FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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El asedio soviético a Budapest

V. La Segunda Guerra Mundial y el Holocausto


La versión de Sándor Márai a través de fragmentos de su novela Liberación que fue escrita entre julio y septiembre de 1945, poco después de los hechos históricos narrados, y permaneció inédita hasta 2000, cuando se cumplió el centenario del nacimiento del autor húngaro.


Sandor Marai







SÁNDOR MÁRAI (1900-1989)










"[…] Había quien no creía que llegara el asedio. Gente que pensaba que los cañones en las calles, los obstáculos antitanque, las cajas de explosivos en los eslabones del puente, las ametralladoras, la preparación, las frenéticas maniobras de los soldados, los artículos altisonantes de los periódicos (que describían la vida de una “ciudad en el frente” que se mostraba “heroica, tranquila, decidida…”), que todo ello no era más que una estratagema. Aquella ciudad, donde vivía también Erzsébet, era consciente de su destino; y la joven sentía ese destino físicamente, como todos los demás, pero también que no había nadie que pudiera decirlo con certeza.

¿Quizá lo preveían unos pocos oficiales alemanes que sabían con precisión lo que ocurriría mañana, pasado mañana, dentro de una semana o un mes? Pero esos expertos, hombres soberbios, fríos y rigurosos, ¿sabían qué traería el porvenir? En todo caso, lo habían imaginado, organizado y preparado innumerables veces. Erzsébet había oído hablar de un caballo “experto en explosivos” del ejército alemán; un profesional bajito, callado y apacible. Fue él quien hizo saltar por los aires Atenas y Stalingrado, Varsovia y algunas ciudades francesas; y Erzsébet sabía que ahora ese caballero alemán se hallaba en Budapest, que había inspeccionado los puentes y lo había encontrado todo “en orden”. No obstante, esa preparación seria y meticulosa para una acción desastrosa seguía pareciendo a ojos de algunos una estrategia militar…Los alemanes no defenderán, no pueden defender Budapest, eso no es más que un espejismo. No pueden defender la capital húngara, si ni siquiera lograron defender con seriedad Roma o París. O al menos eso dicen…

No habrá asedio, susurran, en el último instante los alemanes se retirarán, toda esta preparación sólo busca despistar a los rusos, que avanzarán más lentamente creyendo que los alemanes han concentrado grandes fuerzas en Budapest; pero, en el último instante, entregarán la capital y se retirarán a los montes Bakony y Vértes, a las nuevas líneas de defensa. Así hablar los estrategas en los refugios antiaéreos, entre dos andanadas de bombardeos.

En cambio, los que no logaron escapar a tiempo con los cruces flechadas, los húngaros de ideas derechistas y filonazis que se han quedado, observan recelosos, parpadeando, los preparativos inequívocos, los indicios claros y apabullantes que anuncian por doquiera la voluntad alemana de defender Budapest en cada esquina, con el solo objetivo de frenar la marcha del Ejército Rojo hacia Viena y Bratislava. Observan con semblante serio la ciudad transformada en fortaleza, mientras juran que las tropas liberadoras alemanas ya están en camino, a la altura del lago Balaton. Afirman que los alemanes aplastaron a los rusos en Székesfehérvár y luego volvieron a Csepel, y que para Navidad la capital será liberada del asedio. Pero eso nadie se lo cree, ni siquiera ellos...

Los cruces flechadas marchan en grupo por las calles, de día y de noche, con brazaletes y metralletas, como una pandilla de adolescentes terribles y salvajes, figura amenazantes en una especie de juego siniestro: encuentra el botín y aumentan las victimas…

También a esta hora, cuando un millón y medio de personas se encuentran angustiados y hacinados en los refugios, van entre las tinieblas nebulosas de la helada noche de diciembre en busca de un judío o un opositor político para abatirlo en el último instante, a orillas del Danubio, donde es fácil deshacerse de los ajusticiados. Erzsébet a veces se cruza con algunos de éstos, personas quienes dispararon en la boca o el pecho, aun malheridas, lograron salir a nado entre los hielos del Danubio; gente que sigue viviendo y huyendo. Los cruces de flecadas continúan robando y matando incluso ahora, cuando los cañones rusos disparan desde muy cerca contra el centro, cuando las bombas caen sobre las casas sin previo aviso cada cuarto de hora, cuando ya no se puede confiar en la “liberación”, ni en que los terribles preparativos sean algo mas q mera “estrategas militares”, ni en que los alemanes no se retiren en el último momento. Según se rumorea, los alemanes han matado a los emisarios de paz rusos que traían el ultimátum del general Malinovsky. Los cruces flechadas entran en las casas y desvalijan los armarios; si alguien los interrumpe por casualidad, lo matan de un tiro.

La ciudad ya sabe que no queda otra salida, que sufrirá el asedio. No solo los soldados se han preparado para ello, también la población está lista. Millón y medio de personas han aceptado lo inevitable con un extraño fatalismo. Han cocinado mucha comida, como preparándose para una excursión campestre, han recogido sus pertenencias y objetos de valor, se han acomodado en los sótanos y los refugios, donde con astucia y rapacidad se han disputado los rincones más cómodos.[…]

[…] Ese gigante es el ejército ruso, una inmensa maquinaria cuyos engranajes son los cañones, los aviones, los lanzaminas, la artillería del Segundo Ejército Ucraniano; éstos son sus principales componentes. Y ahora la maquinaria funciona a pleno rendimiento, monótona e implacable. Es un estruendo que ya no aterroriza a nadie. Resulta tan natural como el ruido del turno de noche en una fábrica. Esas maquinas y el contingente de hombres que las manejan y operan, limpian y alimentan, partieron hace meses de las llanuras rusas, cruzaron los Cárpatos, avanzaron lentamente por la llanura húngara, a veces se detuvieron, cerraron filas, atacaron, avanzaron y retrocedieron unos kilómetros.

Entretanto, en Budapest, la “ciudad en el frente”, los periódicos seguían publicándose, se contaban chismes, una actriz puso un aviso porque había perdido su abrigo de zorro azul, un periodista desenmascaró las manipulaciones de un político, el padre de Erzsébet vivía tranquilo en el escondrijo provisional mientras trabajaba en sus notas. Una noche Erzsébet fue al teatro a ver Cándida, de Shaw, y la producción le resultó aceptable. En los restaurantes las mesas están listas, en los locales de mayor calidad ponían servilletas limpias y servían platos aceptables, ni siquiera caros, sólo que la comida estaba tibia, porque el suministro de gas no funcionaba bien, los trenes con carbón ya no llegaban a la ciudad, parcialmente cercada….Por las mañana los figones estaban llenos y en los escaparates de las tiendas se veían incluso artículos navideños, objetos de artesanía popular transilvana, espumillón brillante.

La gente caminaba entre cañones, se metía bajo los soportales cuando caían bombas sin previo aviso. Respecto a los tranvías, se detenían y esperaban a que terminara el ataque. Los pasajeros se echaban al suelo junto al vehículo, boca abajo en la calzada, o se quedaban sentados en el vagón, sin saber si una muerte caprichosa acabaría con ellos. A los muertos los cubrían con papel de estraza hasta que aparecía algún representante de la autoridad y disponía el levantamiento del cadáver. Nadie usaba ya sabanas para envolver a los muertos, pero eran muy caras.

Así transcurrían las cosas desde hacia semana. Y dentro de poco será Navidad. En los sótanos, los vecinos han montado fogones comunes y cocinaban. A la gente le ah dado por comer y prepara cenas de tres platos, y dado que ya no existe el estraperlo ni las autoridades se ocupan del abastecimiento, ha llegado la hora de recurrir a las reservas: hay carne en abundancia, costillas fritas en manteca, ocas y patos, jamones enteros, vino y pálinka en abundancia. Pero, a pesar de esta extensa comilona en muchas zonas de la ciudad, las cazuelas de otros muchos están vacías: barrios enteros malviven con tibios potajes de habas. […]

Los rusos sólo tiran bombas pequeñas y baratas- dice una voz triste a su lado.

Es un hombre mayor, harapiento y sin afeitar, que la habla a su vecino con la voz temblorosa y estridente de los viejos, pero que parece saber lo que dice. Aun no lo había visto en el refugio. Hay desconocidos por todas partes. El hombre habla con la simpatía del proletario, con quien ésta de parte del ejército soviético y piensa que los rusos no quieren castigar duramente la ciudad, sólo bombardean porque deben hacerlo. Al mencionar lo de las “bombas baratas” quería decir: “Las que merece nuestra miserable condición”. Erzsébet sonríe porque en la voz del viejo percibe el miedo y la turbación.

En efecto, los rusos no tiran bombas de una o seis toneladas, como hicieron los americanos en Alemania, en Hamburgo y Berlín, cuando una sola bomba había borrado manzanas enteras de la faz de la tierra. Las rusas son de un par quintales, pero muchas, cada vez más y a un ritmo tan regular y repetitivo que no hay lugar para el equívoco. Esas bombas “pequeñas y baratas” caen del cielo sin tregua, día y noche. Y ahora retumban muy cerca.

A veces, de repente deja de oírse el zumbido en el sótano. La gente escucha ya el fragor del mundo exterior con todo su sistema nervioso, no sólo con el oído. Ahora están juntos los vecinos del edificio y los desconocidos llegados por casualidad, por ejemplo, la joven junto a Erzsébet que viste una especie de disfraz: como de vagabunda, de mujer de las afueras. Pero en su silencio, en sus gestos, en su modo de comportarse se nota que no es más que un disfraz. Los inquilinos de la casa, los antiguos moradores, nerviosos y locuaces, dan instrucciones y en sus palabras se nota que saben que esta noche sucederá algo irremediable de las bombas “pequeñas y baratas”, sino que permanecerán mucho tiempo. Todos los que están allí abajo siento que por fin se ha  hecho realidad lo que esperaban y para lo que han estado preparándose. Alguien pone en marcha un gramófono. Después la luz se apaga.

Durante dos días más un hay agua. En Nochebuena todavía tenían, al menos bajo tierra salía un chorro fino de la tubería del lavadero; Erzsébet se acuerda muy bien. En Nochebuena aun había muchas cosas: alguien puso un gramófono en el local de al lado, un coro entono el villancico Ángel del cielo, luego escucharon piezas clásicas, con aires absorto e inspirado; mas adelante habían puesto incluso discos de canciones de moda. Todos comieron mucho, e incluso las mujeres bebieron aguardiente. Ya saben que es vida – la de ciento cuarenta persona en el sótano sobre colchones y cama plegables, junto a fogones comunes, sentadas encima de sus pertenencias que protegen con el cuerpo, contra los otros pero también contra el peligro inminente, aun lejano aunque inevitable -, es vida de roedor, llena de parloteos y a veces de estridencias, no es una breve etapa de transición, sino la realidad para la que han estado preparándose.

Y curiosamente esta situación, que hace unos días nadie hubiera imaginado en toda su magnitud, no resulta tan insoportable como habían sospechado. Ya no distingue la noche del día, el mediodía de la madrugada: todos saben que existe aun, pero no como dos jornadas antes, cuando entre una bomba y otra aun era posible salir al aire libre mientras aguardaban lo que ahora por fin ha llegado, lo que ahora ya puede olerse y tocarse.

Porque duelo, ya al cabo del primer día flota un espeso, acre y rancio tufo a humanidad. Sin embargo, en aquel encierro hay un elemento tranquilizado, como en toda realidad para la que uno se concientiza durante largo tiempo y luego, cuando le resulta distinta de la imaginada, aunque no demasiado. Saben que eso es el asedio. El edificio aun sigue en su sitio, y algunos suben durante una hora a sus pisos. De momento, la obstinada y convulsa tendencia a robar que, al cabo de unas semanas, se ha extendido entre los habitantes de la ciudad sitiada aun se manifiesta tímidamente. Pero en los intervalos entre bombardeos algunos van a sus viviendo y luego vuelven con pequeños bultos que esconden presurosos entre las almohadas de su cobijo o en sitios más seguros.

El sótano y el zaguán se llana de sombras vacilantes, en el edifico vacío deambulan mozos que traen y llenan noticias de la calle. Ya no hay electricidad, al tercer día se acaba el agua, durante dos jornadas viven de las reservas, luego se inician las salidas apresuradas para traeré agua de la fuente de una calle cercana, a las nueva de la noche o cinco de la tarde de la madrugada, en cuanto reina el silencio… Un hombre sigiloso, entre edificios dañados, con vasijas y cubos, rumbo a la fuente. Porque a veces reina el silencio.

Como toda empresa humana, el asedio también se desarrolla según ciertas reglas. Ahora todos comprenden que un asedio, en especial el de una gran ciudad, no es algo improvisado sino una operación premeditada, planificada y ejecutada con burocrático rigor. El asedio es estable, no se trata de ataques ocasionales; es una realidad. Una realidad más terrible y a la vez más sencilla de lo que imaginaban. Al cuarto día esta realidad es ya la vida de las ciento de personas en el oscuro sótano, con la luz ocasional de las velas, entre letrinas improvisadas y con reservas de agua estrictamente racionadas.

Los alimentos aun abundaban. Todos tienen más de lo que necesitan. En los fogones comunales hierven cacerolas de la mañana a la noche, como si prepararan un banquete nupcial o funerario en el infierno. Por el aire cargado se extiende el aroma y el saber de platos apetitosos, en una cazuela chisporrotea manteca de cerdo, cuyo aroma se entremezcla con el rancio olor del repollo. Pero uno se acostumbra a los olores más rápido de lo que pueda creerse, también a la oscuridad, a la falta de agua e incluso a que no haya diferencia entre el día y la noche. Solo existe una unidad para medir el tiempo, una sola dimensión: el asedio.

Y ese asedio por fin ha llegado, opinión que también comparten los ansiosos y los asustados. Ya no se trata de que vaya a empezar, no es una hipótesis, no es un quizá o un tal vez, sino una realidad como la vida o la muerte. Y eso es casi mejor que todo lo anterior.

Erzsébet está instalada cómodamente en los rincones. A veces se acerca el fogón, calienta algo para su propio consumo en el hogar común. Tiene bizcochos, conservas, en una bolsa de papel ha traído un kilo de guisantes y habas. La robusta cocinera del primer piso, empleada de un consejero de Estado, se ofrece a prepararle la comida a ella y otros más. El asedio es una realidad y sigue una especie de orden interno y externo. El asedio existe en la ciudad y en el refugio. Reconocer este hecho, esta realidad, es lo único que da consistencia y razón a la vida. Porque lo que empieza siempre tiene un fin, y entonces todo habrá terminado; ahora el único deber es sobrevivir. […]


Sándor Márai, Liberación [2000], Argentina, Salamandra, 2012. Selección de fragmentos.


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