El Partido Comunista Italiano en la posguerra
III. Los años dorados en el capitalismo central
El testimonio de Rossana Rossanda, escritora y analista política italiana.
“Había ido a la reunión del comité para reanudar la continuidad con los comunistas. No estaban las mismas personas, los partisanos y la red clandestina surgían de otro lado, excepción hecha por algunos de ellos que se demostraron capaces también de tejer la red de la paz, pero esta es otra historia. Pero reconocía su perfil, gente que trabajaba y era además comunista. En aquellos dos años terribles, o incluso antes, algunos habían hecho su parte. Pero estaban también los que no la habían hecho, habían sufrido los acontecimientos, y ahora buscaban una brújula, y me sorprendí –y dudé de que fuese justo– de que las puertas estuviesen abiertas, sin restricciones. No era, por cierto, el partido de Lenin. […]
Antes de que los echaran de la fábrica,
entrábamos en los locales del sindicato a llevar el diario, a afiliar y
discutir, o esperábamos a los obreros cuando salían al sol tibio para comer lo
que se habían traído desde casa–las cantinas vinieron después–
y al final de los turnos o a la noche en las reuniones de comité. En los
primeros tiempos, algunas grandes fábricas estaban abiertas, entonces hacíamos
alguna cosa de más: en la Innocenti, el Consejo de Administración era señor de
la fábrica, lo dirigía un compañero inteligente y de espíritu fuerte, de aquel
espíritu lombardo un poco sarcástico, de nombre Muneghina, y a veces nos
divertíamos con el gancho que pendía de una cadena aérea en movimiento,
elevándonos algunos metros. Por un tiempo, a los obreros les pareció que
las fábricas, a las que habían defendido de todo tipo de transferencia y del
sabotaje alemán en su retirada, eran suyas, es decir, nuestras; y no es que
hubieran dejado de funcionar. Cuando sonaba la sirena que marcaba la salida,
ellos, la mano de obra, se apuraban hacia el tranvía, porque, reconstruyéndose,
la ciudad los expelía, habitaban en las afueras, y venían en trenes de
cercanías, envueltos en el vapor de su aliento y de la niebla.
Pero era difícil captar la atención de las mujeres de rostro gris y rasgos
cansados. Tenían abonos ferroviarios y no hacían más que correr, o para no
llegar tarde a la fábrica o para comprar la leche antes de que el negocio
cerrara y preparar la vianda para la mañana siguiente. Después de la cena,
mientras el marido iba a la sede del partido, ellas ponían la ropa a secar para
la noche o estiraban la que ya se había secado. El domingo, él salía vestido de
fiesta y ella hacía la limpieza fina, que quiere decir fregar los pisos de
rodillas. Por lo demás, tanto él como ella eran de pocas palabras, el lombardo
había sido silenciado por la Contrarreforma, la peste y el capitalismo.
A las reuniones se bajaba para proyectar la otra historia, la salida victoriosa
no lograda por la Resistencia. Era la otra guerra, sorda y de largo aliento. A
las células de calle (existieron algunos años) se bajaba por la noche; en mi
memoria siempre estoy yendo allí, porque pronto las sedes que habían sido
fascistas quedaron bien que mal para las dirigencias, mientras –la
mayor parte reconquistados por algún propietario– el PCI
ocupaba con fortuna los sótanos de las viejas casas populares, aquellas que en
Milán constituyeron un gran cinturón más allá de las casas con balcón. Allí se
accedía desde el patio, la puerta estaba señalada por la hoz y el martillo o
por el anuncio de la última reunión. Después de algunos escalones uno se
hallaba entre las vísceras del inmueble, cañerías por todos lados, paredes
repintadas por algún compañero, dos banderas en las paredes y sobre la mesa el
paño rojo que al final de la reunión se doblaba y se guardaba. Había bastante
gente, a veces se llenaba, otras, alguien bajaba las escaleras para ver cómo
eran los comunistas y se sentaba al fondo.
El plenario nunca era breve, se partía del estado del mundo aun cuando lo que
impelía a la reunión era la boleta de teléfono. Se refería a los eventos
internacionales o del país, y siempre a los que había discutido o sobre los que
había decidido el comité central. Se podría sonreír por esta aproximación (el
“esquematismo”), por el pasar de escalón en escalón del centro del mundo a la
periferia, al barrio, de la información a la “directiva”, pero fue una inmensa
fuente de cultura. Movilizaba a los “cuadros” y a todos aquellos en condiciones
de hablar, porque los funcionarios y los periodistas disponibles eran pocos en
relación al territorio a cubrir en la metrópolis y en su gran provincia. Éramos
mandados en tranvía a Rogoredo o a la plaza Corvetto, pero el sábado a la noche
o el domingo a la mañana nos aplastábamos seis o siete en el topolino familiar
de alguno de nosotros, que nos depositaba uno por uno en pueblitos de la
provincia y esperaba con el último –a menudo era yo–,
que finalizara la reunión para recogernos como cuentas de un collar y llevarnos
de vuelta a Milán.
Era el partido poderoso que se fue consumiendo en los años setenta y ochenta y
fue destruido por los cambios de 1989, una red fatigosa pero viviente que
estructuró al pueblo de izquierda contra la homologación de los diarios, de la
radio y de la primera televisión, todos del gobierno. ¿Quién recuerda que hasta
1963 ningún comunista había hablado delante de un micrófono y frente a las
cámaras de televisión? Era un pueblo que se unificaba en nombre de una idea
quizás simplificada de sociedad, entre preguntas llenas de duda y respuestas un
poco más certeras; pero mientras toda otra comunicación empujaba hacia una
privada medianía, el partido se esforzaba obsesivamente por verse en el mundo,
por ver el mundo en torno a sí.
[…] los días radiantes habían sido breves: bien pronto la apertura tuvo de fondo el discurso de Churchill a Fulton y, en 1947, la ruptura del gobierno de unidad antifascista. Los aliados de la guerra se dividieron en un choque ilimitado en el horizonte y duro en la cotidianidad. Sin embargo, quien venía de 1945 no confundió ese choque con una guerra ni deseó que se volviera tal. No pensó que se enfrentaran fascismo y antifascismo. Trato de retomar la percepción de entonces: los enemigos de clase no eran humanamente otro, como los fascistas, sino políticamente inconciliables. Y de hecho no los llamábamos fascistas –esto se vuelve común después del 68– sino que los patrones eran los patrones, los burgueses eran burgueses, el gobierno era adversario. Y lo mismo éramos nosotros para ellos: estábamos dentro del arco constitucional y determinado por la Constituyente, pero no éramos un partido como los demás. Nosotros, la base, pero no solo la base, pensamos que si se hubiera ganado lentamente terreno y poder, la historia habría estado de nuestra parte. “Addavení baffone” fue una broma en dialecto romanesco, en Roma la dejaban caer entre sonrisas y desilusión. Expresión romanesca que quiere decir algo así como “Vienen los bigotudos” (en referencia a Stalin). […]
De aquello que siguió a 1945 y especialmente a 1947 me ha quedado la imagen de la lucha de clases en estado puro en una fase no revolucionaria, dentro de límites estatales e internacionales inmóviles. Pensándolo ahora, un esquema complicado. Respecto a las ambiciones personales que se percibían en otros partidos, en el nuestro eran las ideas, el proyecto, el partido quienes contaban, no el individuo, porque ninguno por sí solo habría logrado nada. Esto ligó por muchos años a obreros, campesinos que dejaban la tierra, migrantes del sur y del Véneto blanco, que se unían al norte sin demasiada historia, y miraban a los dirigentes con una mezcla de fidelidad –también nosotros teníamos gente importante–, expectativa, y algo de desconfianza. Por mucho tiempo permaneció colgada en el estudio de Trentin una fotografía de Di Vittorio que cruza la mirada con un joven obrero, se interrogan sin sonreír, hay preocupación y preguntas. Aquella gente llegaba cansada de la jornada de trabajo, casi siempre pobres, pero no todos, eran obreros, maestros, ingenieros, algunos pocos estudiantes, se reconocían por el uso de la palabra, por tenerla o no tenerla. Venían vestidos con decoro, había pobreza y por eso ningún culto a la pobreza. ¿Qué encontraban? Más allá de sentirse ya un sujeto colectivo y reconocido, una fuerza que debía cambiar. ¿Razonablemente esperaban, a fin de cuentas, en un mundo dividido, un cambio de las cosas, de las relaciones de fuerza? No sabría decirlo, quizás no haya señales ni días que indiquen la llegada inconfesada de un mañana diferente, que induzcan al silencio, que raleen las presencias en las reuniones, porque el estar juntos ya no basta, las palabras del moderador suenan débiles […].
Rossanda, Rossana La ragazze del secolo scorso [La muchacha del siglo pasado], Turín, Einaudi, 2006. Texto citado en New Left Review Nº 49 marzo- abril 2008, “La camarada de Milán”.