FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Sobre el interés histórico del film


Revisión de un relato

 

Imagen película

 

 

 

LA GRAN GUERRA Y EL SIGLO XX COMO ESCENARIO DE BATALLA

 

 

 

 

 

Casi treinta y cinco años habían pasado desde el final de la Segunda Guerra Mundial cuando Samuel Fuller emprendió la realización de su propia versión de la participación de su país en la contienda. Como siempre, la fecha de producción de un film es un dato importante para su interpretación, y lo es aún más en este caso, dado el contexto particular en el que Fuller decide volver a narrar la gran causa bélica de los Estados Unidos en el siglo XX, acontecimiento en el que el propio director había participado como soldado. Trazaremos en lo que sigue un plano general de este contexto antes de adentrarnos en la lectura de la obra. 

 Entre los años setenta y los ochenta, con los ecos recientes de la invasión a Vietnam, el género bélico experimentó en Hollywood una importante renovación con la producción de una serie de filmes referidos sobre todo a la narración de la experiencia de los soldados norteamericanos en el pequeño país del Sudeste siático. La mirada del cine de los Estados Unidos sobre Vietnam marcó, en términos generales, un cierto punto de quiebre en relación con el relato del protagonismo militar del país en la historia del siglo XX y registró un evidente descontento social y cultural frente al desastre de una guerra sostenida por más de una década por presidentes diferentes y por gobiernos de distinto signo político. Apocalypse now (Francis Ford Coppola, 1979) fue tal vez la más impactante de las películas que presentaron la experiencia en Vietnam bajo una cierta perspectiva crítica que requeriría, de todos modos, un análisis aparte. Por otra parte, tampoco procede exagerar acerca de esta dimensión crítica: junto a ella, también se hicieron varios filmes de propaganda, como Los boinas verdes (The green berets, de Kellogs, Wayne y Le Roy, 1968) en el que se presentaba de manera plana la justicia y la necesidad de la propia causa a la luz de la crueldad de los combatientes vietnamitas.

 Con todo, y a pesar de los contrapesos, la mirada del cine de Estados Unidos sobre Vietnam implicó una ruptura parcial en la tradición del cine bélico desarrollado hasta los años setenta en relación con la Segunda Guerra Mundial, bajo un tono en general autocelebratorio y triunfalista, que ponía el acento en la necesaria y justa asunción de la causa de los aliados contra las fuerzas de los fascismos –acento que ocultaba prolijamente cualquier colaboración con las fuerzas soviéticas– y el papel preponderante de las tropas norteamericanas en la victoria final en Europa y el Pacífico.

 Hay que señalar, sin embargo, que ese relato simplificador no fue inmediato y que se fue gestando y desplegando con mayor amplitud en el marco de la Guerra Fría. Durante la contienda propiamente dicha, grandes directores como John Ford y Raoul Walsh, por citar dos ejemplos importantes, realizaron películas amargas y oscuras sobre la marcha de la guerra, la experiencia de los soldados y los efectos en las vidas humanas y en la nación de una experiencia histórica que sobrepasaba cualquier previsión de las autoridades y de los integrantes de las tropas. Fuimos los sacrificados (They were expendable, John Ford, 1945) y Objetivo Birmania (Objective Burma, Raoul Walsh, 1945) resultan pruebas cabales de que no había en el cine norteamericano contemporáneo a la guerra –a diferencia de lo que ocurría en otros grandes Estados participantes– un relato homogéneo de propaganda, y de que ciertos directores importantes –recordemos que Ford participó en la guerra como teniente de Marina– tomaban nota en algunos de sus filmes de los costados más violentos y desgarradores de un acontecimiento que, como se desprende de ambos filmes, iba a marcar para siempre la vida histórica de la nación.

 Recién a lo largo de los años cincuenta, y sobre todo en los primeros sesenta, en el marco de la extensión de la Guerra Fría, se afirmó el relato cinematográfico de la Segunda Guerra Mundial como la gran victoria de los Estados Unidos, la expresión de su incontestable superioridad militar y la consolidación de su hegemonía mundial. Seguramente, el film que aún hoy mejor trasluce estos tópicos es El día más largo del siglo (The longest day, de Annakin, Marton, Wicki, Oswald y Zanuck, 1962), en el que el desembarco de las tropas estadounidenses en Normandía se narra en el tono de un paseo dominical sin mayores dificultades y con un solo soldado propio muerto por la artillería enemiga.

 La Segunda Guerra siguió siendo durante muchos años para el cine de los Estados Unidos solo la batalla necesaria y honorable, la causa justa que reordenó y difundió al mundo los valores de la nación, vinculados con la proclamación de la defensa de la libertad y de la democracia.

 Recién hacia finales del siglo XX, tras el colapso de la Unión Soviética, Hollywood se permitió contar ciertas instancias fundamentales de la guerra con un grado mayor de rigor histórico y de realismo. Seguramente, la secuencia inicial de Rescatando al soldado Ryan (Saving private Ryan, de Steven Spielberg, 1998) es la que mejor expone este giro, aunque Spielberg reinscribía al final del film la experiencia de la guerra en el marco del gran relato de la nación, la forma en la que narraba el desembarco en Normandía –que cita explícitamente al film de Fuller en un pasaje–, clausuraba definitivamente el relato de una victoria tranquila, sin mayores costos y en la que la propia superioridad militar era amplia y evidente. Si se trató de una victoria fundamental para la historia propia y la mundial, no hacía falta ya presentarla como un trámite militar sin mayores obstáculos. Sin dudas, el final de la Guerra Fría estaba en la base de este viraje en la representación histórica de la guerra por parte del cine.

 La política exterior norteamericana se ha mostrado y se muestra generosa con la industria del cine en materia de provisión constante de circunstancias históricas con las que recrear y extender el género bélico. Hay que concluir que Hollywood ha retribuido con creces esta generosidad haciendo de la guerra, sobre todo de la segunda, su espectáculo comercial más rentable durante varias décadas. Esta afirmación puede sostenerse parciamente aún en nuestros días: mientras los hechos cotidianos de la guerra –de las guerras– de Estados Unidos en el mundo pasan inadvertidos para la mayor parte de la opinión pública, las películas sobre Irak o la presencia del país en la región de Medio Oriente siguen funcionando como grandes mercancías de consumo masivo, que prestigian a ciertos directores. Kathryn Bigelow, por ejemplo, cosechó un Oscar y un reconocimiento bastante amplio de la crítica a partir de Vivir al límite (The hurt locker, 2008) y La noche más oscura (Zero dark thirty, 2012) en las que narra la experiencia de soldados estadounidenses en Irak y la operación secreta que permitió el asesinato de Osama Bin Laden por orden del gobierno de Barack Obama. Más recientemente, Clint Eastwood, uno de los pocos grandes directores clásicos en actividad, obtuvo el mayor éxito de taquilla de su carrera con El francotirador (American sniper, 2014), controvertido film basado en las memorias de un tirador en Irak. Concluyamos entonces: buena parte de lo que el gran público sabe o sabrá sobre las guerras de Estados Unidos proviene de las imágenes que el cine le proporciona.   

 Sin embargo, la afirmación de los relatos masivos en los que se encuadra la mayor parte de la producción cultural sobre temas importantes de la historia no excluye que en un segundo plano y desde perspectivas laterales se presenten miradas disidentes, discordantes o directamente críticas respecto de lo que se expone en la tradición central. Así queremos considerar el film de Samuel Fuller que nos ocupa: realizado en el ocaso de la Guerra Fría y a la vuelta de la experiencia decepcionante en Vietnam, Más allá de la gloria revisaba todo un género apartándose de sus elementos consagratorios fundamentales, deteniéndose en la percepción de sus protagonistas y narrando la guerra como una experiencia demencial en la que la victoria de la propia nación resulta una circunstancia secundaria a la que no cabe adjudicarle gloria alguna.

 Repasaremos en lo que sigue ciertas instancias del film de Fuller, para explorar en ellas una cierta forma singular de narrar la experiencia de la guerra y determinados puntos de ruptura con los elementos centrales del gran relato bélico triunfalista dominante.

 

 Los que van por delante

 Imagen película II

 

 

 

 

 

UNO ROJO, DIVISIÓN DE CHOQUE: INTEGRANTES DEL BATALLON DE RIFLES 

 

 

 

 

Fuller abre su film con una secuencia extemporánea, extraña e inquietante que tendrá su verdadero final en el cierre de la película. En plena Francia, en 1918, un soldado norteamericano es atacado por un caballo desbocado y salva apenas su vida en medio de un campo de batalla poblado de cadáveres. Mientras se reincorpora, un militar alemán se le acerca manos arriba farfullando que la guerra ha terminado. El soldado desconfía y lo mata. Al regresar a la trinchera le informan que era cierto: la guerra había terminado la medianoche anterior.

 La extraña presencia del caballo encabritado que sirve de preludio a la secuencia nos introduce en un clima de violencia irracional y de descontrol: la primera impresión de Fuller sobre la guerra es que liberó fuerzas imprevisibles e incontrolables y que sus lógicas pueden apartarse completamente de las razones que se han esgrimido para el enfrentamiento entre naciones y entre hombres. Su rostro es el de esa Gorgona cuya mirada pétrea desafía al observador de forma insidiosa e inescrutable.

 Pero la decisión del director de dar comienzo al film con un episodio de la Gran Guerra presenta otras posibles lecturas: a Fuller no le interesa poner el foco de su película en volver a narrar la victoria de su país coronada en 1945, conocida y repetida hasta el hartazgo por su industria cinematográfica; de manera más universal, le interesa desplegar un relato discreto sobre la guerra como tema, sobre la guerra como gran tema del siglo XX y sobre la guerra como tema del cine. Lo hace de manera clásica, trazando un relato cronológico lineal que conduce a sus protagonistas por las instancias militares más importantes del curso de la contienda en Occidente desde el punto de vista de la incorporación tardía de los Estados Unidos al conflicto: el norte de África, Sicilia, el desembarco en Normandía, Francia, Bélgica, Checoslovaquia, Alemania… Su relato no se aparta del formato tradicional de la crónica bélica de un grupo de combatientes. Su novedad radica en otro rasgo: no hay en el film de Sam Fuller un solo elemento de glorificación de la guerra y, lo que es aún más rupturista, en su corolario de un humanismo simple y contundente no se advierten trazos de la celebración patriótico militar característica del gran relato de Hollywood sobre el tema.

 En la elección de sus protagonistas se percibe una intención clara: un sargento veterano y curtido –nuestro soldado de la Gran Guerra, un impasible Lee Marvin cuya gestualidad mínima expone de forma poderosa el corazón del film– conduce a un batallón de jóvenes tiradores, El gran Uno Rojo –título original de la obra– que sirve de división de choque encargada de abrir frentes de combate para las fuerzas masivas que se despliegan detrás. Se trata de un grupo de muchachos corrientes que, como señala Zab, el tirador que relata en off el paso entre secuencias– no tienen las más mínima idea de por qué combaten en tierras tan lejanas y, como sucede en el primer episodio, se sorprenden de estar frente a soldados franceses que defienden a los alemanes en Argelia. En el episodio africano se perciben ya algunos de los elementos que serán constantes en la mirada suspicaz que el film despliega sobre la conducción de la batalla: por un lado, los enemigos circunstanciales que se vuelven amigos de pronto marcan lo difícil que resulta comprender las lógicas de una guerra que ha empezado “entre los otros”; por otro, las decisiones estratégicas de la superioridad militar resultan siempre incomprensibles para los soldados y, las más de las veces, desastrosas en el propio terreno de combate. Así, los muchachos tendrán que enterrarse literalmente en el desierto para evitar ser presa fácil de una división de tanques nazi en una partida a la que han sido expuestos sin sentido por órdenes de “nuestros brillantes generales”. Salvarán el pellejo milagrosamente, al precio de no participar de la toma de África del Norte por su propio ejército.

 Fuller presenta aquí por primera vez su gran decisión en el relato: las conquistas militares se narran de forma indirecta, por voces de otros o por noticias posteriores: nunca son objeto de la cámara. Incluso en la larga secuencia del desembarco en Normandía, el director elige cortar el relato allí donde el grupo consigue abrir la primera brecha en la cabecera de playa, no se detiene en el avance de las tropas y no dedica un solo plano ni una sola palabra al resultado final de la operación. Como en África, en Italia y en Francia, los protagonistas de su película se desplazan por los márgenes de los escenarios de batalla, lo que le confiere a la mirada del film una calidad singular: Más allá de la gloria funciona sobre todo como un comentario sobre la guerra y, más particularmente, como un comentario sobre la guerra en el cine norteamericano.

 

La guerra como carnicería

 Desde esa perspectiva de comentarista, Fuller introduce un elemento fuertemente discordante con el relato lineal de la gran victoria: a lo largo de toda su película muere la mayor parte de los soldados norteamericanos que van apareciendo junto a los protagonistas. Desde África hasta Alemania, los novatos que se integran a la división caen uno a uno con tal rapidez que, como cuenta Zab, muchas veces ni siquiera llegaban a aprender sus nombres. Lemchek es la excepción: sobre el final del film convive un tiempo prolongado con el grupo, pero su caso viene a reforzar el principio general: al morir en el bosque, en una escena a la que Fuller le dedica sensible atención, deja de nuevo al grupo con sus integrantes originales. Esta tensión entre los soldados veteranos y los novatos –que se desliza ya entre el sargento y sus muchachos– le sirve al film como recurso narrativo de notable elocuencia: los que van por delante, tentando las posiciones enemigas, sirven de señuelo y de descarga de munición del adversario. Sin ellos, sin los que son lanzados a la descampada protegidos solo por la suerte, buena parte de las acciones militares del grupo serían imposibles. La guerra no solo produce muertos, los necesita.  

 

Imagen película III EL DÍA D MÁS ALLÁ DE LA VICTORIA

 Y es aquí donde se impone analizar la secuencia del Día D, punto culminante de la guerra desde la perspectiva de los Estados Unidos y escena reiterada del espectáculo cinematográfico que Hollywood ha rendido a la causa. Fuller procede hacia la desmitificación con los mismos elementos discretos que organizan su film desde el principio: la cámara sigue a la división a lo largo de la playa, la voz de Zab nos informa despaciosamente de la masacre mientras la cámara se desplaza, sin subrayados, por un escenario de horror en el que yacen largas filas de cuerpos depositados sobre la arena: el producto de una operación demencial cuyo éxito dependía en parte del agotamiento de las armas enemigas sobre los primeros en desembarcar. No es solo el resultado marginal de la contienda, la estrategia del desembarco incluía la necesidad de esa masacre de los propios soldados como medio para el agotamiento de la artillería alemana. Fuller no se lo hace decir a nadie, lo muestra de manera cabal construyendo las imágenes de esos soldados incautos que van a morir por miles casi sin haber llegado a poner pie en el continente europeo.

 La mirada crítica del director se extiende y se profundiza en el episodio del Bangalore, el torpedo que la división debe armar para penetrar y bombardear las líneas alemanas. Mientras el sargento cuenta, uno a uno los novatos van cayendo ante las balas enemigas con espantosa facilidad. De nuevo aquí insiste el principio de acumulación: morirán todos los hombres necesarios antes de que uno consiga pasar para completar el montaje del dispositivo. Y no es tanto el arma en sí misma, que resulta ciertamente extravagante, sino lo inadecuada que parece para un terreno en el que solo se puede poner en funcionamiento entregando varias vidas a las armas enemigas. Zab lo dice con claridad: “Me gustaría conocer al imbécil que lo inventó”. Spielberg recupera el episodio Bangalore en su versión posterior de los hechos; en medio del desbande y de la carnicería, el arma resulta finalmente eficaz en ambos filmes –una recurrencia que da cuenta de lo importante que fue durante el desembarco–, pero para que funcionara era necesario entregar muchas vidas al fuego a discreción de la artillería alemana.

 Sobre la parte final del film Fuller lleva a sus soldados a Falkenau, en Checoslovaquia, uno de los campos de exterminio que los nazis hicieron construir en Europa central y oriental a la par de la marcha de la guerra. En una operación rápida, las fuerzas norteamericanas toman el campo frente al desbande y la huida precipitada de los alemanes; nada extraordinario sucede durante el enfrentamiento. Pero al ingresar a las instalaciones, los miembros del escuadrón se encuentran, sin ninguna clase de preparación, ante los hornos y los restos del exterminio de ritmo febril del final de la guerra. Fuller elige a Griff (Mark Hamill), el soldado que no podía disparar, para registrar en su mirada y en su reacción algo que sobrevive en su propia memoria de la liberación de Falkenau. El film se detiene en el gesto repetido y absurdo de un joven que no puede integrar lo que ve con lo que sabe y espera del mundo, ni siquiera después de haber combatido por más de dos años en los más diversos frentes. Después de abrir las puertas de cada uno de los hornos crematorios, Griff dispara a una imagen fuera de cuadro hacia el interior de un horno en el que intenta ocultarse un soldado alemán; se queda disparando un largo rato, detenido en una imagen que está más allá de su propia imagen del hombre. Fuller demora la secuencia más allá de los tiempos convencionales, la prolonga incluso en el sonido de las balas que cobra el tono de una letanía interminable; la reacción del muchacho adquiere así un sentido conmovedor que da cuenta de su propia conmoción. Algo en el paso del tiempo –del film y de quien lo narra– se ha perturbado y se transmite en esa escena en la que el director admite sus limitaciones para exponer lo que se ha quebrado de su confianza en la especie.

 

Imagen película IV FALKENAU, LA RUPTURA HISTÓRICA Y LA SUBJETIVA

 

 

La secuencia se prolonga con la historia muda del niño rescatado de la enfermería del campo. Anónimo, inexpresivo, silencioso, el chico pertenece ya a un mundo sin conexión con el de los soldados y del sargento que se empeña en salvarlo. Es una pena que los productores hayan exigido la inserción de la voz en off en este pasaje ciertamente extraordinario del film que termina de narrar la parte más profunda de la violencia y del horror de la guerra: un niño sin nombre, sin familia y sin procedencia nacional muere después del tormento del campo en el que, seguramente, el resto de su familia ha sido también asesinado. No es solo su propia conmoción la que aparece inenarrable en esta escena, es la propia historia de las víctimas particulares la que resulta del todo irreconstruible.    
 

Lo que sigue su curso, lo que se detiene

 En una nota dedicada a la edición del film en DVD en el año 2004 –The big red one, reconstruction (http://www.chicagoreader.com/chicago/the-most-intelligent-american-movie-of-the-year/Content?oid=917270) el crítico e historiador del cine Jonathan Rosenbaum rememora sus propias impresiones en el momento del estreno del film en 1980: lo había considerado entonces la película [norte] americana de cualquier género más inteligente del año. ¿Cómo leer esta impresión y este comentario sobre un film de apariencia más bien convencional y alejado de toda pretensión vanguardista?

 Imagen película V

 Termina un tiempo, otro comienza

 Tal vez podamos convocar una imagen precisa del film para conducir esta interpretación, la de un brazo extendido en Omaha, miembro ya inerte de un cuerpo abatido bañado por las olas. En el reloj pulsera y a su alrededor el tiempo sigue su marcha, el tiempo de la historia, el que se contará en lo sucesivo como el de una gran victoria. Pero el tiempo subjetivo, el del hombre que yace en la playa, se ha detenido para siempre, indiferente ahora al curso de los grandes acontecimientos a los que ha servido. He aquí el abismo profundo que atraviesa el film todo: el de la distancia indecible entre la dimensión épica de los hechos y la experiencia de quienes los vivieron y los hicieron posibles.

 No importa demasiado que el film haya sido cercenado por los productores y reducido en más de cuarenta minutos en su extensión original; aun intervenido, queda claro que la resignación y la amargura seca que se desprenden de Más allá de la gloria son las de su propio director, combatiente él mismo en la guerra, integrante de un escuadrón de rifles, miembro de un Uno Rojo como el de su film: para Fuller también, la guerra que vivió y que se demoró más de tres décadas en poner en imágenes fue un acontecimiento en el que una parte importante de su imagen del mundo se quedó detenida en una experiencia que trastocó profundamente los sentidos de la historia.

 No hay entonces más gloria que reivindicar que la de haber salvado la vida y, acaso, la de haber salvado otras vidas: en el final, el sargento intenta evitar que muera un alemán que ha apuñalado, en una escena que funciona como espejo del prólogo del film. Como en La gran ilusión, el gran clásico de Renoir sobre la Primera Guerra, Fuller concluye aquí, con su protagonista, que nada hay más importante en la historia que el respeto por la vida. Un corolario humano y pacifista tan básico como verdadero a los ojos del film, así como negado una y otra vez por la marcha de la historia.   

 

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