FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

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Introducción


 La mañana había amanecido destemplada, y en el cortejo hombres y mujeres permanecían abrigados, como a resguardo de la brisa fresca que parecía abrirle paso al otoño. Por las frías callecitas del Cementerio Nacional de Arlington una multitud honorífica, compuesta por mandatarios internacionales especialmente invitados, consabidos funcionarios del Gobierno, las primeras planas militares, algunos magistrados de la Corte y numerosos diplomáticos del mundo, formaron un anillo en torno al presidente norteamericano Warren G. Harding para llevar adelante, mediante un culto sentido y ceremonioso, el entierro del Soldado Desconocido. Hubo coronas de flores, medallas y, por supuesto, discursos, donde pudo escucharse que ese sacrificio y el de millones de muertos “no habían sido en vano”. Era el 11 de noviembre de 1921, y en el calendario se cumplía el tercer aniversario del armisticio. Ideal para darle continuidad a la larga serie de rituales que hacía ya más de un siglo, desde la Secesión en adelante, se venían cumpliendo en homenaje a los caídos en las guerras. Pero acaso esta vez algo se disparó de manera diferente: como nunca antes, el magnífico y figurado funeral puso al descubierto, en el seno de la sociedad de los EE.UU., un quiebre entre la retórica de los protocolos y el dolor real de los sujetos individuales. Las heridas supuraban aún como para admitir el placebo de vocablos como “patria” o “gloria”. El oropel y los vozarrones propios de un Estado en guerra no explicaban nada; la camada de escritores de entreguerras quedará marcada a fuego por las secuelas de un sinsentido que la férrea voluntad patriotera no podía ya disimular.

Una, cien, mil veces se ha citado la frase que Gertrude Stein utilizó para alinear al grupo de escritores norteamericanos que emigraron a Europa después de la Primera Guerra Mundial: “Ustedes son la generación perdida”. El narrador Ernest Hemingway, amigo íntimo de Stein, la adoptaría como un caballito de batalla –se ve que le gustó, afecto siempre al espíritu épico– y no dejaría de citarla en sus obras Fiesta y París era una fiesta con suerte visionaria, pues etiquetó para siempre a los autores de ese período. John Dos Passos, Francis Scott Fitzgerald, John Steinbeck, William Faulkner y el mismo Ernest Hemingway fueron considerados –la lista es arbitraria, digámoslo– los jinetes de un apocalipsis que inquietó en adelante las modalidades de la literatura norteamericana, mientras la mirada forjada en el desasosiego de la guerra –todos ellos habían participado del conflicto en alguna forma– se replegaba y aislaba en el contexto social por una oleada de falso bienestar económico cuyos beneficios solo se advertían en las especulaciones de la bolsa de Wall Street.

Hay que distinguir, no obstante –y sirve la aclaración para poner en vilo o al menos cuestionar la idea de generación, siempre válida si estamos dispuestos a revisarla– que las órbitas de interés de esta serie de novelistas variaron, incluso de acuerdo con sus edades y lugares de residencia. A partir de los cambios culturales de fines del siglo xix y comienzos del xx (Freud, Marx y Nietszche tienen algo para decir), la conciencia condicionará de manera inédita los pliegues de la subjetividad, y es posible que las huellas de la guerra se intensifiquen en un plano de secuelas no solo corporales, más concretamente: sus efectos devastadores sobre la psiquis humana. Las llagas ya no cicatrizan en las mayúsculas de los ideales ni de los servicios a la patria, o en todo caso no logran éxito en el terreno individual, en tanto una interioridad diferente, que emerge en el primer plano de los sujetos, se ha puesto de punta contra los sentidos homogeneizantes. Cada individuo tiene una voz, un lenguaje consigo mismo, y escucharlo forma parte del patrimonio psíquico. De cualquier forma hay un mundo que continúa, y que se florea de su prosperidad (que a la postre resultará endeble, hará crack). Los autores de la década de 1920 en los Estados Unidos apuntarán en estas dos direcciones: las consecuencias que la conflagración bélica instaló en las biologías sobrevivientes atravesarán un corpus de novelas célebres del período; por su parte, las ilusiones de un progreso financiero y de su euforia económica a su vez ocuparán páginas que habrán servido de indicios para lo que en unos años se avecinaba.

great gatsby






EL GRAN GATSBY DE FRANCIS SCOTT FITZGERALD








Si tomamos como bisagra la crisis económica de 1929 –sin dudas el hito más importante del período de entreguerras–, el materialismo que dominó la escena social durante aquellos años encontró en El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald (1896–1940), su obra más ilustrativa. Tenía con qué. Los devaneos de un millonario cuyo acceso a la fortuna se desconoce –pero que se supone borrascoso–, las grandes fiestas que organiza y la vacuidad del mundo afectivo que la novela pone de relieve, grafican por sí solos las tensiones de un mundo sin escrúpulos donde el centro de atención se sitúa en las oficinas de los agentes de bolsa, al punto de encumbrar a estos actores sociales en verdaderos paladines de su tiempo. Es del dinero de lo que se habla, y no de su falta sino de su engañosa circulación. Dinero en emergencia, podríamos decir.

Una suerte rara corrió la novela de Fitzgerald, porque no despertó mayores resonancias entre sus contemporáneos sino hasta décadas más tarde, cuando en el afán de pensar la realidad histórica ninguna otra novela como la suya sintomatizaba lo que llegaría con el crack financiero: la obra se popularizó e ingresó a alguna de las vitrinas de las letras norteamericanas (no necesariamente a las más interesantes). ¿Habla este paso de la calidad literaria de la obra? Habla, más bien, de uno de los modos en que la historia echa mano de las producciones artísticas. Suerte similar corrió Manhattan Transfer, la novela de John Dos Passos (1896–1970), en la consagración y representatividad de una época. Al igual que El gran Gatsby fue publicada en 1925, y en algún sentido se la ha leído como su contracara, porque en la búsqueda de un paraíso económico y de la felicidad material, Nueva York se vuelve esquiva e instala un clima de desolación que termina por sumergir a los personajes en el pesimismo y el fracaso. Como si alguien que participó de la guerra –y Dos Passos, que fue paramédico de campaña, contaba con el antecedente de su Tres soldados (1921), alegato contra la barbarie y contra el orden que la sostiene– pudiese tener oídos para la felicidad social: oídos sordos, o mejor, rabiosos. El paso a la realidad urbana tiene que haber sido un simple cambio de escenario; la indignación contra la clase dirigente y las secuelas heredadas en el frente de batalla seguiría supurando escepticismo en las páginas de Dos Passos, aun años más tarde.

grapes and wrath







THE GRAPES OF WRATH, DE JOHN STEINBECK










Luego de la Gran Depresión de 1929, las reacciones de los escritores no se hicieron esperar. Cientos de miles de norteamericanos se alimentaban lastimosamente de la sopa que repartía el Ejército de Salvación y se alojaban, a falta de techo, en escuelas, parroquias y clubes; el Central Park, reducto privilegiado de las clases pudientes, albergó a cientos de pobladores expulsados por la crisis, que montaron allí sus tiendas de campaña (ahora el enemigo era el hambre). Tal vez la novela que mejor da cuenta del momento sea algo tardía, de 1939: Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath), de John Steinbeck (1902–1968)  narra la vida de la familia Joad, quienes se ven impelidos a marchar al Oeste (el sueño americano ha sabido reciclarse siempre) cuando la sequía y los bancos de Oklahoma los dejan sin tierras. Acusada de sentimentalismo primigenio, imbuida de una moralidad simplista que preserva de la deshonestidad a sus personajes, así y todo la novela documenta un cuadro de situación social que excede el trazo grueso y populista –o democrático– que se le achaca al voluntarismo de su autor, y hace visible la realidad cruenta de los desposeídos al tiempo que testimonia la indefensión de cientos de miles de “ciudadanos norteamericanos” luego de la depresión. Con un poder de absorción notable –hay que distinguir cómo es que la literatura de los Estados Unidos ha hecho del realismo uno de sus rasgos fundantes– Steinbeck da dimensión real a la vida que millones de sus compatriotas se vieron obligados a llevar adelante en medio de la miseria, exiliándose de sus hogares, viviendo atropellos policiales y de los hombres de negocios, huyendo en busca de lo que se había perdido o les habían arrebatado.

De suerte que Las uvas de la ira se transformó de inmediato en una obra significativa para los lectores norteamericanos. Fue prohibida en bibliotecas y censurada en Oklahoma, tuvo denuncias en el Senado de la Nación y corrió en contra del poder conservador. Sin embargo recibió en 1941 el Premio Pulitzer, acaso el mayor honor para un libro de la época. Más tarde el cine, al igual de lo que sucedería con la evasiva novela romanticona de Margaret Mitchell Lo que el viento se llevó (1936) –no siempre se desea despertar de un sueño, abrir los ojos– inmortalizaría la novela y convertiría a los Joad en mitología nacional. Algunas obras, es evidente, se configuran en la historia de los pueblos como tesoros de memoria.

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