FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

I. La crisis en el ámbito capitalista

Introducción

La persistencia en el tiempo de la edad de oro capitalista dependía en última instancia de que el conjunto de condiciones que habían posibilitado la configuración de unos delicados equilibrios –entre trabajo y capital, entre Estado y sociedad y entre los distintos Estados nacionales– no sufriese cambios: un requisito incompatible con el capitalismo, que se reproduce a través de la destrucción y la recreación de sus condiciones de existencia. A lo largo de los años dorados en los países centrales se procesaron transformaciones significativas en la trama de relaciones sociales, desde las formas de producción y consumo, pasando por los valores y las normas que enmarcaban las prácticas de los sujetos, hasta el debilitamiento de la adhesión hacia la igualdad social y por ende el menor grado de compromiso con el Estado de bienestar. Gran parte de esos cambios fueron gestados al calor de la expansión económica y de las posibilidades abiertas por los Estados de bienestar, dos pilares básicos de la edad dorada. Cuando la crisis socavó los acuerdos entre el capital y el trabajo, junto con el papel del Estado de bienestar, el individualismo y el deseo de mayor grado de libertad personal, ya predominantes entre amplios grupos de la sociedad, condujeron a una recepción más o menos complaciente de los argumentos neoliberales. Si el contrato social de la segunda posguerra se quebró no fue solo como resultado de los discursos y las decisiones de quienes propiciaban menos justicia social para atraer las inversiones de capital y salir de la crisis. Frente al fracaso de los programas keynesianos y en virtud de los hondos cambios sociales plasmados en la edad dorada no hubo coaliciones sociales decididas a preservar los acuerdos forjados en la posguerra. Las resistencias sociales al neoliberalismo carecieron de pilares sólidos, en parte porque el movimiento obrero perdió peso al calor de la creciente heterogeneidad en las condiciones de trabajo y en las formas de vida –y también debido al impacto del desempleo–, en parte también porque entre las clases medias ganaron terreno preocupaciones e intereses que las colocaban a favor de la creciente individualización, y por último, porque las principales víctimas de la crisis, básicamente los sin trabajo, quedaron privadas de la capacidad y los recursos para hacerse oír.

Cuando a principios de la década de 1970 la marcha exitosa de la economía llegó a su fin, no hubo un derrumbe como el de 1930; el crecimiento económico prosiguió de modo tal que en los años noventa la economía mundial producía casi dos veces más bienes que a comienzos de 1970. No obstante, las tasas de crecimiento fueron mucho más bajas que durante los años dorados, se disparó el desempleo y se agravaron las desigualdades sociales. La crisis capitalista de 1970 fue estructural como la de 1930 en el sentido de que se produjo la interrupción prolongada de la acumulación de capital. Pero mientras que en la entreguerras la primacía del mercado mundial fue sustituida por las políticas autárquicas y la creciente competencia, desde fines de los años setenta se afianzó la globalización capitalista, que fuera gestada en el marco de los años dorados. La consolidación de un mundo capitalista y de un capitalismo globalizado fue resultado tanto de las respuestas dadas a las contradicciones que obstaculizaban la acumulación de capital en los países centrales –básicamente por parte de Estados Unidos–, como del agotamiento del proyecto de industrialización basado en el mercado interno del Tercer Mundo y del derrumbe del socialismo real.

 

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