FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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sobre interés histórico del filme: La diligencia

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Sociedad y política a bordo

Nueve extraños reunidos por el azar afrontan un peligro mortal empujados por circunstancias imprevistas, ante las que no tienen más alternativa que seguir adelante juntos. Paradigma del western, pieza emblemática y piedra basal del género, el film más clásico del más clásico de los directores del cine norteamericano, admite una multiplicidad de lecturas mucho más allá de los tópicos del género y de su indudable valor en tanto película de acción, que continúa aún vigente. Por otra parte, el argumento presenta con toda claridad el tema dilecto del director: un grupo humano cerrado y heterogéneo debe enfrentarse a la adversidad, que pone a prueba el valor y el humanismo de cada uno de los integrantes y del cuerpo colectivo.

Lord nos presenta la trama en torno a un universo diverso y cerrado de seres humanos que podemos perfectamente considerar como un cuerpo social representativo de la comunidad nacional. Ese grupo de hombres y mujeres deben atravesar, casi sin ayuda, un territorio desértico de Arizona amenazado por la presencia cercana de los apaches, interesados sobre todo en los caballos y las provisiones que transporta la diligencia. Si bien el ejército salva in extremis el pellejo de la singular caravana, su presencia obvia es sobre todo el producto de una obligación argumental que les permita a los viajeros –o a la mayoría de ellos- arribar a destino. Lo que verdaderamente importa es el viaje, el peligro, las postas y los recurrentes conciliábulos en los que los pasajeros deben reunirse en improvisada asamblea y decidir cómo y cuándo seguir adelante y qué es lo más conveniente para atravesar el peligro.

Revisemos un poco este grupo improbable, que las más diversas fuerzas sociales e históricas sientan juntos en la diligencia: una mujer elegante, esposa de un militar y procedente del este, en avanzado estado de gravidez; una prostituta expulsada del pueblo por las damas defensoras de la moral y el orden; un médico alcohólico también obligado a marcharse; un vendedor de alcohol con curioso talante de reverendo; un banquero que se apresta a huir con todo el dinero de su banco; un apostador caballeroso dispuesto a proteger a la mujer embarazada; el conductor obeso y gracioso; el alguacil dispuesto a ir en busca de un fugitivo y, finalmente, el propio fugitivo, que se suma a la diligencia no bien el viaje ha comenzado.

 

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Una amplia y significativa escala social se acomoda, no sin recelos, en el carruaje. Desde las diferencias de clase y los prejuicios más elementales, pasando por las más encendidas diatribas del banquero Gatewood frente la intromisión del gobierno en los asuntos de los bancos, Ford le da un vistazo a la sociedad de su tiempo tomando siempre partido por los marginales, los humildes y los solidarios. Esto hará que el trato entre las dos mujeres se vaya haciendo más flexible y respetuoso una vez que la noble Dallas, que carga en todo el film con la vergüenza que le han puesto sobre los hombros, colabore fraternalmente con la remilgada Lucy en su atención, durante el parto y en el cuidado de la niña recién nacida. El buen doctor Boone, perdido por la bebida, se redime ante sí y ante los demás al atender con responsabilidad y coraje el parto, que lleva a buen final. El tahúr embelesado por la dama, la protege con valor hasta su muerte a manos de los apaches, para descubrir entonces que buscaba también él una redención que no llega. El traficante de alcohol media permanentemente a favor de la armonía en cada discusión y en cada agresión entre los pasajeros. El héroe cumple con su papel, Ringo colabora con Marshall ante el ataque apache, ajusta sus cuentas pendientes en Lordsburg y le propone casamiento a una mujer de “mala vida” en quien encuentra calidez, humildad y buenos sentimientos. Al final de la aventura, el alguacil lo libera y la pareja puede marchar hacia esa cabaña a medio terminar que el muchacho le promete a la chica. Final feliz para los rechazados, los dignos, los que cuidaron de los otros.

 

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Todos los que se comportaron solidariamente y depusieron sus intereses personales inmediatos a favor de atravesar el gran peligro que implicaba el viaje, reciben al final del film una recompensa que no puede valuarse en dinero ni en orgullo, sino en la gratitud y el reconocimiento de los demás, en la comunión de la experiencia compartida y en el respeto que se ha constituido en el espíritu de grupo que los ha unido y que les ha permitido sobrevivir y mirar hacia adelante. 

Salvo uno. El detestable Gatewood, que se pasa buena parte de la travesía subido a su orgullo de clase, de empresario, de hombre de negocios que desconoce por completo los derechos de los demás; el altivo Gatewood que, apurado por huir con el botín, no sabe que se sube a la diligencia equivocada en la que puede morir a manos de los indios; el egocéntrico Gatewood es, muy probablemente, uno de los personajes más despreciables de toda la filmografía de Ford. Un banquero que habla –sin nombrarlo, recordemos que la acción se sitúa a finales del siglo xix– pestes de las leyes de Roosevelt, que invoca una y otra vez su pretendidamente natural posición de privilegio y que maldice la intromisión que el gobierno anuncia sobre los negocios y las finanzas. Gatewood es el único de los viajeros que resulta castigado por sus pares. Sin grandes subrayados, sin discursos ejemplares, Ford lo saca del medio, lo aparta del colectivo social y lo expone, con toda claridad, como el sujeto al que no hay que escuchar y del que hay que deshacerse no bien las circunstancias lo permitan. En este viaje no debería haber lugar para los ventajeros, los tramposos que solo son capaces de cuidar de sí mismos. Truhán irredento, no hay piedad para esta clase de miserables, ¡a la cárcel con sus huesos!  

Bandidos de toda especie, marginales expulsados por la gente decente, apostadores, traficantes, fugitivos, hombres y mujeres caídos en desgracia… cuando hay un objetivo común, cualquier peligro se puede atravesar, cualquier crisis se puede superar, cualquiera puede redimirse de sus faltas ante los otros y volver a ser y a sentirse respetable. Solo hace falta un acuerdo, una decisión que todos aceptemos, la voluntad de seguir juntos y protegernos solidariamente ante el peligro. En Estados Unidos, cuando termina la década del treinta, John Ford construye el más famoso e influyente de sus grandes westerns sin perder de vista los males de la hora, quiénes quieren aprovecharse de ellos y quiénes quieren y pueden señalar y conducir al grupo hacia un horizonte de bienestar común.

Si en Viñas de ira el director señalaba con toda claridad sus simpatías por el gobierno de Roosevelt en la presentación de la granja colectiva que los Joad visitaban en la marcha de sus desventuras, y que un zoom ostensible nos mostraba como obra del gobierno federal –en contraposición, los gobiernos locales se presentan en el film como mafias al servicio de los poderosos, los terratenientes y los contratistas explotadores–, en La diligencia, narrando una aventura clásica que sitúa medio siglo antes de su presente, sin apelar casi a información anacrónica, Ford toma partido por la unidad y el consenso para salvar a la comunidad del gran peligro que acecha aquí y ahora. La aventura legendaria del oeste no carece de sentido político y sociológico, esta dimensión se apoya una vez más y con firmeza en el punto de vista siempre personal, la sencillez y el humanismo del más grande historiador que nos ha legado el cine clásico norteamericano.

 

 

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