Rubén Darío, prosista profano
Se ha convenido en que el inicio del modernismo se corresponde con la publicación de Azul, de Rubén Darío, en 1888, un libro que comparte poemas y cuentos en prosa donde lo maravilloso se hace presente a través de hadas, cisnes, faunos, ninfas, lagos de azur y demás ingredientes del exotismo propio de la literatura parnasiana. Darío y su fuerte personalidad poética hilvanaron un itinerario americano que reunió en torno a su figura a decenas de escritores de los dos continentes.
Rastrear su biografía es encontrarse con buena parte de los mejores poetas de su tiempo, americanos, franceses y españoles. No hizo poco para transformarse en el adalid de las innovaciones poéticas y para convertirse, con el paso del tiempo, en “el poeta de América”.
El año 1896 es capital para la historia del movimiento, pues Darío publica Prosas profanas y otros poemas, el libro que encumbrará al nicaragüense para siempre en las letras castellanas. Allí figuran muchos de sus principales poemas, como “El cisne”, “Sonatina” y “Era un aire suave” (hay que decir que la palabra “prosas” hace referencia según el autor a su equivalente medieval “himnos”, que por su carácter religioso marcan la oposición con el “profanas”), prologado por unas “Palabras liminares” donde prioriza en su credo la originalidad y el arte aristocrático. Aparecen en el poemario en pleno muchos de los rasgos que reunirá el menú modernista: expresión cuidada, renovación de las imágenes, refinamiento lexical, dinamismo y variedad en la métrica, armonía sonora. Según analiza Martín Prieto, este libro “cambió la música del verso castellano al liberarlo de las rígidas estructuras métricas y acentuales, para volverlo más liviano, más suave y más melódico. (…) Pero la novedad no vino solo de la mano de la forma (…) sino también de sus motivos. Los personajes, los ambientes, los decorados de Prosas profanas debían estar lejos en el tiempo y en el espacio”, para explicarlos entonces “como el modo de crear un artificio de símbolos privados como reacción contra el mundo real y verdadero de todos los días”. Lo dice Darío en el prólogo: “Veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o imposibles: ¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer”.
Pero es también 1896 el año de la antología de artículos Los raros, obra señera pues en ella Darío divulga una guía de figuras pertenecientes en su mayor parte al parnasianismo y simbolismo franceses, así como a E. A. Poe y a H. J. Ibsen, y al portugués Eugenio de Castro, propulsor del versolibrismo. Al único escritor de lengua castellana que incluye –y homenajea– en la lista es a su admirado José Martí. La ausencia de poetas españoles da cuenta de la distancia que en ese entonces existía con la literatura hispana, aunque más tarde la postura adoptará otros matices; sus Cantos de vida y esperanza (1905) pueden ser leídos como un reposicionamiento en este sentido.
Lo cierto es que el modernismo generó un intercambio inédito y una producción frondosa de revistas y traducciones en distintos países de América, lo que habla de una apertura universalista excepcional. Si sirve como indicador, la Revista Azul, dirigida por Gutiérrez Nájera, en sus tres años de vida (1894-1896) contó con colaboraciones de 96 escritores latinoamericanos de 16 países distintos, sin incluir en la cuenta a los mexicanos; en sus páginas aparecen traducidos 69 autores franceses, un número ostensiblemente mayor que el de los 32 españoles que fueron publicados. Ingleses, italianos, noruegos, rusos y estadounidenses también tuvieron su lugar. Sin dudas el hecho notorio radica en la vitalidad extraordinaria que alcanzó el movimiento en una época en la que si bien es cierto que progresaron las comunicaciones, no era todavía sencillo alcanzar la aceitada circulación de textos y lecturas que fortalecieron la pertenencia.
Dice José Luis Martínez en su ensayo Unidad y diversidad: “En la historia literaria de América Latina, lo mismo colonial que independiente, no existe ningún otro movimiento literario como el llamado modernismo, que sea constancia tan evidente de la unidad y originalidad de las letras en esta parte del mundo. En un lapso de cuarenta años participaron en el modernismo todos los países de la región; la mitad de ellos dieron una veintena de escritores importantes –entre los que surgiría el mayor poeta de Hispanoamérica–, que escribieron al menos treinta libros significativos, superiores a los que hasta entonces se habían producido en su línea, y que impusieron su influencia en toda la extensión de su propio ámbito y, por primera vez, en España”.
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