FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Usted está aquí: Inicio Carpeta 2 Literatura La literatura durante la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto LA CASA EN LA COLINA

LA CASA EN LA COLINA

“Capítulo XI

El verano expiraba. Ya se veían campesinas por los campos, y las escaleras apoyadas en los troncos de los frutales. Con Diño ya no salíamos del prado: había peras, había uva, había una plantación de zahina. Llegó la noticia del desembarco en Calabria. Aquella noche hubo discusiones apasionadas. El acontecimiento importante, irreparable, estaba ocurriendo. ¿Entonces, no había nadie que intentara hacer algo? ¿Debíamos acabar de ese modo?

El ocho de septiembre nos sorprendió mientras, con Gregorio, estábamos recogiendo nueces. Primero pasó por la carretera un camión militar, que mugía en las curvas y levantó una polvareda. Venía de Turín. Al cabo de un instante, otro estrépito, otro sacudimiento: un segundo camión. Pasaron cinco. El polvo cubrió hasta las plantas, en el aire limpio de la tarde. Nos miramos a la cara. Dino corrió al patio. Al atardecer llegó Cate.

—¿No lo saben? —gritó desde la calle—. Italia pidió la paz.

En la radio, cada cinco minutos, una voz monótona, ronca, increíble, repetía mecánicamente la noticia. Callaba y repetía, cada vez con un desgarramiento amenazador. No cambiaba, no caía, no agregaba nada. Denotaba algo así como la tozudez de un viejo, o de un niño que sabe la lección. Nadie habló en el primer momento, excepto Dino, que empezó a palmear. Estábamos desconcertados, como poco antes, cuando pasaron los cinco camiones.

Cate nos dijo que en Turín, en los cafés y por las calles, hablaba la radio de Londres a voz en cuello, que la gente se reunía en las esquinas, que aplaudían. Se había producido un desembarco en Salerno. Se combatía en todos lados.

—¿En Salerno? ¿No en Génova?

Había demostraciones, desfiles.

—No se sabe lo que harán los alemanes —dijo Cate—. ¿Se irán, sí o no?

—No lo esperes —dije—, no podrían hacerlo aunque lo desearan.

—Ahora les toca a nuestros soldados —decía la vieja—, a ellos les corresponde obrar, ahora.

El viejo Gregorio callaba, sin dejar de mirarme. Él también era como un niño sorprendido. Se me ocurrió la idea cómica de que el viejo mariscal que nos estaba hundiendo aquella noche en la confusión, y sus generales, sabían tanto como Gregorio, y que estarían pegados a la radio, desorientados, como yo y como Gregorio.

—Pero en Roma —dije— ¿qué pasa en Roma?

Ninguna radio nos lo dijo. Cate había oído en la ciudad que Roma ya debía estar ocupada por los ingleses; les habría bastado lanzar un puñado de paracaidistas que, uniéndose con los nuestros, podrían dominar fácilmente a los alemanes.

—Los ministros serán tontos, pero la vida les importa. Lo habrán calculado todo, seguramente —dijo Cate.

—¿Y Nando? ¿Fonso? —pregunté de pronto—. ¿No vienen? Esto es lo que siempre desearon. Se alegrarán.

—No los he visto —dijo Cate—. Me apresuré a volver para darles la noticia a ustedes.

Nando y Fonso no llegaron aquella noche. Vino Giulia, muy agitada. Dijo que habían hecho una reunión en la fábrica para juntar armas, que Fonso había pronunciado un discurso, que se hablaba de ocupar los cuarteles. Se habían oído tiros en los suburbios. Se sabía que las bandas del mercado negro habían asaltado un depósito militar, que los alemanes vendían sus uniformes a los fascistas y escapaban disfrazados.

—Me vuelvo a Turín —dijo Giulia—. Hasta la vista.

—Diles a las otras que vuelvan aquí —gritó la vieja—. Díselo a Fonso, a todos aquellos locos. Tendremos días horribles.

—No será nada —dijo Cate, exaltada—. Esta vez termina de veras. Bastará con resistir unos pocos días.

—Ya no habrá bombardeos —dije bruscamente.

Cuando me despedía, Dino nos hizo reír:

—¿Ha terminado la guerra? —preguntó con un hilo de voz.

Al día siguiente me levanté al alba. No había noticias de Roma. Nuestra radio transmitía canzonetas. Del exterior, los usuales boletines de guerra. El desembarco en Salerno, el mar cubierto de medios de transporte; la operación seguía su curso. Elvira escuchó a mi lado, tensa y pálida. Formábamos rueda, alrededor de la radio. Dije de pronto:

—No sé a qué hora volveré. —Y me fui.

Para ocupar la mañana vacía tomé el camino de Turín. Me crucé con unos pocos ciclistas. Entre las faldas, en el valle, Turín humeaba tranquilo. ¿Dónde estaba la guerra? Las noches de fuego parecían cosas remotas, ya increíbles. Presté atención por si se oían motores de camiones.

En Turín, los diarios, con grandes titulares, anunciaban el armisticio. Pero la gente parecía pensar en sus cosas. Había tiendas abiertas, vigilantes en las esquinas, y los tranvías circulaban. Nadie hablaba de la paz. En la esquina de la estación, un grupo de alemanes desarmados cargaba muebles en un camión: algunos desocupados asistían a la mudanza.

“No se ve a los nuestros”, pensé, “estarán acuartelados, por el estado de sitio”.

Escuchaba y miraba en los ojos a los transeúntes. Todos caminaban metidos en sí, preocupados, haciéndose a un lado. “Acaso se ha desmentido la noticia de ayer, y nadie quiere admitir que lo había creído”. Pero bajo la arcada del Cristallo dos jóvenes gritaban, rodeados de gente, y quemaban un diario desplegado que un mozo quería quitarles. Algunos reían.

—Son fascistas —dijo uno desde la esquina, tranquilo.

—¡Péguenles! ¡Mátenlos! —gritaba una mujer.

Me enteré de las noticias en la puerta del café. Los alemanes estaban ocupando las ciudades. Acqui, Alessandria, Cásale estaban en sus manos.

—¿Quién lo dijo?

—Los viajeros que llegan de allí.

—Si así fuera, los trenes no correrían —dije.

—No conoce usted a los alemanes.

—¿Y en Turín?

—Vendrán —dijo otro sonriendo—, en el momento indicado. Hacen todas las cosas con método. No quieren desórdenes inútiles. Las matanzas las hacen con tranquilidad.

—¿Pero nadie resiste? —pregunté.

Bajo la recova aumentaron los gritos y el clamor. Salimos. Uno de los dos incendiarios se había subido a una mesita y hablaba a la gente, que le escuchaba burlonamente, o se alejaba. Dos se pegaban junto a una columna, y la mujer trataba de meterse entre los contendientes, vociferando injurias.

—El gobierno de la vergüenza —gritaba el orador—, de la traición y de la derrota, os exige que consuméis el asesinato de la patria.

La mesita se tambaleaba; se oyeron insultos entre la multitud.

—¡Vendido a los alemanes! —gritaban.

Había viejos, sirvientas, muchachos, un soldado. Pensaba en Tono, en lo que haría él. Yo también le grité algo al orador, y en ese momento la muchedumbre se agitó, se descompuso, alguien gritaba:

—¡Fuera, o los mato!

Se oyeron dos disparos, que retumbaron bajo la recova: la gente cayó, huyó; tintinearon los vidrios rotos; y a lo lejos, en medio de la plaza, vi aún a los dos que se daban puntapiés, y a la mujer entrometiéndose y pegándoles a su vez.

Aquellos dos disparos resonaron largo rato en mi cerebro. Me alejé, para que no me sorprendieran; pero ahora ya sabía por qué la gente callaba y se iba. Fui a mi escuela, en la calle tranquila y vacía. Esperaba encontrar a alguien, rostros conocidos. “Dentro de un mes habrá exámenes”, pensaba. El viejo Domenico sacó la cabeza.

—¿Novedades, profesor? ¿Nos trae usted la paz?

—La paz es un pájaro. Llegó y se fue.

Domenico movió la cabeza. Golpeó la mano sobre el diario.

—No basta con decir ciertas cosas.

No sabía nada de los alemanes.

—Saben hacer las cosas —dijo en seguida—, saben hacerlas. Pero, eh, profesor, ¡qué tiempos cuando teníamos al otro! —bajó la cabeza y la voz—. ¿Sabe lo que se dice? Que volverá.

Me alejé con esta nueva espina clavada en el cuerpo. Con Cate habíamos convenido que todos los días, al descender ella del tranvía, mirara, por si yo había bajado a Turín. Me paré en la esquina a esperarla. Pasó la hora, y ella no llegó. Oí entre tanto otras conversaciones, y todas confirmaban el rumor de que los alemanes estaban ocupando ciudades y desarmando a los nuestros.

—¿Pero los nuestros no se resisten?

—¿Quién sabe? En Novi ha habido lucha.

—Se comprende. Están en Settimo. Una división acorazada está avanzando.

—¿Pero qué hace nuestro Comando?

En un café conectaron la radio, y luego de muchos chirridos se oyó un bailable. Se formó un grupo.

—Ponga la radio de Londres —gritaban.

Se oyó la radio de Londres, en francés; luego otros chirridos exasperantes. Una voz italiana, desde Túnez. Leyó, excitada, el informativo, el mismo de siempre. El avance de los rusos, el desembarco en Salerno; la operación estaba en curso.

—¿Qué dicen en Roma? —gritamos—. ¿Qué pasa en nuestro país? ¡Cobardes!

—En Roma están los fascistas —gritó una voz.

—¡Cobardes! ¡Vendidos!

Sentí que me tomaban del brazo. Era Cate. Sonreía, con su antigua sonrisa. Salimos del grupo.

—Te has acordado —le dije.

Cruzamos la plaza. Cate hablaba en voz baja y sonreía fríamente.

—La situación es cosa de locos —dijo—. Es el día más terrible de la guerra. El gobierno no existe. Estamos en manos de los alemanes. Hay que resistir.

Corríamos hacia el Dora.

—¿Qué hacer? —le decía—. Es cuestión de días. Los ingleses tienen interés en apresurar las cosas. Más que nosotros.

—¿Has oído la radio alemana? —preguntó Cate—. Transmiten himnos fascistas.

Llegamos al patio de la reunión. Parecía cosa de ayer, y había pasado ya un mes. No había nadie. Cate habló con las vecinas, asomadas al balcón.

Finalmente llegaron Giulia y la esposa de Nando.

—¿No han vuelto?

La esposa de Nando se abandonó contra la puerta.

—Tranquila —le dijeron—. ¿Quieres que un hombre vuelva a su casa en un día como este? En Albania era peor.

Ella exclamó:

—Son muchachos, están locos.

Volvimos a poner la radio. Ninguna noticia.

—Si se dejan atrapar… —gemía la esposa—. Los alemanes los tendrán en sus manos.

—Estúpida —le gritó Cate—; aún no los han atrapado.

Me dijeron entonces que por la noche una patrulla había disuelto la reunión, y Tono ha­bía sido detenido.

—Trataron de librarlos —dijo Julia—. Ya verás.

Cate tenía que volver al hospital. Comimos algo, sentados en la cama.

—Voy contigo —le dije.

La que no comía era la esposa de Nando: caminaba por el cuarto. “Y parecía tan valien­te”, pensé. “No son épocas para casarse. Mejor está Cate, que por lo menos no ama a nadie”.

Fuimos juntos hacia el tranvía. Cate me dijo:

—¿Vuelves a casa? —Luego, mirando la calle, agregó—: Nadie se mueve. Ni siquiera un soldado. ¡Qué asco!

—Nosotros no somos más que un campo de batalla. No te ilusiones.

—A ti no te importa —susurró sin mirarme— pero tienes razón. Nunca viste morir a nadie de hambre, ni han incendiado tu casa.

—¿Eso es lo que infunde valor?

—La abuela también te lo ha dicho. Ustedes no pueden comprender.

—Ustedes no puedo ser yo —interrumpí—. Yo estoy solo. Trato de estar lo más a solas posible. Son tiempos en que únicamente el que está solo conserva la mente clara. Mira a la Nanda cómo se desespera.

Cate se entristeció, deteniéndose:

—No, tú no eres como Nanda —dijo—. No te molestas, tú. Ya nos veremos esta noche.

—Vuelve temprano —le grité.

Nuevamente la calle, el jardín, las mujeres. La colina fresca y tranquila, las conversaciones acostumbradas.

—Acaso los alemanes no lleguen hasta aquí arriba —dije a Elvira.

Pregunté por Egle, si seguía siendo tan entrometida.

—¿Por qué?

—Lo sabemos —dije.

Con un esfuerzo escuché la radio de Munich. Los fascistas volvían a levantar cabeza. Voces rabiosas, amenazadoras. Incitaban al pueblo.

—Todavía están en Alemania, es buena señal.

Casi me alegró el hecho de que la radio de Roma no hablara. Esto significaba que los nuestros resistían, que los alemanes aún no habían ocupado la capital. La vieja no decía una palabra. Nos miraba, asustada y recelosa.

En Le Fontane encontré a Cate, que me informó acerca de Fonso y de Nando.

—Han vuelto, no les ha pasado nada —dijo—. Pero no han podido hacer nada. Tono y los demás están en la cárcel.

Pero aún había otra noticia: que los nuestros huían, y que nadie tenía intención de re­sistir. […]”

Cesare Pavese, La casa en la colina, Deucalion, Buenos Aires, 1957.



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