FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

INTRODUCCION


Si algo había caracterizado a la Primera Guerra Mundial fue el surgimiento de las vanguardias artísticas del siglo XX. Fue durante la guerra que surgió en Zurich, al mismo tiempo que Lenin se refugiaba allí, el dadaísmo, de la mano de Tristan Tzara y el Cabaret Voltaire. El arte se olvidaba de la razón, la belleza y los argumentos en medio de la caída del mundo del siglo XIX, el siglo del triunfo de la burguesía. En Italia surgió el futurismo, movimiento encabezado por el poeta Filippo Tommaso Marinetti, que buscaba captar el movimiento, la violencia y la velocidad impuesta por la expansión de la técnica en todos los aspectos de la vida. Al dadaísmo le siguió el surrealismo, con el ingreso del inconsciente freudiano como parte fundamental de la reflexión artística, que dominó los años veinte. En literatura, además de los surrealistas franceses, surgieron los que por entonces se llamaron “los modernos”, los grandes nombres de la literatura de la primera mitad del siglo XX: en lengua inglesa, James Joyce y William Faulkner en narrativa, T. S. Eliot y Ezra Pound en poesía; Franzk Kafka, en lengua alemana, Fernando Pessoa en portugués.

Los años treinta, y después la Segunda Guerra Mundial, implicaron un giro conservador para todas las artes. Ya sea un realismo programático, como el que se impuso políticamente en la Unión Soviética, o espontáneo, una literatura accesible para las masas, que exaltara los valores nacionales y que se alejara del “arte degenerado” en la Alemania nazi. El avance del fascismo llevó en Occidente a que muchos escritores tomaran manifiestamente una postura política, ya sea en defensa de la democracia occidental u optando por el marxismo. La literatura de la Segunda Guerra Mundial aparece así marcada por tres factores: el compromiso con la realidad ante la situación política, el horror ante una guerra de proporciones inéditas, y el Holocausto del pueblo judío.

El resultado en la literatura y en el arte en general acompañó el desenlace en términos de política y poder geopolítico: París dejó de ser el centro cultural del mundo y los Estados Unidos –Nueva York especialmente– pasaron a ser una potencia también en esa área. Lentamente, Francia dejará de dictar las tendencias estéticas internacionales para convertirse en reservorio y custodio de la alta cultura. La guerra marca un punto de clivaje entre dos épocas: lo que restaba de la supremacía cultural europea y su tradición deja paso y empieza a convivir con la cultura de masas norteamericana, que comienza su expansión hegemónica a nivel mundial.


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