FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Usted está aquí: Inicio Carpeta 2 Literatura La literatura durante la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto LUCHARON POR LA PATRIA

LUCHARON POR LA PATRIA

Capítulo 7

“En lo alto de la loma, la tierra, seca por los rayos del sol, estaba dura como la piedra. La pala se hundía unos pocos centímetros, arrancaba pequeños terrones que se desmoronaban y en el punto donde había golpeado quedaba un borde brillante.

La tropa cavaba trincheras a toda velocidad. Acababa de pasar un avión de reconocimiento alemán. Sin volar demasiado bajo, disparó dos ráfagas de ametralladora y se perdió por el este. “Ahora vendrá lo malo”, pensaron los soldados.

Nikolai no dejó de cavar hasta que la trinchera le llegó a las rodillas. Hizo una pausa. Junto a él cavaba Sviaguintsev. La parte trasera de su guerrera estaba empapada y tenía el rostro surcado por el sudor.

—¡Menuda tierra! ¡Vaya pueblo! —exclamó exasperado respirando con fuerza y frotándose el rostro enrojecido con la manga—. Mejor sería que le pusiéramos cartuchos de pólvora en vez de intentar cavar con una pala. Por lo menos los alemanes no están encima. Con una tierra así, si hicieran fuego no tendríamos dónde escondernos.

Antes de coger de nuevo la pala, Nikolai prestó oídos durante un buen rato al rugido de la artillería, que iba apagándose a lo lejos.

El corazón le palpitaba aceleradamente, le costaba respirar y el polvo, terriblemente molesto, se le metía por los ojos y por la nariz. Cavó denodadamente su trinchera hasta llegar a la altura de la cintura. De repente se percató de que le faltaban ánimos para seguir rascando el fondo de la zanja. Escupió violentamente la arena que rechinaba entre sus dientes y se sentó en el borde del hoyo.

—¿Cómo va ese productivo trabajillo? —preguntó Sviaguintsev.

—Ya he terminado.

—Ya ves, Nikolai, así es la guerra. ¡La de tierra que se llega a remover con la pala! Echando cuentas, creo que yo solo, en el frente, he movido tanta tierra como un tractor en una temporada entera. Más que una unidad de trabajo cotidiano del koljoz.

—¡Ya vale, para de hablar! —gritó fuertemente el teniente Golostchiekov; y con insólita agilidad Sviaguintsev saltó a la trinchera.

Hacia las tres de la tarde las zanjas podían albergar a una persona. Nikolai camufló cuidadosamente su trinchera con un matojo de ajenjo grisáceo; en el hueco que había en la parte anterior de la zanja, al pie, colocó granadas y cartuchos. Entre las piernas tenía el macuto abierto con sus objetos personales de soldado y varias municiones. A continuación empezó a mirar atentamente a su alrededor.

La falda occidental de la colina descendía hacia un precipicio en el que se diseminaban encinas jóvenes. En la vertiente había ciruelos silvestres y espinos.

A ambos lados de la colina había dos precipicios hondos que se juntaban en el barranco. Nikolai se tranquilizó pensando que los tanques no podrían pasar por los flancos.

El calor persistía. Como antes, el sol seguía recalentando la tierra. El olor del ajenjo despertó en él una súbita tristeza. Apoyado en la trinchera, Nikolai, muy cansado, contemplaba la destripada y maltratada estepa, cubierta por montecillos que delataban madrigueras de marmotas, y la cumbre de la colina, por la que raleaban los blancos espinos de la estepa. Por entre las ramitas del ajenjo se podía ver un cielo intensamente azul; a lo lejos se dibujaban vagamente los contornos de los sotos, que parecían de color azul claro y como si planearan sobre la tierra.

Nikolai estaba atormentado por la sed pero solo bebió un corto trago de la cantimplora, sabiendo por experiencia el valor que tiene cada gota de agua en el momento del combate. Miró el reloj. Eran las cuatro menos cuarto. Pasó otra media hora de espera angustiosa. Nikolai fumaba su segundo cigarrillo cuando, de pronto, oyó el zumbido de los motores. Crecía, se ensanchaba y cada vez se hacía más agudo e intenso; era un trueno que parecía surgir del seno de la tierra. Por el camino se arremolinaba una nube de polvo. Los tanques avanzaban. Nikolai llegó a contar catorce. Quedaron ocultos por el precipicio y se desperdigaron, tomando posiciones para el ataque. El rumor de los motores no cesaba. Por el camino avanzaban vehículos transportando a la infantería. El último que pasó se ocultó en un recodo del camino; era un camión cisterna blindado.

Había llegado el momento que precede al combate, esos instantes breves pero llenos de tensión interior en que el corazón late rápida y sordamente y el soldado se siente solo, a pesar de hallarse con sus camaradas, invadido de un sudor frío y con el corazón latiendo frenéticamente. Nikolai conocía bien estos instantes y sus consecuencias; en una ocasión habló de ello con Lopajin y este le dijo con gravedad insólita: “Luchamos juntos pero morimos por separado, ya que la muerte de cada uno es la suya propia, tan personal como el macuto que lleva sus iniciales marcadas con tinta. Además, Kolia, la cita con la muerte es algo grave. Se cumpla o no la cita, no por ello el corazón deja de latir como el de un enamorado, e incluso ante los demás te sientes como si en el mundo solo estuvierais los dos: tú y ella. Cada hombre es un ser vivo, ¿qué quieres, pues?”.

Nikolai sabía que en cuanto se iniciara el combate, este sentimiento se vería sustituido por otros, breves, intensos, quizá no siempre razonables. Con el aliento entrecortado se puso a mirar fijamente la estrecha franja verde que separaba el barranco de la pendiente de la colina. Más allá, tras esa franja, todavía se escuchaban los zumbidos sordos y acompasados de los tanques. La tensión hizo que brotaran algunas lágrimas de los ojos de Nikolai; todo su cuerpo empezó a hacer pequeños movimientos, como si ya no le perteneciese; incontroladamente, sus manos tentaron los cartuchos que estaban abajo como si estos, calentados por el sol, pudieran desaparecer. Se alisó las arrugas de la guerrera sin apartar la vista del precipicio, movió un poco la ametralladora y cuando cayeron del parapeto trozos de arcilla seca, los aplastó con la puntera de la bota y luego separó de nuevo las ramitas del ajenjo, a pesar de que se veía lo suficiente. A continuación se encogió de hombros... Eran movimientos instintivos de los que Nikolai ni siquiera se daba cuenta. Concentrado en la observación, miraba fijamente hacia el oeste, sin notar que Sviaguintsev le llamaba en voz baja.

Por la parte del precipicio rugieron los motores y aparecieron los tanques. Detrás de ellos, sin encorvarse, con el cuerpo bien tieso seguía la infantería.

“¡Qué insolentes se han vuelto los muy malditos! Caminan como si estuvieran en un desfile... ¡Bueno, ahora os preparamos una recepción! Lástima que no tengamos artillería, de lo contrario hubiéramos recibido este desfile como corresponde”, pensaba Nikolai respirando afanosamente, mientras contemplaba las figuritas minúsculas de los enemigos en la lejanía.

Los tanques avanzaban lentamente sin separarse de la infantería, sorteando con cuidado las madrigueras de las marmotas y ametrallando los lugares de apariencia sospechosa. Nikolai vio cómo era alcanzado por las balas un arbusto espinoso que se hallaba a unos doscientos metros; impulsadas por el viento caían sus hojas y sus ramas.

Los carros de combate abrían fuego sin dejar de avanzar. Los proyectiles no alcanzaban la cumbre de la colina; la mayoría se quedaba entre los arbustos; después empezaron a formarse negras columnas de humo según se iban acercando a las trincheras. Nikolai se apretaba contra la pared de su zanja, dispuesto a saltar en todo momento.

Cuando los tanques atravesaron más de la mitad de la distancia y estuvieron entre los espinos, aceleraron la marcha. Nikolai oyó las apagadas voces de mando. Casi al unísono empezaron a disparar las ametralladoras y los fusiles antitanque; al ruidoso tableteo de las armas automáticas se sumaba el ruido seco y trepidante de los fusiles.

La infantería alemana separada de los tanques sufrió algunas pérdidas; pero siguieron adelante. Luego se echaron al suelo, obligados por el fuego que se cernía sobre ellos.

Los disparos de las armas antitanque se fueron incrementando. El primer tanque se detuvo sin llegar a la zona de los espinos; el segundo estalló y quedó del revés, lanzando hacia el cielo una columna de humo negro como el alquitrán. Otros dos tanques se incendiaron por los costados. Los soldados arreciaron el fuego. Disparaban sobre la infantería que intentaba ponerse en pie, sobre las mirillas y sobre los tanquistas, que intentaban saltar por las escotillas.

El quinto tanque logró alcanzar la línea de defensa a unos ciento veinte metros, aprovechando que el fuego anticarro de Borsij enmudeció por un momento. Sin embargo, el cabo Kochetigov ya iba a su encuentro. Apretado contra el suelo, el pequeño y hábil Kochetigov se arrastraba con rapidez por entre los montículos pardos de las madrigueras de las marmotas. Su desplazamiento solo se notaba por el ligero movimiento de los arbustos.

Nikolai vio cómo se levantaba impetuosamente, se llevaba la mano a un lado, y tras lanzar una granada contra aquel enorme y colosal carro blindado, se agazapaba.

A un costado del tanque se elevó una pálida columna de arena, como si un pájaro inmenso hubiese sacudido de pronto sus negras alas. El tanque se volcó de costado y quedó inmóvil; bajo el fuego a que estaba sometido, se veía el flanco en que estaba dibujada una cruz.

El fusilero antitanque Borsij, que se había quedado inmóvil unos momentos, volvió a la carga, haciendo funcionar ininterrumpidamente su fusil contra aquel tanque volcado, estropeado e indefenso. La ametralladora del tanque disparó una ráfaga y en seguida enmudeció. Sus ocupantes no quisieron o no pudieron salir. A los pocos minutos empezaron a estallar sus municiones y se levantó una gran humareda que surgía en densas columnas por el boquete y por la torreta enmudecida.

La infantería enemiga, sometida al fuego de ametralladoras, intentó varias veces incorporarse y avanzar, pero en seguida se veía obligada a echarse de nuevo al suelo. Finalmente lo consiguieron; con carrerillas rápidas lograron avanzar y acercarse; pero al mismo tiempo los tanques se replegaron dando media vuelta; dejaron abandonados, en la vertiente, seis tanques quemados y averiados.

Desde algún lugar, como si fuera de debajo de la misma tierra, Nikolai oyó la voz alborozada de Sviaguintsev:

—¡Nikolai, les hemos dado un baño! ¡Querían tomar la posición como si fuera un paseo militar! ¡Les está bien empleado! ¡Que vengan otra vez y les daremos otro baño!

Nikolai cargó cuidadosamente los peines de su fusil, se acercó la cantimplora a los labios, bebió un poco de agua —que estaba como caldo— y miró el reloj. Le daba la impresión de que la lucha había durado unos minutos, pero en realidad había transcurrido media hora desde que empezó. El sol se ocultaba y sus rayos empezaban a disminuir de intensidad.

Tras beber otro sorbo de agua, Nikolai apartó la cantimplora de sus labios resecos y miró con cautela hacia el exterior. Percibía un olor terrible a hierro quemado y gasolina, mezclado con el amargo tufo de la hierba carbonizada. Por encima de los montículos ardían los yerbajos junto a un tanque cercano, y apenas se notaba a la luz diurna. Las lengüecitas de hierba seguían humeantes en la vertiente, destacándose las oscuras masas de los tanques inmovilizados; junto a ellos seguían los montecillos de color pardusco de las madrigueras de las marmotas, que ahora tenían una forma mucho más alargada; incluso su color parecía gris verdoso. Cuando observó más detenidamente, Nikolai se dio cuenta de que eran los cadáveres de los alemanes muertos; en el fondo de su alma habría deseado en aquel momento que no hubiera tantos montecillos de color gris verdoso...

Desde el barranco subía el ruido de las ametralladoras. Nikolai escondió la cabeza tras su parapeto. Suspirando, apoyó el cuerpo sudoroso en la trinchera y miró hacia lo alto. Allí, en aquel firmamento azul, nada había cambiado: el aguilucho de la estepa volaba armoniosamente dando vueltas y movía de vez en cuando las alas, iluminadas desde abajo. Una nubecilla clara de tono violáceo, parecida a una concha bañada de nácar finísimo, permanecía en el mismo sitio de antes, completamente inmóvil, y desde alguna parte llegaban los trinos de la alondra; todo ello se sentía en el corazón. Solo la columna de humo parecía difuminarse en la lejana colina; los sotos que la limitaban no parecían tan amenazadores; flotando sobre la tierra, daban la impresión de ser más azules y de tener consistencia tosca.

Nikolai esperaba que el segundo ataque alemán empezara cuando los tanques y las ametralladoras hubieran realizado un movimiento envolvente. Mas al parecer los alemanes pretendían llegar a la encrucijada y salir al camino nivelado al pie de la colina. Como la primera vez, los tanques y la infantería que les acompañaba, con obtusa tenacidad, iban a la cabeza de la formación, por la pendiente sembrada de cadáveres.

Una vez más el fuego separó a la infantería de los tanques y los soldados tuvieron que echarse al suelo mientras los carros se dirigían precipitadamente a la zona defensiva. Dos tanques pudieron llegar a las trincheras por el flanco derecho. A pesar de haber sido ambos alcanzados por las granadas, uno logró aplastar algunas trincheras y, envuelto en llamas, siguió avanzando; rugía terriblemente y la torreta dirigía todo su fuego por la única banda que no había sido tocada. Por su blindaje recalentado se deslizaban luciérnagas de color azul amarillento. Mientras, la pintura, derretida por el calor, se iba desprendiendo en espirales.

Los rayos solares, ya oblicuos, daban bajo el casco, de modo que resultaba difícil mirar y seguir con el punto de mira las figuras de los que corrían. Nikolai disparaba ráfagas cortas para ahorrar munición; disparaba solamente sobre seguro, pero tenía ya los ojos cansados y cegados por el sol. Cuando rechazaron el segundo ataque, suspiró de satisfacción y cerró los ojos un instante.

—¡Ya les hemos dado otro baño! —sonó a su lado la bronca y contenida voz de Sviaguintsev—. ¿Estás vivo, Nikolai? ¿Estás vivo? Muy bien. Lo importante es saber si tendremos municiones suficientes para seguir cascándoles. Uno les dispara, pero se arrastran por entre el trigo como bichos.

Murmuró algo más en un tono de voz incomprensible pero Nikolai ya no le escuchaba. Estaba absorto por el ruido bajo e intermitente producido por los aviones alemanes.

“Lo que faltaba”, pensó mientras oteaba el firmamento y maldecía al sol que impedía ver bien.

Una docena de Junkers seguía la ruta noroeste; al parecer se dirigían hacia el Don. Desde el primer instante Nikolai calculó la dirección que llevaban y dedujo que aquellos aviones pretendían bombardear el paso del río. Suspiró aliviado y pensó: “¡Pasaron!”. Pero en aquel mismo instante observó que cuatro de los aviones se separaban de la formación y, dando la vuelta, se dirigían exactamente hacia la colina.

Nikolai se escondió todo lo que pudo en el interior de la trinchera y se preparó para disparar, pero solo pudo lanzar una ráfaga contra un avión que se dirigía contra él oblicuamente. Al ruido del motor se unió el zumbido de las bombas.

Nikolai no oyó el bramido del suelo sacudido por la explosión ni vio la masa de tierra que se había levantado junto a él. Una ola de aire caliente, densa y compacta, se apoderó de la trinchera, arrastrando el parapeto anterior con tanta fuerza que la cabeza de Nikolai chocó contra un lado. La parte trasera del casco le golpeó la nuca de tal modo que la correa que llevaba bajo el mentón se rompió. Perdió el conocimiento y quedó medio asfixiado, ensordecido...

Nikolai se recuperó cuando los aviones enemigos habían efectuado ya dos pasadas lanzando su cargamento de bombas y la infantería alemana se preparaba para el tercer ataque aproximándose a la línea defensiva para dar el golpe final.

Alrededor de Nikolai la lucha estaba al rojo vivo. Los escasos soldados que quedaban en el regimiento aguantaban con sus últimas fuerzas; su fuego se había debilitado, quedaba poca munición para la defensa. Por el flanco izquierdo se lanzaban granadas y los supervivientes se preparaban a recibir a los enemigos con la bayoneta calada. Nikolai, medio cubierto de tierra, permanecía en el fondo de la trinchera como un bulto inerte, respirando trabajosamente; cada vez que expelía aire, su mejilla rozaba el suelo de la trinchera. Sangre tibia y cosquilleante manaba de su nariz. Al parecer hacía tiempo que le salía, pues la sangre se había secado en su bigote y en sus labios. Nikolai se pasó la mano por el rostro y se incorporó un poco.

Unas violentas náuseas le tumbaron de nuevo. Pronto se le pasó. Se levantó, miró con ojos turbios y lo comprendió todo: los alemanes estaban muy cerca.

Los brazos, debilitados, le dolieron durante mucho tiempo. Nikolai empezó a colocar municiones en el peine mientras intentaba incorporarse, pero solo pudo ponerse de rodillas. La cabeza le daba vueltas. El olor agrio de lo que había devuelto le mareaba todavía más. Pero superó las náuseas, los mareos y la debilidad que le invadía y se puso a disparar, ajeno a cuanto sucedía a su alrededor. Crispaba fuertemente los labios, teniendo presentes sus dos deseos más poderosos: ¡vivir y luchar hasta el fin!

Transcurrieron minutos que le parecieron horas. No se dio cuenta de que tres K.V. amigos, procedentes del sur del precipicio, se echaban sobre los vehículos alemanes. Iban acompañados de una brigada de infantería motorizada. Tan ofuscado se hallaba que no acertó a comprender por qué los alemanes, tendidos a unos cien metros de sus trincheras, dejaban de disparar y retrocedían arrastrándose, para luego levantarse y correr en desbandada, pero no hacia atrás, sino de norte a sur, hacia el precipicio.

Caían por la pendiente como hojas de color gris verdoso recogidas e impulsadas por un fuerte viento. La mayoría de ellos caía, se confundía entre las hojas y ya no volvía a levantarse.

Cuando Sviaguintsev, el teniente Golostchiekov y otros soldados saltaron por encima del embudo que había hecho una bomba, pasando junto a Nikolai, este comprendió lo que ocurría al fijarse en sus rostros pálidos de furia y llenos de alegría. En su garganta rugió algo ronco, pues también quería, como los demás, gritar con fuerza; como había hecho en otros tiempos, deseaba también saltar y correr con sus camaradas. Pero sus miembros, débiles y sin fuerza, cedían y él se arrastraba por el borde de la trinchera. No pudo salir de ella. De su nariz manaba una sangre tibia y cosquilleante. Nikolai se apoyó en el parapeto destrozado y, con rabia y desesperación, se puso a llorar por su propia impotencia y porque la suerte le había vuelto la espalda. Habían resistido en la colina, la ayuda había llegado a tiempo y el maldito enemigo huía por tercera vez.

No llegó a ver cómo Sviaguintsev y algunos soldados más atacaban con las bayonetas a los alemanes que huían; no llegó a ver cómo el sargento Liubchenko se apartaba de la tropa caminando lentamente con el pie herido, mientras sostenía con una mano la bandera sin desplegar y aguantaba fuertemente con la otra la ametralladora; no pudo tampoco ver cómo el capitán Sumskov salía arrastrándose de su trinchera, destruida por una bomba. Apoyado en el brazo izquierdo, el capitán se dejaba caer por la vertiente siguiendo a sus soldados. Tenía el brazo derecho destrozado y la guerrera, hecha harapos, estaba empapada de sangre. De vez en cuando se tumbaba sobre el hombro izquierdo, descansaba y seguía arrastrándose. Estaba pálido como un muerto, tenía el rostro completamente blanco y, no obstante, continuaba avanzando, mientras echaba hacia atrás la cabeza para gritar con vocecita infantil:

—¡Aguiluchos! ¡Adelante, adelante, amigos míos! ¡Dadles su merecido!

Nikolai no pudo ver nada de esto. En el tenue firmamento nocturno acababa de iluminarse la primera estrella temblorosa y tintineante. Pero para él ya se había hecho la noche cerrada, con una pérdida de memoria prolongada y pacificadora. […]”

Mijaíl Shólojov, Lucharon por la patria, Hyspamérica, Buenos Aires, 1983


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