerse en la labor del artista durante la primera época de su dictadura –momento en que se les permitía a los intelectuales publicar algunas revistas, entre las que se destacó La Ronda, de carácter cosmopolita- hasta la creación en 1934 del Ministerio de la Cultura Popular, organismo encargado de censurar y perseguir a aquellos autores opositores al régimen. Es notorio pero el fascismo en sus comienzos despreció la actividad cultural (no así la educativa): en su virulencia pragmática; munido de una liturgia que subordinaba el pensamiento a la acción, se diría que subestimó la tarea de los escritores y se abocó, eso sí, a la intervención sobre otras artes como la arquitectura y el cine. Con el paso de los años fue cercenando las libertades individuales y de expresión, pero desde el Gobierno su política inicial fue menos la de perseguir a los escritores enemigos que la de ofrecerles sus favores con el propósito de sumarlos a sus filas. A Mussolini le interesaban poco los intelectuales; lo suyo eran las masas y los medios de comunicación para influir sobre ellas. Más tarde cambiará esta postura y su relación con los escritores disidentes recrudecerá al punto de sacar de circulación sus libros.

Así es que, ante la continuidad de revistas culturales que no terminaban de afiliarse a las ideas y políticas fascistas, surge en 1924 Il Selvaggio, órgano representativo de lo que se dio en llamar la “Strapaese”, la Italia rural, clásica, sobria, laboriosa, todos calificativos que el fascismo reunió en el gran adjetivo legitimador: la Italia verdadera. Dice Paul Arrighi: “Strapaese es “el país por excelencia”, opuesto a la Stracitá, etiqueta infamante aplicada a la literatura “hiperurbana”, cosmopolita, con sus manifestaciones de decadentismo”. Es el espacio donde se glorifica el “genio greco-latino-italiano” y se elogia el trinomio clásico de lo bello, lo bueno y lo verdadero. Como se ve, en el mundo de las revistas el fascismo comenzaba a decir presente.

En su artículo “Vecinos de la pólvora y la muerte. La literatura del fascismo español” el crítico Jorge Urrutia se pregunta si existe una modalidad específicamente fascista de encarar el hecho literario, habida cuenta de que muchas veces los escritores presentan contradicciones entre sus conceptos acerca de la literatura y sus ideologías políticas (el caso frecuente de literaturas revolucionarias que son fuertemente conservadoras, cuando cargadas de didactismo recurren a formas tradicionales para “transmitir” su mensaje persuasorio). Urrutia reproduce un texto del narrador naturalista Umberto Fracchia en “Crítica fascista”, de 1926: “hasta ahora, en los períodos revolucionarios no se ha creado ninguna forma de arte nuevo. No existe un estilo Revolucionario francés, mientras sí existe un estilo Imperio. (…) Cuando Mussolini dice que debemos crear un arte nuevo, el arte fascista, opino que (…) dice que debemos crear un arte que sea, respecto al arte de 1914, lo que la política fascista es respecto de la política del antiguo régimen”. En otras palabras: la obra de arte debe reproducir las ideas fascistas, no importa la forma en que encuentren expresión.

Sin embargo, el estado de cosas determinaba factores estéticos en el campo cultural italiano. Virginia de la Torre Veloz asegura que “la influencia del Estado sobre la literatura se puede ver claramente en algunos modelos tentativos sobre los que supuestamente deberían inspirarse el arte y la literatura fascista: el anti-individualismo, esto es, el compromiso de expresar sentimientos y pensamientos no personales sino de la comunidad a la cual se pertenece; el nacionalismo exacerbado, que serviría como marco de referencia de toda creación estética; la ética, verificada en los contenidos, patria, familia, religión, valor, virtudes físicas, juventud, etc.; la improvisación, que es un componente típicamente futurista que renueva la polémica contra la cultura; el uso de un lenguaje simple, seco, popular, redundante, con adjetivación estereotipada; el uso particular y fundamental de los sustantivos de origen romano que se encontraban en toda una terminología de específica derivación militar, etc.”.   

Lo cierto es que el arte y la literatura reaccionaron por fuera de los parámetros oficiales que pretendía instalar el fascismo, y que se originaron allí dos comportamientos estéticos que marcarán la producción literaria de la época.

Por un lado, como cuestionamiento a la lectura de la realidad que buscaba homogeneizarse desde el poder, surge una literatura que hace a un lado las rimbombancias retóricas y el escalonamiento valorativo del fascismo, y expresa la vida cotidiana sin demasiados alambiques y en sus problemáticas concretas. A esta forma se la llamó neorrealismo, y marcó una distinción grande con las versiones mussolinianas de lo real, porque a través de sus páginas aparecieron –se recuperaron- nociones distintas acerca del hombre, la nación, la sociedad.   

En este sentido merece destacarse la primera novela de Alberto Moravia (1907-1990), Los indiferentes, publicada en 1929, como asimismo, en 1930, Fontamara, de Ignacio Silone (1900-1978) y Carta de un novato de Guido Piovene (1907-1974), editada en 1941.

 

 moravia

 

 Pero quizás las mejores expresiones literarias haya que encontrarlas en el segundo grupo, cuya corriente estética se conoce como hermetismo. Que fue, a no dudarlo, la tendencia más importante de la poesía italiana del siglo XX. La elocuencia, el sentimentalismo y el aura de gravedad que habían impregnado la tradición lírica de la península son desplazados por una poesía pura sustanciada a través de un lenguaje concreto, definido, que aspira lograr un destello en medio del inmenso silencio de donde surge la poesía. Se acabó lo declamatorio y la grandilocuencia. La herencia del simbolismo francés –Baudelaire, pero más que nada Mallarmé- apunta a un lenguaje esencial y revelador. Las imágenes se suceden con una fuerza propia y con significados ambiguos y por momentos inasequibles. De allí que la palabra sea el elemento más valioso del poema -y no su significado-, y que haga fulgurar lo poético en su inmediatez. De alguna manera es el paso a la adultez de la poesía italiana, el momento en que toma “conciencia de sí misma como forma de expresión específica, ajena por entero a la forma rimada y elocuente en que tanto el clasicismo como el romanticismo la habían convertido a través de una sólida y prestigiosa tradición” asegura Raúl Gustavo Aguirre en Las poéticas del siglo XX.

Sin ataques directos al gobierno de Mussolini, la estética del hermetismo disonó dentro del panorama fascista de la cultura. La confianza en una forma esencial y despojada, autónoma, fue un problema para la voluntad apropiadora de sentido que instrumentó el fascismo. La poesía no es ni humanidad, ni sentimiento ni nada; en la poesía no hay nada que comprender, explicar, traducir, comentar o divulgar, sostenía el poeta Arturo Onofri (1885-1928). Queda clara la insubordinación a cualquier reduccionismo ideológico que se ensayase. En la poesía del hermetismo sobresalieron tres autores que aún hoy son considerados los pilares de la nueva poesía italiana: Giuseppe Ungaretti (1888-1970), autor de Alegría de un náufrago (1919) y sobre todo de Sentimiento del tiempo (1933), libro donde hace uso como nunca de la palabra desnuda y directa –el destello- que caracterizará a los herméticos; Eugenio Montale (1896-1981), autor del fabuloso Huesos de sepia (1925), poemario lleno de símbolos expresados en clave íntima pero con un enorme poder de sugerencia; y Salvatore Quasimodo (1901-1968), quien buscó las iluminaciones y fuerza de la palabra en un formato sencillo, tal como se lee en Aguas y tierras (1930) y en Oboe sumergido (1932), como así también en Y de repente la noche (1942), antes de lanzarse a una poesía más social y comprometida luego de finalizada la Segunda Guerra.

En ellos reside lo mejor de la literatura italiana de la primera mitad del siglo XX. Acaso no hayan sido los mejores momentos para los creadores y artistas. Pero a su manera, desafiando las estéticas impuestas desde el poder o en el más absoluto silencio, desde el interior de las sociedades o lejos de la tierra donde habían nacido, las producciones de los escritores italianos, como la de sus pares alemanes, se abrieron paso y llegaron hasta nuestros días. Son lo que pudieron ser, y las tenemos entre nosotros. Es bastante, a la luz de lo que sabemos y de lo que nos cuenta la Historia.

 

 UngarettiMontaleQuasimodo

             

G. Ungaretti / E. Montale / S. Quasimodo

 

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