FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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La Resistencia italiana

V. La Segunda Guerra Mundial y el Holocausto


Según las memorias de la militante comunista Rossana Rossanda

Nacida en 1924, es una de las figuras destacadas de la izquierda italiana y europea del siglo XX. En 1963 fue elegida por primera vez diputada, y seis años después fue expulsada del Partido Comunista. A la fecha (2013), alejada de la política activa, sigue colaborando con el diario Il Manifesto y participando en el debate político y la reflexión sobre el movimiento obrero.

“Resistencia

Desde septiembre de 1943 a octubre de 1945 viví un tiempo que me pareció larguísimo. Unirme a la Resistencia había sido sencillo, la red en torno a la universidad estaba operativa, tan solo había tenido que decirle a Banfi que estaba preparada. Fue más duro rendirme a la realidad, pataleando por no haber entendido que no se puede escapar de las tormentas del mundo, donde la irremediable melancolía de papá hacía las veces de prueba. Había soñado para mis adentros que el estudio y el trabajo me habrían mantenido al margen. Lo que es peor aún, algo muy íntimo debía haberme dicho, como a las hermanas de sexo a las que miraba de arriba abajo, que en todo caso a una mujer no le ocurre lo que le ocurrió a Renato Serra,4 se salvan de la trinchera. La guerra habría sido como una compañía opcional.

En cambio, a mí se me había venido encima, y eran implacables las preguntas que se apoderaban de una muchacha dispuesta a reprocharse su ceguera antes que absolverse con el argumento de que no era a ella a la que le correspondía entender las cosas. Y una vez que se da una de bruces con el estado de las cosas, no queda mucho que elucubrar, por aquí o por allá, con los fascistas y los alemanes o con el pingajo de otro país. Si es que conseguía formarse, porque ya era tarde; el ansia del tiempo perdido no me ha abandonado desde entonces. El silencio en el que me había envuelto me parecía cualquier cosa menos inocente, porque no se trataba de que descubriera ahora un fascismo antes invisible, y lo que presagiaba no había querido ponderarlo, examinarlo, tomarlo en serio hasta el final. También debería haber sentido una activa repugnancia por no haber sido coherentemente antifascista, y con la guerra un verdadero sobresalto. Y ahora vagaba entre un miedoso no saber bien lo que estaba pasando y trozos de verdades espantosas.

 […] A menudo tuve miedo. Las elecciones obligadas son serias. No había soñado aventuras, quería pasarme la vida en la biblioteca. Y ahora estaba en una aventura de muchos, aceptando hacer e ir allí donde me dijeran, no mucho, nada que resultara imposible; la mayor parte consistía en repetir gestos y calles ignorando si alguien me estaba observando, sabiendo que contaba poco y sin embargo estremeciéndome ante las proclamas de Kesselring, recién pegadas en las paredes, que me informaban de que, por mucho menos de lo poco que estaba haciendo, me habrían ahorcado. Ser ahorcada me producía espanto, he visto ahorcados, con el cuello torcido, los miembros largos y abandonados. No puedo mirarlos, tampoco pude soportar los cuerpos colgados de los pies en piazzale Loreto.5 No era la muerte, a la que una se acostumbra con la cabeza gacha como a algo que siempre ha existido. Sino que la muerte puede ser contemplada mientras todavía contiene alguna huella de quien había vivido, como en Milán, la pila de fusilados en una plaza vacía por el terror, muertos, amontonados, con los centinelas alemanes e italianos que iban de acá para allá; les tuvieron allí un día entero de un sofocante agosto como forma de represalia ejemplar. Tenían los ojos y las bocas abiertos de par en par, estaban extenuados, criaturas vapuleadas a las que el abandono de la vida convertía en puro agotamiento. Nadie se acercaba, eran nosotros, nos sentíamos reducidos a la nada, era como renegar de ellos, habríamos debido ponernos a su lado, gritar “yo también” y aguardar el final.

[…] No todo iba sobre ruedas. Si se había hecho tarde y tenía que volver por el toque de queda no podía llevar nada comprometedor. ¿Dónde podía dejarlo? En aquel momento parecían inmensamente más numerosos aquellos a los que no podías pedir: guárdame esto, y los compañeros eran poquísimos e inaccesibles. Esto daba lugar a pensamientos extravagantes: ¿y si fuéramos nosotros los que estamos locos? Una vez las milicias bloquearon el tren de la estación del Norte que me llevaba a Como; nos detuvimos a las afueras de Saronno en el campo nevado, voces italianas nos ordenaron que bajáramos con las maletas y que nos pusiéramos en fila para ser registrados. Yo tenía un capacho con materiales para la parte de la brigada que estaba en Val di Lanzo, el largo compartimento de tercera clase con bancos de madera estaba cargado de gente agotada, nos mirábamos a la cara, de pie, sentados. Delante de aquellos ojos deslicé el bolsón debajo de la banqueta, no podía bajar con aquello. Nadie dijo nada, bajé con los demás sobre la nieve escasa, en fila junto a los vagones. Algunos milicianos pasaron con una muchacha a la que habían apresado, palidísima: ¿Qué vais a hacer con ella? Nada, irá a Alemania a trabajar. Hicieron un registro de los bolsillos y equipajes. No registraron los vagones o si lo hicieron fue distraídamente. Subí de nuevo, nos volvimos a colocar donde estábamos antes, nadie me miraba, nadie abrió la boca. Cuando bajamos en Como me dio la impresión de que se alejaban de mí a toda prisa.

 […] La gente que se hizo comunista en la Resistencia fue gente especial, nacida entonces, decidida y, así lo pienso, resueltamente realista. A nosotros nos correspondía hacer como y más que los demás, también a la hora de mantenerles unidos. Eso es todo. De los obreros hablaba un poco con Banfi en Milán o más con Dionisio en Cantú. ¿Qué sabía de la lucha de clases después de las primeras lecturas? Un hilo era transparente en La nostra lotta de Curiel, mientras que no lo era en absoluto en el resto de los opúsculos u octavillas que conseguíamos ciclostilar [viene de ciclostilo: aparato que copiaba por medio de una tinta especial sobre una plancha gelatinosa] o llevábamos de aquí para allá. Pero gracias a los obreros menos jóvenes conseguías enterarte de algo, desde lejos pero por vía directa, cierta, como si entre ellos nunca se hubiera apagado una clandestinidad callada. Fragmentos de vida, afanes y sindicatos masacrados y trabajos forzados de sus compañeros; pero de los procesos de 1936, los últimos, siete años antes, no supe nada y tal vez ni siquiera ellos supieran. De Gramsci tan solo el nombre. Menos aún de las grandes diatribas entre comunistas, socialistas y trotskistas en la década de 1930, en Italia no había habido tiempo para destrozarse salvo en los grupos dirigentes, ¿y quién sabía algo al respecto? Nosotros los comunistas éramos antifascistas, y poco faltaba para que también fuera verdad a la inversa.

[…] La diferencia entre comunistas y no comunistas se constituyó dentro de nosotros sin que nos diéramos cuenta, estábamos convencidos de ser los más seguros, los más sólidos. En las pocas ocasiones en las que tuve que hablar con alguno de los demás partidos del CLN que no eran socialistas, me hacían perder la paciencia: un abogado liberal que en su día había sido también diputado me recibió con tal susto, diciendo que estaba muy enfermo, que en cuanto pude me marché bajo la mirada impenetrable de Párpados Caídos. No tuve ocasión de conocer a católicos, que sin embargo fueron decisivos en Val d’Ossola, pero con esto tan solo quiero decir que ella me encaminaba en otra dirección. Párpados Caídos fue la única que me pidió algo a lo que me negué. El federale fascista de Como, creo que se llamaba Scassellati, buscaba una preceptora de tarde para la hija, que hiciera algo más que repetir las clases. Yo tenía el aire más adecuado para la tarea, fingiría que era fascista, alguien me presentaría, me enteraría, escucharía, informaría. ¿Espía? No, dije a vuela pluma. Y ella no insistió. Debió considerar que además era peligroso y que habría sido difícil que consiguiera sonsacar informaciones esenciales. Pero tampoco lo habría hecho por más que hubiera insistido, lo que se hubiera salido de lo normal. Poco después, pasé documentos militares a los aliados, pero no era como ir a casa de fulano y, se mire como se mire, abusar de su confianza. Los documentos eran de la Décima MAS,7 que estaba en Brunate, al norte, y no vacilé un momento en activar la sustracción y ayudar a salir de Ponte Chiasso al marinero que se apoderó de los mismos. Pero no tengo vocación de Mata Hari, y me reservaba los buenos sentimientos.

[…] Faltaban pocos meses para el final de la guerra pero fueron interminables. Estaba sola y me sentía culpable. Corriendo hacia casa había alertado a los compañeros, había saltado la señal. No sé por qué no me habían arrestado, bien porque no dieron crédito a la denuncia, bien porque sabían más y los alemanes estaban buscando los documentos de la Décima MAS dejándome escapar con la esperanza de dar con el nudo más importante. Esta fue la hipótesis de los compañeros cuando pudimos hablar de ello, los alemanes y la Décima MAS no podían verse ni en pintura. Pero mientras tanto me mantuve apartada, reduje las bajadas a Milán y nadie me reconocía cuando se topaba conmigo por la calle, durante algunas semanas hicieron el desierto a mi alrededor. Mamá volvió a casa aquella noche sin saber nada y cuando lo supo lloró y me acusó de esto y de lo otro, pero después del arrebato y del miedo no conservó como papá el sentimiento de haber sido traicionada.

Un mes después fui llamada por el CLNAI. Entre la muchedumbre que por la noche se aglutinaba en la Estación norte me esperaba Fabio, al que luego conocería como Vergani, secretario de la Cámara del Trabajo de Milán; era un hombre de mediana edad, sereno, que sin levantar la voz me preguntó si era consciente del peligro en el que había puesto a la red, infringiendo una regla elemental. Fue un rapapolvo sin pasión ni indulgencia. Una persona seria no se deja identificar, no se pone en peligro a sí misma y a los demás. Me sentía como una imbécil incalificable. El incon­veniente de la Resistencia era que había que trabajar también con gente como yo, decían sus rasgos cerrados. Me di por enterada. En su debido momento me harían saber que podría reanudar mi actividad. Y así fue.

[…] Era una liberación, la liberación. El final de una angustia, el final de una época, todo iba a comenzar de nuevo, durante unos cuantos días yo misma me vi arrastrada por ese sentimiento, Mimma también, en la medida en que podíamos hacerlo habida cuenta del silencio de mi padre, que también se sentía aliviado, pero entre nosotros seguía interponiéndose aquella frialdad. En piazzale Loreto contemplé los cuerpos colgados de los pies. Estaban como fofos, por compasión alguien había atado la falda de la Petacci por encima de las rodillas, los rostros estaban hinchados y anónimos, como si nunca hubieran vivido, cadáveres sin recomponer. Delante de ellos fluía agolpándose una muchedumbre enfurecida, mujeres que gritaban, hombres demudados, gritaban, odio e impotencia que se liberaban. Alguien había hecho justicia por ellos, había algunos escarnios, mucha rabia. Veinte años entraban en zozobra. Me fui, tal vez era un ritual necesario, era tremendo. […]”.

4.      Renato Serra (1884-1915), crítico literario y escritor italiano. Voluntario en la Primera Guerra Mundial, murió en combate cerca de Gorizia.

5.      En Piazzale Loreto, Milán, fueron colgados de los pies los cadáveres de Benito Mussolini, Clara Petacci y otros dirigentes de la Repubblica Sociale Italiana en 1945. En 1944 había sido el escenario del fusilamiento de quince partisanos y antifascistas como represalia de los ocupantes nazis.

7. Unidad especial de la Marina real italiana cuyo nombre está ligado a legendarias empresas bélicas.



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