FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

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Carpeta 1. La Era del Imperio (1873-1914/1918)

II. La belle époque y el capitalismo global

 

Literatura: Rubén Darío, el escritor modernista

Sobre el autor

Rubén Darío (1867-1916) es un escritor nicaragüense, máximo representante del modernismo, movimiento literario que, inciado en Latinoamérica, ha influido decididamente en el arte de occidente hacia finales del siglo XIX y principios del XX. La producción literaria rubendariana se destaca principalmente por las renovaciones que introdujo en la poesía. Su primera obra decisiva, que compila cuentos y poesías, es Azul... (1888), publicada inicialmente en Chile. Más tarde, en 1896, aparecieron en la Argentina dos de sus libros más reconocidos, Los raros y Prosas profanas, a partir de los cuales tuvo lugar la consolidación del movimiento modernista. Es de destacar que la segunda edición de Prosas profanas se publicó en 1901 en París y que Cantos de vida y esperanza y Los cisnes y otros poemas aparecieron en España hacia 1904, signo del carácter internacional que ha cobrado la literatura de Darío.

Para el momento en que Rubén Darío comienza a desplegar su actividad en el universo artístico, los centros urbanos latinoamericanos se encontraban experimentando nuevas transformaciones (industrialización, crecimiento demográfico, urbanización, diversificación de la población)  que, por un lado, modificaron la estructura económica y la fisonomía de las ciudades y, por el otro, impactaron sobre las costumbres tradicionales y maneras de pensar de los distintos grupos sociales. Este proceso modernizador no fue homogéneo y tampoco fueron uniformes las actitudes que frente a él tomaron los distintos actores sociales (Romero, 2005: 259-261). En este contexto, Rubén Darío sienta posición reaccionando contra los nuevos principios y tendencias que buscaban imponerse de la mano del progreso ¬y lo hará sobre todo a través de su obra literaria, poniendo en juego diferentes estrategias discursivas.

En lo que atañe a la esfera artística, de un lado, tenemos que el mundo moderno, con su era industrial, el avance de la prensa diaria y periódica, la aparición de la publicidad, la demanda de bienes culturales de consumo (producidos por artistas artesanos) –dados el interés de un nuevo y ampliado sector poblacional por el arte y la progresiva democratización y difusión de la cultura– abría las puertas a muchos artistas para insertarse en él ganando su sustento a través de la actividad creadora. De otra parte, tenemos que “el arte no se sentía cómodo en la sociedad. De alguna manera, tanto en el campo de la cultura como en otros, los resultados de la sociedad burguesa y del progreso histórico, concebidos durante mucho tiempo como una marcha coordinada hacia delante del espíritu humano, eran diferentes de lo que se había esperado” (Hobsbawm 2007: 236). Parte de las élites no pactaron con la modernidad y ante la creciente educación de las masas buscaron diferenciarse culturalmente a partir de símbolos más exclusivos, de difícil acceso para ellas. Se trató de una lucha por consolidarse contra el dominio de la multitud y de la vulgaridad en momentos en que el poder tradicional de la alta cultura se encontraba socavado por, entre otras cosas, el interés del pueblo común hacia el arte.

El realismo y el naturalismo (como estilos de representación artística) resultaban ahora desapasionados para expresar la sensibilidad de los artistas en su compromiso sufriente con el mundo, además, consistían en formas estéticas de representación que sí pactaban con la ciencianota. En consonancia con esto, contra el positivismo y el racionalismo, hubo una oleada de estetas militantes y de individuos convencidos de la importancia del arte por el arte. Comenzó, junto con la crisis de los valores decimonónicos, una crisis de los lenguajes convencionales: floreció la necesidad de traducir las ideas y valores de los artistas en nuevos lenguajes o estilos creativos. La mirada, entonces, se redireccionó hacia el legado del Romanticismo. De esta manera, la literatura bebió de la fuente del impresionismo notaque dominaba en pintura y que descansaba sobre el sentimiento individual y de soledad que no era difícil experimentar en medio del hacinamiento y las revueltas de la gran ciudad, donde el artista se veía rodeado de una multitud extraña. El impresionismo fue un gran sostén de la reacción idealista ante el positivismo, el materialismo y el naturalismo. La obra de arte excedió el ser una finalidad en sí misma, un juego que se basta solo, el más bello regalo de la vida que se disfruta en un acto de entrega total, para convertirse en “modelo de la vida, o sea, de la vida de un dilettante, que ahora, en la valoración de poetas y escritores, comienza a desplazar a los héroes espirituales del pasado y se convierte en la figura ideal del fin de siècle” (Hauser 1978: 211). La obra de arte, llegando al punto cúlmine del esteticismo, se recargó de autonomía y tendió a desligarse de todo aquello ajeno a su propia esfera. El mismo artista intentó hacer de su vida una obra de arte, consagrarse a la belleza, a la forma pura, a la armonía. Así es que una gran porción de los artistas sintió pertencer a una cultura envejecida, apercibió un extrañamiento respecto de la sociedad (ni ellos se identificaban en la sociedad ni ésta los reconocía) y surgió la intención de aislarse de la masa, de retraerse a una esfera pequeña y propia, donde el arte tendría un circuito de recepción cerrado: quedaría en el mundo del artista.

 

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