FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Cuentos del Don

IV. La experiencia soviética de la guerra civil a la Segunda Guerra Mundial

I

La mesa está cubierta de cartuchos que todavía huelen a pólvora, un hueso de carnero, un plano, un parte, una brida que apesta a sudor de caballo, una rebanada de pan. Todo eso es lo que hay en la mesa. En el banco, de madera acepillada y cubierto de moho –producto de la humedad que invade la pared–, se halla sentado el jefe de escuadrón Nikolka Koshevoi, recostado de espaldas al antepecho de la ventana. Sus dedos, agarrotados por el frío, apenas si pueden sujetar el lápiz. Junto a unos carteles viejos extendidos sobre la mesa, un cuestionario a medio llenar. El rugoso papel es lacónico en sus explicaciones: Koshevoi, Nikolai. Jefe de escuadrón. Miembro de la Unión de Juventudes Comunistas.

Frente al apartado “Edad”, el lápiz traza lentamente: 18 años.

Nikolka es ancho de hombros, aparenta más años de los que tiene. Le hacen de más edad las arrugas de los ojos y la espalda, cargada a la manera de los viejos.

—Es un chiquillo, un mocoso –dicen de él en el escuadrón, en broma–. Pero a ver dónde hay otro que se le parezca, que casi sin pérdidas haya sabido acabar con dos bandas. ¡Hace ya medio año que conduce el escuadrón de combate tan bien como podría hacerlo un comandante veterano!

Nikolka siente vergüenza de sus dieciocho años. Siempre ocurre lo mismo: al llegar al odioso apartado “Edad”, el lápiz se desliza, deteniendo su carrera, y las mejillas de Nikolka se encienden en un rubor irritado. El padre de Nikolka era cosaco; él también lo es. Recuerda como un sueño que, cuando tenía cinco o seis años, su padre le montó en el caballo:

—¡Agárrate de la crin, hijo! –le gritó, mientras la madre, desde la puerta de la cocina, pálida y con los ojos muy abiertos, miraba sonriente las piernecitas del chiquillo pegadas al saliente espinazo del animal y al padre, que sujetaba la brida.

Hacía mucho de eso. El padre de Nikolka había desaparecido en la guerra contra los alemanes sin dejar rastro. No volvió a saberse nada de él. La madre murió. De su padre, Nikolka había heredado el amor a los caballos, un valor a toda prueba y un lunar, lo mismo que el del padre, del tamaño de un huevo de paloma, en la pierna izquierda, encima del tobillo. Hasta los quince años anduvo de bracero de aquí para allá; luego consiguió un capote de largos faldones y, con un regimiento rojo que pasaba por la stanitsa1, se marchó a combatir contra Wrangel.

Aquel verano, Nikolka se había bañado en el Don con el comisario. Este, tartamudeando y torciendo el cuello, en el que había recibido una fuerte contusión, comentó, dando una palmada en la espalda de Nikolka, inclinada y renegrida por el sol:

—Tú... tú... eres feliz. ¡Sí, sí, feliz! El lunar, según dicen, da buena suerte.

Nikolka mostró sus blancos dientes, se zambulló, dio un resoplido al salir a la superficie y gritó desde el agua:

—¡Eso son estupideces! Me quedé huérfano muy pronto, toda mi vida me rompí el espinazo trabajando. ¡Vaya una suerte!

Y nadó hacia la lengua de arena amarillenta que bordeaba el Don.

1. Cabeza de distrito en las regiones cosacas.

II

La casa donde Nikolka se aloja se halla sobre la alta y abrupta pendiente del Don. Desde las ventanas se ve la orilla verde batida por las ondas y el negro acero del agua. Por las noches, cuando hay tormenta, las olas chocan al pie de la pendiente, las maderas de las ventanas gimen y se hinchan y Nikolka se imagina que el agua se filtra por las rendijas del suelo, sube de nivel y sacude la casa.

Quiso cambiar de alojamiento, pero no llegó a hacerlo y se había quedado allí hasta el otoño. Una mañana helada, Nikolka salió al portal, rompiendo el frágil silencio con el ruido de sus botas claveteadas. Bajó hasta el huerto de los cerezos y se tumbó en la hierba cubierta de lágrimas y toda gris a consecuencia del rocío. En el cobertizo, él podía oírlo, la dueña de la casa pedía a la vaca que se estuviese quieta, el ternero mugía en tono bajo e imperioso y los chorros de leche resonaban en la pared del cubo.

En el patio rechinó el portillo, el perro gruñó. Oyose la voz de un jefe de sección:

—¿Está el comandante en casa?

Nikolka se incorporó sobre los codos:

—¡Aquí estoy! ¿Qué pasa?

—Ha venido un propio de la stanitsa. Según dice, por el distrito de Salsk se ha abierto paso una banda. Se ha apoderado del sovjós. Grushinski...

—Tráelo aquí.

El propio tira hacia la cuadra del caballo bañado en ardiente sudor. En medio del patio, el caballo cae sobre las patas delanteras, luego de costado, lanza un gemido ronco y breve y se queda muerto, mirando con ojos vidriosos al perro sujeto a la cadena, que ladra furiosamente. Ha muerto porque en el sobre traído por el propio había tres cruces y el propio había cubierto sin descansar cuarenta verstas al galope.

Nikolka leyó que el presidente le pedía que acudiera con el escuadrón en ayuda y se dirigió hacia la casa, ciñéndose el sable mientras pensaba cansadamente: “Debería ir a estudiar a cualquier sitio, y ahora nos viene esta banda... El comisario no cesa de reprocharme que estoy al mando de un escuadrón y no sé escribir una palabra a derechas... ¿Qué culpa tengo yo, si no terminé siquiera los estudios en la escuela parroquial? Tiene unas cosas... Y ahora otra banda... Otra vez sangre, estoy harto de esta vida... Me cansa todo...”.

Salió al portal, cargando la carabina sobre la marcha, y sus pensamientos galopaban como el caballo por un camino bien pisado: “Debería ir a la ciudad... Debería estudiar...”.

Por delante del caballo muerto se dirigió a la cuadra, miró la cinta negra de sangre que fluía de las polvorientas narices del animal y volvió la cabeza.

III

A lo largo del desigual camino, por las rodadas de los carros, lamido por los vientos, el musculoso llantén se retuerce; el armuelle y el lampazo parece que vayan a estallar. En otros tiempos, por este camino llevaban el heno hasta las eras, que se extendían por la estepa como salpicaduras de ámbar, mientras que los postes del telégrafo avanzaban paralelos a la carretera. Van pasando ahora los postes en la neblina otoñal, como lechosa, a través de vaguadas y barrancas, y junto a los postes, por la carretera reluciente, el atamán conduce a su banda: una cincuentena de cosacos del Don y del Kubán descontentos con el poder soviético. Tres días llevan retrocediendo, como el lobo que sembró la calamidad en el rebaño de ovejas, por caminos y a través de la estepa virgen; tras ellos, pisándoles los talones, va el destacamento de Nikolka Koshevoi.

La banda la integra gente segura, veteranos que se vieron en los más duros trances, y sin embargo, el atamán da muestras de gran preocupación: se pone en pie sobre los estribos, recorre la estepa con la vista, cuenta las verstas hasta el borde azulado del bosque que se extiende al otro lado del Don.

Así se retiran, como lobos, y tras ellos el escuadrón de Nikolka Koshevoi, que les va pisando los talones.

En los días calurosos del verano, bajo el cielo denso y transparente de las estepas del Don, las espigas se balancean y llaman con un sonido de plata. Es en vísperas de la siega, cuando las espigas de grueso grano de trigo ven negrear sus aristas como el bigotillo de un mozo de diecisiete años, mientras que el centeno sigue hacia arriba, tratando de sobrepasar al hombre en altura.

Los barbudos cosacos siembran pequeños campos de centeno en las tierras arcillosas y arenosas, junto a los bosques anegadizos de la orilla. Jamás se dieron allí buenas cosechas, la desiatina1 no dio nunca más de treinta medidas, pero lo siembran porque ese centeno les proporciona un vodka más claro que las lágrimas de doncella; porque todos bebieron de siempre, sus abuelos y sus bisabuelos; porque, no en vano, en el escudo de la Región de las Tropas del Don figura un cosaco ebrio y desnudo a caballo en una cuba. Jútores2 y stanitsas se hallan sumidos el otoño entero en los vapores del alcohol, los gorros de tapa roja se balancean inseguros sobre las cercas de mimbre. Por eso mismo, el atamán no pasa un día sereno; por eso mismo, todos los cocheros y servidores de ametralladora se acurrucan, borrachos, en los carricoches de ballesta.

Siete años hacía que el atamán no había visto su tierra natal. Prisionero de los alemanes, luego Wrangel, Constantinopla derretida bajo el sol, el campo cercado de alambre de espino, el falucho turco de ala manchada de brea y de sal, los juncos del Kubán con sus espléndidos penachos, y la banda.

Esa es la vida del atamán si se vuelve a mirar por encima del hombro. Su alma se ha endurecido lo mismo que durante el verano, en pleno calor, se endurecen las huellas de las pezuñas abiertas de los bueyes junto a las charcas de la estepa. Un dolor extraño e incomprensible le roe las entrañas, las náuseas se apoderan de sus músculos, y el atamán lo siente: el vodka no será capaz de ahogar los recuerdos de su azarosa vida. Pero bebe, ni un solo día permanece sereno; bebe porque el centeno florece con un olor penetrante y dulce en las estepas del Don, abiertas sus ávidas entrañas al sol, y las mujeres de morenas mejillas, cuyos maridos no han vuelto de la guerra, destilan un vodka tan transparente que nadie lo distinguiría del agua que brota del manantial.

1. Medida de superficie equivalente a 1,092 Ha.

2. Poblado cosaco.

IV

Al amanecer llegaron las primeras heladas. Un gris de plata salpicó las anchas hojas de los nenúfares, y en la rueda del molino, por la mañana, Lúkich advirtió unos finos carámbanos de diversos tonos, como de mica.

Lúkich se había levantado de mal cuerpo: le dolían los riñones, y los pies, como de plomo, no querían separarse del suelo. Al caminar por el molino, el cuerpo se desplazaba con gran esfuerzo, cual si no quisiera seguir a los huesos. De la sección del mijo asomó la cabeza una cría de ratón; los ojos lacrimosos del abuelo miraron hacia arriba: desde el travesaño del techo, un palomo dejaba caer el repiqueteo rápido de su arrullo. Las aletas de su nariz, como moldeadas en arcilla, se ensancharon al aspirar el pegajoso olor a humedad y a centeno molido, se paró a escuchar el siniestro rumor del agua que lamía los pilotes y estrujó, pensativo, su barba de estropajo. En el colmenar, Lúkich se tumbó a descansar un rato. Bajo el capotón, se durmió atravesado, con la boca abierta. Una saliva pegajosa y templada empapó su barba en las comisuras de los labios. Las primeras luces tiñeron de espesos colores la miserable casa del abuelo, el molino se perdió entre los flecos lechosos de la bruma...

Cuando se despertó, del bosque salían dos hombres a caballo. Uno de ellos gritó al abuelo, que caminaba por el colmenar:

—¡Eh, abuelo, ven aquí!

Lúkich, receloso, se detuvo. En aquellos años confusos habían pasado por allí muchos hombres armados como esos que ahora se acercaban, gente que, sin pedir permiso, se llevaba el grano y la harina. A todos ellos, sin distinción alguna, los aborrecía.

— ¡Date prisa, vejestorio!

Lúkich avanzó por entre las colmenas medio hundidas en el suelo; suavemente, sin ruido, tosió sin despegar los labios, unidos por la saliva al secarse, y se detuvo apartado de los visitantes, observándolos de reojo.

—Nosotros somos rojos, abuelo... No tengas miedo —dijo pacíficamente el atamán—. Perseguimos a una banda, nos hemos rezagado de los nuestros... ¿Viste por casualidad si ayer pasó por aquí un destacamento?

—No sé quiénes eran, pero pasaron.

—¿Hacia dónde se fueron, abuelo?

— No tengo ni idea.

—¿Ninguno de ellos se quedó en el molino?

—Ninguno –dijo Lúkich brevemente, y se volvió de espaldas.

—Espera, viejo. –El atamán descabalgó de un salto, se balanceó sobre sus piernas curvadas y con voz de borracho, lanzando un aliento que apestaba a vodka, dijo–: Nosotros, abuelo, nos dedicamos a matar comunistas... Para que lo sepas... ¡Nada te importe quiénes somos nosotros, pero eso no es cosa tuya! –Dio un tropezón y dejó escapar la brida–. De lo que debes preocuparte es de preparar pienso para setenta caballos y de no abrir los labios... ¡Quiero tenerlo ahora mismo!... ¿Has comprendido? ¿Dónde guardas el grano?

—No tengo –dijo Lúkich, volviendo la vista.

—Y en ese granero, ¿qué hay?

—Trastos viejos... No hay grano.

—¡Vamos a verlo!

Agarró al viejo del cuello y de un rodillazo lo empujó hacia el granero, una dependencia que se cuarteaba como hundida en el suelo. Abrió la puerta de par en par. Las arcas estaban llenas de trigo y de cebada.

—¿Y esto qué es, maldito viejo?

—Grano, bienhechor mío... Es la maquila... Un año entero me ha costado el reunirlo, y tú quieres que lo estropeen las bestias...

—¿Prefieres que nuestros caballos revienten de hambre? ¿Eres partidario de los rojos? ¿Buscas la muerte?

—¡Ten compasión de este desgraciado! ¿Por qué me vas a matar? –Lúkich se quitó el gorro, cayó de rodillas, se apoderó de las velludas manos del atamán, las besó...

—Di, ¿eres de los rojos?

—¡Ten piedad de mí!.... No hagas caso de lo que he dicho, soy un ignorante. Perdóname, no me mates –gritaba el viejo, abrazando las piernas del atamán.

—Jura que no eres de los rojos... Santíguate, ¡y come tierra!....

El abuelo toma un puñado de arena, la mastica con su boca sin dientes y la moja con sus lágrimas.

—Bueno, ahora te creo. ¡Levántate, viejo!

Y el atamán ríe al ver que las piernas se niegan a sostener al viejo. Los jinetes que acaban de llegar, sacan del granero la cebada y el trigo, lo echan a los pies de los caballos y el patio se ve cubierto de una capa de dorado grano.

V

La aurora se anunciaba apenas entre la niebla húmeda y espesa.

Lúkich evitó el centinela y por un sendero del bosque que él solo conocía se dirigió hacia el jútor a través de las torrenteras y a través del bosque, alertado en el leve dormitar que precede al día.

Llegó, mal que bien, hasta el molino de viento, quiso torcer por un atajo hacia la calleja, pero ante sus ojos surgieron las siluetas confusas de unos jinetes.

—¿Quién va? –preguntó una voz, turbando el silencio.

—Soy yo... –balbució Lúkich, espantado y tembloroso.

—¿Quién eres? ¿Traes pase? ¿Por qué andas danzando a estas horas?

—Soy molinero... Del molino de agua de ahí cerca. Tenía necesidad de venir al jútor.

—¿De qué se trata? Ea, vente con nosotros, te llevaremos al jefe. Ve delante...–gritó uno, echándole encima el caballo.

Lúkich sintió en el cuello el cálido belfo del animal y, cojeando, se encaminó hacia el jútor.

En la plaza, ante una casa de pobre aspecto, se detuvieron. El jinete, carraspeando, echó pie a tierra, ató el caballo a la valla y, haciendo resonar su sable, subió los escalones de la entrada.

—Sígueme...

Una lucecita llameaba en las ventanas. Entraron.

Lúkich estornudó al verse en aquella atmósfera de humo de tabaco, se quitó el gorro y se apresuró a persignarse vuelto hacia el rincón más próximo.

—Hemos detenido a este viejo. Venía al jútor.

Nikolka levantó de la mesa la cabeza de revuelta cabellera salpicada de plumas. Con voz de sueño, pero severa, preguntó:

—¿Adónde ibas?

Lúkich dio un paso adelante y pareció que se volvía loco de alegría.

—Querido, sois vosotros, yo creí que otra vez eran esos enemigos y me entró miedo. No me atrevía a preguntar... Soy el molinero. Cuando pasabais por el bosque de Mitrojin os parasteis en mi casa, te di leche... ¿Lo has olvidado?.

—Bien, ¿y qué me dices?

—Escucha lo que voy a decirte, amigo: ayer, antes de hacerse de día, llegaron esas bandas y todo el grano que tenía se lo dieron a los caballos... Se burlaron de mí... Su jefe estaba empeñado en hacerme jurarles fidelidad, me obligó a comer tierra.

—¿Y dónde están ahora?

—Allí. Traían vodka y no paran de beber y de ensuciarlo todo. Yo he venido a informaros. Acaso encontréis la manera de meterlos en cintura.

—¡Di que ensillen!....–Nikolka se puso en pie, sonriendo al viejo, y metió con aire de cansancio el brazo por la manga del capote.

VI

Había amanecido.

Nikolka, con las mejillas de color verdoso a consecuencia de las noches pasadas en vela, galopó hacia el cochecillo que transportaba la ametralladora.

—En cuanto vayamos al ataque, tirad sobre el flanco derecho. ¡Tenemos que partirles el ala! Y volvió hacia el escuadrón, ya desplegado.

Tras una aglomeración de robles raquíticos, en la carretera apareció un grupo montado, de a cuatro en fondo y con los carros en el centro de la columna.

—¡Al galope! –gritó Nikolka, y sintiendo a su espalda el estruendo creciente de los cascos, dio un fustazo a su potro.

La ametralladora traqueteó desesperadamente a la salida del bosque. Los de la carretera se desplegaron rápidamente, como si se tratase de un ejercicio. A la salida del bosque.

* * *

De entre los matorrales de la loma saltó un lobo con los flancos llenos de cardos. Inclinó la cabeza hacia delante, prestando atención. Los disparos repiqueteaban en las cercanías y un clamor de gritos estremecía el aire.

¡Tuc!, caía en el grupo de alisos una bala, y al otro lado de la loma, más allá de las tierras de labor, el eco balbuceaba rápido: ¡tac!

Y de nuevo, ahora en rápida sucesión: ¡tuc, tuc, tuc! Al otro lado de la loma contestaban: ¡Tac, tac, tac!

El lobo se quedó quieto unos instantes y sin prisa, al trote corto, se dirigió hacia la vaguada, perdiéndose entre los altos matorrales amarillentos de los carices...

—¡Teneos firmes!.... ¡No abandonéis los carros!.... Al bosque... ¡Al bosque, hijos de mala madre! –gritaba el atamán, poniéndose de pie sobre los estribos.

Pero conductores y tiradores de ametralladora se agitaban ya junto a los carros, cortando los tirantes, y la línea de tiradores, rota por el fuego constante de ametralladora, huía ya sin que nada pudiera detenerla.

El atamán dio la vuelta, sobre él volaba un jinete que blandía su sable. Por los prismáticos que le bailaban en el pecho y por la burka1, el atamán adivinó que no se trataba de un simple soldado rojo y tiró de la brida. Desde lejos vio la cara joven e imberbe, desfigurada por la cólera, y los ojos casi cerrados por el viento. El caballo del atamán piafó, sentándose sobre las patas traseras; él tiró de la pistola, que se había enganchado en el cinturón, mientras gritaba:

—Cachorro... Agita, agita el sable, ahora verás lo que es bueno...

El atamán disparó contra la negra burka, que iba aumentando en tamaño. La montura, después de recorrer ocho brazas, cayó. Nikolka se deshizo de la burka y, sin cesar de disparar, siguió hacia el atamán, acercándose más y más...

Tras el bosquecillo, alguien lanzó un chillido de fiera, que se vio cortado de súbito. El sol quedó oculto por una nube y sobre la estepa, sobre el camino y sobre el bosque, desmelenado por los vientos de otoño, cayeron sombras de inciertos contornos.

“Sabe muy poco, es un mocoso, se acalora y eso le va a costar la vida”, cruzó por la mente del atamán, que, esperando a que el otro agotara el cargador, aflojó la brida y se arrojó contra él como un milano.

Inclinándose sobre la silla, descargó un sablazo y por un instante sintió que el cuerpo se reblandecía al percibir el golpe y caía lentamente de bruces. El atamán saltó a tierra, quitó al muerto los prismáticos, miró sus piernas sacudidas por un leve temblor, lanzó una ojeada alrededor y se puso en cuclillas para despojar al cadáver de sus botas. La primera la sacó pronto, sin dificultad, apoyando su pie en la crujiente rodilla del muerto. Pero la otra no salía de ninguna manera, como si la media formase un tapón dentro. Tiró con rabia, con un juramento, y sacó media bota de una vez. En la pierna, por encima del tobillo vio un lunar del tamaño de un huevo de paloma. Despacio, como temiendo despertarlo, dio la vuelta a la cabeza, que se iba quedando fría, sus manos se empaparon de la sangre que brotaba a borbotones de la boca del muerto, miró fijamente y solo entonces abrazó torpemente los hombros caídos y dijo con voz sorda:

—¡Hijo!... ¡Nikólushka!.... Sangre de mi sangre... –Congestionado, gritó:

—¡Pero di una palabra siquiera! ¿Cómo ha podido ser esto?

Cayó sin apartar la vista de los ojos que se habían apagado; levantó los párpados manchados de sangre, sacudió el cuerpo inerte... Pero Nikolka se había mordido fuertemente la punta de su lengua azulenca, como si temiese decir algo que no debiera, algo de una importancia inmensa.

Apretándolas a su pecho, besó el atamán las manos frías de su hijo y, mordiendo el acero empañado de la pistola, se disparó en la boca...

* * *

Al anochecer, cuando al otro lado del bosquecillo aparecieron las siluetas de unos jinetes, cuando el viento trajo sus voces, los resoplidos de las monturas y el ruido de los estribos, un cuervo salió volando, sin ganas, de la hirsuta cabeza del atamán. Remontó el vuelo y se diluyó en el cielo gris e incoloro del otoño.

1. Capote caucasiano de pelo de cabra.

Mijaíl Shólojov, Cuentos del Don [1925], Barcelona, Planeta, 1974.


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