FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Sartre reprueba la invasión a Hungría

IV. El escenario comunista

 

“[…] Nadie tiene derecho a decir que los acontecimientos de Hungría volvían la intervención inevitable. Nadie: ni siquiera los que la han decidido. Por otra parte, las torpezas y los arrepentimientos; las falsas partidas; los regresos; esa extraña parálisis de las tropas frente a la huelga: el anuncio de deportaciones, difundido por la misma Radio Budapest y desmentido al día siguiente; el extraño ir y volver de trenes cargados de prisioneros que se llevaban a la frontera “para interrogarlos” y que después volvieron en seguida; el “deslizamiento hacia la derecha” del gobierno de Kádár, que pareció en un momento volver a retomar todas las concesiones de Nagy (salvo la de neutralización); después, el brusco endurecimiento, la deportación de Nagy y de los ministros; el rechazo puro y simple de las reivindicaciones obreras, seguido de una continuación de las conversaciones; después la disolución de los comités: todo demuestra las vacilaciones soviéticas. No: no se trata del asalto a un poder popular, bruscamente obligado a usar la violencia o a aceptar lo irreparable: asistimos a la acción incoherente, a veces blanda, a veces brutal y precipitada, de un gobierno desunido lleno de divisiones internas en su propia ideología, desconcertado ante la actitud de sus soldados y que descubre con estupor, pero demasiado tarde, la verdad que le ocultan sus subordinados. Lo que volvió la intervención inevitable no fue el terror blanco en Budapest: fue el triunfo, en Moscú, de cierta política. Se nos quiere hacer creer que era necesaria inmediatamente y por razones universalmente valiosas (es decir, aceptables para todos los hombres de izquierda). Esto no es verdad: los hombres, colocándose en cierta perspectiva política, fundada sobre una apreciación que les es propia de la situación internacional, creyeron preferible negar la oportunidad a las fuerzas socialistas de la Hungría nueva y sumergir a ese país en el caos. Nunca los acontecimientos de Budapest han sido juzgados en sí mismos: no se ha tenido en cuenta más que la repercusión que podían tener en Europa central y, finalmente, en los dos bloques.

¿A quién se hará creer, en efecto, que los soviéticos, en Hungría, han querido defender el socialismo húngaro? Si han creído hacerlo, ¡qué ingenuidad y qué fracaso! ¿Qué han ganado? Nada. ¿Qué han perdido? Todo. Han hecho surgir en los corazones un odio que no se apaga y que sirve a la reacción. Han calificado para siempre al partido húngaro y lo han obligado a renegar de sí mismo cambiándose el nombre. Han acabado de arruinar la economía y, cuando era necesario para reconstruirla la colaboración activa de todo el pueblo, han levantado a las masas contra el gobierno. Han instalado en el gobierno a un comunista nacional, cuya popularidad puede servirles, pero lo han descalificado de antemano, obligándolo a cargar con la responsabilidad de las masacres. Provocaron una huelga general de protesta, que señala al mundo entero al Ejército Rojo, al Ejército de los Trabajadores, como al enemigo de los trabajadores húngaros. No se atreven a recurrir directamente a la fuerza para llevar a los obreros a las fábricas y, sin embargo, multiplican las detenciones. No podrán irse sin que la cólera del pueblo barra a los dirigentes impuestos, ni sin condenar al único recurso de Kádár, la democratización, a convertirse en letra muerta. Atrapados en su trampa, se empantanan en una ocupación que –lo espero– sus tropas perpetran con horror y que se justifica un poco más cada día por el mal que ha hecho y por el resentimiento que engendra. La violencia y la opresión alejan progresivamente a este país martirizado del campo socialista; para retenerlo, no les queda más que un medio: la opresión y la violencia. Antes de este mes de octubre, ganaban en todos los terrenos, salían vencedores de la Guerra Fría, se reconciliaban con Tito y reconstituían la unidad del campo socialista; su influencia se extendía hasta la India, hasta el Medio Oriente; en las democracias burguesas la ofensiva cultural daba frutos; el XX Congreso desarmaba la propaganda del adversario. Hoy, Nehru los condena; los países afroasiáticos vacilan, inquietos; la Pravda y la Borba intercambian injurias; las masacres de Budapest han destruido años de esfuerzos dedicados a aliviar la tensión, a la coexistencia, a la paz; nunca en Occidente los comunistas se han encontrado más aislados, jamás su desarrollo ha sido mayor, jamás la derecha ha triunfado tan brillantemente. Todo esto podía preverse; en los días sombríos del 2 y 3 de noviembre, cuando la radio anunció la entrada de refuerzos soviéticos en Hungría, los hombres de izquierda, los amigos de la URSS y los comunistas, en Francia y en todas partes, pesaron las consecuencias de un golpe de fuerza y se dijeron: no es posible, no lo harán.

Y lo han hecho. Pero ¿en nombre de qué? ¿Qué han querido salvar? La respuesta es simple: los responsables de la intervención han actuado con la convicción de que un conflicto mundial era inevitable; la política en que se inspiran es la política de los bloques y de la guerra fría. […]”.

Jean Paul Sartre El fantasma de Stalin [1957], Buenos Aires, Santiago Rueda, 1958.


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ERNESTO CHE GUEVARA REUNIDO CON SIMONE DE BEAUVOIR Y JEAN PAUL SARTRE EN CUBA, EN 1960.






Apenas hubo acontecimiento político-social importante entre 1945 y 1980 en el que Sartre no hiciera oír su voz. En 1945-1946, Sartre fundó con Merleau-Ponty la revista Les Temps Modernes. No era una revista solo política, pero en ella iniciaría el filósofo y escritor sus batallas políticas. Compitió con otros en eso. Y rompió con casi todos con los que compitió y con los que había compartido anhelos. La historia misma de Les Temps Modernes desde 1946 a 1980 es una historia de rupturas: con Aron, con Camus, con Merleau-Ponty, con Lefort. Según la biografía de Annie Cohen-Solal, incluso con Simone de Beauvoir.

Al comenzar la Guerra Fría afirmaba, de acuerdo en eso con Merleau-Ponty, que en caso de conflicto habría que alinearse con la Unión Soviética frente a Estados Unidos de América. Esto dejó fuera de la redacción a otro de los fundadores de Les Temps Modernes: Raymond Aron.

Empezó declarando que los valores que él defendía eran los mismos que los del comunismo, pero no dejó de poner su firma al lado de la de Merleau-Ponty al denunciar, en 1950, los campos de deportación soviéticos. Se negaba a poner en el mismo plano el terror fascista y el comunista. Desde 1952 colaboró abiertamente con el Partido Comunista francés y se unió a los delegados comunistas en el Congreso Mundial de la Paz que se celebró en Viena. Parecía haber llegado a la conclusión de que podía aceptar la disciplina colectiva sin renunciar a la libertad. Es la época de su enfrentamiento con Albert Camus, y también de sus artículos en Les Temps Modernes sobre los comunistas y la paz. Sartre argumentaba aquella opción suya aduciendo escándalos contemporáneos, como el asesinato legal de los Rosenberg, el papel de los Estados Unidos en la guerra de Corea y el trato que la derecha estaba dando a los comunistas en Francia.

Muerto Stalin, Sartre viajó a la URSS, dijo haber encontrado allí al hombre nuevo y aplaudió el deshielo. Declaró entonces que la libertad de crítica era allí total y hasta se permitió una profecía: que en seis o diez años, el nivel medio de vida en la URSS sería un 30 o 40% superior al de Francia. Veinte años después, se arrepentiría de eso. Escribió: “Después de mi primera visita a la URSS en 1954, he mentido. He dicho cosas amables sobre la URSS que no pensaba” (en Situations X).

El diálogo cargado de tensiones de Sartre con el comunismo prosiguió en los años siguientes. Viajó a Pekín y se vio con Mao en 1955. En 1956-1957, se manifestó contra la represión soviética en Budapest. Esto fue el final del trato cordial con el PCF. Al empezar la década de los sesenta, Sartre era apreciado en el mundo sobre todo por su tercermundismo, por sus tomas de posición en favor de la descolonización y de los movimientos de liberación.

En 1965 rechazó el Premio Nobel de Literatura para afirmar así la absoluta independencia de su compromiso. Por entonces, en una conversación que mantuvo con Jorge Semprún, en Cuadernos del ruedo ibérico, se explayó acerca de las razones que él llamaba subjetivas y objetivas de este rechazo. Manifestó, por una parte, que el Premio Nobel de Literatura era una especie de ministerio de la cultura occidental, ignorante o despreciador de las otras culturas; y por otra, que con aquella concesión, en las circunstancias de entonces y aun salvando la buena intención de quienes lo propusieron, se pretendía instrumentalizar políticamente su compromiso. En la conversación con Semprún todavía añadía que si el premio le hubiera sido concedido en los días de la lucha por la independencia de Argelia, cuando la derecha política exigía su cabeza o pretendía mandarlo a la cárcel, lo habría aceptado.

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