“Los hombres cercados”
IV. La experiencia soviética de la guerra civil a la segunda guerra mundial
Capítulo III de El Caso Tulayev
“Procedentes de las regiones polares, pasando por encima de los bosques dormidos de la Kama, llegaban las tempestades de nieve a Moscú, después de haber ahuyentado manadas de lobos ante ellas. Parecían desgarrarse sobre la ciudad, agotadas por el largo viaje aéreo, velando de pronto el azul del cielo y extendiendo una claridad lechosa sobre las plazas, las calles, las minúsculas residencias olvidadas en las callejuelas antiguas y los tranvías de cristales empañados...
Todo quedaba envuelto en un remolino de blancura, semejante a una lívida mortaja. Parecía andarse sobre miríadas de estrellas puras, renovadas a cada instante. Pero al poco, sobre los bulbos de las iglesias, sobre las esbeltas cruces que el tiempo no había desdorado todavía, aparecía de nuevo el azul. El sol se reflejaba en la nieve, acariciando las viejas y sórdidas fachadas, penetrando en los interiores a través de los cristales dobles de las ventanas... Rublev contemplaba incansablemente aquellas metamorfosis. Las ramas de los árboles, cuajadas de diamantes, ascendían hasta la ventana de su cuarto de trabajo. Visto desde allí, el Universo se reducía a un pedazo de jardín descuidado, un muro, y tras él una capilla abandonada, con una cúpula doradoverdosa que la pátina del tiempo iba oscureciendo. Apartó los ojos de los cuatro libros que consultaba simultáneamente. Una sola serie de hechos revestía cuatro aspectos innegables, pero inciertos, de donde nacían los errores de los historiadores, unos metódicos y los otros espontáneos. Durante mucho tiempo se andaba a través del error como a través de una borrasca de nieve. Algunos siglos más tarde se hacía evidente para alguien — como aquel día para él — aquella red de contradicciones. “La historia económica”, pensaba, “tiene con frecuencia la claridad engañosa de un atestado de autopsia. Felizmente, igual que a ésta, se le escapa algo esencial: la diferencia entre el cadáver y el ser vivo.”
—Tengo una escritura de neurasténico — se dijo a sí mismo en aquel instante. Entró Andronnikova, la ayudante bibliotecaria. (“Ella piensa que tengo una cabeza de
neurasténico...”)
—Kiril Kirilovitch, ¿quiere revisar la lista de obras prohibidas al público y cuya autorización especial ha sido solicitada?
Rublev repasaba todas las demandas que se refirieran a historiadores idealistas, economistas liberales, socialdemócratas adictos al eclecticismo burgués, institucionistas nebulosos... Pero en aquella ocasión puso mala cara: un estudiante del Instituto de Sociología aplicada pedía El año 1905, de L. D. Trotszky. La ayudante, de rostro menudo rodeado de una espuma de cabellos blancos, aguardaba con visible impaciencia la respuesta.
—Rehusado — dijo Kiril Kirilovitch. — Aconseje a ese joven que se dirija a la biblioteca de la Comisión de Historia del Partido...
—Ya se lo he dicho — repuso Andronnikova suavemente —-, pero ha insistido mucho. Rublev creyó darse cuenta de que ella le miraba con una simpatía infantil de ser débil, puro
y bueno.
—¿Qué tal se encuentra, camarada Andronnikova? ¿Ha hallado tejidos en la cooperativa de Kuznetski-most?
—Sí... Y se lo agradezco mucho, Kiril Kirilovitch — contestó ella con una efusión contenida en la voz. Él descolgó su chaquetón de la percha y, mientras se lo ponía, bromeó sobre el arte de vivir:
—Hay que estar acechando siempre la menor ocasión, camarada Andronnikova. Tanto para uno como para los demás... Vivimos perdidos en las selvas del período de transición, ¿no es así?
La mujer de cabello blanco pensó que era un
arte peligroso el de vivir, pero se contentó con esbozar una sonrisa, más con los ojos que
con los labios. ¿Creía en realidad aquel hombre singular, erudito agudo y apasionado de la
música, en “el doble período de transición del capitalismo al socialismo y del socialismo al
comunismo”, sobre el que había publicado un libro en los tiempos que el Partido le permitía
todavía escribir? Con sus sesenta años, antes princesa, hija de un gran político liberal (y
monárquico), hermana de un general asesinado en 1918 por sus soldados, viuda de un coleccionista de cuadros
que no había amado en toda su vida más que a Matisse y a Picasso, privada del derecho de
voto por causa de sus orígenes sociales y obligada a una mísera existencia, vivía de un culto
íntimo consagrado a Wladimir Soloviev. El filósofo de la razón mística, si bien no la ayudaba a
comprender a aquella variedad de hombres extrañamente obstinados, duros, limitados y peligrosos,
algunos de los cuales tenían, sin embargo, almas de una desconocida riqueza — los bolcheviques —,
hacía por lo menos que sintiera hacia ellos una indulgencia, mezclada después con un poco de
secreta compasión. ¿Sería cristiano un amor que no englobara también a los peores? ¿Serían
éstos efectivamente los peores si algunas veces no estuvieran extrañamente próximos a los
mejores? “Creen seguramente en lo que escriben”, pensó. “Acaso Kiril Kirilovitch tenga razón.
Quizá sea éste, verdaderamente, un período de transición...” La hija del político liberal
conocía los nombres, los rostros, la historia, la manera de sonreír y la forma de ponerse la pelliza que
tenían muchos de los grandes personajes del Partido recientemente desaparecidos o fusilados
después de incomprensibles procesos. Parecían hermanos del que tenía ante sus ojos en aquel
instante, se tuteaban con él y hablaban entre sí del período de transición. Sin duda habían muerto porque creían en todo aquello.
Sin dejárselo adivinar, velaba sobre él con una ansiedad casi dolorosa. Repetía el nombre de Kiril Kirilovitch en sus oraciones mentales de la noche, antes de dormirse cubierta de bordados hasta la barbilla como a los dieciséis años. La habitación era minúscula y estaba llena de cosas marchitas, de cartas amarillentas encerradas en cofrecillos, de retratos de apuestos jóvenes, sobrinos y primos que yacían la mayor parte en cualquier desconocido rincón de los Cárpatos, de Gallipolli, de Trebizonda, Yaroslav o Túnez. Dos de aquellos aristócratas sobrevivían inverosímilmente, uno como camarero de un restaurante de Constantinopla y el otro, con falso nombre, como conductor de tranvías en Rostov. Pero a pesar de todas aquellas desventuras, sentía todavía cierto placer polla vida cuando conseguía obtener un poco de té pasable o una
pequeña ración de azúcar... Para poder tener unos cuantos minutos de conversación diaria con Rublev, había imaginado buscar tejidos, papel para cartas y víveres raros en las tiendas, confiándole sus tribulaciones, de modo que, a partir de entonces, se dedicaba a recorrer las calles de Moscú, entrando en las tiendas y preguntando sobre las existencias para informarla a ella después.
Respirando a pleno pulmón el aire helado, aquel día atravesó a pie los blancos paseos de la ciudad. Era alto, delgado, de hombros anchos y espalda que comenzaba a encorvarse desde hacía dos años, y no por el peso del tiempo, sino por el más agobiante de la inquietud. Los arrapiezos que le perseguían patinando por el paseo conocían su viejo chaquetón desteñido por los hombros, su gorro de astrakán hundido hasta los ojos, su barba gris, su enorme nariz huesuda, sus cejas espesas y la cartera arrollada que llevaba bajo el brazo. Les oía gritar a su paso: “¡Eh, Vanka...! ¡Aquí está el profesor Jaque-Mate!”, o bien: “¡Cuidado, Tiomka...! ¡Ya llega Ivan el Terrible!” El caso era que tenía al mismo tiempo el aire de un profesor versado en el ajedrez y un gran parecido con los retratos del sanguinario zar. Un escolar, lanzado a toda velocidad sobre un único patín, se había estrellado una vez contra sus piernas, y por toda excusa tartamudeó: “Perdóneme, ciudadano profesor Ivan el Terrible...” Sin duda, el pequeño no comprendió la extraña risa que su frase provocó en aquel viejo alto y de aspecto severo.
Pasó delante de la reja del número 25 del paseo Tverskoy, convertido en Casa de los Escritores. En la fachada del hotelito, un medallón mostraba el noble perfil de Alejandro Herzen.
De las ventanas del sótano se escapaban los aromas del restaurante de los literatos, o para ser más justos, del comedor de los plumíferos. “He sembrado dragones”, decía Marx, “y he recogido pulgas”. Rublev pensó que aquel país sembraba dragones sin cesar y en las épocas huracanadas producía magníficos ejemplares, alados, poderosos, provistos de un extraordinario cerebro, pero su descendencia se iba debilitando hasta convertirse en pulgas, pulgas amaestradas, pulgas hediondas, pulgas, pulgas... En esta casa nació Alejandro Herzen, el hombre más generoso de la Rusia de su tiempo, obligado por ello a vivir en el exilio. Tal vez por haber cambiado un mensaje con él, la alta inteligencia de un Tchernychevski fué atormentada durante veinte años por los gendarmes. Ahora, por el contrario, las gentes de pluma habitaban en aquella casa, hinchándose la panza escribiendo, en verso y prosa, las estupideces y las infamias que les mandaba el despotismo. ¡Pulgas! ¡Pulgas! Por su parte, pertenecía aún al Sindicato de Escritores, cuyos miembros, que antes solicitaban sus consejos, aparentaban ahora no conocerle cuando se cruzaban con él por la calle, temerosos sin duda de posibles complicaciones... Una especie de odio encendió sus ojos cuando supo que el “poeta de las juventudes comunistas” (cuarenta años) había escrito los siguientes versos dedicados al fusilado Piatakov y a algunos otros:
Fusilarles es poco,
poco, muy poco...
Carroñas enconadas, crápulas,
miseria imperialista
que ensucia nuestras balas socialistas...
¡Excelentes rimas! Había cien versos parecidos; a cuatro rublos cada uno, significaba un mes de trabajo de obrero calificado y tres meses de trabajo de un peón. El autor de aquello, ataviado como de costumbre con un traje deportivo de gruesa tela de fabricación alemana, paseaba por las redacciones un rostro rubicundo.
Rublev atravesó la plaza Strastnaya, antes del Monasterio de la Pasión, donde Pushkin meditaba sobre su pedestal. ¡Da gracias a los siglos, poeta ruso, de no haber sido un cerdo, de no haber sido más que un poco cobarde, justamente lo que hacía falta para seguir viviendo bajo una tiranía relativamente iluminada que colgaba a tus amigos, los decembristas! Unas brigadas de obreros demolían sin prisa la pequeña torre del monasterio. El rascacielos de cemento armado de la Izvestia, rematado por un reloj, dominaba los antiguos jardines monacales. En las esquinas de la plaza se veían una minúscula iglesia de un blanco sucio, unos cines y una librería. Una cola de gente aguardaba pacientemente el autobús. Rublev siguió por su derecha, a lo largo de la calle de Gorki, y echó una ojeada a los escaparates de una gran tienda de comestibles, llenos de opulentos pescados del Volga, de hermosos frutos del Asia Central, manjares todos ellos de lujo, reservados a los especialistas espléndidamente retribuidos. Vivía en la pequeña calleja lateral, en un inmueble de diez pisos y pasillos débilmente iluminados. El ascensor alcanzó lentamente el séptimo. Siguió un triste y oscuro corredor, llamó discretamente a una puerta, entró y besó a su mujer en la frente.
—¿Qué tal, Dora? ¿Y la calefacción?
—Mal. Los radiadores apenas están tibios. Ponte el chaquetón viejo.
Ni las asambleas de inquilinos en la Casa de los Soviets, ni los procesos anuales de los técnicos de la Dirección Regional de Combustibles remediaban la crisis. El frío llenaba a la extensa pieza de una especie de desolación. La blancura de los techos estaba acrecentada por la luz del crepúsculo que entraba por la ventana. El follaje verde de las plantas par ecía metálico y la máquina de escribir mostraba un teclado empolvado semejante a un fantástico endentado. Los cuerpos humanos que Miguel Ángel pintara para la Capilla Sixtina, disminuida su plétora vital por la fotografía en gris y negro, no eran sobre la pared más que manchas sin interés. Dora encendió la lámpara, se sentó, cruzó los brazos sobre su mantón de lana castaña y levantó hacia él su mirada tranquila y gris.
— ¿Has trabajado bien?—le preguntó, reprimiendo su alegría por verle sano y salvo, como pocos instantes antes había contenido su temor de no volverle a ver jamás.
—Sí. ¿Y tú? ¿Has leído los periódicos?... ¿Ojeado tan sólo? Han nombrado un nuevo Comisario del Pueblo para la Agricultura de la RSESR; el otro ha desaparecido... ¡Diablo! Y éste
desaparecerá también dentro de cinco meses. No te quepa la menor duda, querida Dora. Y el siguiente también. ¿Y quién mejorará algo?
Hablaban en voz baja. Si tuvieran que hacer la
cuenta de las personas de aquella misma casa, todas influyentes, desaparecidas en
veinte meses, habrían podido establecer porcentajes sorprendentes, comprobar que aquellos pisos
traían desgracia y evocar más de veinticinco años de historia. En aquella misma habitación, entre las plantas
de hojas metálicas y las reproducciones de la Sixtina, escuchaban constantemente, hasta bien
entrada la noche, las voces insensibles, demoníacas, inexorables e inimaginables que
iba vertiendo el altavoz. Aquellas voces parecían colmar todas las horas, las noches, los meses
y los años, Infundían delirio en las almas y sorprendía que pudiera seguirse viviendo
después de haberlas oído. Una vez, Dora se había vuelto, pálida y desamparada, con las manos
caídas, para exclamar:
—Es como si una borrasca de nieve cubriera el continente... No hay caminos, ni luz, ni marcha posible... Todo parece envuelto en un sudario. Es como si un alud rodara sobre nosotros, arrastrándonos... Es una revolución horrible...
Kiril estaba también pálido, y la habitación descolorida. La caja barnizada del receptor vertía una voz un poco ronca, trémula, vacilante, salpicada de un mal acento turco — pertenecía a un ex miembro del Comité Central del Turkmenistán que confesaba, como todo el mundo, innumerables traiciones, que iba enumerando horrores sin cuento: “Organicé el asesinato de...Tomé parte en el atentado contra..., que no tuvo éxito... Hice fracasar los planes de irrigación. Provoqué la revuelta de los bastmatchis... Entregué al Intelligence Service... Recibí de la Gestapo... Me pagaron treinta mil dinares...” Kiril dio la vuelta a un botón para detener aquel torrente de insensatas palabras.
—Es el interrogatorio de Abrahimov — murmuró. — ¡Pobre diablo!
Le conocía: era un joven arribista de Tachkent, bebedor de buen vino, celoso funcionario y que no tenía un pelo de tonto... Pensando en ello se puso de pie y dijo lentamente:
—Es la contrarrevolución, Dora.
La voz del Fiscal Supremo seguía rumiando indefinidamente, lúgubremente, conspiraciones, atentados, crímenes, devastaciones, felonías y traiciones sin cuento; poco a poco iba transformándose en un fatigado ladrido que cubría de injurias a aquellos hombres que le escuchaban atentos, con las nucas bajas, desesperados, entre dos guardias que les custodiaban y sabiéndose blanco de las iras de la multitud. La mayoría de ellos eran puros, los más puros precisamente, los mejores y más inteligentes de la revolución. Exactamente por esa razón padecían suplicio y aceptaban sufrirlo. Escuchándolos por el micrófono llegaba a pensarse alguna vez: “¡Cómo deben sufrir...!” Sin embargo, sus voces sonaban naturales. ¿Estaban locos acaso? ¿Por qué mentían así? Apoyándose en las paredes, Dora, atravesó la habitación. Luego se dejó caer en la cama, sacudida por un hipo convulsivo, aunque sin llorar. “¿No sería preferible que se dejaran despedazar vivos? ¿No comprenden que están envenenando el alma del proletariado y enturbiando las fuentes del porvenir?”
—No lo comprenden — dijo Rublev. — Creen estar sirviendo todavía al socialismo. Algunos esperan sobrevivir. Les han torturado y...
Se retorció las manos.
—Pero no... no son unos cobardes. No creo que
nadie les haya torturado. Siguen siendo fieles, ¿comprendes?, siguen siendo fieles al
Partido, cuando en realidad éste no existe ya, sino que ha sido sustituido por unos inquisidores,
unos verdugos, unos miserables... Pero no sé ya lo que me digo. No es tan sencillo penetrar en
ello. Acaso hiciera yo igual de hallarme en su lugar...
(En seguida pensó con claridad que aquel lugar era, efectivamente, el suyo y que necesariamente se encontraría en él algún día. Y su mujer adivinó inmediatamente lo que estaba
pensando).
—Se repiten a sí mismos que es preferible morir deshonrados, asesinados por el Jefe, que denunciándolo a la burguesía internacional.
Y luego, casi en voz baja, como un hombre abrumado, añadió:
—Y en eso tienen razón.
Esta conversación obsesionante se desarrollaba muchas veces entre los dos. Sus mentes no trabajaban más que sobre este tema, escrutado en todos los sentidos, pues la Historia, en aquella parte del mundo, la enorme sexta parte, no trabajaba más que sobre aquellas tinieblas, aquellas falsedades, aquellos perversos sacrificios, aquella sangre vertida todos los días. Los miembros más antiguos del Partido se evitaban unos a otros, para no mirarse cara a cara, para no mentir innoblemente por cobardía, para no tropezar con los nombres de los camaradas desaparecidos, para no comprometerse estrechando una mano y no abrumarse a sí mismos no estrechándola. Pero a pesar de ese voluntario aislamiento, se enteraban de los arrestos, de las desapariciones, de los extraños permisos “por razones de salud”, de los cambios de mal augurio, de los interrogatorios secretos y los rumores siniestros. Mucho tiempo antes de que aquel subjefe de Estado Mayor, ex minero, bolchevique de 1908 y condecorado por una campaña en Ucrania, una campaña en el Altai y otra en Yakutia, mucho tiempo antes de aquel general condecorado tres veces con la Orden de la Bandera Roja desapareciera, un pérfido e insidioso rumor le rodeó, dilatando inexplicablemente las pupilas de las mujeres que hallaba a su paso, haciendo que el más rotundo vacío se produjera a su alrededor cuando atravesaba las antecámaras del Comisariado de Defensa. Rublev lo había visto en una velada celebrada en la Casa del Ejército Rojo.
—Figúrate, Dora, que a unos diez pasos de él los grupos se deshacían y las gentes huían...
Los que no podían evitar el encuentro cara a
cara, afectaban unas maneras suaves y dulzurronas, y luego aprovechaban la menor ocasión para
desaparecer... Lo estuve observando durante veinte minutos; estaba completamente solo, sentado
entre dos sillas vacías, y con todas sus condecoraciones, y su uniforme parecía un
muñeco de cera que contemplara las vueltas de las parejas. Unos tenientes jóvenes e ignorantes de
lo que ocurría sacaron a bailar a su mujer...
Archinov se acercó, le reconoció, miró a ambos
lados como si buscara a alguien... y le volvió lentamente la espalda...
Al cabo de un mes, cuando le detuvieron al
salir de una sesión del Comité, donde ni siquiera había pronunciado una palabra, se
sintió aliviado. Era el fin de una espera. Idéntica atmósfera glacial se hizo en torno a otro
general rojo llamado por telegrama desde el Extremo Oriente para recibir una afectación mítica.
Ése se levantó la tapa de los sesos en el baño.
Contrariamente a lo que cabía esperar, la Dirección de Artillería le hizo unas solemnes exequias; tres meses más tarde, por aplicación del decreto ordenando la deportación a “las regiones más alejadas de la Unión” de las familias de los traidores, su madre, su mujer y dos hijos se vieron obligados a partir hacia lo desconocido. Estas noticias y otras del mismo género iban de boca en boca, susurradas confidencialmente, sin que nadie supiera con exactitud sus detalles. A veces, al ir a visitar un amigo, la criada abría la puerta y se quedaba contemplando con sorpresa y temor al recién llegado.
—-No sé nada... No está aquí y no regresará. Me han dicho que volviera al campo... No, no sé nada...
Se leía en sus ojos el miedo a decir una sola palabra más. Otras veces se telefoneaba a cualquier camarada, desde una cabina pública, por precaución, y una voz ignota, de hombre, interrogaba atentamente:
— ¿De parte de quién?
Era fácil comprender entonces que estaba tendida una ratonera, y por lo tanto, no quedaba más recurso que responder apresuradamente:
—Del Banco del Estado, para un asunto
urgente... —y huir sin volver la cabeza, pues era seguro que registrarían la cabina a los pocos
instantes. En otras ocasiones, caras nuevas reemplazaban
inesperadamente en las oficinas a los rostros ya conocidos, y los que habían quedado
sentían tanta vergüenza en pronunciar el nombre del desaparecido como en evitar pronunciarlo.
Los periódicos publicaban el nombramiento de nuevos miembros de los gobiernos federales,
sin indicar lo que había ocurrido con sus predecesores. Sin embargo, todos lo sabían
perfectamente. En los pisos comunales, ocupados por varias familias, era general la inquietud
cuando el timbre sonaba a medianoche. Los inquilinos musitaban en voz baja: “Han venido
a buscar al comunista”, de igual manera que otras veces habían supuesto inmediatamente que iban
a detener al técnico o al oficial.
Rublev recontó los antiguos camaradas supervivientes con los que le unía una verdadera amistad y, después de varias dudas y vacilaciones, descubrió que quedaban dos: Filippov, de la Comisión del Plan, y Wladek, un emigrado polaco. Este último había conocido en otro tiempo a Rosa Luxemburgo, perteneció con Warski y Waletski a los primeros comités centrales del P. C. de Polonia y había trabajado en los servicios secretos bajo la dirección de Unschlicht... En caso de que vivieran, Warski y Waletski se hallarían en cualquier celda secreta reservada a los antes influyentes dirigentes de la III Internacional. En cambio, el corpulento Unschlicht, con su cabeza cuadrada y sus gafas, había caído ante los fríos ejecutores. Wladek, oscuro colaborador de un Instituto Agrónomo, trataba por todos los medios de que no se acordaran de él. Vivía a unos cuarenta kilómetros de Moscú, en una villa abandonada. No frecuentaba la ciudad, no visitaba a nadie, no recibía cartas ni escribía a nadie y se abstenía de telefonear a sus antiguos amigos.
—Acaso consiga que me olviden — le había confesado a Rublev en unos minutos de confianza. — Éramos una treintena de polacos pertenecientes a los antiguos cuadros del Partido. Si quedamos cuatro, somos muchos...
Era de corta talla, casi calvo, con la nariz curvada y los ojos miopes. Al hablar, contemplaba a su interlocutor a través de unos cristales de extraordinario espesor y de vez en cuando subrayaba la conversación con unos gestos rotundos, precisos.
—Querido Kiril Kirillovitch... Todas esas pesadillas son en el fondo muy interesantes y muy viejas. La Historia se ríe de nosotros, amigo mío. Esa especie de bruja de Macbeth se burla de los minúsculos marxistas que idean planes y se plantean cuestiones de conciencia social. Y hace que reviva entre nosotros nuestro antepasado Ivan el Terrible, con sus llantos histéricos y su gran bastón herrado.
Conversaban en voz baja, fumando unos cigarrillos en la penumbra de una antecámara cuyas vitrinas contenían colecciones de gramíneas. Rublev le respondió con una sonrisita:
—Los escolares encuentran que me parezco a él.
—Todos tenemos algún rasgo común — dijo Wladek, medio en serio medio en broma. — Todos somos profesores pertenecientes a la descendencia del Terrible... Incluso yo, con mi calvicie y mis orígenes semíticos, me causo a mí mismo un poco de temor cuando me contemplo.
—No estoy de acuerdo con tu perversa literatura psicológica, Wladek. Es necesario que hablemos todos seriamente. Yo me encargo de avisar a Filippov. Se citaron en el bosque, a orillas del Istra, pues no hubiera resultado sensato pensar en encontrarse en la ciudad, ni tampoco en casa de aquél, que tenía por vecinos a una colonia de ferroviarios. “No recibo visita de nadie”, decía cuando alguien le preguntaba la razón de su soledad. “Es más seguro. Además, ¿de qué hablaría con la gente?” No comprendiendo una sola palabra de economía, sobrevivía extrañamente a todos los sucesivos equipos de economistas que habían pasado por la Comisión central del Plan. “El solo plan que se cumplirá a fondo, acostumbraba asegurar con ironía, es el de las detenciones”. Miembro del Partido desde 1910, había sido presidente de un soviet de Siberia cuando las aguas primaverales de marzo de 1917 se llevaron las águilas bicéfalas (de carcomida madera), ocupando más tarde el comisariado de los grupos de guerrilleros rojos que recorrían la taiga luchando contra el almirante Koltchak. Desde hacía dos años colaboraba en el establecimiento de los planes de producción de artículos de primera necesidad. Tarea verdaderamente inverosímil, apta para ir a parar inmediatamente a la cárcel, en un país en que faltaban al mismo tiempo los clavos, el calzado y las cerillas. Pero como se desconfiaba de él a causa de su antigüedad en el Partido, los directores, preocupados en evitar enojosos asuntos, le habían confiado el plan de reparto de instrumentos de música popular, tales como acordeones, flautas, guitarras, cítaras y tamboriles para Oriente, excepto el equipo de orquestas completas, que estaba a cargo de un servicio particular.
Aquella oficina constituía un oasis de seguridad; la oferta sobrepasaba la demanda en todos los mercados, salvo en los de Buriat-Mogolia, Birotidjan, territorio autónomo de Nakhitchevan y de la república autónoma de las Montañas de Karabakh, considerados como secundarios. “Hemos introducido el acordeón en Dzungaria”, explicaba, “y los samanes de la Mogolia interior reclaman nuestros tamboriles...” La distribución obtenía éxitos insospechados. En realidad, nadie ignoraba que la buena venta de instrumentos de música se explicaba precisamente por la penuria de objetos más útiles, y que su fabricación se debía en parte al trabajo de los artesanos refractarios a la organización cooperativa, y en parte a la propia inutilidad de aquella pacotilla... Pero de aquello era responsable la Comisión del Plan en sus estratos más superiores... Filippov acudió a la cita con unos esquís, como Rublev. Wladek, en cambio, salió de su casa con botas de fieltro y pelliza de piel de carnero, semejante a un extraño leñador miope. Se encontraron bajo los pinos, cuyos troncos, erguidos y negros, se alzaban quince o veinte metros sobre la nieve azulada. El río describía unas curvas lentas entre las colinas cubiertas de bosque y el cielo tenía unas tonalidades rosáceas y azuladas parecidas a los fondos suaves de una acuarela japonesa. Los tres hombres se conocían desde hacía mucho tiempo. Filippov y Rublev por haber dormido en el mismo cuarto de un hotel miserable de la plaza de la Contrescarpe, en París, poco antes de la Gran Guerra. En aquella época se alimentaban de queso de Brie y de morcilla negra, comentaban con desprecio, en la biblioteca de Santa Genoveva, la sociología chata del doctor Gustave Le Bon, leían juntos en el periódico de Jaurés las actas del proceso de madame Caillaux, hacían sus compras a los vendedores ambulantes de la rue Mouffetard, cautivados al contemplar las antiguas casas de los revolucionarios y al transitar por las callejas cubiertas de historia... Filippov se acostaba a veces con la pequeña Marcela; castaña, risueña y seria, peinada à la chien, que frecuentaba la taberna del Panteón. Al anochecer, en las estrechas salas de los sótanos y al son de los violines y acordeones, bailaban juntos valses movidos. Rublev reprochaba a su camarada una moral sexual inconsecuente. A veces iban a ver, en la Closerie des Lilas, a Paul Fort, rodeado siempre de admiradores. El poeta componía un rostro de mosquetero, y delante del café, el mariscal Ney, sobre su pedestal, partía para la muerte blandiendo el sable y jurando, según afirmaba Rublev: “¡Hatajo de cerdos! ¡Hatajo de cerdos!” Otras veces recitaban juntos los versos de Constantino Blamont:
Soyons tels que le soleil! (Seamos como el sol) discutiendo luego sobre el problema de la
materia y la energía, cuyos términos habían sido renovados por Avenarius, Mach y Maxwell, “La
energía es la única realidad cognoscible”, afirmó una noche Filippov; “la materia no es más que
un aspecto”... Rublev protestó: “¡No eres más que un idealista inconsciente que vuelve la
espalda al marxismo...!” Y luego añadió: “Claro que tu ligereza de pequeño burgués en la vida privada
me había ya puesto sobre aviso de ello”.
Aquella noche, al llegar a la esquina de la rue Soufflot, cambiaron un frío apretón de manos. La silueta maciza y negra del Panteón se elevaba al fondo de aquella calle larga y desierta, flanqueada de fúnebres faroles. Brillaban los adoquines como si una mano invisible acabara de lavarlos y una sola mujer, una prostituta de rostro medio velado, aguardaba al desconocido en la oscuridad. La guerra agravó su distanciamiento, pese a que ambos se hicieron internacionalistas, pues uno se alistó en la Legión Extranjera mientras el otro era internado. Volvieron a encontrarse en Perm, mediado el año 1918, sin poder sorprenderse o alegrarse de su encuentro más de cinco minutos. Rublev mandaba un destacamento obrero encargado de reprimir un motín de marinos borrachos. Filippov, en cambio, acababa de escapar por azar a las mazas de los campesinos alzados contra las requisas. Sostuvieron consejo a la luz de una vela, protegidos por proletarios de Petrogrado, con los gabanes cruzados por cintas de cartuchos. En la ciudad, oscura y hostil, sonaban disparos a vez en cuando. Filippov fué el primero en hablar: “Haz fusilar a cualquiera o no saldremos de aquí.” Uno de los hombres que estaban de guardia en la puerta gruñó en señal de asentimiento. “¿A quién?”, preguntó Rublev venciendo su cansancio, sus ganas de dormir y las náuseas que sentía. “Tenemos rehenes: oficiales, un pope, fabricantes...” Rublev ahogó un bostezo: “¿Es necesario?” El hombre de guardia volvió a gruñir: “Claro que sí. Si no, estamos perdidos.” Y como si quisiera subrayar las últimas palabras, dió unos pasos hacia ellos, con las manos sucias levantadas amenazadoramente.
Rublev se puso en pie, presa de una cólera sorda: “¡Silencio! ¡Prohibido intervenir en las deliberaciones del consejo de ejército! ¡Disciplina!” Filippov le obligó a sentarse de nuevo y, decidido a cortar cualquier altercado, le susurró irónicamente: “Recuerdas la Boul' Miche?” Pero la estratagema no tuvo resultado.
—No sigas hablando, tártaro... Soy contrario a la ejecución de rehenes. No quiero derivar hacia la barbarie.
Pero Filippov replicó:
—Tienes que consentir por varias razones. Primera: porque tenemos cortada la retirada en tres cuartas partes. Segunda: porque me hacen falta unos vagones de patatas que no puedo pagar. Tercera: porque si bien los marinos se han conducido como unos bribones, no les puedes fusilar a ellos porque son unos magníficos muchachos. Y cuarta: porque en cuanto hayamos vuelto la espalda, todo el país se sublevará... Señal de que... La orden de ejecución, escrita con lápiz en el dorso de una factura, estaba dispuesta.
Rublev la firmó a regañadientes: “Si en este momento tengo un deseo, es que pronto paguemos esto, tú y yo. Estamos manchando la revolución. El diablo sabrá lo que va a ocurrir...” Entonces eran todavía jóvenes. Ahora, veinte años más tarde, encanecidos y con aspecto derrotado, se deslizaban lentamente sobre los esquís, a través del admirable paisaje de Hokussi, mientras el pasado iba reviviendo en sus mentes sin que cruzaran una sola palabra entre ellos. Filippov se adelantó. Wladek salió a su encuentro. Clavaron los esquís en la nieve y siguieron un sendero del bosque, cubierto de nieve y flanqueado de hayas blancas.
—¡Qué alegría volvernos a ver! —exclamó Rublev.
—Es sorprendente que estemos todavía vivos—dijo Wladek.
— ¿Qué vamos a hacer ahora?—preguntó Filippov, — That is the question.
Les rodeaba el bosque, la nieve, el hielo, el azul del cielo y el impresionante silencio. Wladek habló de los polacos, desaparecidos todos ellos en las cárceles. Primero la derecha, dirigida por Kostchewa, y luego la izquierda, dirigida por Lenski.
—-Los yugoeslavos han corrido igual suerte — añadió — y también los finlandeses. Fué sembrando su relato de nombres y rostros hasta que Filippov le interrumpió:
—¡La comisión del Plan es mucho más segura! —exclamó alegremente. Luego, poniéndose repentinamente serio, agregó: —Creo que debo la vida a Bruno. Tú le conociste, Kiril, cuando era secretario de Legación en Berlín. ¿Recuerdas su perfil asirio? Esperaba que le liquidaran después de la detención de Kretinski, y lo increíble es que lo nombraran subdirector de un servicio central en el interior... Eso le daba acceso al fichero principal. Me dijo que esperaba haber salvado por lo menos una docena de camaradas suprimiendo sus fichas. Él también estaba fichado, pero eso no le preocupaba. Claro que quedaban los expedientes del archivo central, pero como están menos a la vista, son más difíciles de hallar.
— ¿Y cómo acabó?
—El año pasado desapareció. Ignoro las circunstancias.
Hubo un intervalo de silencio. Luego Filippov repitió:
—¿Qué vamos a hacer?
Nadie le contestó. Aunque ninguno se atreviera a confesarlo, todos pensaban en la suerte de aquel Bruno. Wladek fué el primero en romper el penoso mutismo. Rebuscó cigarrillos en todos sus bolsillos y afirmó con el aire un poco grotesco de un niño llorón:
—Os aseguro que si alguna vez quieren
detenerme, no me dejaré coger vivo.
Los otros dos se quedaron mirando la lejanía con aire pensativo.
—Sin embargo — dijo Filippov —, algunas veces vuelven a poner en libertad a los detenidos o se contentan con deportarles. Conozco a algunos que les ocurrió eso. Y además, hay en esa actitud algo que no me gusta. Se parece demasiado a un suicidio.
Se interrumpió unos instantes para proseguir con más vehemencia:
—Si intentan detenerme les diré con toda cortesía que, con proceso o sin él, no estoy dispuesto a que me lleven a ningún “combinado”. Que hagan de mí lo que quieran. Cuando se está limpio de toda culpa, creo que hay oportunidades de salir bien librado. En último caso siempre puede aceptarse un destino en Kamchatka o hacer planes de talas de bosques. ¿No opinas igual que yo, Kiril?
Éste se quitó su gorro de piel y dejó que el aire frío se posara como una mano helada sobre su frente ancha, bajo unos mechones revueltos.
—Desde que fusilaron a Nicolás Ivanovitch presiento que dan vueltas de una manera invisible a mi alrededor. Y les espero. No se lo digo a Dora, pero ella lo sabe. Por lo tanto, el problema que os estáis planteando es algo muy práctico para mí, ya que puede ser cosa de unos días... Y... no sé...
Andaban lentamente, hundiéndose en la nieve hasta los tobillos. Sobre sus cabezas volaban, de rama en rama, los cuervos. La luz del día se hallaba toda impregnada de una blancura invernal. Kiril sobrepasaba en estatura a sus compañeros. Mientras andaba iba monologando con voz tranquila, como si hablara consigo mismo:
—El suicidio es tan sólo una solución individual y por consecuencia no es socialista. En mi caso, practicarlo sería difundir un mal ejemplo. No quiero quebrantar con ello, querido Wladek, tu resolución: tienes tus razones y creo que son valederas para ti. Decir que no se piensa abrir los labios es valiente, demasiado valiente acaso, ya que nadie está completamente seguro de sus fuerzas. Y además, todo es más complejo de lo que parece.
—Sí..., claro... —asintieron los demás dando traspiés en la nieve.
—Sería necesario estar consciente de lo que ocurre..., estar consciente...
Rublev repitió las últimas palabras con aire de pedagogo preocupado. Wladek pareció irritarse y gesticuló, congestionado, con sus brazos cortos:
—¡Maldito teórico! ¡Incurable propagador de sofismas! Me parece estar leyendo todavía los artículos en los que defendías en el 27 a los trozskistas, demostrando que el partido proletario no podía degenerar... Porque si degeneraba era evidente que había dejado de ser el partido proletario... ¡Bah! ¡Un casuista! Lo que ocurre está claro como el día. Termidor, Brumario, etc., sobre un plan social imprevisto en el país donde Gengis Kahn dispone de teléfono, como decía el viejo Tolstoi.
Filippov intervino entonces en la conversación.
—Gengis Kahn — dijo pausadamente — es un gran
desconocido. No era cruel. Si mandaba levantar pirámides de cabezas
cortadas, no era por maldad ni por un primitivo gusto estadístico, sino para despoblar los parajes
que no podía dominar de otra manera, y que quería reducir a la economía pastoril, única que era
capaz de entender. Eran ya los problemas diferenciales de las economías los que
impulsaban en aquellos tiempos la espada de los verdugos... Además, hay que considerar el
hecho de que no tenía otro medio de asegurarse de la buena ejecución de las matanzas que reuniendo
las cabezas cortadas. El Kahn desconfiaba de su mano de obra.
Siguieron andando unos instantes hasta alcanzar un paraje donde la nieve era más profunda.
—¡Maravillosa Siberia! —murmuró Rublev, a quien el paisaje había serenado. Wladek, en cambio, se volvió hacia sus dos camaradas y exclamó, cómicamente exasperado: —¡Magníficas disertaciones! Uno conferencia sobre Gengis Kahn y el otro preconiza la adopción de una postura por parte de la conciencia. ¡Os estáis burlando de vosotros mismos, camaradas! Permitidme que os haga una revelación. Yo..., yo...
(Vieron cómo sus gruesos labios temblaron, cómo se extendía una niebla ligera sobre los cristales de sus gafas, cómo aparecían en sus mejillas unas arrugas verticales y cómo balbuceaba de una manera ininteligible durante unos instantes.)
—Soy de una naturaleza más burda que la
vuestra, queridos camaradas. Y he de confesar que me muero de miedo. Lo digo y lo repito,
aunque sea indigno de un revolucionario, aunque ello me haga desmerecer ante vuestros ojos.
Vivo completamente solo, como un animal, oculto entre toda esta nieve y todos estos árboles
que detesto desde lo más profundo de mi ser. ¿Por qué? Porque tengo miedo. Vivo sin mujer porque
no quiero que seamos dos a despertarnos durante la noche, preguntándonos si será la
última de nuestra vida. Los espero cada noche, completamente solo, tomando bromuro hasta que
me duermo embrutecido para despertarme a la media hora, sobresaltado, creyendo que ya
están allí. Entonces grito: “¡Quién anda ahí!” Y la vecina me contesta: “Es la ventana, Vladimir
Ernestovitch... Duerma tranquilo.” Pero, por muchos esfuerzos que hago, no puedo volver a
conciliar el sueño. Es espantoso. Tengo miedo y vergüenza, no por mí, sino por todos nosotros.
Pienso en los fusilados, veo sus rostros y me parece escuchar su charla... A veces me
acometen dolores todavía inclasificados por la medicina: la nuca me da unas punzadas terribles y todo
lo veo entonces borroso. Es el miedo..., el miedo que siento constantemente, que no me abandona
un solo instante. Miedo de todo lo que me rodea... Miedo de pensar, de comprender... Se interrumpió. Sus ojos parpadearon y su
rostro congestionado tuvo unos movimientos convulsivos.
Filippov hizo un ademán impreciso:
—Yo también tengo miedo, como es natural. Pero como no sirve de nada, me he acostumbrado ya. Se vive con él como con una hernia. Kiril Rublev se apartó lentamente de sus compañeros. Contempló sus propias manos, que eran fuertes y anchas, con un poco de vello sobre las articulaciones. “Manos cargadas todavía de una gran vitalidad”, pensó. Maquinalmente, sin saber a ciencia cierta lo que hacía, cogió un puñado de nieve y se puso a amasarla con fuerza. Sus labios adquirieron un gesto irónico.
—Somos todos unos miedosos — dijo gravemente. — Todo lo que estáis diciendo es conocido desde hace mucho tiempo. El valor consiste en saberlo y comportarse, cuando hace falta, como si el miedo no existiera. Haces mal, Wladek, en creer que tu temor es excepcional. Y aunque así fuera, creo que no vale la pena encontrarse en medio de toda esta nieve mágica para hacerse confidencias tan inútiles...
Wladek no respondió nada. Se limitó a contemplar con sus grandes ojos el paisaje desierto, triste y luminoso. Por su mente atravesaban en aquel instante unos pensamientos tan lentos y silenciosos como el vuelo de los cuervos: “Toda nuestras palabras no sirven para nada... Quisiera una taza de té caliente...” Pero en aquel mismo momento, Kiril, despojado del peso de los años, retrocedió unos pasos, levantó el brazo... y la dura bola de nieve se estrelló contra el pecho de un Filippov sorprendido.
—¡Defiéndete, que ataco! —gritó alegremente al tiempo que recogía nieve con ambas manos.
—¡Maldito niño!—respondió Filippov, transfigurado.
Casi en seguida se hallaban empeñados en una intensa batalla. Los tres parecían revivir sus años infantiles, cuando luchaban en las afueras de la ciudad después de salir del colegio. Wladek, inmóvil en su sitio, iba formando bolas con ademanes metódicos y luego atacaba de flanco a Rublev, riendo hasta saltársele las lágrimas, injuriándole sin cesar:
—¡Maldito teórico! ¡Moralista! ¡Que el diablo te lleve!... —y errándole siempre.
Pronto estuvieron muy acalorados. La noche
cayó de una manera súbita, envolviendo la nieve y los árboles petrificados en una ligera
bruma. Los tres, conteniendo con ambas manos los latidos acelerados de su corazón y respirando
hondamente, se encaminaron hacia la vía férrea.
—¿Qué me dices, Kiril, de ese golpe que te ha acertado la oreja? — preguntó Filippov entre risas.
— ¿Y el que yo te he dado en la nuca? —le replicó a su vez Rublev.
Fué Wladek quien reanudó la grave conversación anterior:
—Tengo los nervios destrozados... Mi temor es que, ocurra lo que ocurra, reventaré como cualquier otro para fertilizar la tierra socialista, si es la tierra socialista...
—Capitalismo de Estado — repuso Filippov.
Rublov intervino entonces:
—...hay que ser consciente. Hay que obligar a la conciencia a adoptar una posición. Bajo esta barbarie permanece intacta una conquista y un progreso bajo esta regresión. ¡Contemplad las masas, nuestra juventud, todas esas nuevas fábricas, el Dniepronastroi, Magnitogorsk, Kirovsk...! Somos todos unos fusilados en potencia, pero la verdad es que el aspecto de la tierra rusa ha cambiado, que los pájaros emigrantes no deben reconocer ya esos desiertos donde se cuentan a miles las obras. Y que surge un nuevo proletariado industrial, llegando a diez millones los hombres que se afanan con las máquinas, en lugar de los tres y medio de 1927. ¿Qué es lo que ese esfuerzo dará al mundo en medio siglo?...
—...¿cuando no quede nada de nosotros, ni siquiera nuestros esqueletos? — completó
Wladek, acaso sin ironía, Se despidieron, por precaución, al llegar a las primeras casas. Wladek propuso otro encuentro para fecha próxima y los demás asintieron con aparente entusiasmo, pero seguros en el fondo de que no volverían a verse. Se separaron después de darse unos fuertes apretones de manos. Kiril Rublev se deslizó sobre sus esquís hasta la estación siguiente, siguiendo la linde del bosque. Una niebla espesa lo envolvía todo, surgiendo del suelo como las tinieblas. La luna, en su cuarto creciente, iluminaba difusamente las copas de los árboles. No pudo contener un pensamiento: “Desagradable luna... El temor surge en nuestra alma con la noche”... Unos días después, cuando los Rublev estaban terminando de cenar, llegó Xenia Popova para comunicarles una gran noticia. Sobre la mesa había un plato de arroz, unos pedazos de salchichón, una botella de agua mineral Narzan y un pan de color grisáceo. El fogón Primus zumbaba bajo la tetera. Kiril Rublev se hallaba sentado en un viejo sillón, y Dora en un extremo del desvencijado diván.
—¡Qué hermosa eres! —dijo afectuosamente Kiril, dirigiéndose a Xenia. — Enséñame tus ojos... — Ella volvió la cabeza hacia él, mostrando sus ojos profundos, bordeados de espesas pestañas. — Ni las piedras, ni las flores, ni siquiera el cielo tiene ese color — añadió Rublev.— Sólo la pura maravilla de tu ojos. Puedes sentirte orgullosa, pequeña.
Xenia trató de ocultar un rubor súbito.
—Va usted a hacer que me avergüence — repuso con timidez.
Pero Rublev, sin hacer caso de la protesta, siguió contemplándola. Conocía a Popov desde hacía veinte años. Era un viejo imbécil que, falto de la mínima inteligencia para comprender el abc de la economía política, se había especializado en los problemas de moral socialista, sumergiéndose, por esa razón, en el mar de expedientes de la Comisión Central de Control del Partido. Vivía tan sólo para los adulterios, las prevaricaciones, las borracheras crónicas y los abusos de autoridad cometidos por los viejos revolucionarios. Era él quien distribuía las advertencias, preparaba las requisitorias, daba oídos a las quejas, preparaba las ejecuciones y proponía recompensas para los ejecutores. “Muchos bajos menesteres tienen que cumplirse; es necesario, por tanto, que existan muchos seres viles.” El pensamiento de Nietzsche cobraba en él su más trágico relieve. ¿Pero cómo era posible que de su carne y de su alma se hubiera desgajado una rama como Xenia? “La vida triunfa sobre nuestra baja arcilla”, pensó Rublev mientras la observaba con una alegría ávida y maliciosa.
La muchacha cruzó las piernas y encendió un cigarrillo. Se sentía tan feliz que temía demostrar a todos su dicha. Adoptó un aire de estudiado despego para decir:
—Papá ha logrado que me manden al extranjero. Estaré seis meses, pensionada por la Dirección Central Textil, estudiando la nueva técnica de tejidos impresos... Papá sabía que
deseaba ir al extranjero... ¡Qué alegría me ha dado!...
—-Y tienes tus motivos para estar alegre,
querida — dijo Dora. — ¿Qué piensas hacer en París?
—Me da vértigo sólo de pensarlo. Visitaré Notre-Dame y Belleville. He leído la vida de Blanqui y la historia de la Comuna. Iré a ver el faubourg Saint-Antoine, la rue Saint-Merry, la rué Haxo, el muro de los Federados... Sé que Bakunin vivió en la rué de Borgoña, pero he buscado en vano el número. Además, es posible que desde entonces los hayan cambiado. ¿Sabe usted dónde vivió Lenin?
—Estuve en su casa una vez — pronunció Rublev lentamente. — Pero he olvidado por completo el lugar donde se hallaba. Xenia soltó una exclamación de reproche. ¿Cómo podían olvidarse semejantes cosas? Sus grandes ojos se dilataron asombrados.
—¿De verdad conoció usted a Wladimir Illitch?... ¡Qué suerte! “Es una niña”, pensó Rublev, “Pero tiene razón”...
—Además — añadió la muchacha tras una ligera vacilación — quiero proveerme de unos cuantos vestidos. Comprar bonitas cosas francesas... ¿No hago mal, verdad?
—Todo lo contrario — repuso Dora. — Todas nuestras muchachas deberían de tener cosas así.
—Eso pienso yo. Pero mi padre dice que los vestidos tienen que ser utilitarios y que los adornos son supervivencias de culturas bárbaras... Dice también que las modas caracterizan la mentalidad capitalista... (Los ojos azules tuvieron un resplandor de risas).
—Tu padre es un viejo y maldito puritano... ¿Qué es lo que hace ahora?
Xenia pareció vacilar unos instantes antes de responder:
—Está muy ocupado con el asunto Tulaev.
Asegura que se trata de una gran conjura.
—Conocí un poco a ese Tulaev — manifestó Rublev con voz algo sorda. — Hace cuatro años tomé la palabra para atacarle en el seno del Comité de Moscú. Estibamos en vísperas de invierno y, como es natural, faltaban los combustibles. Tulaev propuso el inmediato procesamiento de los dirigentes del Trust de los Combustibles. Logré que rechazaran aquella estúpida proposición.
—...mi padre dice que hay muchas personas comprometidas... Según creo... no lo repita porque es bastante grave, han detenido a Erchov... Estaba descansando en el Cáucaso cuando le llamaron. No ha vuelto a aparecer, pero escuché por casualidad una conversación telefónica respecto a su mujer y estoy convencida de que ella se halla también detenida... Rublev cogió el vaso vacío que estaba sobre la mesa y se lo llevó a los labios maquinalmente. Xenia le contempló estupefacta y Dora no pudo contener una pregunta, sorprendida:
—¿Qué estás bebiendo, Kiril?
Éste tardó unos segundos en responder:
—Nada... Absolutamente nada — repitió con sonrisa abstraída.
Se produjo un mutismo penoso. Xenia bajó la cabeza. Entre los dedos de su diestra humeaba, inútil, el cigarrillo. Finalmente hizo un esfuerzo para preguntar:
—¿Cree que nuestra España podrá seguir
resistiendo? Quisiera...
Se interrumpió sin decir lo que hubiera deseado. Rublev volvió a dejar el vaso vacío sobre la mesa.
—No tardarán en derrotarla — afirmó lacónicamente.
Siguió un silencio mucho más largo que el anterior. Dora trató inútilmente de hablar sobre otros temas: “¿Vas al teatro, Xenia? ¿Qué estás leyendo ahora”? Pero sus buenos propósitos cayeron en el vacío. Una niebla húmeda y fría fué invadiendo irresistiblemente la estancia. La lámpara se iba empañando. Xenia no pudo reprimir un súbito escalofrío. Rublev y Dora se levantaron al mismo tiempo para acompañarla hasta el umbral. Al ponerse en pie sobrepasaron por un instante la niebla.
—Xenia — dijo Dora dulcemente —, deseo que
seas feliz.
La muchacha volvió a estremecerse. Estas palabras le sonaban como una despedida. Fué a hablar, pero Rublev la cogió afectuosamente por la cintura:
—Tienes unos hombros de figurita egipcia. Más anchos que las caderas. Con esos hombros y esos ojos luminosos, querida Xeniutchka, trata de preservarte bien...
—¿Qué quiere usted decir?
—Muchas cosas. Ya me comprenderás algún día. Buen viaje.
En el último instante, cuando se hallaba ya en el vestíbulo atestado de montones de periódicos, Xenia recordó una cosa importante que no podía seguir callando.
—He oído decir a mi padre que han vuelto a traer a Ryjik a una cárcel de Moscú, que ha hecho la huelga del hambre y que se encuentra muy mal... ¿Es un trotszkista?
—Sí.
—¿Un agente del extranjero?
—No... Un hombre puro y fuerte, transparente y limpio como el cristal.
En la mirada desesperada de Xenia apareció una expresión de temor.
—¿Entonces?...
—Nada ocurre en la Historia que, hasta cierto punto, no sea racional. Los mejores deben ser aniquilados algunas veces porque estorban, precisamente porque son los mejores. No puedes comprenderlo todavía, querida Xenia.
Un impulso maquinal la lanzó casi al pecho de Rublev.
—¿Es usted oposicionista, Kiril Kirilovitch?
—No.
Esta fué la última palabra de aquella conversación. Tras unas cuantas caricias y unos besos cambiados con Dora — cuyos labios estaban fríos como el hielo —, Xenia desapareció en la penumbra del pasillo. Kiril y su mujer volvieron al interior de la estancia, que les pareció más fría, más grande, más inhospitalaria.
—Así es — pronunció Kiril.
—Así es — repitió Dora con un suspiro.
Rublev se sirvió un vaso de vodka, apurándolo de un trago, y contemplando luego fijamente a su mujer, le preguntó:
-—Dora, tú que vives conmigo desde hace dieciséis años, ¿crees que soy un oposicionista?
Ella prefirió no contestar. Muchas veces se hablaba Kiril Kirilovitch a sí mismo haciendo como que se dirigía a ella. Entonces era mejor no interrumpirle, no cortar con inútiles respuestas el hilo tenso de sus pensamientos.
—Quisiera emborracharme mañana, querida Dora. Me parece que luego lo vería todo con mayor claridad... Nuestro partido no puede permitir ninguna oposición: es monolítico, precisamente porque une el pensamiento y la acción para lograr una eficacia superior. Preferimos errar unidos que tener razón unos contra otros, pues así somos más poderosos en nuestra lucha por el proletariado. Era un viejo error del individualismo burgués tratar de hallar la verdad a través de una conciencia, de la propia conciencia de cada uno..., de la conciencia mía, de aquel, de aquel otro... ¡Nos reímos del yo! ¡Me río del yo y de la verdad con tal de que el Partido sea fuerte...!
—¿Qué partido?...
Las dos palabras pronunciadas por Dora, con voz baja y glacial, en el momento en que el péndulo interior comenzaba su trayectoria a la inversa, causaron su efecto.
—...es evidente que si el Partido se ha traicionado a sí mismo, no es ya el partido de la Revolución, y en ese caso lo que estamos haciendo aquí es ridículo y loco. Precisamente todo lo contrario de lo que debería hacerse en realidad: cada conciencia debería dominarse. Necesitamos una unidad inquebrantable para contener la marea creciente de las fuerzas enemigas... Pero si ocurre que esas fuerzas se apoyan en nuestra unidad, entonces... ¿Qué es lo que acabas de decir?...
No acertaba a estarse quieto un solo instante. Su figura angulosa se desplazaba constantemente de un lado a otro de la habitación. Dora le contempló unos instantes y luego se encogió de hombros:
—Nada.
—Será necesario, entonces, revisar los juicios formulados sobre la oposición entre 1923 y 1930, de siete a diez años antes. Debimos estar equivocados en aquella época y acaso la oposición tenía razón... Tal vez porque nadie creía que la Historia pudiera seguir el curso que llevaba... ¿Habrá que revisar los juicios sobre los años muertos, sobre las luchas ya acabadas, las fórmulas superadas y los hombres sacrificados por diversas causas?
Transcurrieron algunos días. Días de Moscú,
presurosos y apresurados, llenos de ocupaciones, interrumpidas de vez en cuando
por límpidos resplandores, cuando se olvidan todas las preocupaciones para contemplar las
tonalidades cambiantes y la nieve, en la que se refleja un sol hermoso y frío. Por las calles transita un pueblo tan numeroso
como las hierbas de la estepa, mezcla de cien razas diferentes: eslavos, fineses,
mogoles, escandinavos, turcos, judíos... Cien razas unidas en un solo crisol: la Unión. El transeúnte, al
contemplar ese reflujo humano, piensa en las máquinas que producen energía para las nuevas
fábricas; son ágiles y brillantes, con la fuerza de millones de esclavos insensibles. Piensa en
ese mundo nuevo que emerge poco a poco del mal, de la falta de jabón, de ropa blanca, de trajes,
de generosidad, de franqueza y de alegría. Piensa que entorno de las fábricas gigantescas, mejor
provistas que las de Detroit o las del Ruhr, crecen las barracas sórdidas, en las que las multitudes
sometidas a la dura ley del trabajo duermen el sueño de los brutos. Pero asimismo tiene la
seguridad de que la fábrica vencerá a la barraca, y que las máquinas acabarán por dar a esas multitudes, o
a las que las sigan, un sorprendente resultado. El ensueño se hará realidad. Y ese nacimiento de
un mundo nuevo, esa progresión constante de la máquina y la masa, significará necesariamente
el fin de muchas cosas... Kiril dió unos pasos y luego se detuvo junto a
un farol. A su alrededor continuaba transitando el río humano. Se levantó el gorro
de astrakán y pasó su mano por la frente. Dora estaría esperándole con la misma inquietud de
siempre, pero no le importaba. Quería seguir pensando, pensando...
“¿Será también el fin de nuestra generación? ¿Tendremos que perecer para que otros sigan su marcha hacia adelante? ¿Qué duda cabe...? Nuestra resistencia no haría más que agravar el mal. Si un Bujarin o un Piatakov se levantaran de pronto del banco de los acusados para desenmascarar en un periquete a los pobres camaradas que mentían en virtud de órdenes superiores, al fiscal falsario, a los jueces complicados, a los feroces esbirros, al Politburó obediente a los dictados del terror, al Comité Central aniquilado... ¡Qué júbilo en el mundo capitalista! ¡Qué titulares en la prensa fascista! El escándalo de Moscú. La podredumbre del Comunismo. El jefe denunciado por sus víctimas... No; es preferible el fin, sea cual sea. La cuenta se ha de saldar entre nosotros, en el seno de una sociedad nueva corroída por viejas enfermedades...” Y el pensamiento de Rublev no dejaba un instante de dar vueltas en este círculo de hierro. Un anochecer, después de cenar, se puso la pelliza y, calándose el gorro de astracán, dijo a Dora:
—Voy a tomar el aire arriba.
Cogió el ascensor y subió a la terraza, situada sobre el décimo piso. En verano se establecía allí un restaurante caro y los comensales, mientras escuchaban distraídamente los violines, contemplaban las innumerables luces de Moscú. Pero en invierno, cuando no había comensales, ni flores, ni pantallas de colores en las mesas, ni violines, ni aromas de carnero asado, de champaña y de cosmético, era mucho más bello. Sólo la noche extendida sobre la ciudad. El halo rojo de la plaza de la Pasión envolvía las casas cercanas. Desde aquella altura, la electricidad no molestaba la vista y se distinguían perfectamente las estrellas. Resplandores de ascua, surgiendo entre el negro denso de los edificios, señalaban las plazas. Los paseos, claros y verticales, se perdían en la sombra. Con las manos metidas en los bolsillos dio una vuelta a la terraza, tratando de alejar todos los pensamientos que invadían su mente. Una sonrisa desvaída apareció entre la barba y el bigote.
“Hubiera tenido que obligar a Dora a que viera esto. Es magnífico, magnífico...” Se detuvo de pronto, maravillado y sorprendido, ya que, como surgida del cielo y de la noche, acababa de aparecer ante sus ojos una pareja que, enlazada por la cintura e inclinada hacia adelante, se acercaba a él con el movimiento ligero de un vuelo. Los dos enamorados que patinaban a solas en la terraza parecieron precipitarse sobre él e iluminarle con sus rostros cautivados y su labios entreabiertos. Después de describir una extensa curva casi aérea, regresaron hacia el horizonte, es decir, hacia el otro lado de la terraza desde donde se distinguía el Kremlin. Les vio detenerse allá y acodarse en la balaustrada. Les siguió y se acodó como ellos. Se veía perfectamente la alta muralla almenada, las macizas torres de guardia, la llama roja de la bandera, alumbrada por un proyector, sobre la cúpula del Ejecutivo, los bulbos de las catedrales y el vasto halo luminoso de la Plaza Roja...
La joven patinadora echó una mirada de soslayo a Rublev, en quien reconoció al viejo bolchevique influyente, al que un auto del Comité Central acudía a buscar todas las mañanas... el año anterior. Volvió la cabeza hacia él. Entre tanto, su amigo le acariciaba la nuca con las yemas de los dedos.
—¿Vive allá el jefe de nuestro partido? —preguntó la muchacha, levantando la mirada hacia las torres almenadas que se destacaban, envueltas en luz, entre las tinieblas.
—Tiene unas habitaciones en el Kremlin — respondió Rublev —, pero no vive en ellas casi nunca.
— ¿Trabaja allí? ¿En cualquier lado, bajo la bandera roja?
—Sí. Algunas veces.
La muchacha se quedó unos instantes pensativa y luego volvió de nuevo hacia Rublev los ojos luminosos.
—Es terrible pensar que un hombre como él ha vivido durante años rodeado de traidores y criminales. ¡Su vida corre siempre peligro...! ¿No es terrible?
Rublev le hizo eco sordamente:
—...terrible.
—Vamos, Dina — dijo a media voz su acompañante.
Volvieron a cogerse por el talle, se
inclinaron y, como impulsados por una fuerza misteriosa, partieron hacia el otro
horizonte... Rublev, un poco irritado, se encaminó hacia el ascensor.
Abajo halló a Dora, muy pálida, sentada ante un visitante desconocido, joven y correctamente vestido.
—Camarada Rublev, le traigo un mensaje del Comité de Moscú... — Le alargó un sobre amarillo. En el interior, una simple convocatoria para un asunto urgente.— ¿Quiere
acompañarme? Tengo el coche abajo...
—¡Pero si son las once...!— objetó Dora.
—El camarada Rublev estará de regreso dentro de veinte minutos — aseguró el desconocido. — Podrá utilizar el coche, si lo desea.
Rublev hizo una señal de asentimiento.
—Estaré abajo dentro de tres minutos.
Luego, cuando el mensajero hubo salido, contempló a su mujer. Tenía los labios exangües y un rostro amarillento, como desfallecido. Ella le miró también a su vez y murmuró:
—¿Qué crees que será?
—-No lo sé. Ya sabes que ha ocurrido otras veces. Claro que, de todas maneras, es bastante extraño...
Trató de aparentar una serenidad que estaba muy lejos de sentir. No había ningún socorro posible. Se besaron rápidamente, maquinal-mente, con los labios helados. “En seguida
volveré...”, pensó Rublev. “En seguida...”
Las oficinas del Comité estaban completamente desiertas. En la secretaría, un grueso tártaro, con el cráneo afeitado, la guerrera cuajada de condecoraciones y el labio superior orlado de pelo negro, leía los periódicos mientras bebía una taza de té.
—¿Rublev? ¡En seguida!
Abrió una carpeta y sacó de su interior una hoja mecanografiada. La leyó con las cejas fruncidas y luego levantó el rostro, un rostro congestionado, sudoroso y grasiento de buen
gastrónomo.
— ¿Tiene usted el carnet del Partido? ¿Quiere enseñármelo?
Rublev sacó de su cartera la libreta de tapas rojas donde estaba escrito: “Afiliado desde 1907”. Más de treinta años ¡Y qué años...!
—Bien.
La libreta de tapas rojas desapareció en un cajón de la mesa.
—Es usted objeto de una instrucción criminal. Si ha lugar, se le devolverá el carnet después
del sumario. Eso es todo.
Rublev esperaba aquello desde hacía largo tiempo. Sin embargo, no pudo evitar que el furor erizara sus cejas, crispara sus manos y apretara sus mandíbulas... El funcionario echó para atrás su sillón.
—No sé nada más... Cumplo órdenes precisas. Eso es todo, ciudadano.
Rublev dio media vuelta, sintiendo en su interior un extraño alivio. Siguió un corredor vacío y desembocó en la gran escalinata de mármol. Luego atravesó la doble puerta giratoria y salió a la calle. Una ráfaga de frío seco le azotó el rostro. Levantó la cabeza y vio el auto negro del mensajero que le esperaba junto a la acera. Al lado del joven desconocido, que aguardaba fumando, había alguien más. Éste se acercó para decirle en voz baja:
—Camarada Rublev. Tiene que acompañarnos... Es cosa de unos instantes y...
Kiril Kirillovitch asintió:
—Ya sé, ya sé.
Abrió la portezuela, penetró en el “Lincoln” helado y cruzó los brazos, ejerciendo toda su voluntad para dominar una explosión de furor desesperado...
Los cristales reflejaron las calles, oscuras y nevadas.
—¡Frene...!— ordenó al chofer, que obedeció en silencio. Entonces bajó el cristal para ver mejor un trecho de la calle. Que fuera la que fuera... No le importaba. La calzada resplandecía, cubierta por una capa de nieve virgen. Un viejo hotel señorial, vestigio del siglo pasado, parecía dormir, sumido en un sueño profundo de cien años. Los troncos plateados de los álamos brillaban débilmente en el jardín. Contempló pensativo lo que se ofrecía ante sus ojos. Una villa, envuelta en un perfecto silencio, en una pureza de ensueño... ¡Adiós, villa sumergida! El chofer aceleró... “Somos nosotros los que estamos bajo el mar”, pensó Kiril. “Pero es igual... Hemos sido fuertes...”
Víctor Serge El Caso Tuláyev [1948], México, Ediciones del Equilibrista, 1993.