FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Vida y destino

V. La Segunda Guerra Mundial y el Holocausto


Vasily Grossman






VASILI GROSSMAN (1905-1964)







EN SCHWERIN, ALEMANIA, CON EL EJÉRCITO ROJO EN 1945


Nació en 1905 en Berdichev, una de las comunidades judías más numerosas de Europa del Este. Se diplomó como químico, pero abandoo esta profesión para dedicarse a la literatura. Sus primeras novelas se ajustaron a las normas realismo soviético, el caso de Glückauf (1929) –sobre las minas de Donbass donde él había trabajado– o Stepan Ko-lčugin (1937), relato sobre la formación de un joven obrero bolchevique. Fue admitido en la Unión de Escritores Soviéticos y aplaudido por Gorki.

Al producirse la invasión de los alemanes en 1941 pidió ingresar al campo de batalla como corresponsal de Estrella Roja, el periódico del Ejército Rojo. Llegó hasta Berlín con las tropas soviéticas y fue uno de los primeros en darse cuenta de la tragedia del Holocausto. Sobre este tema escribió El infierno de Treblinka, la primera crónica de los hechos ocurridos en un campo de exterminio nazi que fue utilizada en los Juicios de Nuremberg como evidencia de los crímenes nazis. Terminada la guerra, colaboró con Ilya Ehrenburg en la redacción de El libro negro, una detallada reconstrucción del genocidio del pueblo judío en los territorios soviéticos ocupados.

En 1946 publicó Si se cree en los pitagóricos, duramente atacada por Pravda, órgano oficial del gobierno. En 1952, Por una causa justa se publicó en fascículos en la revista Novij Mir. El libro recibió críticas severas por sus “graves errores ideológicos”. Desde 1955 hasta 1960 se dedicó a la escritura de Vida y destino cuyo manuscrito envió a la revista Znamja. Pero el contenido del libro se consideró demasiado peligroso y los agentes de la KGB secuestraron el manuscrito y todas las copias mecanografiadas. Mijail Suslov, el llamado Cardenal Gris del socialismo desarrollado censuró para “doscientos cincuenta años” Vida y Destino. Sin embargo Grossman había entregado otras copias mecanografiadas a dos personas de confianza. Una de ellas logró pasar clandestinamente el texto a Occidente. La primera publicación la concretó, en Francia, Vladimir Dimitrievic, editor suizo de nacionalidad serbia y en 1988 salió a la luz en la Unión Soviética.

Fragmentos de Vida y destino (Los títulos no están en el texto original, se incluyen para orientar al lector)

Bolcheviques en un campo de concentración nazi

“1

La niebla cubría la tierra. La luz de los faros de los automóviles reverberaba sobre la línea de alta tensión que bordeaba la carretera.

No había llovido, pero al amanecer la humedad había calado en la tierra y, cuando el semáforo indicó prohibido, una vaga mancha rojiza apareció sobre el asfalto mojado. El aliento del campo de concentración se percibía a muchos kilómetros de distancia: los cables del tendido eléctrico, las carreteras, las vías férreas, todo confluía en dirección a él, cada vez con mayor densidad. Era un espacio repleto de líneas rectas; un espacio de rectángulos y paralelogramos que resquebrajaba el cielo otoñal, la tierra, la niebla.

Unas sirenas lejanas lanzaron un aullido suave y prolongado.

La carretera discurría junto a la vía, y una columna de camiones cargados de sacos de cemento circuló durante un rato casi a la misma velocidad que el interminable tren de mercancías. Los chóferes de los camiones, enfundados  en sus capotes militares, no miraban los vagones que corrían a su lado, ni las caras borrosas y pálidas que viajaban en su interior.

De la niebla emergió el recinto del campo: filas de alambradas tendidas entre postes de hormigón armado. Los barracones alineados formaban calles largas y rectilíneas. Aquella uniformidad expresaba el carácter inhumano del campo.

Entre millones de isbas rusas no hay ni habrá nunca dos exactamente iguales. Todo lo que vive es irrepetible.Es inconcebible que dos seres humanos, dos arbustos de rosas silvestres sean idénticos... La vida se extingue allí donde existe el empeño de borrar las diferencias y las particularidades por la vía de la violencia.

La mirada apresurada pero atenta del canoso maquinista seguía el desfile de los postes de hormigón, los altos pilares coronados por reflectores giratorios, las torres de observación donde se vislumbraba, como a la luz vítrea de una farola, a los centinelas apostados detrás de las ametralladoras. El maquinista guiñó el ojo a su ayudante; la locomotora lanzó una señal de aviso. Apareció de repente una garita iluminada por una lámpara eléctrica, luego una hilera de automóviles detenidos en el paso a nivel, bloqueados por una barrera a rayas y el disco del semáforo, rojo como el ojo de un toro.

De lejos se oyeron los pitidos de un tren que se acercaba. El maquinista se volvió hacia el ayudante:

–Ése es Zucker, lo reconozco por el fuerte pitido; ha descargado la mercancía y se vuelve de vacío a Múnich.

El tren vacío provocó un gran estruendo al cruzarse con aquel otro tren que se dirigía al campo; el aire desgarrado chilló, las luces grises entre los vagones centellearon, y, de repente, el espacio y la luz matutina del otoño, despedazada en fragmentos, se unieron en una vía que avanzaba regularmente.

El ayudante del maquinista, que había sacado un espejito del bolsillo, se examinó la sucia mejilla. Con un gesto de la mano, el maquinista le pidió que se lo pasara.

–Francamente, Genosse (a) Apfel –le dijo el ayudante, excitado–, de no ser por la maldita desinfección de los vagones podríamos haber regresado a la hora de la comida y no a las cuatro de la madrugada, muertos de cansancio.

Como si no pudieran hacerlo aquí, en el depósito.

Al viejo le aburrían las sempiternas quejas sobre la desinfección.

–Da un buen pitido –dijo–, nos mandan directamente a la plataforma de descarga principal.

 2

En el campo de concentración alemán, Mijaíl Sídorovich Mostovskoi tuvo oportunidad, por vez primera después del Segundo Congreso del Komintern, de aplicar su conocimiento de lenguas extranjeras. Antes de la guerra, cuando vivía en Leningrado, había tenido escasas ocasiones de hablar con extranjeros. Ahora recordaba los años de emigración que había pasado en Londres y en Suiza, donde él y otros camaradas revolucionarios hablaban, discutían, cantaban en muchas lenguas europeas.

Guardi, el sacerdote italiano que ocupaba el catre junto a Mostovskoi, le había explicado que en el Lager vivían hombres de cincuenta y seis nacionalidades.

Las decenas de miles de habitantes de los barracones del campo compartían el mismo destino, el mismo color de tez, la misma ropa, el mismo paso extenuado, la misma sopa a base de nabo y sucedáneo de sagú que los presos rusos llamaban «ojo de pescado».

Para las autoridades del campo, los prisioneros sólo se distinguían por el número y el color de la franja de tela que llevaban cosida a la chaqueta: roja para los prisioneros políticos, negra para los saboteadores, verde para los ladrones y asesinos.

Aquella muchedumbre plurilingüe no se comprendía entre sí, pero todos estaban unidos por un destino común. Especialistas en física molecular o en manuscritos antiguos yacían en el mismo camastro junto a campesinos italianos o pastores croatas incapaces de escribir su propio nombre. Un hombre que antes pedía el desayuno a su cocinero y cuya falta de apetito inquietaba al ama de llaves, ahora marchaba al trabajo al lado de aquel otro que toda su vida se había alimentado a base de bacalao salado. Sus suelas de madera producían el mismo ruido al chocar contra el suelo y ambos miraban a su alrededor con la misma ansiedad para ver si llegaban los Kostträger, los portadores de los bidones de comida, los «kostrigui» como los llamaban los prisioneros rusos.

Los destinos de los hombres del campo, a pesar de su diversidad, acababan por semejarse. Tanto si su visión del pasado se asociaba a un pequeño jardín situado al borde

de una polvorienta carretera italiana, como si estaba ligada al bramido huraño del mar del Norte o a la pantalla de papel anaranjado en la casa de un encargado en las afueras de Bobruisk, para todos los prisioneros, del primero al último, el pasado era maravilloso.

Cuanto más dura había sido la vida de un hombre antes del campo, mayor era el fervor con el que mentía. Aquellos embustes no servían a ningún objetivo práctico; más bien representaban un himno a la libertad: un hombre fuera del campo no podía ser desgraciado...

Antes de la guerra aquel campo se denominaba campo para criminales políticos.

El nacionalsocialismo había creado un nuevo tipo de prisioneros políticos: los criminales que no habían cometido ningún crimen.

Muchos ciudadanos iban a parar al campo por haber contado un chiste de contenido político o por haber expresado una observación crítica al régimen hitleriano en una conversación entre amigos. No habían hecho circular octavillas, no habían participado en reuniones clandestinas. Se los acusaba de ser sospechosos de poder hacerlo.

La reclusión de prisioneros de guerra en los campos de concentración para prisioneros políticos era otra de las innovaciones del fascismo. Allí convivían pilotos ingleses y americanos abatidos sobre territorio alemán, comandantes y comisarios del Ejército Rojo. Estos últimos eran de especial interés para la Gestapo y se les exigía que dieran información, colaboraran, suscribieran toda clase de proclamas.

En el campo había saboteadores: trabajadores que se habían atrevido a abandonar el trabajo sin autorización en las fábricas militares o en las obras en construcción. La reclusión en campos de concentración de obreros cuyo trabajo se consideraba deficiente también era un hallazgo del nacionalsocialismo.

Había en el campo hombres con franjas de tela lila en las chaquetas: emigrados alemanes huidos de la Alemania fascista. Era ésta, asimismo, una novedad introducida por el fascismo: todo aquel que hubiera abandonado Alemania, aun cuando se hubiera comportado de manera leal a ella, se convertía en un enemigo político.

Los hombres que llevaban una franja verde en la chaqueta, ladrones y malhechores, gozaban de un estatus privilegiado: las autoridades se apoyaban en los delincuentes comunes para vigilar a los prisioneros políticos.

El poder que ejercía el preso común sobre el prisionero político era otra manifestación del espíritu innovador del nacionalsocialismo.

En el campo había hombres con un destino tan peculiar que no habían podido encontrar tela de un color que se ajustara convenientemente al suyo. Pero también el encantador de serpientes indio, el persa llegado de Teherán para estudiar la pintura alemana, el estudiante de física chino habían recibido del nacionalsocialismo un puesto en los catres, una escudilla de sopa y doce horas de trabajo en el Plantage (b)

Noche y día los convoyes avanzaban en dirección a los campos de concentración, a los campos de la muerte. El ruido de las ruedas persistía en el aire junto al pitido de las locomotoras, el ruido sordo de cientos de miles de prisioneros que se encaminaban al trabajo con un número azul

de cinco cifras cosido en el uniforme. Los campos se convirtieron en las ciudades de la Nueva Europa. Crecían y se extendían con su propia topografía, sus calles, plazas, hospitales, mercadillos, crematorios y estadios.

Qué ingenuas, qué bondadosamente patriarcales parecían ahora las viejas prisiones que se erguían en los suburbios urbanos en comparación con aquellas ciudades del campo, en comparación con el terrorífico resplandor rojo y negro de los hornos crematorios.

Uno podría pensar que para controlar a aquella enorme masa de prisioneros se necesitaría un ejército de vigilantes igual de enorme, millones de guardianes. Pero no era así. Durante semanas no se veía un solo uniforme de las SS en los barracones. En las ciudades-Lager eran los propios prisioneros los que habían asumido el deber de la vigilancia policial. Eran ellos los que velaban por que se respetara el reglamento interno en los barracones, los que cuidaban de que a sus ollas sólo fueran a parar las patatas podridas y heladas, mientras que las buenas y sanas se destinaban al aprovisionamiento del ejército.

Los propios prisioneros eran los médicos en los hospitales, los bacteriólogos en los laboratorios del Lager, los porteros que barrían las aceras de los campos. Eran incluso los ingenieros que procuraban la luz y el calor en los barracones y que suministraban las piezas para la maquinaria.

Los kapos –la feroz y enérgica policía de los campos–llevaban un ancho brazalete amarillo en la manga izquierda. Junto a los Lagerälteste, Blockälteste y Stubenälteste, controlaban toda la jerarquía de la vida del campo: desde las cuestiones más generales hasta los asuntos más personales que tenían lugar por la noche en los catres. Los prisioneros participaban en el trabajo más confidencial del Estado del campo, incluso en la redacción de las listas de «selección» y en las medidas aplicadas a los prisioneros en las Dunkelkammer, las celdas oscuras de hormigón. Daba la impresión de que, aunque las autoridades desaparecieran, los prisioneros mantendrían la corriente de alta tensión de los alambres, que no se desbandarían ni interrumpirían el trabajo.

Los kapos y Blockälteste se limitaban a cumplir órdenes, pero suspiraban y a veces incluso vertían algunas lágrimas por aquellos que conducían a los hornos crematorios... Sin embargo, ese desdoblamiento nunca llegaba hasta el extremo de incluir sus propios nombres en las listas de selección. A Mijaíl Sídorovich se le antojaba particularmente siniestro que el nacionalsocialismo no hubiera llegado al campo con monóculo, que no tuviera el aire al tivo de un cadete de segunda fila, que no fuera ajeno al pueblo. En los campos, el nacionalsocialismo campaba a sus anchas pero no vivía aislado del pueblo llano: gustaba de sus burlas y sus bromas desataban las risas; era plebeyo y se comportaba de modo campechano; conocía a la perfección la lengua, el alma y la mentalidad de aquellos a los que había privado de libertad”.

(a)Camarada en alemán.

(b) La tierra de cultivo cercana a los campos de concentración.


Conversación entre un  grupo de amigos rusos

 

"María Ivánovna, pequeña, menuda, con gestos torpes de adolescente, escuchaba a su marido con una particular atención: una mezcla del tímido respeto de una estudiante, la admiración de una mujer enamorada y el cuidado condescendiente de una madre.

Por supuesto, las conversaciones comenzaban con  los boletines militares, pero enseguida se alejaban de la guerra. No obstante, fuera cual fuese el tema de la conversación, todo estaba ligado al hecho de que los alemanes habían llegado hasta el Cáucaso y la cuenca baja del río Volga. Paralelamente a los pensamientos tristes engendrados por los reveses militares, era palpable un sentimiento de desesperación, de temeridad: ¡lo que tenga que ser será! Por las noches, en aquella pequeña sala, abordaban una infinidad de temas; parecía que los muros cayeran en aquel espacio confinado y reducido, y que la gente dejará de hablar como de costumbre.

El marido de la difunta hermana de Sokolov, el historiador Madiárov, de cabeza grande y labios gruesos, con una piel morena ligeramente azulada, evocaba a veces episodios de la guerra civil que no recogían las páginas de la historia: el húngaro Gavro, comandante del regimiento internacio­nal, el comandante del cuerpo de ejército Krivoruchko, Bozhenko, el joven oficial Schors, que había dado la orden de azotar, en su vagón, a los miembros de una comisión en­viada por el Consejo Revolucionario de Guerra para con­trolar su Estado Mayor. Narraba el extraño, y terrible des­tino de la madre de Gavro, una vieja campesina húngara que no sabía ni una sola palabra de ruso. Había llegado a la Unión Soviética junto con su hijo y, una vez que éste fue arrestado, todos la marginaron, la temían y ella, como una loca, vagaba por Moscú sin conocer el idioma.

Madiárov hablaba de los sargentos de caballería y los oficiales, enfundados en pantalones de montar bermejos con retazos de piel y las cabezas afeitadas azuladas, que se convertían en comandantes de división y de cuerpos del ejército. Contaba cómo esos hombres castigaban o perdo­naban, y, bajándose de sus caballerías, se lanzaban sobre una mujer de la que se habían encariñado... Recordaba a los comisarios de los regimientos y, las divisiones, tocados con sus budiónovki[1] que leían Así habló Zaratustra y ponían en guardia a los combatientes contra la herejía bakuniana... Hablaba de los oficiales del ejército zarista convertidos en mariscales y comandantes del ejército de primera clase.

 Una vez, bajando la voz, dijo:

 -Fue en la época en que Trotski todavía era Lev Davídovich...

         Y en sus tristes ojos, en esos ojos que suelen tener los hombres corpulentos, inteligentes y enfermos, apareció una expresión particular.

 Después sonrió y dijo:

 -Montamos una orquesta en nuestro regimiento. Siem­pre tocaba el mismo tema: «Por la calle se paseaba un gran cocodrilo, un gran cocodrilo verde...». En todos los casos, ya fuera yendo al ataque o enterrando a los, héroes, se to­caba la canción del cocodrilo verde. En un momento de siniestro repliegue Trotski vino a levantar el ánimo a las tropas. Movilizó a todo el regimiento. Estábamos en un vi­llorrio polvoriento, triste, con perros vagabundos. Se mon­tó una tribuna en medio de la plaza. Veo ahora mismo la escena: un calor sofocante, hombres adormilados-, y ahí es­taba Trotski con un gran lazo rojo, los ojos brillantes, pro­clamando: «Camaradas soldados del Ejército Rojo»,-con una voz tan atronadora que parecía que nos iba a caer una tormenta encima... Luego la orquesta empezó a tocar el Cocodrilo... Era una pieza extraña, pero este Cocodrilo con balalaica es más que una orquesta formada por varias bandas tocando la Internacional. Ella me llevará a coger con las manos vacías Varsovia, Berlín...

            Madiárov hablaba tranquilo, sin apresurarse, no justifi­caba a los comandantes del Ejército Rojo que habían sido fusilados como enemigos del pueblo y traidores a la patria, no justificaba a Trotski, pero en su admiración hacia Kli­voruchko y Dúbov, en el modo respetuoso y sencillo con el que pronunciaba los nombres de los jefes militares y de los comisarios del ejército fusilados en 1937, era evidente qué no creía que los mariscales Tujachevski, Bliújer y Yegórov, que Murálov, responsable del distrito militar de Moscú, Levandovski, Gamárnik, Dibenko y Búbnov, o Unshlijt, o el primer sustituto de Trotski, Slianski, fueran enemigos del pueblo y traidores a la patria.

            La tranquilidad en el tono de voz de Madiárov no pa­recía de este mundo. El poder del Estado había construido un nuevo pasado; hacía intervenir de nuevo a la caballería a su manera, exhumaba nuevos héroes para acontecimien­tos ya sepultados y destituía a los verdaderos. El Estado tenía poder para recrear lo que una vez había sido, para transformar figuras de granito y bronce, para manipular discursos pronunciados hacía tiempo, para cambiar la disposición de los personajes en una fotografía.

Se forjaba realmente una nueva historia. Incluso los hombres que habían sobrevivido a aquellos tiempos volvían a vivir la existencia pasada, de valientes se transformaban en cobardes, de revolucionarios en agentes extranjeros.

Pero escuchando a Madiárov parecía evidente que todo aquello acabaría dando lugar a una lógica más poderosa: la lógica de la verdad. Nunca se había hablado de estas cosas antes de la guerra.

Una vez Madiárov había dicho:

-Todos esos hombres habrían luchado hoy contra el fascismo. Habrían sacrificado sus propias vidas. Los mataron sin motivo...

El ingeniero químico Vladímir Románovich Artelev, originario de Kazán, era propietario del apartamento que los Sokolov tenían alquilado. La mujer de Artelev volvía del trabajo por la noche. Sus dos hijos estaban en el fren­te. Artelev era jefe del taller de una fábrica química, iba mal vestido, sin abrigo y gorro de invierno y, para resguardarse del frío, se ponía un chaleco forrado bajo el impermeable. En la cabeza llevaba una gorra mugrienta y arrugada que, cuando iba al trabajo, se calaba hasta las orejas.

Al entrar en casa de los Sokolov, soplándose los dedos rojos y congelados, dirigía tímidas sonrisas a los invitados sentados a la mesa, y Shtrum se sorprendía de que fuera el ‘dueño de la casa, el jefe de un taller importante de una gran fábrica; más bien daba la impresión de ser un vecino pobre que viniera a pedir limosna.

Y también aquella tarde, con las mejillas hundidas e hirsutas, casi temiendo hacer ruido al pisar las tarimas, se quedó de pie al lado de la puerta para escuchar lo que decía Madiárov.

María Ivánovna, que se dirigía a la cocina, se le acercó y le susurró algo al oído. Éste sacudió la cabeza con aire asustado: evidentemente declinaba su oferta de tomar un refrigerio.

-Ayer -decía Madiárov- un coronel que está aquí sometiéndole a una cura me contó que debe presentarse ante una comisión de investigación del Partido por haber gol­peado a un teniente. Durante la guerra civil no sucedían estas cosas.

-Sin embargo usted mismo contó -objetó Shtrum- que Schors ordenó azotar a los miembros de una comisión en­viada por el Consejo Revolucionario de Guerra.

-En aquel caso se trataba de un subordinado que daba la­tigazos a sus superiores -respondió Madiárov-. Es diferente.

-Lo mismo pasa en la fábrica -intervino Artelev-. Nues­tro director tutea a todo el mundo y si le llamas camarada Shuriev se ofende. Hay que llamarle Leonti Kuzmich. Hace unos días, en el taller, se enfadó con un viejo químico. Shuriev gritó a voz en cuello: «Haz lo que yo diga o te daré tal patada en el culo que te sacaré volando de la fábrica», y el viejo va para los setenta y dos años.

-¿El sindicato no interviene? -preguntó Sokolov.

-¿Qué va a hacer el sindicato? -dijo Madiárov-. Su tra­bajo es exhortarnos a hacer sacrificios: antes de la guerra te preparan para la guerra, durante la guerra «todo es para el frente», y después de la guerra, nos incitarán a remediar las consecuencias de la guerra. No tienen tiempo para ocupar­se de un viejo. Maria Ivánovna preguntó a media voz a su marido:    -¿Qué te parece? ¿Es hora de servir el té?

-Sí, claro -respondió Sokolov-. Sírvenos té.

«Qué manera tan extraordinariamente silenciosa de moverse», pensó Shtrum mirando distraídamente la espal­da delgada de Maria Ivánovna, que se deslizaba por la puerta entreabierta de la cocina.

-Ah, queridos amigos -exclamó de repente Madiárov-, ¿os imagináis lo que es la libertad de prensa? Una hermosa mañana después de la guerra abrís el periódico y en lugar de encontrar un editorial exultante, o la habitual carta de los trabajadores al gran Stalin, o un artículo acer­ca de la brigada de fundidores de obreros que ha trabaja­do un día extra en honor a las elecciones del Soviet Supre­mo, o las historias sobre los trabajadores de Estados Unidos que han acogido el nuevo año en una situación de desesperación por el paro creciente y la miseria, imaginad que encontráis... ¡Información! ¿Os imagináis un periódico así? ¡Un periódico que ofrece información!

»Empezáis a leer un artículo sobre la mala cosecha en la región de Kursk, un artículo sobre una inspección para determinar las condiciones en la prisión de Butirka, una discusión sobre si la construcción del canal entre el mar Blanco y el Báltico es necesaria, la noticia de que un obre­ro llamado Golopuzov se ha manifestado en contra de la imposición de un nuevo empréstito.

»En pocas palabras, os enteráis de todo lo que pasa en el país: buenas y malas cosechas; arrebatos de entusiasmo cívico y robos a mano armada; la apertura de una nueva mina y un accidente en otra mina; las discrepancias entre Mólotov y Malenkov; leéis un reportaje sobre la marcha de una huelga porque el director de una fábrica ha ofendi­do a un viejo químico de setenta y dos años, leéis los dis­cursos de Churchill, Blum, y no que «han declarado que...»; leéis un artículo sobre los debates en la Cámara de los Comunes; os enteráis de cuántas personas se suicidaron ayer en Moscú y cuántas resultaron heridas en accidentes de tráfico y están hospitalizadas. Os enteráis de por qué no hay trigo sarraceno y no sólo de que han ido las prime­ras fresas por avión de Tashkent a Moscú. Averiguáis por los periódicos, y no por la señora de la limpieza cuya so­brina ha venido a Moscú a comprar pan, cuántos gramos de grano conceden a los trabajadores del koljós por un día de trabajo.

»Sí, y al mismo tiempo continuáis siendo verdaderos ciudadanos soviéticos.

»Entráis en una librería, compráis un libro y seguís siendo ciudadanos soviéticos, leéis a filósofos americanos, ingleses, franceses, a historiadores, economistas, Comenta­dores políticos. Distinguís por vosotros mismos en qué tie­nen razón y en qué se equivocan; podéis pasear por el parque solo, sin niñera.

Justo cuando Madiárov finalizaba su discurso, María Ivánovna entró en la habitación con una montaña de tazas y platillos.

De repente Sokolov golpeó con un puño contra la mesa y dijo:

-¡Basta! -exclamó-. Pido encarecidamente: que se ponga fin a este tipo de conversaciones.

Maria Ivánovna miraba fijamente a su marido con la boca abierta. Un temblor repentino hizo tintinear la vaji­lla que llevaba en sus manos.

-¡He aquí cómo Piotr Lavréntievich ha liquidado, la li­bertad de prensa! –observó Shtrum-. No ha durado mu­cho tiempo que digamos. Menos mal que María Ivánovna no ha escuchado este discurso-subversivo.

-Nuestro sistema -sentenció irritado Sokolov-: ha de­mostrado su fuerza. Las democracias burguesas se han hundido.

-Sí, efectivamente, lo ha demostrado -confirmó Shtrum-, pero la democracia burguesa y degenerada de Finlandia desafió, en los años cuarenta, nuestro centralismo, y las co­sas no acabaron demasiado bien para nosotros. No soy ad­mirador de mirador de la democracia burguesa, pero los hechos son los hechos. Y además, ¿qué tiene que ver el viejo químico con todo esto?

Dicho esto se volvió y se encontró con los ojos atentos y penetrantes de Maria Ivánovna, que le escuchaba.

-No fue Finlandia, sino el invierno finlandés -puntualizó Sokolov.

-Déjalo, Petia -cortó Madiárov.

-Digámoslo así, entonces -propuso Shtrum-. Durante la guerra el Estado soviético demostró sus puntos fuertes y los débiles.

-¿Qué puntos débiles? -quiso saber Sokolov.

-Bueno -respondió Madiárov-, para empezar que mu­chos de los que ahora podrían estar combatiendo se en­cuentran en la cárcel. ¿Por qué pensáis que estamos lu­chando a orillas del Volga?

-¿Y qué tiene que ver el sistema con eso? -preguntó Sokolov.

-¿Qué tiene que ver? -replicó Shtrum-. Según Piotr Lavréntievich, ¿la viuda del suboficial se disparó a sí mis­ma en 1937?[2]

Y     de nuevo sintió la mirada penetrante de Maria Ivanovna. Se dijo para sus adentros que se estaba compor­tando de una manera extraña en esa discusión: cuando Madiárov se había lanzado a criticar al Estado soviético Shtrum le había contradicho, y cuando Sokolov la había tomado con Madiárov, se había puesto a criticar a Piotr Lavréntievich.

A Sokolov le gustaba burlarse.a veces de un artículo es­pecialmente estúpido o de un discurso incorrecto, pero de inmediato se ponía rígido en cuanto la discusión tocaba la línea del Partido. En cambio Madiárov no ocultaba sus propias opiniones. - •:                     ;

-Usted intenta buscar en las carencias del sistema so­viético una explicación a nuestros reveses -señaló Sokolovlov-, pero el golpe que los alemanes han infligido a nues­tro país ha sido de tal calibre que el Estado, al resistió, ha demostrado con creces su fuerza, y no su debilidad. Usted ve la sombra proyectada por un gigante y dice: «Mira qué sombra», pero se olvida del gigante de carne y hueso. En el fondo, nuestro centralismo es un motor social de una .potencia incomparable, permite realizar milagros. Y aho­ra los ha cumplido, y los cumplirá también en el futuro.

-Si no fuera necesario al Estado -dijo Karímov-,. se desharía de usted; le tiraría junto con sus planes, creaciones e ideas, pero si su idea concuerda con los intereses del Estado, pondrá a su servicio una alfombra voladora.

-Eso, eso -dijo Artelev— Yo fui destinado durante un mes a una fábrica de especial relevancia militar. El propio Stalin seguía, la puesta en marcha de los talleres, telefonea­ba al director. ¡Qué equipamiento! Materia prima, piezas de recambio, todo aparecía como por arte de magia. No hablemos ya de las condiciones de vida. ¡Teníamos bañera y cada mañana te llevaban la crema de leche a casa!-Nun­ca antes había vivido así. ¡Qué abastecimiento tan extraor­dinario de los instrumentos de trabajo! Y lo principal: nada de burocracia…

-Probablemente; el burocratismo estatal: como el-gi­gante del cuento, estaba al servicio, dejos hombres -afir­mó Karímov.

-Si se ha podido alcanzar semejante perfección en las fábricas de relevancia militar -dijo Sokolov-, es obvio que finalmente se aplicará el mismo sistema en todas las fábricas, a -No-dijo Madiárov-. Son dos principios totalmente diferentes. Stalin no construye lo que la gente necesita: construye lo que necesita el Estado. Es el Estado, y no; la gente, el que necesita la industria pesada. El canal que une el mar Blanco con el Báltico es inútil para la gente; en un plato de la balanza están las necesidades del Estado; en el otro, las necesidades del individuo. ¡Estos platos no logra­rán equilibrarse!

-Eso es -aprobó Artelev-. Y fuera de esas, fábricas es­peciales reina el caos total. Según el plan, debo, enviar la producción necesaria para nuestros vecinos de Kazán a Chitá, y de Chitá la vuelven a enviar a Kazán. Necesito ope­rarios y todavía no he agotado el crédito para las guarde­rías infantiles. ¿Qué hago? Traigo a los operarios hacién­doles pasar por puericultoras. ¡La centralización nos asfixia! Un inventor encontró un medio de producir mil quinientas piezas en lugar de doscientas y el director lo echó a patadas: el plan está calculado de acuerdo con el peso total de lo que producimos. Es mejor dejar las cosas como están. Y si la fábrica se paraliza por la falta de un material que se puede adquirir en el mercado por treinta rublos, prefiere asumir un descalabro económico de dos millones. No se arriesgará a pagar treinta rublos en el mer­cado negro.

Artelev echó una fugaz ojeada al auditorio y retomó la palabra sin dilación, como si temiera que no le dejaran acabar:

-Un obrero cobra poco, pero cobra en función del tra­bajo realizado. Un vendedor de agua con sirope cobra cinco veces más que un ingeniero. Los dirigentes, los directores, los comisarios del pueblo sólo saben decir una cosa: ¡cum­plid con el plan! ¡No importa si te mueres de hambre, debes cumplir el plan! Por ejemplo, teníamos un director, un tal Shmatkov, que durante las reuniones gritaba: «¡La fábrica es más importante que vuestra propia madre! Hay que de­jarse el pellejo si es preciso, pero el plan debe cumplirse. Y a los que no lo hagan, yo mismo los despellejaré». Y un buen día nos enteramos de que Shmatkov ha sido destinado a Voskresenk. «Afanasi Lukich, ¿cómo puede dejar la fábrica con el trabajo a la mitad?» Me respondió sencillamente, sin demagogia: «Mire, nuestros hijos estudian en un institu­to de Moscú, y Voskresenk queda más cerca. Además, nos han ofrecido un buen piso, con jardín. Mi mujer siempre está enferma y necesita aire puro». Me sorprende que el Es­tado confíe en gente así, mientras que los obreros, y los científicos famosos, si no son miembros del Partido, siem­pre están a dos velas.

-Es muy sencillo-dijo Madiárov-. A estos personajes se les confía mucho más que a los institutos y las fábri­cas, se les confía el corazón del sistema, el sanctasanctórum: la vivificante fuerza del burocratismo soviético.

-Es lo que yo digo -continuó Artelev sin hacer caso a la broma de Madiárov-. Me gusta mi taller. No escatimo esfuerzos. Pero me falta lo esencial: no puedo despellejar viva a la gente, a mis operarios. Yo puedo dejarme el pe­llejo, pero no el de los otros obreros.

Shtrum, adoptando una actitud que ni siquiera él mis­mo comprendía, sintió la necesidad de contradecir a Ma­diárov, aunque compartía punto por punto sus observa­ciones.

-Hay algo en su razonamiento que no encaja -dijo-. ¿Cómo puede afirmar, que los intereses del hombre no coinciden, no confluyen plenamente con los intereses del Estado que ha creado una industria bélica para la defensa? Creo que.los cañones, los tanques, los aviones con los que se envía a combatir a nuestros hijos* nuestros hermanos, son necesarios para todos y cada uno de nosotros.

-Rigurosamente exacto -dijo Sokolov".



[1] La budiónovka es un gorro de paño de forma pontiaguda que utilizaban los soldados del 1° de Caballería del Ejército Rojo coman­dados por Semión Budioni.

[2] Alusión a El inspector general de Gógol: el gobernador intenta hacer creer que una viuda, a la que ha azotado, se ha azotado a sí misma.


El retrato de Eichmann y los tipos de líderes nazis


"Liss se encontró con Eichmann aquella noche.

Eichmann tenía unos treinta y cinco años. Sus guantes, su gorra y sus botas, encarnaciones materiales de la poesía, de la arrogancia y la superioridad del ejército alemán, se parecían a los que llevaba el Reichsfüher Himmler. Liss conocía a la familia de Eichmann desde antes deja guerra; ambos eran de la misma ciudad. Cuando Liss es­tudiaba en la Universidad de Berlín, al tiempo que traba­jaba primero en un periódico y luego en una revista de filosofía, realizaba visitas esporádicas a su ciudad natal, donde se enteraba de la suerte que habían corrido sus compañeros de instituto. Algunos habían sido empujados por la ola del éxito hacia la cumbre de la sociedad; luego la ola retrocedía y la fortuna y la fama sonreían a otros. Pero el joven Eichmann seguía llevando la misma vida, monótona y uniforme.

Las piezas de artillería en las inmediaciones de Verdún, la aparente victoria inminente, la derrota final y la infla­ción resultante, las contiendas políticas en el Ken listag, el torbellino de los movimientos izquierdistas y ultraizquierdistas en la pintura, el teatro, la música, las nuevas modas y el desmoronamiento de las nuevas modas. Nada de eso había cambiado la uniforme existencia de Eichmann.

Trabajó como agente en una empresa de provincias. Con la familia y en las relaciones sociales se comportaba con moderada brutalidad y cautela. En todas las calles de la vida se cruzaba con una muchedumbre ruidosa, gesticu­lante, hostil. Adondequiera que fuera se veía rechazado por personas enérgicas y perspicaces, de ojos brillantes y oscuros, hábiles y experimentadas, que le dirigían miradas condescendientes...

En Berlín, después de terminar sus estudios en el insti­tuto, 110 logró encontrar trabajo. Los directores de oficina y los propietarios de las empresas de la capital le decían que, por desgracia, no había puestos vacantes, pero Eich­mann no tardaba en enterarse por otras vías de que el puesto al que aspiraba se lo habían dado a cualquier de­pravado de nacionalidad indefinida, polaca o italiana. In­tentó matricularse en la universidad, pero la injusticia allí reinante se lo impidió. Se percató de que los examinadores perdían el interés en el momento en que posaban la mira­da en su cara redonda de ojos claros, sus rubios cabellos de erizo, su nariz corta y recta. Le parecía, en cambio, que sentían predilección por aquellos de cara alargada, ojos oscuros, espalda curvada y estrecha; en definitiva, por los degenerados. No era el único, sin embargo, al que habían enviado de vuelta a la provincia. Era el destino de muchos. La raza de hombres que reinaba en Berlín procedía de to­dos los extractos sociales, pero sobre todo proliferaba en la clase intelectual, cosmopolita, despojada de rasgos na­cionales e-incapaz de distinguir entre un alemán y un ita­liano, un alemán o un polaco.

Se trataba de una raza particular, extraña, que aplasta­ba con indiferencia burlona a todos aquellos que intenta­ban rivalizar con ella en el plano cultural e intelectual. Era tremenda la sensación de potencia intelectual viva, supe­rior, no agresiva que ésta irradiaba; aquella potencia se manifestaba en sus gustos exóticos de esa gente,; en su modo de vida dónde la observancia de la modas se mezcla­ba con la negligencia e indiferencia hacia ella, en su amor hacia los animales asociado a un estilo de vida- completa­mente urbano, en el talento para la especulación abstracta unido a la pasión por todo lo burdo en la vida y el arte...

Estas mismas personas eran las responsables de los avan­ces que se producían en Alemania en el ámbito de la química de los colorantes, la síntesis del nitrógeno, la investi­gación de los rayos gamma, la producción de acero de alta calidad. Sólo para verlos a ellos llegaban a Alemania desu­de el extranjero científicos, pintores, filósofos e ingenieros, Pero precisamente aquella gente era la que menos se pare­cía a los alemanes; habían viajado por todo el mundo* sus amistades no eran alemanas, sus orígenes alemanes eran inciertos.

¿Qué oportunidad se le presentaba en tales condiciones al empleado de una empresa de provincias que intentaba labrarse una vida mejor? Se podía considerar afortunado por no pasar hambre.

Y helo aquí ahora, saliendo de su despacho después.de haber guardado en la caja fuerte los documentos cuyo contenido sólo conocen tres personas en el mundo: Hitler, Himmier y Kaltenbrunner. Un gran coche negro le aguar­da la puerta. Los centinelas le saludan, el ayudante le abre con brío la portezuela: el Obersturmbannführer Eichmann parte. El chófer pisa el acelerador y la potente limusina de la Gestapo, saludada con respeto por la poli­cía que se apresura a poner el disco del semáforo en verde, atraviesa las calles de Berlín y toma la autopista. Lluvia, niebla, señales de tráfico, curvas suaves en la autopista...

Smolevichi está lleno de casas apacibles con jardín, y, la hierba crece en las aceras. En las calles de los modestos barrios de Berdíchev corretean entre el polvo gallinas sucias con sus patas color azufre marcadas con tinta roja y lila. En Kiev, en el barrio de Podol y la avenida Vasilkovskayn, hay edificios altos con las ventanas sucias y escaleras cuyos peldaños han sido desgastados por millones de bolas de niños y chancletas de ancianos.

En los patios de Odessa se alzan plátanos con los troncos desconchados; se secan camisas y calzoncillos, sábanas de colores; peroles de mermelada de frutos del bosque humean en los braseros; recién nacidos de piel oscura que todavía no han visto el sol lloraban en sus cunas.

En Varsovia, en un edificio de seis pisos delgado y de es­paldas estrechas, viven costureras, encuadernadores, pre­ceptores, cantantes de cabaré, estudiantes, relojeros. En Stalindorf, por la noche se enciende el fuego en las isbas, el viento que sopla de Perekop huele a sal y a polvo caliente, las vacas sacuden sus pesadas cabezas y mugen...

En. Budapest, en Fástov, en Viena, en Melitópol, en Amsterdam, en palacetes tic relucientes ventanas acristala- das, en casuchas envueltas en el humo de las fábricas vi­vían personas que pertenecían a la nación judía.

Las alambradas del campo, los muros de las cáma­ras de gas, la arcilla de un foso antitanque unían ahora a millones de personas de edades, profesiones y lenguas diferentes, con intereses materiales y espirituales dispa­res, creyentes fanáticos y fanáticos ateos, trabajadores, pa­rásitos, médicos y comerciantes, sabios, e idiotas, ladrones, idealistas, contempladores, buenos, santos y crápulas. To­dos estaban destinados al exterminio.

La limusina de la Gestapo engullía kilómetros y giraba por las autopistas otoñales.

Eichmann entró en la oficina para su encuentro nocturno con Liss y comenzó a bombardearle a preguntas antes in­cluso de sentarse en el sillón.

: -Tengo poco tiempo. Mañana como muy tarde debo estar en Varsovia.

Ya había visto al comandante del campo y había ha­blado con el jefe de obra.

-¿Qué tal funcionan las fábricas? ¿Qué impresión le ha causado Foss? ¿Cree que los químicos están a la altura? -le preguntó a toda prisa.

Sus grandes dedos blancos con sus correspondientes .grandes uñas rosadas removían los papeles sobre la mesa y de vez en cuando el Obersturmbannfübrer tomaba notas con una estilográfica. Liss tenía la sensación de que para Eichmann aquella empresa no tenía nada de especial* aun­que ésta despertaba un secreto sobresalto de espanto has­ta en los corazones más duros.

Liss había bebido mucho durante los últimos días.-Le costaba respirar y por las noches sentía latir su corazón. Así y todo le parecía que el alcohol tenía un efecto menos nocivo en su salud que la tensión nerviosa a la que estaba sometido constantemente.

Soñaba con volver a su investigación sobre los líderes que se habían mostrado hostiles al nacionalsocialismo y encontrar la solución de problemas crueles y complejos, pero que podían ser resueltos sin derramamiento de' san­gre. Entonces dejaría de beber y fumaría sólo tíos o tres cigarrillos al día. Hacía poco tiempo que había manda­do llamar a su despacho a un viejo bolchevique ruso con quien había jugado una partida de ajedrez político. Al vol­ver a su casa había dormido sin tomar somníferos y no se había despertado hasta las nueve de la mañana.

La inspección nocturna del Obersturmbannführer y Liss a la cámara de gas les tenía reservada una pequeña sorpresa. Los ingenieros habían colocado en medio de la cámara una mesita con vino y entremeses, y Reineke invi­tó a los dos dirigentes a tomar una copa.

Aquella encantadora idea hizo reír a Eichmann, que afirmó:

-Con mucho gusto tomaré un tentempié.

Entregó la gorra al guardia y se sentó a la mesa I >e re­pente su enorme cara adquirió una expresión de bondado­sa concentración, la misma que adoptan millones de hom­bres amantes de la buena comida cuando se sientan a una mesa servida.

Reineke, de pie, sirvió el vino, y todos a Iza ion su copa con la mano, esperando a que Eichmann propusiera un brindis.

En aquel silencio de hormigón, en aquellas copas lle­nas, había tanta tensión que Liss pensó que no iba a poder resistirlo. Deseaba que un brindis grandilo­cuente por el triunfo del ideal alemán ayudara a descargar la atmósfera. Pero la tensión, en lugar de mitigarse, seguía creciendo mientras el Obersturmbannführer masticaba un bocadillo.

-¿A qué esperan, señores? -preguntó Eichmann-. El ja­món es excelente.

-Estamos esperando a que el maestro de ceremonias proponga un brindis -dijo Liss.

El Obersturmbannführer levantó la copa.

Por nuestro trabajo, que siga cosechando éxitos. Sí, me parece que verdaderamente esto merece un brindis.

Eichmann era el único que comía con avidez y apenas bebía.

Por la mañana Eichmann hacía gimnasia en calzonci­llos delante de la ventana abierta. En la niebla se distin­guían las filas rectas de los barracones del Lager y llegaba el sonido de los pitidos de la locomotora.

Liss no envidiaba a Eichmann. También él gozaba de una posición elevada sin excesivas responsabilidades. Se le consideraba uno de los hombres más inteligentes de la Gestapo. A Himmler le gustaba conversar con él. Los altos dignatarios, por lo general, evitaban hacer ostentación de su superioridad jerárquica en su presencia. Estaba acostumbrado a que le trataran con respeto, y no sólo en los servicios de seguridad. La Gestapo se respiraba y vivía en todas partes: en la universidad, en la firma del director de un sanatorio infantil, en las audiciones de los jóvenes cantantes de ópera, en las decisiones del jurado encargado de escoger los cuadros para la exposición de primavera, en la lista de candidatos para las elecciones del Reichstag.

o. Era el eje en torno al cual se articulaba la vida. Era gra­cias a la Gestapo que la justicia del Partido siempre era in­falible, que su lógica -o su falta de lógica- triunfaba sobre cualquier otra lógica, su filosofía sobre cualquier otra filo­sofía. ¡Era la varita mágica! Bastaba con dejarla caer para que toda la magia desapareciera: un gran orador se con­vertiría en un simple charlatán, un célebre científico, en un popularizador de ideas ajenas. Era preciso que aquella va­rita mágica nunca se cayera de la mano.vrl

Aquella mañana, al mirar a Eichmann, Liss sintió por primera vez en su vida que le carcomía una envidia irrefrenable.

Unos minutos antes de partir Eichmann dijo pensativo:

-Usted y yo somos paisanos, ¿verdad?

Comenzaron a recitar de memoria los nombres de las ca­lles que les gustaban de su ciudad, los restaurantes, los cines.

-Hay lugares, por supuesto, donde nunca he puesto un pie -dijo Eichmann, y pronunció el nombre de un club don­de no admitían a los hijos de los artesanos.

Liss, cambiando de tema, preguntó:

-Dígame, ¿es posible tener una idea aproximada del número de judíos del que estamos hablando?

Era consciente de que le había formulado una pregunta trascendental, una pregunta a la que tal vez sólo tres per­sonas en el mundo, además de Himmler y el Führer, po­dían responder.

Pero después de rememorar los años duros de la juven­tud en la época de la democracia y el cosmopolitismo era el momento idóneo para que Liss confesara su ignorancia y pidiera información.

Eichmann respondió.

-¿Millones? -inquirió Liss, aturdido.

Eichmann se encogió de hombros.

Durante unos instantes guardaron silencio.

-Lamento mucho que no nos hayamos conocido en nuestra época de estudiantes -dijo Liss-; en nuestros años de aprendizaje, como dijo Goethe.

-Yo estudié en provincias, no en Berlín. No lamente nada -replicó Eichmann, y añadió-: Es la primera vez que digo esta cifra en voz alta. Contando Berchtesgaden, la canci­llería del Reich y la oficina de nuestro Führer, quizás haya sido pronunciada siete u ocho veces en total.

-Lo entiendo; 110 es algo que mañana vayamos a leer en los periódicos.

es precisamente a lo que me refería -corroboró Eichmann.

Lanzó una mirada irónica a Liss, y éste tuvo la inquie­tante sensación de que su interlocutor era más inteligente que él.

Eichmann prosiguió:

Aparte del vínculo con nuestra tranquila ciudad cu­bierta de verdor, hay otra razón por la que le he dicho esa cifra. Desearía que nos uniera en nuestro futuro trabajo en común.

;-QX:-Gracias -dijo Liss-. Lo pensaré; se trata de un asunto muy serio.

 -Por supuesto. La propuesta no es sólo mía. -Eichmann apuntó con el dedo hacia arriba-. Si usted se une conmigo en esta tarea y Hitler pierde, a usted y a mí nos colgarán juntos.

-Una perspectiva encantadora. Vale la pena meditarlo -dijo Liss.

 -¿Se imagina? Dentro de dos años estaremos de nuevo sentados en esta misma cámara ante una confortable mesa y diremos: «¡ En veinte meses hemos resuelto un problema que la humanidad no había resuelto en veinte siglos!».

'Se despidieron. Liss siguió la limusina con la mirada. Tenía sus propias ideas sobre las relaciones personales en el seno de un Estado. La vida en el Estado nacionalso­cialista no podía desarrollarse libremente, había que cal­cular cada paso.

para controlar y organizar fábricas y ejércitos, círcu­los literarios, las vacaciones estivales de las personas, sus sentimientos maternales, cómo respiraban y cantaban, ha­cían falta líderes. La vida había perdido el derecho a cre­cer como la hierba, a agitarse como el mar; Liss conside­raba que había cuatro tipos de líderes.

El primer tipo estaba formado por hombres de una pie­za, a menudo desprovistos de una particular inteligencia o de capacidad de análisis. Estas personas adoptaban eslóganes y fórmulas de los periódicos y las revistas, citas de los'discursos de Hitler y artículos de Goebbels, de los libros de Franck y Rosenberg. Sin tierra firme bajo sus pies; estaban perdidos. No reflexionaban sobre las relaciones entre diferentes fenómenos y, con cualquier pretexto, se mostraban crueles e intolerantes. Se lo tomaban todo en serio: la filosofía, la ciencia nacionalsocialista y sus oscu­ras revelaciones, los logros del nuevo teatro y la nueva música, o la campaña electoral del Reichstag. Como esco­lares, se reunían para empollar el Mein Kampf, hacían re­súmenes de conferencias y folletos. Por lo general, lleva­ban una vida modesta, a veces pasaban necesidades y estaban más dispuestos que el resto de las categorías a ofre­cerse voluntarios para cubrir puestos que los separaran de sus familias. En un primer momento Liss había tenido la impresión de que Eichmann pertenecía a esta categoría.

El segundo tipo estaba constituido por los cínicos inteligentes, los hombres que estaban al corriente de la existencia de la varita mágica. En compañía de amigos de con­fianza, se reían de muchas cosas: de la ignorancia de los nuevos doctores y profesores, de los errores y la moral de los Leiter y los Gauleiter. El Führer y los ideales supremos eran la única cosa de la que no se reían. Estos hombres vi­vían normalmente a cuerpo de rey, bebían mucho, y su presencia era cada vez mayor en los peldaños superiores de la escala jerárquica del Partido que en la base, donde predominaban los jefes del primer tipo.

En la cúspide regía una tercera categoría: allí sólo ha­bía lugar para ocho o nueve personas, que admitían a unas quince o veinte más en el seno de sus reuniones. Se trata­ba de un mundo sin dogmas donde se podía discutir de todo con plena libertad. Allí, nada de ideales; sólo pura matemática y la alegría de los grandes maestros que no co­nocían la piedad.

A veces Liss tenía la sensación de que en Alemania todo giraba en torno a ellos, a su bienestar.

Liss también había constatado que la aparición en la cúspide de personas con facultades limitadas siempre pre­sagiaba acontecimientos siniestros. Los controladores del mecanismo social elevaban a los dogmáticos solo para confiarles las tareas más cruentas. Y éstos, necios, disfru­taban por un tiempo de la ebriedad del poder, pero luego, una vez cumplido el trabajo, eran borrados del mapa; a menudo corrían la misma suerte que sus víctimas. En la cima quedaban, como antes, los imperturbables maestros.

Los simplones, los que correspondían al primer tipo, estaban dotados de una cualidad excepcionalmente valio­sa: eran del pueblo. No se limitaban a citar a los clásicos del nacionalsocialismo, también hablaban la lengua del pueblo. Su rudeza parecía sencilla, popular. Sus bromas provocaban la risa en las reuniones obreras.

El cuarto tipo era el de los ejecutores, hombres que eran completamente indiferentes al dogma, a las ideas, a la filosofía; también estaban privados de capacidad analíti­ca. El nacionalismo les pagaba y ellos le servían. Su única gran pasión eran las vajillas, los trajes, las casas de campo, los objetos de valor, los muebles, los automóviles, los fri­goríficos. No les gustaba demasiado el dinero porque no creían en su estabilidad.

Liss aspiraba a mezclarse con los altos dirigentes, so­ñaba con su compañía y su intimidad; allí, en el reino de la inteligencia y la ironía, de la lógica elegante, se sentía a gusto, bien, cómodo.

Pero a una altura aterradora, por encima de aquellos líderes, por encima de la estratósfera, había un mundo oscuro, incomprensible, confuso, cuya falta de lógica era inquietante, y en aquel mundo superior imperaba el Führer.

Lo que más aterrorizaba a Liss de Hitler era la in­concebible yuxtaposición que se daba en él de elementos contradictorios: era el maestro absoluto, el gran mecá­nico, dotado del cinismo y la crueldad matemática más re­finada, superior a la de todos sus colaboradores más estrechos juntos. Pero, al mismo tiempo, poseía un frenesí dogmático, una fe fanática y ciega, una falta de lógica bo­vina que Liss sólo había encontrado en los niveles más ba­jos, casi subterráneos, de la dirección del Partido. Creador de la varita mágica y sumo sacerdote, era al mismo tiem­po un feligrés oscuro y frenético. Ahora, mientras seguía con la mirada el coche que se alejaba, Liss sintió que Eichmann había suscitado en él aquel confuso sentimiento que al mismo tiempo aterrori­zaba y atraía y que hasta el momento sólo le había provo­cado una sola persona en el mundo: el Führer del pueblo alemán, Adolf Hitler.

El antisemitismo se manifiesta de modos diversos, desde el desprecio burlesco hasta los sangrientos pogromos.

Puede asumir diferentes aspectos: ideológico, interior, oculto, histórico, cotidiano, fisiológico, y son varias sus formas: individual, social, estatal.

El antisemitismo se encuentra en el mercado y en las se­siones del presídium de la Academia de las Ciencias, en el alma de un hombre viejo y en los juegos infantiles. Sin perder un ápice de su fuerza, el antisemitismo ha pasado de la época de las lámparas de aceite, los barcos de vela y las ruecas a la época de los motores de reacción, las pilas atómicas y las máquinas electrónicas.

El antisemitismo nunca es un fin, siempre es un medio; es un criterio para medir contradicciones que no tienen salida.

El antisemitismo es un espejo donde se reflejan los de­fectos de los individuos, de las estructuras sociales y de los sistemas estatales. Dime de qué acusas a un judío y te diré de qué eres culpable.

El odio hacia el régimen de servidumbre de la patria, incluso en la mente del campesino Oleinichulk, combatien­te por la libertad encarcelado en Schlisselburg, se transfor­ma en odio hacia los polacos y los judíos. E incluso un ge­nio como Dostoyevslki vio un judío usurero allí donde debería haber visto los ojos despiadados del contratista, ('I fabricante y el esclavista rusos.

Y el nacionalsocialismo, al acusar al pueblo judío que I él mismo: había inventado de racismo, de ansia de dominar el mundo y de una indiferencia cosmopolita hacia la ; nación alemana, proyectaba sobre los judíos sus propios  rasgos. Pero éste es sólo uno de los aspectos del antisemi­tismo.

El antisemitismo es la expresión de la falta de talento, de la incapacidad de vencer en una contienda disputada con las mismas armas; y eso es aplicable a todos los cam­pos, tanto la ciencia como el comercio, la artesanía, la pin­tura.

El antisemitismo es la medida de la mediocridad humana. Los Estados buscan la explicación de sus fracasos en las artimañas del judaismo internacional. Pero éste es sólo uno de los aspectos del antisemitismo.

El antisemitismo es la expresión de la falta de cultura en las masas populares, incapaces de analizar las verdade­ras causas de su pobreza y sufrimiento. Las gentes incultas ven en los judíos la causa de sus desgracias en lugar de ver la en la estructura social y el Estado. Pero también el antisemitismo de las masas uno no es más que uno de sus aspectos.

El antisemitismo es la medida de los prejuicios religiosos que está latente en las tapas más bajas de la sociedad. Pero éste, también, es solo uno de los aspectos del antisemitismo. La repugnancia hacia el aspecto físico de los judíos, ha­cia su manera de hablar y comer, no es ni mucho menos la causa real del antisemitismo fisiológico. De hecho, el mis­mo hombre que habla con desagrado de los cabellos riza­dos de los judíos, de su modo gesticular, entra en éxta­sis ante los niños de pelo oscuro y crespode los cuadros de Murillo, y se muestra indiferente a la pronunciación gutu­ral, al modo de gesticular los armenios y mira sin aversión los gruesos labios de un necio.

El antisemitismo ocupa un lugar particular en la histo­ria de la persecución a las minorías nacionales. Es un fenómeno único porque el destino histórico de los judíos es único.

Al igual que la sombra de un hombre da un idea de su figura, también el antisemitismo nos da una idea de la historia y el destino de los judíos. La historia del pueblo ju­dío se encuentra ligada y mezclada con abundantes cuestiones políticas y religiosas a:nivel mundial. Y ése es el primer rasgo que distingue a los judíos de otras minorías nacionales. Los judíos viven en casi todos los países del mundo. La insólita dispersión de una minoría nacional, en los dos hemisferios constituye el segundo rasgo distintivo de los judíos.

Durante el apogeo del capital mercantil, aparecieron los comerciantes y los usureros judíos. Con el florecimien­to de la industria muchos judíos emergieron como técni­cos y emprendedores. En la era atómica, no pocos judíos dotados de talento se dedicaron a la física nuclear.

Durante las luchas revolucionarias un buen número de judíos se revelaron como destacados revolucionarios. Cons­tituyen una minoría nacional, que no se margina en la periferia social y geográfica, sino que se esfuerza en desempeñar un papel central en el desarrollo de las fuerzas ideológicas y productivas. En eso consiste la tercera particularidad de la minoría nacional judía.

Una parte de la minoría judía se asimila, se confunde en la población autóctona del país, mientras una amplia base popular conserva su religión, su lengua y sus costumbres. El antisemitismo toma como regla acusar siste­máticamente a los judíos asimilados de perseguir oscuras aspiraciones nacionalistas y religiosas, mientras que, los judíos no asimilados, artesanos y trabajadores manuales en su mayoría, son acusados, de las actividades de aquellos que han tomado parte en la revolución, que dirigen la industria, que crean reactores atómicos, empresas y bancos.

Cada uno de estos rasgos tomado por separado puede hacer referencia a cualquier otra minoría nacional, pero sólo los judíos han aglutinado en sí a todos ellos.

El antisemitismo también refleja estas particularidades. También ha estado ligado a las principales cuestiones de la política mundial, de la vida económica, ideológica y reli­giosa. En eso consiste su siniestra peculiaridad. La llama de sus hogueras ha iluminado los períodos más terribles de la historia.

Cuando el Renacimiento irrumpió en el desierto del medioevo católico, el mundo de las tinieblas fue iluminado por las hogueras de la Inquisición. Aquellas llamas no sólo alumbraron el poder del mal, también iluminaron el es­pectáculo de la destrucción.

En el siglo xx, un aciago régimen nacionalista encendió las hogueras de Auschwitz, de los hornos crematorios de Lublin y Treblinlca. Estas llamas no sólo iluminaron el breve triunfo del fascismo, sino que también indicaron a la huma­nidad que el fascismo estaba condenado. Épocas históricas enteras, así como gobiernos reaccionarios fallidos e indivi­duos con la esperanza de mejorar su suerte recurren al anti­semitismo en un intento de escapar a un destino inexorable. ¿Ha habido casos en estos dos milenios en que la libertad y el humanitarismo se hayan servido del antise­mitismo para alcanzar sus fines? Es probable, pero no los conozco.

El antisemitismo del día a día es un antisemitismo que no hace correr la sangre. Sólo atestigua que en el mundo existen idiotas, envidiosos y fracasados.

¿En los países democráticos puede nacer un antisemitis­mo de tipo social. Se manifiesta en la prensa que represen­ta a estos o aquellos grupos reaccionarios; en las acciones de grupos del mismo tipo, por ejemplo mediante el boicot de la mano de obra o de los productos judíos; en la religión y en la ideología de los reaccionarios.

En los países totalitarios, donde no existe la sociedad civil, el antisemitismo sólo puede ser estatal.

El antisemitismo estatal es el indicador de que el Esta­do intenta sacar provecho de los idiotas, los reaccionarios, los fracasados, de la ignorancia de los supersticiosos y la rabia de los hambrientos. La primera etapa es la discrimi­nación: el Estado limita las áreas en las que los judíos pue­den vivir, la elección de profesión, su acceso a posiciones importantes y el derecho a matricularse en las universidades y obtener títulos académicos, grados, etcétera.

La siguiente etapa es el exterminio.

Cuando las fuerzas de la reacción entablan una guerra mortal, contra las fuerzas de la libertad, el antisemitismo se convierte en una ideología de Partido y del Estado; eso es lo que ocurrió en el siglo xx con el fascismo".


Los encargados de los campos de concentración

"Poco después de la guerra se encontró en los archivos de la Gestapo de Múnich un expediente relacionado con la in­vestigación de una organización clandestina en un campo de concentración de la Alemania occidental. El documen­to que cerraba el expediente informaba que la sentencia contra los miembros de dicha organización había sido eje­cutada. Los cuerpos de los prisioneros habían sido que­mados en un horno crematorio. El primer nombre de la lista era el de Mostovskói.

El estudio de los documentos no permitió establecer el nombre del provocateur que traicionó a sus camaradas. Probablemente fue ejecutado por la Gestapo junto a aque­llos a los que había denunciado.

Los barracones del Sonderkommando, el escuadrón espe­cial de trabajo destinado a operar en las cámaras de gas, el almacén de sustancias tóxicas y los crematorios, eran cáli­dos y tranquilos.

Los prisioneros que trabajaban de manera permanente en la obra n.° 1 gozaban de unas buenas condiciones de vida. Cada cama tenía una mesilla de noche con su corres­pondiente garrafa de agua hervida y había una alfombra en el pasillo central.

Los obreros que trabajaban en la cámara de gas esta­ban libres de escolta y comían en un local aparte. Los ale­manes del Sonderkommando podían escoger su propio menú, igual que en un restaurante. Recibían un salario casi tres veces mayor que el de los soldados, homólogos en rango, que estaban en activo. Sus familias disfrutaban de reducciones de alquiler, de raciones de víveres superio­res a las estipuladas y del derecho a evacuación prioritaria de las zonas sometidas a bombardeos.

El trabajo del soldado Roze consistía en observar a tra­vés de la mirilla de inspección, y cuando el proceso había concluido daba la orden de proceder a la descarga de la cá­mara de gas. Además debía controlar que los dentistas tra­bajaran con escrúpulo y esmero. Más de una vez había es­crito informes al director del complejo, el Sturmbannführer Kaltluft, sobre la dificultad de realizar simultáneamente esa doble tarea; mientras Roze estaba arriba, supervisando el gaseamiento, abajo, donde trabajaban los dentistas y los trabajadores cargaban los cuerpos en las cintas transporta­doras, se quedaban sin vigilancia, con la posibilidad de trampear y cometer hurtos.

Roze se había acostumbrado a su trabajo y ya no le inquietaba, como los primeros días, el espectáculo que se desarrollaba detrás del cristal. Su predecesor había sido sor­prendido un día entretenido en un pasatiempo más pro­pio de un chico de doce años que de un soldado de las SS al que se le ha confiado una acción especial. Al principio Roze no acertaba a comprender algunas alusiones a cier­tas incorrecciones, y sólo más tarde comprendió a qué se referían.

A Roze no le gustaba su nuevo trabajo, pero ahora ya se había acostumbrado. Le inquietaba el insólito respeto del que estaba rodeado. Las camareras de la cantina le pregun­taban por qué estaba pálido. Siempre, desde que tenía uso de razón, recordaba haber visto a su madre llorando. A su padre, por alguna razón, siempre le despedían de los traba­jos; daba la impresión de que le habían despedido de más trabajos de los que en realidad había tenido. Roze había aprendido de sus padres a andar de una manera suave y furtiva que no debía molestar a nadie; regalaba la misma sonrisa inquieta y afable a los vecinos, a su casero, al gato del casero, al director de la escuela y al policía en la esquina de la calle. En apariencia la afabilidad y la cortesía eran los rasgos fundamentales de su carácter y él mismo se asombraba de cuánto odio anidaba en su cuerpo y de cuánto tiempo había permanecido oculto en su interior. Luego había ido a parar al Sonderkommando; el superior, buen conocedor del alma humana, había intuido enseguida su carácter gentil y afeminado.

No había nada agradable en observar cómo se con­torsionaban los judíos en la cámara de gas. Roze sentía antipatía por los soldados que disfrutaban trabajando allí. El prisionero de guerra Zhuchenko, que trabajaba en el turno de la mañana cerrando las puertas de la cáma­ra de gas, le desagradaba en particular. Tenía una sonrisa infantil perennemente estampada en su cara, y por eso era especialmente desagradable. A Roze no le gustaba su tra­bajo, pero conocía todas sus ventajas, las evidentes y las ocultas.

Cada día, al finalizar el trabajo, un dentista entrega­ba a Roze un pequeño paquete con varias coronas de oro. Aunque aquello representaba una parte, insignifican­te del metal precioso que la dirección del campo recibía todos los días, Roze ya había enviado dos veces casi un kilo de oro a su mujer. Era la garantía de un futuro lu­minoso, la materialización de su sueño de una vejez tranquila. De joven, Roze había sido débil y tímido, inca paz- de tomar parte activa en la lucha por la vida. Nunca había dudado de que el Partido tenía como único fin el bien de los hombres pequeños y débiles. Ahora experimentaba los beneficios de la política de Hitler, porque él era uno de esos hombres pequeños y débiles, y en esos momentos, su vida y la de su familia se había vuelto incomparablemente más fácil, mejor.

 A veces Antón Jmélkov se sentía horrorizado por su tra­bajo, y por la noche, cuando se acostaba en el catre y oía las risas de Trofim Zhuchenko, un miedo frío y angustio­so atenazaba su corazón.

Las manos de Zhuchenko, esas manos de dedos largos y gruesos que cerraban las compuertas herméticas de la cámara de gas, siempre le causaban la impresión de estar sucias, y por esa razón le daba asco coger el pan de la mis­ma cesta que su compañero.

Zhuchenko parecía feliz y excitado cuando salía por la mañana para cumplir su turno de trabajo y esperaba la co­lumna de personas procedentes de la vía férrea. Pero el movimiento de la columna le parecía insoportablemente lento. Emitía con la garganta un débil sonido lastimoso y tensaba la mandíbula como un gato acechando a los go­rriones detrás del cristal.

Para Jmélkov aquel hombre se había convertido en una fuente de inquietud. Por supuesto, Jmélkov también podía beber más de la cuenta y pasar un buen rato con alguna mujer de la fila cuando estaba borracho. Había un pasillo a través del cual los miembros del Sonderkommándo pene­traban en el vestidor para escoger una mujer. Un hombre es un hombre, después de todo. Jmélkov escogía a una chi­ca o una mujer, la Conducía a un rincón vacío del barracón y al cabo de media liorna la devolvía a los guardias. Ni él ni la mujer decían nada. Pero él no estaba allí por las mu­jeres y el vino, ni por los pantalones de montar de gabardi­na y las botas de piel de comandante.

Le habían hecho prisionero un día de julio de 1941. Le habían asestado golpes de culata en la cabeza y el cuello, ha­bía enfermado de disentería, le habían obligado a caminar por la nieve con las botas destrozadas, le habían dado de beber un agua amarillenta con manchas de gasoil, había arrancado con los dedos trozos de una fétida carne negra del cadáver de un caballo, había comido nabos podridos y mondas de patata. Sólo había elegido una cosa: vivir. No deseaba nada más. Había repelido decenas de muertes: por hambre, por frío, de disentería... No quería ser abatido con nueve gramos de plomo en la cabeza, no quería hincharse hasta que su corazón se ahogara con el líquido que le subía de las piernas. No era un criminal; había sido peluquero en la ciudad de Kerch, nunca nadie había pensado mal de él, ni sus familiares, ni los vecinos de patio, ni los colegas del trabajo, ni los conocidos con los que bebía vino, comía sal­monete ahumado y jugaba al dominó. Pensaba que no te­nía nada en común con Zhuchenlco. Pero a veces también le daba la sensación de que la diferencia entre él y Zhuchenko consistía en una bagatela insignificante. ¿Qué im­portancia tenía para Dios y para los hombres el sentimiento con el que se dirigían al trabajo? ¿Qué importa que uno se sintiera feliz y el otro desgraciado cuando el trabajo que realizaban era el mismo?

No comprendía que Zhuchenlco le inquietaba no por­que fuera más culpable que él, sino porque su terrible monstruosidad innata le disculpaba, mientras que él, Jmél­ico, no era un monstruo, sino un hombre.
Comprendía vagamente que, bajo el fascismo, al hom­bre que desea seguir siendo un hombre se le presenta una opción más fácil que la de conservar la vida: la muerte.

El jefe del Sonderkommando, el Sturmbannfübrci Kaliluft, había conseguido que el puesto de control le proponuara cada noche un gráfico con la llegada de los convoyes del día siguiente. Así, Kaltluft podía dar instrucciones a sus subordinados por anticipado sobre el trabajo que debían realizar, en función del número de vagones y la unidad de personas que se esperaba recibir. Según el par, de proce­dencia del tren, se asignaba el Kommando la unidad de pri­sioneros más conveniente; se necesitaban peluqueros, es­coltas, cargadores.

A Kaltluft no le gustaba la vida desordenada: no bebía y se enfadaba cuando sorprendía a sus subordinados en estado de embriaguez. Sólo una vez le habían visto alegre y animado. Estaba a punto de partir para reunirse con su familia para las fiestas de Pascua y ya estaba montado en el coche cuando llamó al Sturmführer Hahn y se puso a enseñarle fotografías de su hija, una niña de cara alargada y ojos grandes como los de su padre.

A Kaltluft le gustaba trabajar y odiaba perder el tiempo. Después de cenar nunca se daba una vuelta por el club, no jugaba a las cartas, no asistía a las proyecciones de pelícu­las. En Navidad adornaron un abeto para el Kommando, actuó un coro de aficionados y en la cena distribu­yeron gratuitamente una botella de coñac francés para cada dos personas. En aquella ocasión Kaltluft se dejó caer media hora por el club y todos se dieron cuenta de que te­nía en los dedos una mancha de tinta fresca, señal de que también había estado trabajando la noche de Navidad.

Hubo un tiempo en que vivía en la casa de campo de sus padres y creía que toda su vida transcurriría allí. Amaba la tranquilidad del campo y el trabajo no le daba miedo. Su sueño era ampliar la hacienda del padre y estaba convenci­do de que por grandes que fueran los ingresos que obtuvie­ra con la cría de cerdos y la venta de nabos y trigo, nunca abandonaría la cómoda y tranquila casa de su infancia. Pero la vida había tomado otra dirección. Hacia el final de la Primera Guerra Mundial se había encontrado en el fren­te y había recorrido el camino que el destino le había reser­vado. Y, por lo visto, lo que el destino le había reservado era convertirse de campesino en soldado, pasar de las trin­cheras a guardia del Estado Mayor, de empleado en las ofi­cinas a ayudante de campo, y después del puesto en la ad­ministración central de la RSHA había acabado como jefe de un Sonderkommando en un campo de exterminio.

Si Kaltluft hubiera tenido que responder ante un tribu­nal divino, habría justificado su alma contando de manera sincera que sólo el destino le había empujado a ser un ver­dugo, el asesino de quinientas noventa mil personas. ¿Qué podía hacer él frente a fuerzas tan potentes como la guerra mundial en curso, un movimiento nacional inmenso, la in- flexibilidad del Partido, la coerción del Estado? ¿Quién ha­bría estado en condiciones de nadar a contracorriente? El era un ser humano, sólo deseaba vivir en la casa de su pa­dre. No había intervenido por voluntad propia, le habían empujado; él no quería, se lo habían ordenado, el destino le había conducido de la mano como a un niño. Y del mismo modo, o casi del mismo modo, se habrían justificado ante Dios aquellos a los que Kaltluft había enviado a trabajar y aquellos que habían enviado a trabajar a Kaltluft.

Pero Kaltluft no había tenido que justificar su alma ante un tribunal divino. Por eso Dios no había tenido que confirmar a Kaltluft que en el mundo no hay culpables.

El juicio divino existe, y existe también el tribunal del Estado, de la sociedad; pero existe un juicio supremo y es el juicio de un pecador sobre otro pecador. El hombre que ha pecado conoce la potencia del Estado totalitario, que es infinitamente grande; sirviéndose de la propaganda, el ham­bre, la soledad, el campo, la amenaza de muerte, el os­tracismo y la infamia, esa fuerza paraliza la voluntad del hombre. Pero en cada paso dado bajo la amenaza de la mi­seria, el hambre, el campo y la muerte, se manifiesta siem­pre, al mismo tiempo que lo condicionado, la libre volun­tad del hombre. En la trayectoria vital recorrida por el jefe del Sonderkommando, del campo a las trincheras, de la condición de hombre sin partido a la de miembro cons iente del partido nacionalsocialista, siempre y por do quier estaba impresa su voluntad. El destino conduce al hombre, pero el hombre lo sigue porque quiere y es libre de no querer seguirlo. El destino guía al hombre, que se convierte en un instrumento de las fuerzas de destrucción, pero cuando eso sucede no pierde nada; al coiiti.u io, j',ana. Este lo sabe y va allí donde le esperan las j'.anam ias; el le rribie destino y el hombre tienen objetivos diveisos, pero el camino es uno solo.

Quien pronuncie el veredicto no será un juez divino, puro y misericordioso, ni un sabio tribunal supremo que mire por el bien del Estado y la sociedad, ni un hombre san­to y justo, sino un ser miserable destruido por el poder del Estado totalitario. Quien pronuncie el veredicto será un hombre que a su vez ha caído, se ha inclinado, ha tenido miedo y se ha sometido.

Ese hombre dirá: -¡En este mundo terrible existen los culpables! ¡Tú eres culpable!

Y así había llegado el último día del viaje. Los vagones cru­jieron, los frenos rechinaron y después se hizo el silencio; de pronto descorrieron los cerrojos y retumbó la orden: oí -Alie beraus!'
 La gente empezó a descender al andén todavía mojado por la lluvia reciente.
¡Qué aspecto tan extraño tenían aquellos rostros fami­liares después de la oscuridad del vagón! Los abrigos y los pañuelos habían cambiado menos que las personas; las chaquetas y los vest idos les recordaban las casas donde se los habían puesto, los espejos ante los cuales se los habían probado.
La gente que salía de los vagones se apiñaba en grupos, y en aquella muchedumbre gregaria había algo conocido, tranquilizador: calor familiar, olor familiar, rostros cansa­dos y ojos extenuados, una masa compacta de personas que han bajado de cuarenta y dos vagones de transporte de ganado.
Los de patrulla vestidos con largos capotes camina­ban lentamente haciendo resonar sobre el asfalto las botas claveteadas. Marchaban arrogantes y absortos en sus pen­samientos sin mirar siquiera a los jóvenes judíos que saca­ban en brazos el cadáver de una anciana cuyos cabellos blancos caían sobre un rostro blanquecino, ni al barbudo de pelo rizado que lamía a gatas el agua de un charco, ni a la jorobada que se subía la falda para ajustarse el elástico de las medias.
De vez en cuando los SS intercambiaban miradas y al­gunas palabras. Se movían sobre el asfalto como el sol en el firmamento. El sol no se preocupa del viento, de! las nu­bes, de las tormentas en el mar, del rumor de las hojas; pero en su movimiento uniforme, sabe que todo en la tie­rra existe gracias a él.
Hombres con monos azules, brazaletes blancos en las mangas y quepis de largas viseras gritaban y apuraban a los recién llegados en una extraña lengua, una mezcolan­za de palabras rusas, alemanas, yiddish, polacas y ucra­nianas.        
Los hombres del mono azul organizaban al gentío del andén con rapidez y práctica: seleccionaban a los que no se tenían en pie, obligaban a los más fuertes a cargar a los moribundos en los furgones, creaban dentro de ese caosJe movimientos desordenados una columna y le marcaban una dirección y un sentido. La columna se divide en fila i de seis, y por las filas corre la noticia: «¡A las  duchas,.pri­mero nos llevan a las duchas!».
Parecía que Dios misericordioso no habría podido in ventar nada mejor.
-¡Muy bien, judíos, andando! -gritó un hombre con quepis, el jefe del escuadrón encargado de la destrucción de los convoyes y de la vigilancia de los deportados
Hombres y mujeres cogieron sus bolsas, los niños se agarraron a las faldas de sus madres y a los pantalones de sus padres.
«Las duchas..., las duchas...»; esas palabra, tenían un efecto hipnotizante en las conciencias.
En aquel hombre alto con el quepis había sido atrayente, parecía más cercano al mundo de felices que al de los cascos y los capotes grises. Una vieja acaricia con delicadeza religiosa la manga de su traje con la punta de los dedos y pregunta:
-Ir sind a y id, a litvek, mein kind?s
. -Da, da, mamenka, ij bin a id, prentko, prentko, panove!~
De repente, con una voz ronca pero fuerte, funde en una frase las lenguas de los dos ejércitos enemigos:
-Die Kolonne marsch! Shagom marchP El andén se queda vacío. Los hombres del mono azul re­tiran del asfalto trapos, trozos de venda, un zueco roto, un cubo que un niño ha abandonado, y cierran con estruendo las puertas de los vagones de mercancías. Un ruido metáli­co atraviesa los vagones mientras el tren se pone en marcha hacia la zona de desinfección.
Después de acabar el trabajo, el Kommando vuelve al campo a través de la puerta de servicio. Los trenes proce­dentes del Este son los peores: están infestados de piojos y llenos de muertos y enfermos que exhalan un hedor insopor­table. En estos vagones no se encuentra, como en los proce­dentes de Hungría, Holanda o Bélgica, un frasco de perfu­me, un paquete de cacao o una lata de leche condensada".

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