Acerca del director
Nacido en Tiflis, Georgia, en lo que todavía era el viejo imperio de los zares en el año 1903, Mikhail Kalatozov es un caso singularísimo dentro de la historia del cine soviético: empezó a dirigir en tiempos del ascenso de Stalin al poder y siguió dirigiendo películas por más de cuatro décadas, en el marco de las diversas etapas de la vida política de la Unión Soviética y bajo muy diferentes regímenes de control y de censura por parte del estado. Y aunque su obra resulta más conocida por los filmes que realizó a partir de los años cincuenta, el joven Mikhail venía dirigiendo largometrajes documentales o de ficción desde finales de los años veinte.
MIKHAIL KALATOZOV, MÁS DE CUATRO DÉCADAS DE CINE SOVIÉTICO
Como buena parte de sus colegas, Kalatozov tuvo complicadas y contradictorias relaciones con el estado y con sus procedimientos de producción, selección, propaganda y censura a lo largo de toda su vida. En su caso, las contradicciones incluyen una designación como alto funcionario del Ministerio de la industria cinematográfica, entre 1946 y 1948.
Su primera película, un documental de propaganda dedicado a la construcción de una central eléctrica en Georgia, data de 1927; la siguieron otras cinco obras del mismo tipo, entre las que sobresale La sal de Svanetia (1930), largometraje que presenta la vida, la cultura ancestral y las rutinas laboriosas de una remota aldea de su Georgia natal que el director registraba con atención y una cierta originalidad formal que seguiría explorando en el decurso de su obra. Su primer film de ficción fue el drama Pequeña muchacha ciega, (Usinatlo, 1930), pero el primero con cierta repercusión sería El clavo en la bota (Lursmani cheqmashi, 1931), saludado por la crítica pero cuestionado por el régimen que consideró que el incidente central de la historia -la rotura de la bota de un soldado ruso-, hacía presuntamente lugar a una crítica de la calidad de la industria soviética del calzado, lo que le valió al director el retiro del film de la distribución a nivel nacional y un prolongado período sin proyectos ni apoyo estatal para dirigir.
Al comienzo de la segunda guerra mundial, Kalatozov volvería a recibir encargos del estado para realizar filmes de propaganda en relación con el esfuerzo bélico –una suerte muy similar a la que corrió el gran Sergei Eisenstein, quien volvió a filmar en 1938, tras ser sistemáticamente postergado o censurado por las autoridades-. Si la guerra en ciernes dio un nuevo impulso a la propaganda oficial, lo hizo al precio de seguir condicionando en gran medida los proyectos y los estrenos de los filmes aprobados. Kalatozov salió airoso de la prueba realizando en 1941 un film biográfico sobre la figura del aviador ruso Valeriy Tchkalov, héroe nacional de la aviación soviética fallecido en un vuelo de prueba en 1938. La recepción favorable del film le valió al director su designación como delegado cinematográfico en Hollywood, en tiempos en los que se estrechaban lazos entre las naciones en el marco de la gran alianza contra el nazismo.
Pero el período clave de la obra del director es el que se abre en los años cincuenta, particularmente a partir de Tres hombres sobre una balsa (Vernye druz’ya, 1954) y, sobre todo, de Pasaron las grullas, cuyo triunfo en el festival de Cannes, inédito para un film soviético, le granjeó un notable prestigio internacional y concitó una nueva atención sobre una cinematografía que en los años sesenta se haría mucho más visible y reconocida a nivel mundial. La colaboración con el fotógrafo Sergey Urusevskiy, puesta en marcha a partir de 1956, amplió los horizontes de las inquietudes estéticas características de Kalatozov e imprimió a sus obras un sello distintivo que se puede apreciar en sus dos filmes posteriores, tal vez los más extraordinarios de su filmografía: La carta que no fue enviada (Neotpravlennoe pismo, 1960), sobre una expedición científica a una región remota de Siberia que deviene en una tragedia fuera de toda previsión, que puede verse hoy como una discreta e incisiva metáfora de la historia soviética; y Soy Cuba (1964), notable acercamiento personal a la Cuba pre revolucionaria, mal recibida tanto en Cuba como en la Unión Soviética en su contexto y que brilla hoy, sin embargo, con singular luz propia gracias a la honestidad de su mirada, la belleza siempre un tanto problemática de sus formas y, sobre todo, por su intención de no apropiarse de la experiencia cubana con los ojos imperiales del hermano mayor. Su último film, La tienda roja (Krasnaya Palatka, 1969), reconstruye la trágica expedición del dirigible “Italia” al polo norte en 1928 y las acechanzas de la culpa sobre su comandante, el piloto Umberto Nobile, único sobreviviente rescatado. Una curiosa coproducción internacional con actores occidentales, única en su carrera.
Mikhail Kalatozov murió en Moscú en 1973. Su obra, como pocas, puede dar cuenta hoy de las diferentes etapas de la historia del cine hecho en la Unión Soviética a lo largo de más de cuatro décadas y exhibe aún varios niveles de complejidad histórica que articulan las alternativas políticas de sus diferentes épocas y los desafíos asumidos por un hombre dispuesto a explorar por medio del cine nuevas formas de narrar el mundo.