La revolución Meiji
I. El imperialismo
Bajo del régimen Tokugawa (1603-1867) se consolidó un orden feudal basado en un rígido sistema de castas y la concentración del poder en un jefe militar llamado shogun. Durante este largo período, Japón se mantuvo aislado de Occidente. En 1639 se prohibió la entrada a todos los occidentales, exceptuando a los mercaderes holandeses e inaugurando así la política llamada sakoku (cierre). La revolución Meiji (1868) cambió drásticamente esta formación político social para formar un Estado nacional unificado e industrializado.
La revolución Meiji no obedeció en ningún momento a un plan preciso; los revolucionarios fueron enterándose de los temas y de las soluciones mediante la reiteración del proceso ensayo-error, a través de aproximaciones sucesivas. La toma del poder en 1868 por la elite japonesa moderna se presentó como restauración, más que como revolución, y se produjo siguiendo los procedimientos legales autóctonos vigentes. El último shogun devolvió formalmente el poder al emperador. Pero pese a las apariencias formales de legitimidad, la restauración Meiji fue un golpe de Estado organizado por grupos descontentos de la periferia de la elite existente. Se apoderaron de la antigua institución del trono, hasta ese momento prácticamente sin poder, y la utilizaron como cobertura para aplastar el sistema feudal de vasallaje y los centros de poder casi independientes. Tomaron en sus manos y centralizaron las instituciones de control políticas y económicas con gran rigor y eficacia.
Los samuráis del sudoeste de Japón pretendían evitar el destino del resto del mundo no occidental –la colonización a manos de las potencias imperialistas–, al tiempo que sometían a un campesinado cada vez más rebelde y empobrecido.
Los comerciantes quedaron en general arruinados o expropiados y el campo se explotó despiadadamente para extraer todos los recursos posibles con los que financiar la carrera japonesa hacia la industrialización. Los puestos de control en los nuevos bancos e industrias se concentraron en manos de los antiguos samuráis, respaldados por un nuevo mandarinato burocrático organizado según el modelo prusiano, al tiempo que se copiaron instituciones destinadas a un más eficaz control social. Entre ellas, el servicio militar obligatorio, un sistema de educación pública militarizado, una reformulación deliberada de las prácticas religiosas –que las convirtió en un sintoísmo estatal politizado y centralmente administrado–, y la inculcación de una ideología hipernacionalista de adoración al emperador.
Durante su dominio –aproximadamente desde 1868 hasta principios de la década de 1920–, los dirigentes del Japón meiji también buscaron situarse ventajosamente en el orden global financiero y militar centrado en la City londinense. El oro acumulado, básicamente el recibido como reparaciones de la dinastía Qing después de la guerra chino-japonesa de 1895, fue colocado en los sótanos del Banco de Inglaterra, en lugar de llevárselo a Japón. Esta política, denominada zaigai seika –“especies dejadas fuera”–, se basaba en la capacidad del dinero para crear más dinero: oro, reservas bancarias, reservas internacionales, y tenía dos papeles: como respaldo para la creación de crédito de Japón y también como contribución a la oferta monetaria de Gran Bretaña, que mantenía así su capacidad de compra.
La zaigai seika constituiría el telón de fondo financiero para la firma de la alianza anglo-japonesa en 1902, que selló la admisión de Japón en el club de naciones que defendían el orden global existente. En treinta y cuatro años el país había pasado de ser un lugar inhóspito a convertirse en un importante pilar de la hegemonía británica en Asia oriental y en una potencia imperialista por derecho propio. Japón obtuvo en los mercados globales los fondos necesarios para llevar a cabo y ganar la guerra ruso-japonesa de 1904-1905.