FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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La aventura de las doce sillas

IV. La experiencia soviética de la guerra civil a la Segunda Guerra Mundial

12 sillas













LAS NOVELAS DE ILF Y PETROV FUERON ENORMEMENTE POPULARES DURANTE LOS AÑOS VEINTE Y TREINTA MÁS ALLÁ DE LA UNIÓN SOVIÉTICA, Y SE EDITARON EN DIVERSOS IDIOMAS. ENTRE ELLOS, EL CASTELLANO. TRAS LA MUERTE DE ILF, PETROV NO PRODUJO MÁS NOVELAS. SE DEDICÓ AL PERIODISMO –SU PROFESIÓN ORIGINAL– Y A LOS GUIONES CINEMATOGRÁFICOS.


Capítulo V “El Gran Maquinador”

A las siete y media de cierta mañana, un joven de unos veintiocho años se presentó en Stargorod. Un chiquillo vino corriendo hacia él.

—¡Deme una moneda! –le dijo descaradamente.

El joven sacó del bolsillo una manzana caliente y se la dio; pero el chico no quiso dejarle en paz. El hombre se detuvo entonces, miró de arriba abajo al mozalbete y le dijo con sarcasmo:

—A lo mejor querrás que te dé la llave de la habitación en que guardo el dinero.

El chiquillo vio que no iba a sacar nada en limpio y se alejó a todo correr.

Aquel joven era un embustero. Ni tenía dinero, ni habitación en qué guardarlo, ni llave para cerrar esta. Ni siquiera tenía abrigo. Llevaba un traje muy ceñido, de paño verde, una vieja bufanda de lana arrollada a la garganta y unas botas de brillante puntera. No llevaba calcetines. En la mano derecha sostenía un astrolabio.

—Tararí, tarará, tararó –canturreaba, mientras iba calle arriba hacia el mercado.

Allí era donde pensaba trabajar. Se abrió paso entre una hilera de buhoneros, y se puso a gritar:

—¿Quién quiere un astrolabio? ¡Un astrolabio! Se vende barato. ¡Se hace descuento a los delegados y a las sociedades culturales femeninas!

Pero nadie solicitaba tan curioso artículo. Las amas de casa estaban demasiado atareadas en los puestos de mercería. Un agente de la secreta pasó dos veces por delante del joven; pero como el astrolabio no se parecía en lo más mínimo a la máquina de escribir que había sido sustraída del Trust de la Manteca, dejó de hipnotizar [V.A.1] al vendedor y siguió su camino.

Hacia mediodía, un herrero compró el astrolabio por tres rublos.

—Mide de primera –le dijo el joven a su cliente–, siempre y cuando haya algo que medir.

Habiéndose desembarazado de su curioso instrumento, el joven entró a comer en El Rincón del Gusto. Después se fue a echar un vistazo a la ciudad. En la calle del Soviet se detuvo a la puerta de un magnífico edificio de dos pisos, rotulado: “Número 28. S. S. R., R. S. F. S. R. Segunda Casa de Seguros Sociales”. Se acercó al portero, que estaba sentado en un banco de piedra junto a la puerta, y le pidió una cerilla.

—¿Qué, buen hombre? –dijo, dando una chupada al pitillo–. ¿Hay en esta ciudad mujeres jóvenes con las que pueda uno casarse?

El otro no dio muestra ninguna de extrañeza.

—A unos les gustan las yeguas y a otros las muías. Eso va de gustos –repuso, pues era hombre muy locuaz.

—No tengo nada más que decir –añadió rápidamente el joven. Pero acto seguido agregó:

—¿En una casa tan magnífica no hay muchachas?

—¿Muchachas? Sí, sí. A las muchachas hay que buscarlas aquí con candil. Solo nos han dejado los vejestorios. ¿No sabe usted qué es esto? Esto es el Asilo del Estado, donde se les da de todo, incluso manutención.

—¡Ah, ya comprendo! –dijo el joven–¿Conque esta gente ha nacido antes de que el materialismo histórico se pusiera de moda?

—Eso es, ha nacido cuando ha nacido.

—¿Y qué había antes aquí?

—¿Cuándo?

—Pues en los viejos tiempos, antes de la Revolución.

—¡Ah! Entonces vivía aquí mi amo.

—¿Era un burgués?

—El burgués lo será usted. Él no era un burgués. Era mariscal de la nobleza.

—¿Quiere usted decir un proletario?

—El proletario será usted. Era un mariscal, le he dicho.

Esta conversación con el vivaracho portero, que parecía un poco incapaz de desentrañar las diferencias existentes entre las diversas clases sociales, hubiera durado eternamente, a no ser porque el joven decidió tomar las cosas en su mano.

—¿No le parece a usted que estaría bien que nos fuéramos a tomar un vaso? –le dijo.

—Magnífico. Puede usted convidarme –dijo el portero.

Estuvieron ausentes durante cosa de una hora, y cuando regresaron, el portero era el mejor amigo del joven.

—De buena gana me quedaría a pasar la noche con usted –dijo el joven.

—Hombre, me parece usted una persona honrada. Por mi parte, puede usted quedarse aquí para siempre, si gusta.

Una vez conseguido tan fácilmente lo que deseaba, el joven se introdujo a toda prisa en el cuarto del portero, se quitó las botas, se tendió en un banco y se puso a cavilar en un plan de acción para el futuro.

Este joven llamábase Ostap Bender. Siempre que hablaba de él y de su vida solo revelaba un detalle:

—Mi padre –solía decir– era súbdito turco.

En el transcurso de su carrera este hijo de un súbdito turco había saltado de una profesión a otra. Era tan enérgico que nunca le había sido posible dedicarse a una profesión determinada. Había sido llevado de uno a otro extremo de Rusia y ahora el destino le había abandonado en Stargorod, sin calcetines, sin vivienda, sin llave de la misma y sin dinero.

Desde que se encontraba en la enrarecida habitación del portero, se puso a meditar en dos posibles proyectos para el futuro, que tenía desde largo tiempo en el magín. Podía hacerse polígamo y correr de ciudad en ciudad llevándose consigo en un baúl los bienes de su última mujer. O bien podía abordar a las autoridades y pedirles que le adquirieran un cuadro que no había pintado todavía, un cuadro realmente bueno, algo así como el famoso lienzo de Repín, Los cosacos escribiendo una carta al sultán. Solo que el suyo se titularía: Los bolcheviques escribiendo una carta a Austen Chamberlain. Si su obra de arte tenía éxito podía producirle, lo menos, cuatrocientos rublos.

Se le habían ocurrido estas ideas la última vez que había estado en Moscú. La primera había acudido a su mente después de leer en los periódicos de la tarde que un polígamo solo había sido condenado a dos años y sin reclusión solitaria. La otra idea se le había ocurrido en el Museo. Pero ambos proyectos tenían sus inconvenientes. No era posible hacer gran cosa como polígamo, a no ser que dispusiera de un impecable traje gris y de diez rublos para gastos. Claro está que podría casarse con su traje verde, porque era lo bastante guapo e irresistible para cualquier Margarita provinciana; pero no le sería posible conquistar a la clase de muchacha que él quería. Y en cuanto a lo del cuadro, la empresa no sería nada fácil. Puede que surgieran dificultades técnicas. ¿Qué sucedería si se le ocurría pintar al camarada Kalinin con un gorro de cosaco, y qué pensaría el camarada Chicherin si se viera en un cuadro desnudo hasta la cintura? Verdad es que podía dejar a los diversos personajes en su indumentaria habitual; pero eso ya no sería lo mismo.

—¡No! –exclamó en voz alta–. ¡No sería de tanto efecto!

En aquel preciso instante se dio cuenta de pronto de que el portero le estaba hablando animadamente, prodigándole sus reminiscencias acerca del antiguo propietario de la casa.

—Sí, y el jefe de la Policía le saludaba siempre... Yo solía ir a verle en Año Nuevo, a desearle una feliz entrada del año, y él me daba tres rublos... Y en Semana Santa, otros tres rublos… Y el día de su cumpleaños iba también a felicitarle. De todas estas felicitaciones venía a sacarme unos quince rublos... Una vez, hasta me prometió una medalla. “Yo quiero que mi portero lleve una medalla –decía–. Así que hágase usted cargo de que ya la tiene”.

—¿Y se la proporcionó? –preguntó Bender.

—Espere un poco –dijo el portero–. Mi amo  solía decir: “Yo no puedo arreglarme con un portero sin medalla”. Y se fue a Petersburgo por ella. Pero no sucedió nada. Los señores del Servicio Civil no quisieron hacerle caso. “El zar se ha ido al extranjero –le dijeron– y por ahora es completamente imposible”. Entonces, mi amo me dijo que esperara. “Espere un poco –me dijo–. Yo procuraré que le den una medalla”.

—¿Qué le pasó a su amo? ¿Lo fusilaron? –preguntó bruscamente Bender.

—¿Fusilarle? ¿Quién le iba a fusilar? Se marchó por su propia voluntad. ¿Qué iba a hacer aquí? ¿Alternar con los soldados? Además, hoy día no dan medallas.

—¿Cómo que no? –dijo Bender–. Yo puedo hacer que le den a usted una.

El portero se quedó mirando a Bender con gran admiración.

—Sí –repuso–. Yo debería tener una medalla. No es nada divertido andar sin ella.

—¿Adónde fue su amo?

—¡Cualquiera sabe! Hay quien dice que se fue a París.

—¡Ah! Se fugó al extranjero, ¿eh?

—¡Al extranjero se fugaría usted! Se marchó a París y ellos le quitaron la casa para hacer este asilo de viejas. Ahora puede usted ir a felicitarlas a ellas todo lo que quiera, que no sacará nada en limpio. ¡Ah! ¡Aquel sí que era un buen amo!...

En aquel momento sonó en la puerta una mohosa campanilla. El portero rezongó, se acercó a la puerta arrastrando los pies, y al abrirla retrocedió espantado. Con gran asombro suyo, en el umbral se encontraba Hipólito Matvéjevich Vorobianinov, con el pelo y el bigote negros y los ojos centelleantes tras de los lentes, como solían centellear antes de la guerra.

—¡Mi señor! –gritó el portero, excitado–. ¡De París!

Hipólito se quedó desconcertado por la presencia de un extraño. Mirando por encima de la mesa divisó dos pies descalzos, e inmediatamente se volvió para marcharse otra vez. Pero Bender se puso en pie de un salto y le hizo una gran reverencia.

—Claro que esto no es París –dijo Bender–. Pero de todas formas, bienvenido, querido señor, bienvenido.

—¿París? –exclamó Hipólito–. Yo no he estado en París, ni por el forro… ¿Quién le ha metido esa idea en la cabeza? –agregó, dirigiéndose al portero.

Pero Bender no le dio tiempo a este para hablar.

—¡Magnífico! –exclamó guiñándole el ojo a Hipólito, con aire astuto–. ¡Magnífico! ¿Sin duda vendrá usted del pueblo, de visitar a su difunta abuelita?

Y después de decir esto, Bender asió al portero por un brazo, le empujó suavemente fuera de la habitación y cerró la puerta. Cuando el portero se hubo repuesto de su sorpresa, comprendió que su amo había regresado de París, que él, el portero, había sido echado de su misma habitación, y que en la mano izquierda tenía un billete de un rublo. Tan encantado se quedó a la vista del dinero, que se dirigió a la taberna más próxima y pidió varios vasos de buena cerveza.

Después de cerrar cuidadosamente la puerta, Bender se volvió hacia Hipólito, que se encontraba de pie en medio de la habitación, y dijo:

—Cálmese, querido amigo. Me llamo Bender. Puede que haya usted oído ya mi nombre.

—Nunca lo he oído –dijo Hipólito con cierta nerviosidad.

—Ahora caigo en la cuenta: no es fácil que conozcan el nombre de Ostap Bender en París. ¿Y qué? ¿Hacía calor cuando salió usted de París? Es una ciudad magnífica. Yo tengo allí una prima casada. No hace mucho mandó un pañuelo de seda por correo certificado.

—¡Qué tontería! –exclamó Hipólito–. ¿A mí qué me cuenta usted con su pañuelo de seda? Yo no vengo de París, sino de...

—¡Oh, sí! ¿De Morhanks, a lo mejor? –dijo Bender.

Hipólito no había tenido que entendérselas nunca con un hombre como Bender, y estaba desconcertado.

—Bueno; creo que debo marcharme –dijo.

—¿Marcharse? –dijo Bender–. No tiene usted por qué precipitarse, se lo aseguro. La Policía Secreta vendrá lo bastante pronto para verle.

Hipólito no supo qué contestar. Se desabrochó el raído abrigo, se sentó en el banco y clavó su vista en Bender.

—No sé qué es lo que usted se propone –le dijo, con voz un tanto débil.

—No es difícil averiguarlo. Pronto lo sabrá. No tiene usted más que esperar un poco.

Bender se puso las botas, empezó a pasearse por la habitación, y de pronto dijo:

—¿Qué frontera ha atravesado usted? ¿La polaca? ¿La francesa? ¿La rumana? Un capricho costoso, sin duda. Un amigo mío cruzó la frontera hace poco. Vive de este lado de la frontera, y los parientes de su mujer viven del otro. Un día tuvo una riña con su mujer y ella cruzó la frontera y se fue a casa de sus padres. Mi amigo estuvo solo tres días, hasta que vio que no era cosa de broma. No tenía quien le hiciera la cena, y las habitaciones estaban sucias. Entonces decidió marcharse con su mujer. Una noche se dispuso a cruzar la frontera, pero le echaron el guante y le metieron en la cárcel por seis meses. Y ahora dicen que la idiota de la mujer ha vuelto, pero su marido sigue en la cárcel... Así que ¿también usted ha atravesado la frontera polaca?

—Yo no he hecho nada de eso –repuso Hipólito–. Palabra de honor que no –agregó, pues se daba cuenta de que aquel joven le obstruía el paso en su persecución de los brillantes–. Yo soy súbdito de la Rusia Soviética. Después de todo, puedo enseñarle mi documentación.

—Con los rápidos progresos que ha experimentado la imprenta en Occidente es harto fácil falsificar una documentación bolchevique. Hasta es una ingenuidad que mencione usted eso. Un amigo mío llegó a falsificar dólares americanos, y ya sabe usted lo difícil que es eso. Se necesitan conocimientos técnicos especiales. Sin embargo, se las arregló para introducirlos en la Bolsa de Moscú, pero luego resultó que su abuelo los compró en Kiev y quedó completamente arruinado. Así que ya sabe usted. A lo mejor, su documentación le cuesta un disgusto.

Hipólito estaba furioso porque en vez de hallarse buscando los brillantes se veía encerrado allí, en la habitación del portero, oyendo las simplezas de un sujeto desvergonzado que no hacía más que hablar de las equívocas andanzas de sus amigos. Pero no podía marcharse, y ya empezaba a sentir miedo de aquel joven. Podría irse por la ciudad diciendo que había regresado el difunto mariscal de la nobleza, y esto pondría término a todo. Hasta puede que le metieran en la cárcel.

—¿No dirá usted a nadie que me ha visto? –dijo Hipólito con tono suplicante–. Podrían creer, efectivamente, que he venido del extranjero.

—¡Magnífico! –exclamó Bender–. ¡El fugitivo vuelve a su tierra natal, pero teme que le metan en la cárcel!

—¡Pero si ya le he dicho mil veces que no he estado en el extranjero!

—Pues ¿dónde ha estado usted? ¿Y por qué ha venido aquí?

—He venido... En fin, he venido de otra ciudad por un asunto.

—¿Qué asunto?

—Un asunto personal, si tanto le interesa.

—¡Y luego pretenderá hacer creer a la gente que no pertenece al antiguo régimen! Un amigo mío volvió también y...

Al oír esto Hipólito, casi desesperado, cedió.

—Está bien. Voy a decírselo todo –dijo.

“Al fin y al cabo –pensó–, sería difícil salir adelante sin ayuda. Y este sujeto parece un granuja rematado. Un hombre así puede serme muy útil”.

Illya Ilf y Evgueny Petrov, La aventura de las doce sillas [1928], Buenos Aires, La Pléyade, 1970.



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