Joyce, la vanguardia y la novela
PRIMERA EDICIÓN DE ULYSSES (1922)
Antes que nada y para cubrir las expectativas básicas tendríamos que decir que en las primeras décadas del siglo XX el novelista francés Marcel Proust con su monumental novela En búsqueda del tiempo perdido renovó para el resto de la literatura la técnica del narrador en primera persona, cuando la conciencia y sus derivados ganaron terreno y se transformaron en el instrumento de expresión de la experiencia, a tono con una nueva visión del individuo y del sí mismo que acaso excediese el campo del arte. El siempre cambiante universo de sentido que es el mundo había trabajado a destajo para que la interioridad del sujeto tomase el lugar que le correspondía –aquí habría que especificar: por ahora. Se nos hace tangible este arco si pensamos cómo Gustave Flaubert había desarrollado a mediados del siglo XIX el estilo indirecto libre, que cambió la literatura al instrumentar el deslizamiento de la mirada del narrador hacia el interior del personaje, esto es, la narración como un punto de encuentro casi indiferenciado a partir de lo que cuenta el narrador y de lo que aporta el personaje. Pero este formulismo técnico –que abrió en adelante las puertas de un nuevo universo narrativo– es apenas un indicio de lo que iría a suceder con la novela años más tarde. Es que la materialización de lo narrable ya no tenía las bases firmes del realismo de buena parte del siglo XIX, y había quedado atrás esa “solidaridad del pensar y del sentir tan claramente formulable y reconocible, que un escritor dedicado a la representación de la realidad disponía de criterios dignos de confianza para proceder a su ordenación” dice Erich Auerbach en su libro Mímesis. Y agrega: “En los años de la primera guerra y posguerra mundiales, en una Europa rebosante de formas de vida y masas de ideas desequilibradas, insegura y preñada de presagios infaustos, algunos escritores sobresalientes por su instinto y su inteligencia encuentran un procedimiento que disgrega la realidad en reflejos de conciencia múltiples y de variadas significaciones. No es difícil de comprender el nacimiento del procedimiento en ese preciso momento.”
En ese sentido la novela Ulises del irlandés James Joyce, publicada en 1922, se ha erigido como el punto más alto de las transformaciones novelísticas que desarrolló la época, y la niña mimada de la historia literaria del siglo XX (¿otra vez el anglosajonismo?). Se podría pensar que con Joyce la exterioridad de los hechos narrados y su tradicional interconexión pierden fuerza en favor de los procedimientos que originan una forma nueva, donde la representación de lo real se declara insuficiente si consiste en respetar la ordenación cronológica y los preceptos decimonónicos. En la novela del irlandés el monólogo interior, la multiplicidad de enfoques, el poderío verbal y los cambios de registros de lengua –periodístico, inglés arcaico, teatral, lenguaje de catecismo, entre otros–, un manejo irresponsable de la cultura y de sus simbolismos, y hasta la voluntad de interpelar los bordes esquivos del sentido y de su comprensión, afirman una idea que cundirá entre los pensadores y creadores de su época y que como ninguna otra marcará el rumbo de la centuria ante la falta de referencias reales: el hombre es palabra. Y las palabras, que construyen a expensas de lo real, son otra cosa que lo real (Franz Kafka, años antes, hizo de esta escisión el abecé de su literatura).
Un mismo espíritu, una caja de resonancias –vacía, si tuviésemos que imaginarla, aunque pródiga en sonidos– dominó el estado de cosas de la época. Como nunca la realidad física de la palabra conquistó el primer plano y trajo aparejada en su singularidad y en la libertad de sus usos un nuevo estatuto para el arte. Acaso haya que pensar menos en el escritor Joyce que en esa suerte de marca definitiva en que se transformó la novela joyceana para entender el rastro, la huella del irlandés en nuestros narradores latinoamericanos, y convenir que su literatura y la apertura formal que la caracterizó llegaron mediatizadas por la novelística poderosa del norteamericano William Faulkner, unos de sus más conspicuos herederos. De algo podemos estar seguros, sin embargo: aun a cuesta de cierto hermetismo en muchos de sus pasajes y de una complejidad que no apunta justamente a entretenernos, para la narrativa latinoamericana –como para muchas otras de distintas regiones del mundo– el Ulises funcionó como la plasmación de un guiño de libertad pionero, y aun como un ícono artístico de la dispersión del sentido de su época, además de proponerse como la concentración de fuerzas narrativas más a tono con lo que demandaba a principios del siglo XX esa siempre conflictiva relación que llevan adelante la realidad y la literatura.
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