FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Usted está aquí: Inicio Carpeta 2 Literatura La literatura durante la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto LOS DESNUDOS Y LOS MUERTOS

LOS DESNUDOS Y LOS MUERTOS


Capítulo IV

“El pelotón pasó una noche inquieta. Los hombres estaban demasiado cansados para dormir bien y temblaban entre sus mantas. Cuando llegaba el turno de guardia, el elegido trepaba laboriosamente a la cumbre de la colina y miraba el valle inferior. Todo era frío, plateado bajo la claridad lunar y las colinas descoloridas. Los hombres que dormían abajo estaban separados y distantes. El que estaba de guardia se sentía solo, terriblemente solo, como si estuviera contemplando los valles y los cráteres de la luna. Nada se movía y sin embargo nada estaba inmóvil. Soplaba un viento triste y meditabundo, la hierba murmuraba, se inclinada y se enderezaba en ondas lucientes y susurrantes. La noche era intensamente silenciosa y suspendida.

A la madrugada doblaron las mantas, prepararon las mochilas, y comieron una ración, masticando lentamente, sin placer, el jamón y los huevos fríos de las latas y las galletitas cuadradas. Todavía sentían los músculos endurecidos por el esfuerzo del día anterior y tenían las ropas mojadas del sudor. Los menos jóvenes deseaban que el sol ya estuviera en lo alto: tenían la impresión de que todo el calor se había retirado de sus cuerpos. Los riñones de Red le dolían de nuevo, el hombro derecho de Roth tenía reumatismo y Wilson tuvo un ataque de diarrea después de comer. Todos se sentían abatidos, sin voluntad; apenas pensaban en la marcha que esperaba.

Croft y Hearn habían vuelto a la cumbre de la colina y hablaban del itinerario de esa mañana. En esas primeras horas, el valle era neblinoso y la montaña y el desfiladero no se veían claramente. Fijaron la vista en dirección al norte, a la cordillera Watamai. La cordillera se extendía hasta perderse de vista como un banco de nubes en la niebla, irguiéndose de golpe con el monte Anaka y bajando bruscamente hasta el desfiladero que estaba a la izquierda, antes de remontar de nuevo.

—Es seguro que los japoneses nos esperan en el desfiladero —comentó Croft.

Hearn se encogió de hombros.

—Probablemente tienen otras cosas que hacer, y están bastante lejos del frente.

La niebla empezaba a levantarse y Croft miró con los gemelos a la distancia.

—No me parece, mi teniente. El desfiladero es bastante angosto para que un solo pelotón pueda mantenerlo —escupió—; naturalmente, habrá que ver.

El sol empezaba a precisar el contorno de las colinas y las sombras se adelgazaban en los huecos y en las escarpaduras.

—¿No hay ninguna otra cosa que hacer? —murmuró Hearn. Ya podía percibir la antipatía latente entre Croft y él—. Si tenemos suerte podremos acampar esta noche detrás de las líneas japonesas y mañana podremos hacer una incursión en la retaguardia de ellos.

Croft vacilaba. Sus instintos, su experiencia le decían que el desfiladero era peligroso, que acaso era inútil atravesarlo, y sin embargo no había alternativa. Se hubiera podido escalar el monte Anaka, pero Hearn iba a estar en contra de esa idea. Escupió de nuevo.

—Supongo que no hay nada más que hacer. —Pero se sentía inquieto. Cuanto más miraba la montaña...

—Vanos —dijo Hearn.

Descendieron de nuevo, se echaron las mochilas al hombro e iniciaron la marcha. Hearn se turnaba con Brown y Croft en la dirección del pelotón, mientras que Martínez los precedía unos treinta o cuarenta metros, sirviendo de vanguardia e inspeccionando el terreno. El pasto estaba húmedo por el rocío de la noche y los hombres resbalaban frecuentemente en las salientes, jadeando cuando encontraban una subida. En cambio, Hearn se sentía fuerte. Su organismo había reaccionado a la marcha del día anterior y se sentía más repuesto, libre de materia inútil. Se había despertado con los músculos rígidos y la espalda dolorida, pero reposado y animoso. Esta mañana sentía las piernas firmes y grandes reservas de energía. Cuando atravesaban la primera cresta, izó un poco la mochila sobre sus anchos hombros y volvió por un instante la cara al sol. Todo olía bien y el pasto tenía el perfume fresco y delicado de la madrugada.

—Valor, muchachos, todo saldrá bien —gritó alegremente a los soldados que pasaban frente a él. Desde la cabeza de la columna había retrocedido de hombre en hombre, acortando el paso o acelerándolo para marchar con ellos.

—¿Cómo te sientes hoy, Wyman? ¿Un poco mejor?

Wyman asintió con la cabeza.

—Sí, mi teniente. Lamento haberme quedado a la zaga ayer.

—¡Qué diablos! Todos estábamos cansados. Hoy será menos duro. —Dio una palmada a Wyman en el hombro y pasó a Ridges.

—Mucho campo, ¿eh, amigo?

—Sí, mi teniente, campo no es lo que falta —dijo Ridges sonriendo.

Caminó un poco junto a Wilson, embromándolo.

—¿Siempre abonando el terreno, eh?

—Sí: se ha aflojado la canilla y no hay manera de cerrarla.

Hearn le dio un codazo en las costillas.

—En el próximo descanso te prepararemos un tapón.

Todo era fácil, todo andaba bien. No sabía por qué obraba de aquel modo, pero le daba mucho placer hacerlo. Ya no pensaba en nada, apenas le importaba la patrulla. Probablemente iban a tener éxito hoy y mañana por la noche se dispondrían a regresar. Dentro de pocos días la patrulla estaría terminada y todos habrían vuelto al campamento.

Pensó en Cummings y sintió un odio sordo, deseó súbitamente que no terminara la patrulla. Su serenidad fue turbada por un momento. Lo que ellos realizaban iba a redundar en gloria para Cummings.

¡Al diablo con todo! Si se llevaba una cosa hasta sus últimas consecuencias, nunca se estaba en paz. Había que poner un pie delante del otro.

—Está bien, muchachos, en marcha —dijo tranquilamente, mientras los hombres pasaban ante él en un declive—. ¡Adelante, todo saldrá bien!

Y había otros problemas. Estaba Croft. Más que nunca debía tener los ojos abiertos, absorber todo, aprender en poco días las lecciones que Croft había aprendido en meses y años. Por el momento mantenía el comando por medio de un equilibrio delicadísimo. En cierto sentido, Croft podía echar a un lado su comando cuando le diera la gana. La noche anterior, en la cumbre... Croft tenía una autoridad de mala ley, la autoridad que asusta.

Continuó hablando con los hombres que marchaban, pero el sol calentaba más ahora y todos estaban cansados y un poco irritados. Sus mismas palabras eran menos espontáneas.

—¿Cómo anda todo, Polack?

—Sin novedad. —Polack continuó marchando en silencio.

De parte de ellos había cierta resistencia. Eran cautelosos, tal vez desconfiados. Él era un oficial e instintivamente se mantenían en guardia. Pero había algo más, lo sentía. Croft había estado tanto tiempo con ellos, había tenido un gobierno tan completo del pelotón, que no podían creer que Croft no fuera ya su jefe. Tenían miedo de abrirse con él, miedo de que Croft recordara esto cuando reasumiera el mando. El problema consistía en convencerlos de que iba a estar siempre con el pelotón. Pero el asunto tomaría tiempo. Si hubiera pasado con ellos una semana en el campamento, si hubiera tenido algunas patrullas previas de menor importancia... Hearn se encogió de nuevo de hombros, se secó el sudor de la frente. El sol era de nuevo violento.

Y las colinas se sucedían. Durante toda la mañana el pelotón avanzó a través de hierbas altas, subiendo lentamente, arrastrándose por los valles, bordeando laboriosamente los declives de las colinas. Se sintieron de nuevo exhaustos, empezaron a jadear y sus caras ardían por las quemaduras del esfuerzo. Nadie hablaba ahora y marchaban en fila con aire malhumorado.

El cielo se cubrió y empezó a llover. Al principio fue agradable pues la lluvia era refrescante y se levantó una brisa sobre el pasto, pero el suelo comenzó a ablandarse y los zapatos se hundían en el barro. Poco a poco se mojaron hasta quedar ensopados. Las cabezas estaban gachas, los cañones de los fusiles apuntaban al suelo para evitar la lluvia, la columna de hombres parecía una hilera de flores marchitas. Todo en ellos se doblaba.

E1 terreno había cambiado, era más rocalloso ahora. Las colinas eran más empinadas y algunas estaban cubiertas de maleza que llegaba a la cintura y plantas de hojas chatas. Por primera vez desde el momento en que salieron de la selva, pasaron junto a un bosquecillo. Cesó la lluvia y el sol volvió a arder sobre sus cabezas. Era el mediodía. El pelotón hizo un descanso en el bosquecillo y los hombres se quitaron las mochilas y comieron otra ración. Wilson miró con asco las galletitas, devoró un pedazo de queso.

—Dicen que te pone seco de vientre —dijo a Red.

—Para algo servirá.

Wilson rio, pero estaba perplejo. La diarrea lo había atormentado toda la mañana, la espalda y los riñones le dolían. No lograba entender por qué su organismo lo había traicionado de este modo. Siempre se había vanagloriado de poder hacer cualquier cosa, y ahora debía marchar a la zaga de la columna, fatigándose en los declives más leves, aferrándose a la hierba kunai. Los calambres lo hacían doblarse en dos, sudaba abundantemente y la mochila le oprimía los hombros como un bloque de cemento. Wilson suspiró.

—Te juro, Red, que tengo un infierno dentro. Cuando vuelva me voy a hacer operar. Así no sirvo para nada.

—Ya.

—Hablo en serio, Red. Por culpa mía el pelotón se está demorando.

Red lanzó una carcajada.

—¿Crees que tenemos prisa?

—No, pero no puedo menos que preocuparme. ¿Y si ocurre algo mientras pasamos el desfiladero? ¡Qué diablos, ya no me acuerdo lo que es tener el estómago en forma!

Red rio.

—¡Bah! No te hagas mala sangre.

No quería inquietarse por los problemas de Wilson. No puedo ayudarlo en lo más mínimo, se dijo. Siguieron comiendo lentamente.

A los pocos minutos, Hearn dio la orden de proseguir la marcha y el pelotón salió fuera del bosquecillo y empezó a andar bajo el sol. Aunque lluvia había cesado, los montes estaban húmedos y se levantaba una ligera niebla. Los hombres marchaban agobiados, mientras las cumbres se extendían infinitamente ante ellos. Lentamente, alineados en una fila de casi cien metros avanzaban entre la hierba, absortos en los diversos dolores y achaques de sus cuerpos. Los pies ardían y los muslos estaban doloridos por el esfuerzo. A su alrededor las colinas brillaban en el bochorno del medio día y un silencio pesaroso se instalaba en todas las cosas. El zumbido de los insectos era constante y casi agradable. A Croft, a Ridges, al mismo Wilson, el zumbido les traía recuerdos vagos y cálidos de campos de cultivo en el calor veraniego, tranquilos y abundante, tan solo interrumpidos por los frágiles diseños que puede trazar una mariposa contra el cielo. Se entregaron perezosamente a los recuerdos, como si marcharan por un sendero en el campo, viendo nuevamente la fértil ondulación de las praderas, percibiendo en el húmedo olor a germinación de esta tierra después de la lluvia, el eterno aliento del campo labrado y de los caballos sudorosos.

El sol, el calor, eran en todas partes deslumbrantes.

Por una hora marcharon casi constantemente trepando, hasta que se detuvieron en un riacho para llenar sus cantimploras. Descansaron quince minutos y prosiguieron la marcha. Sus ropas se habían mojado lo menos una docena de veces, por la espuma del mar, por el río, por el sudor, por dormir en el suelo y cada vez que se secaba, quedaban manchas. Las camisas tenían blancas rayas dejadas por la sal y, en los sobacos y debajo de los cinturones, la tela empezaba a pudrirse. La piel estaba irritada, llena de ampollas y abrasada por el sol; ya algunos de ellos cojeaban por las lastimaduras de los pies, pero todas estas incomodidades eran menores, desaparecían en el pesado estupor de la marcha y la fiebre que les producía el sol. La fatiga los había agotado, se insinuaba en los rincones más frágiles de sus cuerpos, e infundía una pesada apatía en sus músculos. Habían probado tantas veces la bilis amarga y ácida del agotamiento, habían forzado sus agotadas piernas a subir tantas colinas, que finalmente experimentaban la anestesia de la fatiga total. Seguían moviéndose sin pensar adónde iban, pesada y estúpidamente, oscilando y tambaleándose. El peso de las mochilas era abrumador, pero habían llegado a considerarlas una parte de sus cuerpos, un bloque de piedra incrustado en sus espaldas.

Los matorrales se hicieron más altos, llegaron casi hasta sus pechos. Las plantas espinosas se agarraban a los fusiles y se enganchaban a sus ropas. Seguían arrastrándose hacia adelante, sumergiéndose en la maleza hasta que los detenían las espinas aferrándose a sus ropas; entonces se detenían, se quitaban las espinas sueltas y proseguían. Nada existía para ellos fuera de los cien pies de terreno que tenían al frente: casi nunca miraban hacia arriba, a la cúspide de la colina que estaban trepando.

A principios de la tarde hicieron un largo descanso a la sombra de unas rocas. El tiempo pasaba lentamente entre el canto de los grillos y el lánguido vuelo de los insectos. Los hombres, mortalmente fatigados, se echaron a dormir. Hearn no sentía deseos de moverse, pero el descanso era demasiado prolongado. Se levantó lentamente, se ajustó la mochila y gritó:

—¡Vamos, muchachos! ¡De pie!

No hubo respuesta y esto le provocó una aguda irritación: a Croft lo hubieran obedecido en seguida.

—¡Vamos, de pie! ¡No se puede calentar el suelo todo el día!

Su voz sonó dura e impersonal y los soldados empezaron a levantarse lenta y pesadamente. Podía oír murmuraciones y fue consciente de una resistencia terca y opaca.

Tenía los nervios más tensos de lo que había supuesto.

—¡Basta de jorobar y en marcha! —se oyó gritar. Súbitamente comprendió que estaba harto de los hombres.

—¡Ese hijo de p...! —murmuró alguien.

El insulto lo hirió y provocó resentimiento. Se reprimió, sin embargo. La actitud de los hombres era comprensible. En la fatiga de la marcha necesitaban culpar a alguien, e hiciera lo que hiciera, ellos iban a odiarlo tarde o temprano. Sus tentativas de aproximación terminarían de confundirlos y enfurecerlos. A Croft le obedecían porque Croft satisfacía su ansia de odio, la alentaba, era superior a ella, y, a la vez, esto provocaba obediencia. La comprobación lo deprimió.

—Todavía tenemos mucho que andar —les dijo más suavemente.

Siguieron arrastrándose. Ahora estaban mucho más cerca del monte Anaka. Cada vez que atravesaba una cresta podían ver los imponentes peñascos que bordeaban el desfiladero, distinguían hasta los árboles aislados en los bosques de los declives medios. El campo, el aire mismo, habían cambiado. Era aquí más fresco, pero el aire parecía mucho más afinado y ardía débilmente en sus pulmones.

A eso de las tres de la tarde se aproximaron al desfiladero. Croft trepó a la cumbre de la última colina, se agazapó detrás de un matorral y examinó el terreno que tenía por delante. Debajo de la colina se extendía un valle como de un cuarto de milla, una isla de hierba verde rodeada por la cordillera al frente y por colinas a la derecha y a la izquierda. Más allá del valle el desfiladero doblaba el borde de la montaña, formando una rocosa garganta entre escamadas paredes de piedra. El suelo del desfiladero estaba oculto entre el follaje, y allí podía ocultarse cualquier cantidad de hombres.

Contempló los escasos montículos que había a la entrada del desfiladero, examinando la selva que los circundaba. Sintió una tranquila satisfacción de haber llegado tan lejos. Hemos atravesado una buena cantidad de terreno, se dijo. En el silencio que pesaba sobre las colinas pudo oír el sofocado rumor de la artillería a cada lado de las montañas, el esporádico rugir de una batalla.

Martínez se había puesto a su lado.

—Está bien, Comejaponeses —murmuró—, mantengámonos junto a las colinas que rodean el valle. Si alguien está a la entrada del desfiladero nos verá si intentamos atravesar el campo. —Martínez asintió con la cabeza, se agazapó en la cumbre de la colina y se volvió hacia la derecha para rodear el valle. Croft hizo señas a los otros para que los siguieran y empezaron a descender.

Se movían muy lentamente, manteniéndose junto a la hierba alta. Martínez avanzaba únicamente unos treinta metros por vez, después se detenía y volvía a avanzar. Algo de su cautela se transfirió a los hombres. Sin cambiar una palabra todos se volvieron circunspectos. Despertaron de su modorra, sus sentidos se despejaron, y hasta adquirieron, en cierto modo, un difícil control de sus miembros. Se fijaban en dónde ponían los pies, y levantaban las piernas a cada paso, volviendo a bajarlas firmemente y procurando no hacer ruido. Todos eran intensamente conscientes del silencio del valle, y se estremecían ante inesperados rumores, deteniéndose cada vez que un insecto empezaba a cantar. La tensión aumentó. Esperaban que ocurriera algo y las bocas estaban secas, mientras los corazones golpeaban aceleradamente en el pecho.

Solo había unos centenares de metros desde el lugar en que Croft había estudiado el valle hasta la entrada del desfiladero, pero el camino que eligió Martínez tenía más de media milla. Les tomó mucho tiempo dar la vuelta, quizás media hora, y la vigilancia disminuyó. Los hombres a la retaguardia de la columna debían esperar a veces algunos minutos, y después arrastrase casi corriendo para unirse al resto del pelotón. Era angustiante, era cansador y lastimaba los nervios. Volvieron a experimentar vivamente la fatiga, que pesaba sobre sus espaldas y sobre los exhaustos músculos de sus muslos. Esperaban casi en cuclillas la señal para moverse nuevamente, mientras las mochilas cargaban dolorosamente sobre los hombros. El sudor les entraba en los ojos y los hacía llorar. Perdían la agudeza de su tensión nerviosa, amodorrándose. Algunos empezaron a protestar y en una de las paradas Wilson se detuvo para defecar. Empezaron a moverse mientras él estaba aún ocupado y la columna era confusa. Los hombres en la retaguardia hicieron correr palabras para detener a los del frente y, por un momento o dos, los hombres se movieron para atrás y para adelante, murmurando entre sí. Cuando Wilson estuvo pronto volvieron a marchar, pero la disciplina estaba quebrada. Aunque ninguno de los hombres habló en voz alta, sus murmullos, la decreciente falta de cuidado al caminar, se convirtieron en un rumor bastante perceptible. A veces, Croft hacía una señal con la mano ordenando silencio, pero sin resultados apreciables.

Llegaron a los peñascos al pie del monte Anaka, y marcharon otra vez a la izquierda, saltando hacia el desfiladero de roca en roca. Alcanzaron un lugar donde no había camino; un campo abierto, una ensenada del valle se extendía por unos cien metros hasta la entrada del desfiladero.

No había más remedio que atravesarlo, Hearn y Croft se agazaparon detrás de unas rocas y discutieron la estrategia a seguir.

—Tenemos que dividirnos en dos escuadrones, mi teniente y, mientras uno atraviesa, el otro cubrirá la marcha.

—De acuerdo —asintió Hearn con la cabeza. Era extraño, incongruentemente agradable, estar sentado en el borde de la roca recibiendo el calor del sol en el cuerpo. Tomó aliento.

—Eso haremos. Cuando el primer escuadrón llegue al desfiladero, el otro podrá cruzar.

—Ya. —Croft se acarició la barbilla examinando la cara del teniente—. Yo tomo el escuadrón de cruce, ¿eh, mi teniente?

¡No! Aquí debía intervenir.

—Lo tomaré yo, sargento. Usted me cubrirá.

—Bueno..., está bien, mi teniente. —Hizo una pausa—. Sería mejor que tomara el escuadrón de Martínez: allí están los hombres más antiguos.

Hearn asintió con la cabeza. Creyó percibir un rastro de sorpresa y de desagrado en el rostro de Croft, y esto le agradó. Pero inmediatamente se enfadó consigo mismo: era una reacción pueril.

Se volvió hacia Martínez y levantó un dedo para indicar que quería el primer escuadrón. Después de un minuto o dos los hombres formaron a su alrededor. Hearn percibió alguna tensión en su garganta, y cuando habló su voz era ronca, casi un murmullo:

—Vamos a atravesar este campo y el segundo escuadrón nos cubrirá. No necesito decirles que presten mucha atención. —Se acarició la garganta, sintiendo que había olvidado de decir algo—. Manténganse por lo menos a unos cinco metros de distancia unos de otros. —Algunos de los hombres asintieron.

Hearn se irguió, trepó las rocas y comenzó a caminar a través del campo abierto hacia el follaje que cubría la entrada del desfiladero. Desde él, a la derecha y a la izquierda, pudo oír los pasos del escuadrón. Automáticamente puso el fusil al costado, esgrimiendo el mango con las dos manos. El campo tendría una longitud de cien metros y tal vez treinta de ancho, estaba bordeado por peñascos a un lado y, al otro, por el valle de hierba alta. Descendía ligeramente sobre un suelo de guijarros pequeños. El sol brillaba ardientemente sobre él, reverberando en las piedras y en los cañones de los fusiles. El silencio era otra vez intenso, y parecía hecho de varias capas de espesor.

Hearn podía sentir cada paso que daba en sus castigados pies, pero estos parecían existir a gran distancia de su cuerpo: remotamente sabía que el fusil se deslizaba entre sus manos. La tensión se alojaba en su pecho solo para sobresaltarse ante cualquier ruido inesperado, una patada a una piedra o un arrastre de pies. Tragó saliva y miró por un momento al escuadrón de hombres que lo seguía. Sus sentidos estaban excepcionalmente despiertos. En el fondo sentía una reprimida alegría y excitación.

El follaje pareció moverse a la entrada del desfiladero. Se detuvo bruscamente y miró más allá de los cincuenta metros que lo separaban de los hombres. No viendo nada, movió la mano y los hombres continuaron avanzando.

¡BII-IOUUUUUU!

El tiro rebotó contra una roca y se perdió silbando a lo lejos. Súbitamente, aterradoramente, el bosquecillo crepitó con el ruido de los disparos y los hombres de la pradera se tendieron en tierra como trigo abatido por el viento. Hearn se dejó caer atrás de una roca, miró detrás de sí y vio a los hombres arrastrándose en busca de protección, golpeándose, jurando e insultándose. Prosiguió el fuego de fusilería, continuo y maligno, aumentando con el ruido crepitante de un bosque que se incendia. Las balas pasaban zumbando como insectos, o rebotaban contra una piedra y atravesaban el aire con el torturado aullido de metal que estalla.

IBII-IOUUUUU! ¡BI-OOOUUUUUU! ¡TIOOOOOONG!

Los hombres de la pradera se protegieron detrás de las rocas, temblorosos y desamparados, sin atreverse a levantar la cabeza. Detrás de ellos, desde el borde de las rocas, tras una pausa, Croft y su escuadrón comenzaron a tirar hacia el bosquecillo, al otro extremo del campo. Los muros de piedra refractaban el sonido, haciéndolo volver al valle, donde los ecos se encontraban como ondas encontradas en un río. Un ruido atronador se produjo sobre sus cabezas casi ensordeciéndolos.

Hearn yacía protegido detrás de una roca, con estremecimientos en los miembros mientras el sudor lo enceguecía. Por algunos segundos miró las venas y los nervios de granito de la roca que tenía ante sí, en muda absorción, privado de voluntad. Todo se deshacía en él. El impulso de cubrirse la cabeza y esperar pasivamente que cesara el tiroteo era demasiado poderoso. Oyó un sonido surgir de sus labios y se sorprendió confusamente de producirlo. Al mismo tiempo, junto al miedo sorprendente y debilitante, había una repugnancia violenta de sí mismo. No podía casi creerlo. Jamás había estado antes en un combate, pero actuar de esta manera...

¡BIII-OUUUUUU! Fragmentos de roca y polvo golpearon su cuello y lo cosquillearon ligeramente. La fusilería era vengativa, malévola. Parecía dirigida directamente contra él, y se encogía inconsciente cada vez que pasaba una bala. Toda el agua de su cuerpo había aflorado a la superficie. El sudor caía pesada y automáticamente, del mentón, de la punta de la nariz, de la frente. La escaramuza había durado solo quince o veinte segundos y él estaba empapado de pies a cabeza. Una banda de acero apretaba sus clavículas y sofocaba su garganta. Su corazón golpeaba como un puño que castiga una pared. Por diez segundos empleó toda su fuerza en contraer su esfínter, enloquecido ante la idea de ensuciarse, “NO, NO”. Las balas cruzaban con un sonido inefablemente delicado.

Tenía que sacar a los hombres de aquí. Pero sus brazos cubrían su cabeza y se estremecía cada vez que una bala rebotaba contra la roca. Detrás de él oía a los hombres gritándose los unos a los otros, lanzando palabras incoherentes a diestra y siniestra. ¿Por qué ese miedo? Debía vencerlo. ¿Qué le había sucedido? Era increíble. Delante de él por un instante, entre la vergüenza y el miedo, surgió el contacto del cigarrillo de Cummings cuando se había agachado a recogerlo. Le pareció que podía oír todo: los hombres dispersos respirando pesadamente detrás de las rocas, los japoneses en el bosquecillo, gritándose unos a otros, hasta el rumor de la hierba y el tenso zumbido de los grillos en el valle. Detrás, el escuadrón de Croft seguía disparando. Se acurrucó detrás de la roca, como queriéndose meter en la tierra, cuando rebotó contra la roca una descarga japonesa. Los guijarros y el polvo le hirieron la nuca.

¿Por qué no hacía algo Croft? Y bruscamente comprendió que estaba esperando que Croft se hiciera cargo de la situación, que estaba esperando la dura voz de mando que lo sacara del aprieto. Se despertó en él una ira intensa. Deslizó su fusil al costado de la roca y apretó el gatillo.

Pero el fusil no disparaba: todavía tenía el gancho de seguridad. Este error lo enfureció. Casi inconsciente de lo que hacía se puso de pie, apretó el gancho de seguridad y lanzó una descarga de tres o cuatro disparos al bosquecillo.

¡ATRÁS, ATRÁS! —rugió—. ¡VAMOS, ARRIBA, ARRIBA... ATRÁS! —Confusamente se oyó gritar, con voz aguda y furiosa—: ¡VAMOS, ARRIBA... CO­RRAN! —Las balas silbaban a su alrededor, pero estando de pie, parecían insignificantes—, ¡VUELVAN AL OTRO ESCUADRÓN! —rugió nuevamente, co­rriendo de roca en roca, mientras su voz tronaba como algo aparte de sí mismo. Se volvió y disparó otra vez cinco tiros tan rápidamente como lo permitía la presión del gatillo bajo sus dedos, y después esperó, mudo e inmóvil.

—¡DE PIE Y DISPAREN! ¡MANDEN UNA DESCARGA!

Algunos de los hombres del escuadrón se pusieron de pie y dispararon. Sorprendido, confundido, el bosquecillo permaneció unos segundos en silencio.

—¡VAMOS, CORRAN!

Los hombres trastabillaron sobre sus pies, lo miraron mudos y comenzaron a correr hacia las rocas de las que habían partido. Llegaron frente al bosquecillo, lanzaron algunos disparos y corrieron veinte metros; se volvieron a detener para disparar, retirándose en confusión y jadeando como animales en medio de su rabia y de su miedo. Los japoneses volvieron a disparar desde el bosquecillo, pero ellos no prestaron atención. Todos estaban enloquecidos. Al moverse solo deseaban una cosa: llegar a la seguridad de los peñascos.

Uno a uno sin aliento, respirando furiosamente, treparon la última roca y se dejaron caer detrás, con los cuerpos empapados de sudor. Hearn fue uno de los últimos. Se dejó caer al suelo, quedó de rodillas. Brown, Stanley, Roth, Minetta y Polack disparaban todavía, y Croft lo ayudó a ponerse de pie. Se acurrucaron detrás de las rocas.

—¿Estamos todos? —preguntó Hearn sin aliento.

Croft miró rápidamente alrededor.

—Parece que sí —escupió—. Vamos, mi teniente, tenemos que salir de aquí, nos rodearán dentro de poco.

—¿Están todos aquí? —gritó Red. Tenía una gran desgarradura en la mejilla, que se había llenado de tierra. El sudor la bordeaba, como lágrimas en una cara toda. Los hombres se movían a gatas detrás de la rampa, gritándose furiosa y nerviosamente.

—¡CARAJO! ¿FALTA ALGUNO? —gritó Gallagher.

—Todos estamos aquí —respondió alguien.

El bosquecillo al otro lado del campo permanecía en silencio. Solo algún disparo ocasional silbaba sobre las cabezas.

—Salgamos de aquí.

Croft miró desde el borde de rocas, examinó un instante el terreno y no vio nada. Se acurrucó mientras algunos disparos silbaron sobre su cabeza.

—¿Vamos, mi teniente?

Por un momento Hearn no logró concentrarse. Todavía era presa de la ira que lo había puesto en pie. No podía creer que estuvieran en un refugio temporal: no lograba dominarse. Quería hacerlos marchar otros cien metros, y después otros cien metros más, rugiendo órdenes, bramando de cólera. Se frotó la cabeza. Le era imposible pensar. Su cerebro se quemaba por dentro.

—Está bien, vamos —murmuró. En alguna parte de sí mismo experimentó la emoción más dulce que había conocido.

El pelotón se alejó del refugio, manteniéndose junto a los peñascos del monte Anaka. Caminaban rápidamente, casi corriendo, y los hombres de la retaguardia empujaban a los hombres del frente. Debieron atravesar una colina baja desde la que vieron, un instante, el bosquecillo, ya a varios centenares de metros de distancia. Dispararon solo unos escasos tiros, mientras cruzaron rápidamente, uno a uno, la cima. Durante veinte minutos prosiguieron corriendo y andando, marchando más y más hacia el este, paralelamente a la base de la montaña. Estaban a más de una milla de distancia, separados por muchas pequeñas colinas de la entrada del desfiladero, cuando se detuvieron. Hearn, siguiendo el ejemplo de Croft, eligió un claro cerca de la cima de un peñasco y apostó cuatro hombres de guardia. Los otros se dejaron caer, sin aliento.

Hacía diez minutos que estaban en el claro cuando descubrieron que faltaba Wilson. […]”

Noman Mailer, Los desnudos y los muertos, Editorial Goyanarte, Buenos Aires, 1953.

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