FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Trotsky y su desplazamiento del poder

IV. La experiencia soviética de la guerra civil a la Segunda Guerra Mundial


La explicación que propone Trotsky sobre su desplazamiento del poder en su autobiografía escrita en 1930. El dirigente bolchevique redactó Mi vida en Constantinopla poco después de su deportación de la Rusia soviética y luego de haber estado más de un año confinado en Alma-Ata.

“Muchas veces me han preguntado, y aún hoy hay quien me pregunta: “¿Pero cómo dejó usted que se le fuese de las manos el poder?”. Y generalmente, parece como si detrás de esta pregunta se dibujase la representación simplista de un objeto material que se le resbala a uno de las manos; como si el perder el poder fuese algo así como perder el reloj o un carnet de notas. Cuando un revolucionario que ha dirigido la conquista del poder empieza, llegado un cierto momento, a perderlo –sea por vía “pacífica” o violentamente–, ello quiere decir, en realidad, que comienza a iniciarse la decadencia de las ideas y los sentimientos que animaran en una primera fase a los elementos directivos de la revolución, o que desciende de nivel el impulso revolucionario de las masas, o ambas cosas a la vez. Los cuadros dirigentes del partido, salidos de la clandestinidad, estaban dominados por las tendencias revolucionarias que los caudillos del primer período de la revolución supieron formular clara y concretamente, y que acertaron, porque eran capaces de ello, a realizar en la práctica plena y victoriosamente. Esta capacidad fue precisamente la que los elevó a los puestos de dirección del partido; a través del partido, de la clase obrera y, a través de esta, de todo el país. Esto es lo que explica que el poder fuese a concentrarse en manos de determinadas personas. Pero las ideas que habían presidido el primer período revolucionario fueron perdiendo, insensiblemente, la fuerza sobre la conciencia de aquel sector dirigente a cuyo cargo estaba directamente el ejercer el poder sobre el país. En el propio país fueron desarrollándose fenómenos y procesos a los que en conjunto puede darse el nombre de “reacción”. Estos procesos afectaban también, más o menos de lleno, a la clase obrera, incluyendo al sector organizado dentro del partido. Entre los directivos que ocupaban los puestos en la organización empezaron a despuntar aspiraciones especiales a las que se esforzaban por subordinar en todo lo que podían la obra de la revolución. Entre los caudillos que representaban el rumbo histórico de la clase y que sabían ver más allá de la organización administrativa y el aparato burocrático, pesado, gigantesco, tan heterogéneo de composición, en que el comunista medio resultaba fácilmente absorbido, empezó a formarse una escisión. Al principio, esta escisión tenía carácter más bien psicológico que político. El pasado estaba todavía demasiado fresco en las conciencias. Las aspiraciones que presidieran el movimiento de Octubre no se habían evaporado todavía del recuerdo. La autoridad personal de los caudillos del primer período era muy grande. Sin embargo, bajo la corteza de las formas tradicionales, iba formándose una nueva psicología. Las perspectivas internacionales palidecían y se esfumaban. La labor cotidiana se tragaba a los hombres. Los nuevos métodos, creados para servir los fines antiguos, engendraban fines nuevos, sobre todo una nueva psicología. Para muchos, la etapa actual, llamada a ser punto de paso, iba cobrando el valor de una estación de término. Se iba formando un nuevo tipo de hombre. […]

Aquellas comidas, aquellas visitas asiduas a los ballets, aquellas veladas que se pasaban bebiendo y murmurando de los ausentes, como era de rigor, no tenían para mí el menor atractivo. Los nuevos jefes comprendían que yo no podía adaptarme a su régimen de vida. No hacían tampoco grandes esfuerzos para convertirme. Por eso, las conversaciones se interrumpían al presentarme yo, y los que hacían corro se separaban un poco avergonzados y con un sentimiento recatado de hostilidad contra mí. Dígase, si se quiere, que esto significaba que el poder empezaba a írseme de las manos.

Quiero limitarme aquí al aspecto psicológico del asunto dejando a un lado la base social a que todo aquello respondía, o sea, el cambio iniciado en la anatomía de la sociedad revolucionaria. Estos cambios son siempre y en última instancia los que deciden. Sin embargo, lo que primero ve uno son los efectos psicológicos en que se reflejan. El proceso interno se desarrollaba con relativa lentitud, lo cual facilitaba a los que estaban a la cabeza de las organizaciones el proceso molecular de transformación, ocultando a la vista de las masas el antagonismo entre las dos posiciones irreconciliables. Hay que añadir que el nuevo espíritu vivió durante mucho tiempo recatado bajo las fórmulas tradicionales, como lo está todavía, en parte, hoy. Esto hacía difícil saber, naturalmente, hasta dónde había llegado ya el proceso de la metamorfosis. La conspiración termidoriana de fines del siglo XVIII (preparada por el curso anterior de la revolución) se verificó de un golpe y asumió la forma de un desenlace sangriento. Nuestro Termidor presentaba, por el contrario, un carácter taimado. […]

Si la línea de la revolución, en aquel momento, hubiera sido ascensional, aquel paréntesis más hubiera favorecido que perjudicado a la oposición. Pero en el terreno internacional, la revolución iba de descalabro en descalabro, y el compás de espera no hizo más que favorecer al reformismo nacional y fortificó automáticamente a la burocracia estalinista contra mí y mis amigos.

De esta misma raíz psicológica brotó también la batida, verdaderamente mezquina, ignorante y estúpida, que se desató contra la teoría de la revolución permanente. Le parece a uno estar oyendo a aquellos burócratas tan pagados de sí mismos murmurar apaciblemente sentados junto a una botella de vino o de vuelta del ballet:

–¡Ese pobre diablo no piensa más que en la revolución permanente!

De la misma mentalidad procedían las imputaciones que constantemente me andaban haciendo de que si era un hombre poco sociable, un individualista, un aristócrata, y qué sé yo cuántas cosas más.

–¡No todo va a ser revolución, hay que pensar también un poco en uno mismo!

Este estado de espíritu tenía una franca traducción: “¡Abajo la revolución permanente!”. En esta gente, la resistencia contra los postulados teóricos del marxismo y las exigencias políticas de la revolución iban cobrando, poco a poco, la forma de una campaña contra el “trotskismo”. […]

En el otoño de 1924 me volvió la fiebre. Fue en el momento en que se desencadenaba una nueva discusión. Pero esta había sido provocada desde arriba, con arreglo a un plan cuidadosamente elaborado. En Leningrado, en Moscú y en las provincias se habían celebrado previamente cientos y miles de deliberaciones secretas para preparar lo que se llamaba la “discusión”, es decir, una batida sistemática y completa, que ahora no había de darse contra la oposición, sino contra mí personalmente. Cuando se hubieron terminado los preparativos, que se llevaron en secreto, a una señal que dio Pravda, en todos los rincones y en los extremos más remotos del país, desde todas las tribunas, en las planas y columnas de todos los periódicos, en todos los escondrijos y lugarejos, se desató una campaña rabiosa contra el “trotskismo”. A su modo, aquello era un espectáculo mayestático. La calumnia tomaba las proporciones de una erupción volcánica. La masa del partido se sintió conmovida ante el ataque. Yo estaba postrado en cama, presa de la fiebre, y guardaba silencio. La prensa y los oradores en los mítines no se ocupaban más que de hacer revelaciones acerca del “trotskismo”. Nadie comprendía lo que significaba todo aquello. Día tras día, se le servían al público nuevos episodios desgajados a viva fuerza del pasado, citas polémicas y artículos de Lenin escritos veinte años antes; y estas noticias se servían retorcidas, falseadas, desfiguradas, y todas –que era lo más importante– como si se refiriesen a hechos ocurridos el día antes. Nadie acertaba a comprender el sentido de aquellos ataques. Si aquello era verdad, tenía que haberlo sabido Lenin. ¿Después de todo aquello que contaban, no había ocurrido la revolución de Octubre? ¿Y después de la conquista del poder, no había ocurrido la guerra civil? ¿Aquel hombre a quien se acusaba no había colaborado con Lenin en la creación de la Internacional Comunista? ¿No estaban colgados en todas las salas los retratos de Trotsky junto a los de Lenin? Y así sucesivamente..., pero mientras la gente manifestaba su asombro, el volcán de la calumnia seguía escupiendo, en frío, su lava. Y esta lava iba depositándose mecánicamente sobre la conciencia y, lo que era todavía peor, sobre la voluntad.

La actitud respecto a Lenin, que era la que se cumplía frente a un caudillo revolucionario, fue suplantada por el culto rendido al pontífice máximo de una jerarquía sacerdotal. A pesar de mi protesta, se hubo de erigir en la Plaza Roja aquel mausoleo indigno y humillante para un revolucionario. Y lo malo fue que los libros oficiales que se escribían sobre Lenin se convirtieron también en mausoleos por el estilo. Las ideas del maestro fueron descoyuntadas y picadas para suministrar citas a todos los falsos predicadores. Los epígonos se atrincheraron detrás del cadáver embalsamado para dar la batalla al Lenin viviente y a mí. […]

Pero llegó 1924 y los epígonos sacaron la carta de los archivos [una carta de 1913 en la que Trotsky criticaba a Lenin] y se la metieron por los ojos al partido, que ya por aquel entonces estaba integrado en su mayoría por hombres completamente nuevos. No fue mero azar elegir para la publicación de esta carta los meses que siguieron a la muerte de Lenin. No fallaba. En primer lugar, Lenin no iba ya a resucitar para decir a aquellos caballeros lo que venía al caso. En segundo lugar, se sorprendía a las masas en un momento en que estaba vivo en ellas el dolor por la muerte del caudillo. Y aquella gente, que no tenía la menor noción del pasado ni de las incidencias que años atrás se desarrollaran en el partido, se encontraba de la noche a la mañana con un juicio condenatorio de Trotsky sobre Lenin. […]”.


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