FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

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Sobre el interés histórico del film

 

El título del film y el relato mitológico están extraídos de la compilación de leyendas de los nativos de la isla Nias, realizada por el antropólogo W.L. Steinhart en 1934. Los autores de los poemas y las canciones son: Amir Hazah, Vincent Monnikendam, Rendra, Subagio Sastrowardoyo y Sitor. Sus intérpretes son: Djumila Arps, Suhardi Djojopraspeyo, I. Gde Parimartha y Meira Setiawati

 

El ojo del amo

 A partir de una investigación realizada sobre la base de algo más de doscientos filmes de propaganda imperialista registrados en el sudeste de Asia y guardados por diferentes archivos holandeses, Vincent Monnikendam produjo un extraordinario trabajo de selección, edición y composición cinematográfica al que llamó Moeder Dao, con forma de tortuga.

El director trabaja con filmes pertenecientes al período 1912-1933 que fueron registrados en película de nitrato sin sonido por diferentes camarógrafos y que recogen diversas instancias de la vida social bajo la dominación colonial sobre las posesiones holandesas en el sudeste asiático, parte de la actual Indonesia. Monnikendam se vale del material para elaborar un relato de apariencia antropológica que enhebra con ciertas obras de las culturas nativas recitadas o cantadas en off en relación con las imágenes que estructuran su película. El film se constituye así en un singular ensayo histórico en el que las imágenes que fueron originalmente producidas en procura de la afirmación de una ideología imperial en plena actuación sobre el mundo, devienen en material de revelación de ciertos supuestos, representaciones y relaciones fundamentales de esa ideología y de algunos de sus correlatos.

La revisión de Monnikendam desprende a las imágenes de un supuesto contenido inmanente e interroga de este modo una forma de ver a los otros y de verse a sí mismo por medio de las imágenes de los otros en los relatos del imperialismo moderno: en Moeder Dao, lo que servía a la consolidación de la ideología del imperio se nos ofrece como materia de extrañamiento, distanciamiento y reflexión sobre la institución de un tiempo histórico y sobre las instituciones que ese tiempo nos ha legado y que forman a su vez parte sustantiva de nuestra historia, en tanto parte sustantiva de la marcha histórica de la modernidad. Entre los pliegues de viejas películas que gritan en silencio su historicidad, el director construye una obra en la que las imágenes se tornan historia de sí mismas y del mundo que las produjo.

 

Imaginación imperial

Hombres, mujeres y niños registrados en grupos o individualmente por cámaras que mantienen en general una distancia del observador curioso y prudente. La aproximación a los habitantes de las “Indias holandesas” que se puede comprobar en las imágenes que organizan Moeder Dao da cuenta de una mirada que conjuga la fascinación por el exotismo con una clara voluntad del señalamiento de la diferencia. El otro tiene existencia propia, pero sus hábitos extraños y su apariencia salvaje dan cuenta de un estado previo de la organización social que la cámara blanca viene a registrar y comprobar.

 

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HOMBRE BLANCO EN EL CENTRO DE LA IMAGEN, DUEÑO DE LA PALABRA.

 

Esta mirada de la cámara aloja una doble percepción / posición del sujeto sometido que articula un conjunto de representaciones del imperialismo: en general, las imágenes se toman desde una distancia media y de arriba hacia abajo. Esta forma de imaginar -en el sentido de producir imágenes- a los otros y de exponer su relación de inferioridad con el ojo del hombre blanco expresa la valoración positiva del accionar imperial: estas gentes que se distinguen apenas del estado de naturaleza necesitan el liderazgo y la conducción hacia el progreso. Así, el orden social y político se presenta en grupos pequeños o en multitudes de indígenas reunidos para diferentes fines siempre arracimados en torno de uno o de unos pocos hombres blancos. Estos, que se distinguen con nitidez por sus ropas también blancas, aparecen indefectiblemente en posiciones de poder que se muestran en la organización interna de las imágenes y en la composición de los encuadres, expresión de la verticalidad del vínculo.

Hay también imágenes de hombres y mujeres nativos solos, rostros indagados por la cámara con asombro y detenimiento. Muchas veces sus miradas no establecen conexión con quien los mira cámara de por medio, como si quisieran sustraerse al acto de ser filmados. Simplemente están ahí para ser observados con interés antropológico, como seres extraños, habitantes de un mundo salvaje y primitivo. ¿Qué implica el acto de filmarlos, de registrarlos como prendas de una colección exótica que no interesa conocer más allá de sus rasgos más exteriores? En parte, seguramente, una secreta admiración por una forma tan extrema de la otredad, en parte, una operación estética que viene a justificar las políticas de la dominación sobre seres tan evidentemente atrasados e improductivos. La cámara viene entonces a continuar, por otros medios, la empresa colonizadora agregando a la violencia de los hechos del imperialismo la violencia del acto de filmar a los otros como inferiores.

 

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EL ROSTRO DEL OTRO Y LA JERARQUÍA SOCIAL: LA CÁMARA TRABAJA CONTRA LA IGUALDAD.

 

¿Cómo se puede filmar a los otros como inferiores? Mirándolos a través de una cámara que los registra como rarezas y cuyo interés termina donde podrían emerger los signos de la igualdad. Recortados por la mirada del amo, separados de sus comunidades, aislados como ejemplares de museo o agrupados en torno del blanco, los hombres y las mujeres que la cámara atrapa y guarda para el futuro, sólo aparecen en actitudes laboriosas y positivas cuando se ha establecido alguna forma del orden colonial en su derredor. De esta forma, se desconoce cualquier atisbo de organización social y económica previa a la llegada de la civilización europea y se sanciona, al mismo tiempo, la necesidad de la dominación, no como un nuevo orden, sino como el orden, sin más.

 

Naturaleza, economía y sociedad

Moeder Dao comienza con una serie de imágenes de explosiones que parecen erupciones en cadena en un territorio volcánico. El paisaje natural parece desintegrarse y volar por los aires en ese breve preludio que adelanta el impacto de las transformaciones que sucederán al entorno y a las culturas tras la llegada pronta de los hombres blancos. Montados, atravesando ríos, surcándolos en sus naves, abriendo al medio la naturaleza con sus locomotoras a vapor. La modernidad occidental vence a la naturaleza y a las culturas primitivas y se abre paso devastando la superficie, deforestando, cuadriculando el paisaje y arrasándolo para volverlo útil a sus intereses. El contraste entre el ambiente natural y algunas de las obras formidables que vienen a domeñarlo es notable y resulta por un momento imposible sustraerse al elogio del progreso que se desprende de esta colisión. La brutalidad de la obra no lo es menos, en menos de dos décadas desaparecen enormes extensiones de bosques, se construyen grandes ingenios, se disponen trabajadores, máquinas y herramientas para explotar a los hombres y a la tierra hasta su extenuación.

La técnica viene a realzar la distancia entre mundos y reforzar así la vastedad de la empresa europea: estructuras altísimas que tienden puentes para que el tren atraviese la selva, naves que transportan hombres, máquinas y mercancías por tierra, agua y aire, grandes fábricas emplazadas en medio de la espesura, lindantes a los terrenos de cultivo de las materias primas. El contraste es elocuente y productivo, reafirma el valor positivo de la obra del imperio en condiciones tan desfavorables, pero deja a su vez testimonio de lo monstruoso de esa obra que opera sin transiciones la incorporación de una región desconectada de la economía mundial como un apéndice del movimiento mercantil que alimenta la industria moderna. En este contexto, las breves imágenes de los indígenas practicando rituales, danzas, y ceremonias tradicionales mientras las cámaras los filman como para inventariarlos, funcionan como fragmentos de un mundo destinado a desaparecer, astillas de aquella explosión, postales que se podrían guardar y ordenar en un álbum de viajes.

 

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 RITUALES NATIVOS PARA EL REPERTORIO DE LA OTREDAD. DETRÁS, UN NÚMERO CLASIFICA LA PERTENENCIA A ALGÚN TIPO DE ORDEN BLANCO.

 

En derredor de esta nueva fuerza, a la vez destructora y productiva, se constituye un nuevo mundo para los nuevos amos. Ciudades trazadas con calles anchas surcadas por automóviles, grandes tiendas y mercados que proveen todo lo necesario para las familias blancas paseantes, amplias casas señoriales emplazadas a distancias convenientes de la ciudad y las unidades productivas. En las calles, en los comercios, en las casas, los nativos ocupan los márgenes del cuadro, mendigando, acarreando, sirviendo. Ocasionalmente, los amos en su infinita benevolencia acogen niños y niñas nativos, los adoptan y los integran a la mansión blanca, para su buena educación y para las tareas del servicio doméstico. Si es así, los exhiben orgullosamente en sus imágenes de familia, como souvenirs de las colonias o como pruebas concluyentes de la obra positiva que realizan sobre el mundo. Pero muy cerca de allí sus propias imágenes los traicionan, la mayor parte de los niños que expone la cámara están abandonados, famélicos huérfanos desnudos en las calles, o trabajan en los cultivos, a la par de la explotación de sus mayores.

 

Tiempos modernos

 Monnikendam no subraya ni enfatiza, pero se desprende de su trabajo una cierta aproximación recurrente a las imágenes de los campos de trabajo. La discreción del director habilita la distancia reflexiva del espectador. Diseminadas por el film, vemos en secuencias que no se proponen organizar una narración lineal, personas obligadas a trasladarse fuera de sus tierras natales, migrantes forzados que se transportan en trenes hacia espacios cerrados delimitados con altos alambrados. Al llegar, cargados de sus pertenencias, se los inscribe mediante el registro de sus huellas digitales, se examina su estado físico, se los asea y se los provee de uniformes. Una vez ingresados son sometidos a un régimen sistemático de explotación que incluye el laboreo de la tierra, la cosecha, el acopio del producto y la elaboración industrial en grandes galpones dispuestos para la producción en los que se combina el trabajo manual y el uso de ciertas máquinas, sobre todo en el final del proceso. A los trabajadores, hombres, mujeres y niños, se les administran alimentos en pequeñas escudillas que se sirven de una gran caldera colectiva.

Se trata, sin más, de un régimen de trabajo forzado organizado en campos de concentración de mano de obra similar al que se implementaría muy pronto en Europa bajo el nazismo o al que organizaba el gulag soviético. No se perciben aquí, sin embargo, rastros de disciplinamiento político o de los mecanismos de segregación, corrección o punición característicos de las formas concentracionarias europeas. Este detalle no es menor: la concentración es aquí un dispositivo político de la economía para la organización racional de la producción y no un castigo para quienes no acatan o no aceptan un orden determinado. Dado que para la lógica del colonizador, el espacio colonial ocupa un cierto lugar de exterioridad dentro de su sistema de poder, en los territorios coloniales que registraban las cámaras del imperialismo a principio del siglo XX no se distinguen un adentro y un afuera del sistema; no se trata de corregir, castigar o separar a los dominados; aquí, el encierro en campos de trabajo forzado es el orden en sí mismo.

Las formas inadvertidas y naturalizadas en las que se filma el dispositivo da cuenta de la valoración positiva de quienes lo registraban: lo que resalta no es modo alguno negativo, la mirada supone y expone la superioridad de la racionalidad occidental, exhibe la eficiencia de un sistema complejo que integra a grandes cantidades de personas y que produce enormes beneficios, aleja a los nativos del ocio en el que malviven cotidianamente en su práctica indistinción con la naturaleza e introduce en la región las fórmulas del progreso económico y social que posibilita el tránsito necesario entre tradición –local- y modernidad –global-. He aquí un relato espléndido y poderoso de las bondades de la modernidad capitalista en su marcha planetaria.

 

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ESCENAS DE LA EXPLOTACIÓN COLONIAL: HOMBRES ATRAPADOS ENTRE LA TIERRA Y LA MANUFACTURA

 

Consecuente con sus misiones, la ideología del imperialismo no se limita a organizar espacios, seres y objetos en procura del máximo beneficio económico, se ocupa también de los sujetos débiles y enfermos llevando hacia ellos los cuidados de la ciencia y los consuelos de la religión. Hospitales y misiones en las que se practica la antropometría, se estudia y se clasifica a los enfermos, se imparten los relatos de la fe cristiana. En estos espacios la distinción entre el uno y la multitud es mucho más evidente y no sólo por los apartamientos inherentes al cuidado del contagio de las enfermedades. Se registran las tareas sanitarias y de evangelización poniendo un énfasis mayor en la acción loable y sacrificada del hombre blanco en condiciones relativamente más desfavorables que en la órbita de la economía. Si en muchos pasajes, el dispositivo de la dominación parece funcionar sin hombres blancos a la vista, en los márgenes de la empresa imperial es necesario reafirmar el compromiso moral y humanitario de la tarea: debemos salvarlos, llevarlos por el camino de la fe verdadera, a los pobres, a los enfermos, a los desvalidos, a los ignorantes. La imaginación imperial muestra aquí las dos caras de su lógica inherente: la dominación colonial es una necesidad material de los otros y, entonces, un deber moral para nosotros.

 

Educación para nativos

 

Más ambiguas y problemáticas resultan las escenas de los dispositivos escolares para la educación de los niños y niñas nativos. Distanciarse de esas imágenes exige interrogar no sólo las lógicas del imperialismo sino también las de la construcción de los estados nacionales, incluso los de la misma Europa. La disposición de los cuerpos infantiles, la prolijidad y el orden de los edificios y los espacios luminosos, ese aire de bella armonía que se desprende de las reuniones entre misioneros blancos y niños indígenas en las aulas y fuera de ellas representan un fragmento nítido de los más altos ideales de progreso de la modernidad puestos en el vínculo entre las generaciones.

La violencia de la imposición de una cultura foránea alcanza aquí un grado explícito de legitimidad que descansa en los supuestos en que se fundan las instituciones educativas en su conjunto. Más allá de lo sistemático y uniforme que resulta esto en las colonias, lo cierto es que la imposición de un orden nacional sobre una población diversa y heterogénea – o la imposición de un relato sobre los de otros- es una parte sustantiva de la edificación de los sistemas educativos y se practicó verticalmente sobre distintas minorías como parte de la consolidación de los estados nacionales. Las poblaciones indígenas e inmigrantes de América Latina vivieron este proceso de homogeneización por medio de la imposición de una lengua, una historia, un conjunto de tradiciones y de normas de sociabilidad, a la par de la construcción de los estados nacionales en la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siguiente. Más en general, la expansión de los sistemas educativos nacionales fue un proceso contemporáneo de la gestación y el desarrollo del imperialismo moderno, ambas empresas respaldadas en las ideas y valores del positivismo y de sus correlatos jerárquicos inherentes.

Lo que distingue el proceso de la escolarización en occidente de la experiencia educativa que se expone en el film es que no se trata aquí de diversas minorías que se integran en un nuevo mosaico nacional en construcción, sino de una mayoría relativamente homogénea a la que se integra verticalmente a un orden diseñado, dirigido y ejecutado íntegramente desde afuera. No es el horizonte de la invención de un estado nacional el que legitima la violencia de la implantación de una cultura, de sus tradiciones, creencias y valores, sino el de la incorporación más precisa a una dinámica económica mundial que se vale de un proceso civilizatorio racista que se expresa en cada una de las dimensiones de la vida social, incluyendo un aparato educativo limitado a unos pocos infantes nativos.

 

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MISIONERO IMPARTIENDO LAS ENSEÑANZAS CRISTIANAS

 

Las imágenes vienen a corroborar que la supremacía de una elite no se expone ni se ejerce aquí sobre semejantes, sino sobre sujetos considerados inferiores cuya posición relativa no es asunto de la política ni de la historia sino expresión del orden jerárquico natural de las razas. El ojo del amo ve lo que confirma este principio: no registra entonces una sola acción de rebeldía, insubordinación o desobediencia de los nativos frente a sus respectivos jefes europeos; antes bien, los mecanismos de la dominación aparecen una y otra vez funcionando sin controles ni prácticas represivas evidentes. Esta docilidad y aceptación extendidas de los dominados comprueban la necesidad del nuevo orden y de sus instituciones anexas. ¿Dónde si no en las imágenes de las escuelas se verifica esto con mayor nitidez y felicidad? Niños pequeños aseados y ordenados, provistos de útiles y uniformes, dispuestos en posición sumisa frente a la palabra y los gestos del que sabe y transmite lo que por origen natural –y no sólo por edad- les está vedado al saber y entender de los infantes.

En las escenas de las prácticas educativas se evidencia como en ningún otro campo la suma de los valores positivos del imperialismo: los sujetos están allí en sus lugares correspondientes y el mundo se reproduce en una armonía vertical que sanciona en acto su justificación. En nuestra nobleza, declaman las imágenes del amo, pasamos a los otros los beneficios infinitos de la cultura del progreso, sus tradiciones y fundamentos; los ponemos en el camino de su propia superación y los conducimos desde esta infancia desvalida y salvaje hacia la integración con la civilización moderna. En el film de Monnikendam, aquella relación política inicial se altera y se distorsiona; el tiempo se agita y susurra y los otros devienen sujetos, a los que se aleja violentamente de sus historias, sus identificaciones y sus culturas. Pueblos a los que desalojamos de sus vínculos con la naturaleza sobre la que los obligamos operar una apropiación violenta y devastadora en beneficio ajeno. Hicimos de ellos, en fin, –varios, diversos, otros- un solo tipo de pueblo sometido al avance de la modernidad capitalista y su reducción de los otros a un hombre abstracto, prescindible, renovable, fuerza de trabajo que se somete, se agrupa, se instruye, se entrena, se disciplina y se explota. No importa quiénes eran, son y serán parte de una historia que empezó en otro lado y que los seguirá devorando.

 

El ojo y el amo

 

Moeder Dao trabaja sobre imágenes de un tiempo pretérito cuyos marcos históricos se han desdibujado o deslegitimado parcialmente: nuestro tiempo ya no es el de la era del imperialismo, los valores y las prácticas del eurocentrismo no organizan las relaciones internacionales ni configuran el movimiento político y económico del mundo. Sin embargo, no resulta sencillo despegarse completamente de las imágenes que organizan el film, las imágenes del amo occidental en la cima de un orden funcional a sus intereses y funcionando sobre otros de piel más oscura siempre en aparente armonía. Las imágenes del progreso, que se despliega imparable en los dispositivos socioeconómicos, en las máquinas, en la transformación acelerada de la naturaleza, en las instituciones de la dominación imperial. En el fondo de Moeder Dao vive aún un imaginario poderoso del imperialismo sus razones, sus horizontes y sus logros como una parte inescindible de los imaginarios de la modernidad y de las representaciones positivas de su movimiento y su obra histórica. Monnikendam cree en la historicidad de sus materiales y no cae por ello en la tentación de la denuncia, antes bien lo que se propone hacer con ellas es avanzar hacia un procedimiento de revelación.

Este procedimiento de revelación cinematográfica entraña una paradoja: para que funcione como una nueva forma de ver, es preciso dejar fluir el valor originalmente positivo de las imágenes sobre su mundo y, en un punto delicado, realizar con y sobre ellas una cierta operación de extrañamiento que aloja la distancia relativa que el film compone respecto de sus materiales. El procedimiento puede resumirse en la siguiente formulación: aquellas imágenes no mentían, pero además de lo que procuraban ilustrar y confirmar respecto de unos y otros, habilitan para nosotros otras formas de ver y de comprender su mundo, de ver y comprender a quiénes las produjeron y sobre quiénes se concibieron.

Monnikendam respeta la duración original de los planos para dejar que las imágenes hagan su trabajo tal cual fueron captadas. Esta cautela se extiende a su delicado trabajo con el montaje, que se abstiene de cualquier linealidad narrativa y se aparta de este modo de conclusiones esquemáticas. El trabajo de edición no opera entonces sobre las imágenes sino entre ellas y en sus contornos. Monnikendam somete a sus materiales a dos operaciones de división de su unidad original: un minucioso trabajo con el sonido y un contrapunto con ciertos fragmentos recitados, cantados o leídos por habitantes de la Indonesia actual que hacen lugar a un relato mitológico local y a un sensible contrapunto poético que interroga la consistencia de las imágenes producidas por los colonizadores. Ahueca y agrieta las imágenes encontradas y nos ofrece un film en el que el repertorio de ilustraciones de un tiempo alumbra su propia historicidad: Moeder Dao hace posible entrever una transfiguración del tiempo histórico porque no descarta de antemano la ideología que subyace a la imaginación imperial sino que se vale de ella para interrogar sus fundamentos y sus realizaciones. La sabiduría que subtiende el film no es la de quien se reconoce absolutamente otro, distinto, separado de su objeto; sino la del que reconoce la propiedad de esas imágenes y su pertenencia a nuestro tiempo.

El director podría haber apelado a la clásica voz en off para relatar un sentido claro y unívoco en la revisión crítica de su material y desautorizar de esa manera, mediante el comentario exterior, los relatos que sus antepasados procuraban respaldar mediante el cine. No lo hace, y al abstenerse de este recurso convencional confirma su confianza en el valor de las imágenes como portadoras de sentidos históricos que es preciso reponer para poner en entredicho, situar, interrogar y desplazar. No se trata de explicar las imágenes del imperialismo para desmentirlas, descartarlas o para declararse suficientemente distintos de ellas, sino de completarlas, interrogarlas, confrontarlas con aquello que pretendían justificar, rastrear en las tensiones intersubjetivas que las constituyen otras evidencias históricas en aquellas visiones del mundo.

 

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NIÑOS EXPUESTOS POR LA CÁMARA, EN LAS CALLES Y EN EL LEPROSARIO. ¿QUÉ MÁS EXPONEN LAS IMÁGENES?

 

La distancia entre las imágenes que motivaron el film y el film mismo es aquí, entonces, tanto efecto de la historia contemporánea y de sus transformaciones como trabajo del cineasta. Al completar las cintas encontradas agregándoles un sonido insidioso, que oficia como un ruido de fondo que perturba la pretendida pureza del registro inicial, Monnikendam coloca y descoloca a sus materiales dentro y fuera del tiempo que los produjo. ¿Qué y a quiénes escucharíamos en este o aquel fragmento si se lo hubiera registrado con sonido? ¿Qué se ha perdido además del sonido en aquellas imágenes? ¿Qué había en los márgenes y en los trasfondos de la mirada del amo? No es posible responder con precisión a estos interrogantes, pero es preciso formularlos por medio del cine. Y convocarlos por medio de una selección de poemas graves y sinuosos que sugieren lo que los conceptos y las denuncias no podrían reponer y que sólo se puede bordear acechando en las imágenes del amo: no sólo lo que éste exhibe de los otros sino también lo que exhibe de sí mismo en ese acto de mirar a ciertos semejantes insistiendo en que no lo son.

Y así las imágenes de los otros -que también les quitamos- se ofrecen hoy para volver a verlos sin el respaldo de la legitimidad de la empresa imperial que las produjo. Despojadas en buena parte de aquella intención original, las visiones permiten volver a ver a los sujetos a ambos lados de la cámara. Y vemos entonces no sólo los rostros de mirada inexpresable de los ancianos, para los que no hay semblante occidental comparable; no sólo las miradas esquivas de los niños, que se resisten a la colonización de la cámara blanca; vemos también la voluntad de registrarlos para integrarlos a un imaginario del poder como curiosos, bárbaros, silenciosos, débiles, necesitados, enfermos, atrasados. Y vemos, porque Monnikendam da un paso atrás y nos permite tomar distancia de aquel mundo a la vez real e imaginado, al amo blanco empuñando una cámara, varias cámaras, para hacer con ellas un imperio de imágenes y, sin saberlo, dejar en ellas para el porvenir rastros históricos del ejercicio sistemático de sus propias violencias.

 

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