FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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La trágica vida de un ministro polrúgaro

IV. El escenario comunista


La caracterización – impregnada de ironía y conmiseración– de la dirigencia comunista de Europa del Este, propuesta por el historiador Isaac Deutscher.

“Polrugaria no necesita ser exactamente localizada en el mapa. Baste decir que cae por alguna parte de los confines orientales de Europa. Ni tampoco hay que buscar el nombre de Vicente Adriano, un alto funcionario polrúgaro, en ningún Quién es quién, porque se trata de una figura medio real, medio imaginaria. Las características y rasgos distintivos de Adriano pueden encontrarse en algunas de las personas que ahora gobiernan en los países satélites de Rusia, y ni una sola de sus experiencias, aquí relatadas, ha sido inventada. No necesita especificarse el puesto que ocupaba Adriano en su gobierno. Puede ser presidente, o primer ministro, o vice primer ministro, o solamente ministro del Interior, o de Educación. Con toda probabilidad es miembro del Politburó, y se le conoce como uno de los pilares de la democracia popular en Polrugaria. Los periódicos de todo el mundo informan de sus palabras y de sus actos.

Está muy generalizado referirse a hombres del tipo de Adriano con los términos “servidores de Stalin”, “marionetas de los rusos” y ”jefes de la quinta columna del Kominform”. Si alguna de esas etiquetas lo describiese adecuadamente, Adriano no sería digno de ninguna atención especial. A buen seguro tiene, inevitablemente, algo de marioneta y de agente de una potencia extranjera; pero es mucho más que eso.

Vicente Adriano está, en todo caso, rondando los cincuenta años; puede tener precisamente cincuenta. Su edad tiene importancia significativa, porque sus años de formación fueron los de la cosecha revolucionaria de la primera gran guerra. Procede de una familia de clase media que antes de 1914 había gozado de cierta prosperidad, y había creído en la estabilidad de las dinastías, los gobiernos, las monedas y los principios morales. En su adolescencia, Adriano vio desmoronarse tres grandes imperios sin que apenas nadie derramase una lágrima. Luego vio a muchos gobiernos entrar y salir de la existencia en una sucesión tan rápida y sorprendente que era casi imposible llevar la cuenta de los mismos. Por término medio, había una docena o una veintena por año. La llegada de cualquiera de ellos era saludada como un acontecimiento de los que hacen época; a cada sucesivo primer ministro se le recibía como a un salvador. Al cabo de algunas semanas, o días, se le abucheaba y se le echaba a puntapiés como un desequilibrado, un bribón y un pelele.

La moneda de Polrugaria, como la de todos los países vecinos, perdía su valor mes tras mes, y luego día tras día, y finalmente hora tras hora. El padre de Adriano vendió su casa al empezar un año; con el dinero que recibió por la venta solamente podía comprar dos cajas de cerillas al final del mismo año. Ninguna combinación política, ninguna institución, ninguna costumbre establecida, ninguna idea heredada parecía capaz de supervivencia. También los principios morales estaban en crisis. La realidad parecía perder su claridad de perfiles, y esto se reflejaba en la poesía, la pintura y la escultura de nuevo cuño.

El joven se convenció con facilidad de que estaba siendo testigo de la decadencia de un orden social; de que ante sus mismos ojos el capitalismo estaba sucumbiendo al ataque de su propia profunda locura. Le conmovieron los entusiastas manifiestos de la Internacional Comunista firmados por Lenin y Trotski. No tardó en ser miembro del Partido Comunista. Como en Polrugaria el Partido Comunista estaba siendo salvajemente perseguido –las penas por estar afiliado al mismo iban de cinco años de cárcel a la muerte–, las personas que se unían entonces a aquel no lo hacían por motivos egoístas ni por arribismo.

En cualquier caso, Adriano desechó sin vacilaciones las perspectivas de una carrera segura en el campo académico para convertirse en un revolucionario profesional. Le impulsaron a ello una simpatía idealista por los desvalidos y algo que él llamaba “convicción científica”. Estudiando los clásicos del marxismo, llegó a convencerse firmemente de que la propiedad privada de los medios de producción y el concepto de Estado nacional eran cadáveres insepultos, y que iban a ser reemplazados por una sociedad socialista internacional, que solamente podría ser promovida por una dictadura del proletariado.

Dictadura del proletariado significaba no el gobierno dictatorial de una pandilla, ni aún menos de un jefe único, sino el predominio social y político de las clases trabajadoras, “la dictadura de una irresistible mayoría de personas sobre un puñado de explotadores; terratenientes semifeudales y grandes capitalistas”. Lejos de repudiar la democracia, la dictadura del proletariado, pensaba, representaría la consumación de la misma. Llenaría de contenido la cáscara vacía de la igualdad formal, que era todo lo que la democracia burguesa podía ofrecer: igualdad social, ese era el contenido adecuado para aquella cáscara. Con tal visión del futuro, Adriano se sumergió profundamente en la corriente revolucionaria.

No necesitamos relatar en detalle la carrera revolucionaria de Adriano, que, hasta un cierto punto, se ajustó a un modelo típico. Hubo los años de labor peligrosa en la clandestinidad, en los que llevó la vida del perseguido sin nombre y sin dirección. Organizó huelgas, escribió para periódicos clandestinos y viajó por todo el país estudiando condiciones sociales y constituyendo organizaciones. Vinieron luego los años de prisión y tortura, y de anhelos en la soledad. La visión del futuro que le inspirara tenía que haberse adulterado algo con las utilidades prácticas, los juegos de táctica, las mañas de la organización, las tareas cotidianas de todo político, aun del que sirve a la revolución. Con todo, su idealismo y su entusiasmo aún no habían empezado a desvanecerse.

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Incluso en la prisión ayudaba a mantener a sus camaradas firmes en sus convicciones, sus esperanzas y su orgullo por los propios sacrificios. Una vez condujo a varios centenares de presos políticos a una huelga de hambre. La huelga, que duró seis o siete semanas, fue una de las más largas nunca habidas. El gobernador de la cárcel sabía que para vencerla había que vencer primero a Vicente Adriano. Unos guardias arrastraron por las piernas al enflaquecido Adriano, desde su celda del sexto piso, por una escalera de hierro, golpeándole la cabeza contra los filos duros y herrumbrosos de los escalones, hasta que perdió el sentido. Vicente Adriano se convirtió en un héroe legendario.

Con algunos de sus camaradas, se las arregló al fin para escapar de la prisión y marchar a Rusia. Por haber pasado varios años en Moscú, ahora se dice a menudo de él que pertenece a ese “núcleo de agentes formados en Moscú que controlan Polrugaria”. Cuando él lee ocasionalmente tales palabras, aparece en sus labios una sonrisa tristemente irónica.

Cuando Adriano llegó a Moscú, poco después de 1930, no estaba entre los principales dirigentes del partido polrúgaro. Ni tampoco le preocupaba grandemente su lugar en la jerarquía. Estaba más preocupado por la confusión que se produjo en su mente cuando comparó por primera vez su visión de la sociedad del futuro con la vida en la Unión Soviética bajo Stalin. Apenas se atrevía a admitir, ni siquiera en su propio interior, la medida de su desilusión. También eso ha sido tan típico de los hombres como él, que no necesitamos profundizar en ello. Igualmente típicas fueron las perogrulladas, las medias verdades y las ilusiones con que intentó sosegar su perturbada conciencia comunista. La pobreza heredada por Rusia, su aislamiento en un mundo capitalista, los peligros que la amenazaban desde el exterior, el analfabetismo de sus masas, la pereza y falta de sentido de responsabilidad cívica de las mismas, todo eso y más era evocado por Adriano para explicarse por qué la vida en Rusia caía tan espantosamente alejada del ideal.

“¡Ah! –suspiraba–. ¡Si al menos la revolución hubiera triunfado primeramente en una nación más civilizada y avanzada! Pero hay que tomar la historia tal como es, y Rusia tiene al menos derecho al respeto y la gratitud que se deben al pionero, por muchas que sean las faltas y vicios de este”. Adriano hacía cuanto podía por no ver las realidades de la vida que le rodeaba.

Luego vinieron las grandes purgas de 1936-38. La mayoría de los dirigentes del partido polrúgaro que habían vivido exiliados en Moscú fueron fusilados como espías, saboteadores y agentes de la policía política polrúgara. Antes de morir, se hizo que ellos (e incluso sus mujeres, hermanos y hermanas) testimoniasen unos contra otros. Entre los deshonrados y ejecutados estaba uno de los que más habían excitado el entusiasmo de Adriano y sostenido su valor, el que le había iniciado en los problemas más difíciles de la teoría marxista, y al que Adriano había tenido por un hermano y un guía espiritual.


También Adriano tuvo que hacer frente a las acusaciones habituales. No obstante, por un giro de la suerte, o quizás por el capricho del jefe de la G.P.U., Yezhov, o de uno de sus secuaces, no tuvo que ponerse frente a un piquete de ejecución. Fue deportado a un campo de trabajo en alguna parte del norte subpolar. Con otros muchos, trotskistas, zinovievistas, bujarinistas, kuláks, nacionalistas ucranianos, bandidos y ladrones, antiguos generales, antiguos profesores de universidad y organizadores del partido, fue empleado en cortar árboles y trasladarlos del bosque al depósito. El hielo, el hambre y la enfermedad diezmaban a los deportados, pero las filas se mantenían constantemente llenas mediante nuevos aportes de condenados.

Adriano vio cómo las personas que le rodeaban eran primero reducidas a una lucha casi animal por la supervivencia, cómo perdían luego la voluntad de luchar y sobrevivir, y cómo finalmente se derrumbaban y caían como moscas. De algún modo, su propia vitalidad no cedió. Siguió empuñando el hacha con sus manos heladas. Cada tres o cuatro días le correspondía uncirse a sí mismo, junto con otros compañeros, a una carreta cargada de madera y arrastrarla por una llanura cubierta de nieve y hielo hasta un depósito que distaba varias millas. Aquellas eran las peores horas. No podía reconciliarse con el hecho de que él, el orgulloso revolucionario, estuviese siendo utilizado como bestia de carga en el país de sus sueños.

Todavía ahora siente un dolor punzante en su corazón siempre que piensa en aquellos días, y por eso lee con una melancólica sonrisa los cuentos sobre la misteriosa “educación en las actividades quintacolumnistas” que recibió en Rusia.

Con un fragmento de su mente, Adriano trataba de escrutar la maraña de circunstancias que había detrás de su extraordinaria degradación. Por la noche hablaba de ello con los otros deportados. El problema era vasto y tan confuso que resultaba incomprensible, Algunos de los comunistas deportados decían que Stalin había llevado a efecto una contrarrevolución en la que todas las conquistas de la revolución de Lenin habían sido destrozadas.

Otros mantenían que los fundamentos de la Revolución  – la propiedad pública y la economía colectivista– habían permanecido intactos, pero que, en lugar de una sociedad socialista libre, estaba siendo edificada sobre aquellos fundamentos una terrorífica combinación de socialismo y esclavitud. Las perspectivas eran, pues, más difíciles que todo lo que podría haber sido imaginado, pero quizás quedaba alguna esperanza, si no para la actual generación, para la siguiente. Era cierto que el estalinismo estaba desacreditando gravemente el ideal del socialismo, pero quizás lo que quedaba del socialismo podría aún ser salvado del hundimiento. Adriano no podía reconfortarse plenamente, pero se sentía inclinado a adoptar esta última opinión.

Los acontecimientos tomaron entonces una dirección tan fantástica que ni la más fértil imaginación podría haberla concebido. Un día, a finales de 1941 (los ejércitos de Hitler acababan de ser rechazados ante las puertas de la capital de la Unión Soviética), Adriano fue liberado del campo de concentración y llevado con grandes honores a Moscú. El Kremlin necesitaba urgentemente comunistas de Europa central y oriental para dirigir las emisiones de propaganda a las tierras ocupadas por los nazis y establecer enlaces con los movimientos clandestinos detrás de las líneas enemigas. A causa de la importancia estratégica del país, se necesitaban especialmente polrúgaros. Pero ni uno solo de los principales dirigentes del partido polrúgaro estaba vivo. Los pocos, de menor importancia, que se encontraban desperdigados en diversos lugares de deportación, fueron apresuradamente devueltos a Moscú, rehabilitados y puestos a la tarea. La rehabilitación adoptó la forma de una presentación de excusas por parte de la policía de seguridad, en el sentido de que la deportación del camarada Fulano de Tal había sido un lamentable error.

Varias veces por semana, Adriano, puesto frente al micrófono, lanzaba al éter su confianza en la tierra del socialismo, ensalzaba a Stalin y sus logros, y llamaba a los polrúgaros para que se levantasen tras las líneas enemigas y se preparasen para la liberación.

Adriano advertía vivamente la incongruencia de su situación. Era ahora un agente de propaganda de sus encarceladores y torturadores, de los que habían denigrado y destruido a los jefes del comunismo polrúgaro y al que, entre ellos, era su amigo y guía. No podía ni olvidar ni perdonar sinceramente la agonía y la vergüenza de las purgas. Y había una parte de su mente que no podía nunca desentenderse de las personas que había dejado tras de sí, en el campo nórdico.

Pero no podía negarse a la tarea asignada. Su negativa habría sido un sabotaje al esfuerzo de la guerra, y el castigo habría sido la muerte o la deportación. Por lo demás, no era solo por instinto de conservación por lo que hacía su tarea. Deseaba ayudar a la derrota de los nazis, y pensaba que para eso estaba bien unir sus fuerzas “con el mismo diablo y su abuela”… y con Stalin.

Ni siquiera se trataba meramente de la derrota del nazismo. A pesar de todo lo que había pasado, seguía abrazando sus antiguas ideas y esperanzas. Era todavía un comunista. Miraba hacia el futuro, al fermento revolucionario que se difundiría por el mundo capitalista después de la guerra. Cuanto más grave se hiciera su desilusión por la Unión Soviética, tanto más intensa era su esperanza en que la victoria del comunismo en otros países regeneraría el movimiento y lo liberaría de la desleal tutela del Kremlin.

Los mismos motivos le animaron a aceptar una proposición que el propio Stalin le hizo algunos meses más tarde, para que organizase un comité de liberación polrúgaro, del que fue nombrado secretario. Era seguro que el Ejército Rojo entraría en Polrugaria más pronto o más tarde. El comité de liberación seguiría su estela y tendría que convertirse en el núcleo del gobierno provisional.

Adriano estaba atareadísimo. Tenía ahora a su cargo el enlace con la resistencia polrúgara. Daba instrucciones a los emisarios que atravesaban las líneas enemigas o eran arrojados en paracaídas detrás de las mismas. Recibía informes procedentes de las guerrillas en la zona ocupada por el enemigo y los transmitía a los centros superiores. Organizó la salida del país y el traslado a Moscú de jefes de los partidos no comunistas, incluso anticomunistas, y consiguió inducir a alguno de ellos a que se integrase en el comité de liberación.

El desenlace de aquellos episodios es bien conocido. El comité de liberación se convirtió en gobierno provisional y, luego, en gobierno de pleno derecho de Polrugaria. Los partidos no comunistas fueron apartados uno por uno y suprimidos. Polrugaria se convirtió en una democracia popular. Adriano es uno de los pilares del nuevo gobierno, y hasta ahora nada parece presagiar su eclipse. No ha encontrado el medio de salir de la trampa y tampoco ha sido aplastado por esta.

Ahora hay dos Vicentes Adriano. Uno parece no haber conocido nunca un momento de duda o vacilación. Su ortodoxia estalinista no ha sido nunca puesta en cuestión, su devoción al partido nunca ha disminuido, y se afirma que sus virtudes de jefe y estadista no han sido superadas. El otro Adriano está casi constantemente atormentado por su conciencia comunista, es presa de escrúpulos y miedos, de ilusiones y desilusiones. El primero es expansivo y elocuente, el segundo reflexiona en silencio y no se abre ni ante sus más viejos amigos. El primero actúa, el segundo nunca deja de meditar.

De 1945 a 1947, los dos Adrianos estuvieron casi reconciliados entre sí. En aquellos años el partido de Polrugaria llevó a cabo algunas de las reformas completas y radicales que habían estado durante décadas inscritas en su programa. Estudió el problema de los latifundios polrúgaros. Repartió las grandes propiedades semifeudales entre los campesinos hambrientos de tierras. Estableció la propiedad pública de las grandes industrias. Inició planes impresionantes para el ulterior desarrollo industrial de un país lamentablemente subdesarrollado. Promovió grandes dosis de legislación social progresiva y una ambiciosa reforma educacional. Esas conquistas llenaron a Adriano de verdadera alegría y orgullo. Después de todo, era para esas cosas por lo que había sufrido en las cárceles polrúgaras.

En aquellos años, además, Moscú, por sus propias razones, decía a los polrúgaros que no debían mirar demasiado a Rusia como modelo y que debían encontrar y seguir “su propio camino polrúgaro hacia el socialismo”. Para Adriano aquello quería decir que Polrugaria podría ahorrarse la experiencia de las purgas y los campos de concentración, de la abyecta sumisión y del miedo. Comunismo, intenso desarrollo industrial y educativo, y cierta medida de verdadera libertad para discutir con los compañeros y criticar al poder; tal era, tal parecía ser, la conquista de un ideal.

Lo que le preocupaba incluso entonces era que el pueblo de Polrugaria mostraba poco entusiasmo por la revolución. Indudablemente veían sus ventajas y, en conjunto, la aprobaban. Pero se resentían de que la revolución estuviese siendo llevada a una altura a la que no alcanzaban, por personas a las que ellos no habían elegido, que no solían cuidarse de consultarles y que parecían hombres de paja de una potencia extranjera.

Adriano sabía bien la medida en que la presencia del Ejército Rojo en Polrugaria había facilitado la revolución. Sin esa presencia, las fuerzas de la contrarrevolución, con la ayuda de las democracias burguesas occidentales, podrían haberse hecho fuertes en una sangrienta guerra civil, como había ocurrido después de la Primera Guerra Mundial. Pero reflexionaba que una revolución falta de genuino entusiasmo popular que la respalde está medio derrotada. Ha de tender a desconfiar del pueblo al que debería servir. Y la desconfianza puede engendrar terror, como había ocurrido en Rusia.

Aun así, a pesar de que veía esos peligros, esperaba que mediante un trabajo honrado y entusiasta en favor de las masas el nuevo gobierno polrúgaro podría ganarse la confianza y la devoción de estas. Entonces el nuevo orden social podría apoyarse sobre sus propios pies. Más pronto o más tarde los ejércitos rusos regresarían a la Unión Soviética. Con seguridad, pensaba, tenía que haber otro camino hacia el socialismo,: quizás no exactamente un camino polrúgaro, pero tampoco un camino ruso y estalinista.

Mientras tanto, Vicente Adriano había hecho algunas cosas que solo habían sido comprendidas por los iniciados. Patrocinó en Polrugaria un culto para glorificar la memoria de su antiguo amigo y guía que había perecido en Rusia, aunque Moscú no había rehabilitado oficialmente su nombre. La biografía del dirigente muerto puede verse todavía exhibida en las librerías polrúgaras, al lado de la vida oficial de Stalin. Dado que las circunstancias de la muerte del mártir no están mencionadas en la biografía, solamente los comunistas más veteranos conocen las ocultas implicaciones de ese homenaje.

Adriano ha establecido también un instituto especial que se ocupa de las familias de todos los comunistas polrúgaros que murieron en Moscú como “espías y traidores”. El instituto se llama Fundación de Veteranos y Mártires de la Revolución. Tales gestos dan a Adriano una cierta satisfacción moral, pero él sabe que políticamente carecen de importancia.

A medida que los dos campos, el este y el oeste, comenzaron a ordenar sus fuerzas, y los jefes de uno y otro bando, cada uno a su manera, pusieron a cada hombre ante un categórico “quien-no-está-conmigo-está-contra-mí”, las perspectivas de Adriano se oscurecieron. Si hubiese podido, la respuesta de Adriano habría sido un ardoroso “¡peste de unos y de otros!”. Él, que había sido un desterrado en la Rusia de Stalin, una bestia de carga en uno de sus campos de concentración, él, a quien cualquier número de Pravda, con sus dementes himnos a Stalin produce una aguda sensación de náusea, ha contemplado con estremecimiento cómo su “camino polrúgaro al socialismo” se ha convertido cada vez más en el camino estalinista. Aun así, no ve cómo podría apartarse del mismo.

Adriano da por supuesto que todo lo que el Occidente puede ofrecer a la Europa central y oriental es la contrarrevolución. El Occidente puede ensalzar la libertad y la dignidad del hombre (¿y quién ha explorado la significación de esos ideales de modo más trágico y total que el propio Adriano?), pero él no aparta la mirada de la brecha que ve entre las promesas occidentales y su cumplimiento. Está convencido de que, en su parte del mundo, todo nuevo trastorno aportará no menos sino más opresión, no menos sino más degradación del hombre.

Adriano concede de buena gana que los que hablan en nombre del Occidente pueden ser sinceros en sus promesas, pero añade que no ha perdido su viejo hábito marxista de no tener en consideración los deseos y promesas de los políticos, y mantener, en cambio, la mirada fija en las realidades sociales y políticas. ¿Cuáles son los polrúgaros, se pregunta, que quisieran unirse a las banderas de Occidente? Quizás haya entre ellos algunas personas bienintencionadas, pero esas son solo los primos que se dejan engañar.

Los más activos y enérgicos aliados de Occidente en Polrugaria son los que habían estado interesados en el viejo orden social, los privilegiados de la dictadura de anteguerra, la vieja soldadesca, los terratenientes expropiados y gentes parecidas. Si el Occidente venciese, esas gentes formarían el nuevo gobierno y, en nombre de la libertad y de la dignidad del hombre, desencadenarían un terror blanco sin parangón con nada de lo visto hasta entonces. También Adriano había conocido en otro tiempo su terror. Y era un tiempo en que la vieja clase gobernante creía que su dominio duraría siempre, y su misma confianza evitaba que su terror llegase a ser completamente demencial. Ahora si ellos volviesen, enloquecerían de miedo y sed de venganza. La verdadera opción, según la ve Adriano, no es entre tiranía y libertad, sino entre tiranía estalinista, redimida en parte por el progreso económico y social, y tiranía reaccionaria, a la que nada podría redimir.

A veces Adriano se consideraría feliz si pudiera abandonar su alto cargo y retirarse a la oscuridad. Pero el mundo se ha hecho demasiado pequeño. Él no puede buscar asilo en el oeste. Eso, a sus ojos, no dejaría de ser una traición; no a Rusia, sino a su idea comunista. Y tampoco puede retirarse a la oscuridad. La renuncia y el abandono serían en su caso un gesto de oposición y desafío, y el régimen que él había ayudado a construir no lo permitiría.

¿Cuánto hay en común entre el joven que una vez se impuso, con ardor prometeico, a vencer la locura de la historia, manifestada en el capitalismo, y el ministro maduro que siente vagamente que las fuerzas irracionales de la historia se han apoderado también del campo de la revolución e, incidentalmente, le han atrapado a él mismo? Hace cuanto puede por apuntalar el respeto de sí mismo y persuadirse de que como estadista, dignatario y jefe sigue siendo el mismo hombre que fue campeón de la causa de los oprimidos y sufrió por la misma en las prisiones de su país natal. Pero a veces, mientras recibe solemnemente a delegaciones de campesinos o saluda a las tropas en un desfile, un dolor muy conocido taladra su corazón y siente de pronto que no es sino una ruina patética, una bestia de carga subpolar”.

Isaac Deutscher, Herejes y renegados (1955), Barcelona, Ariel, 1970.


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