FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

Usted está aquí: Inicio Carpeta 2 Fuentes La segunda guerra mundial y el holocausto Irène Némirovsky, Suite francesa

Irène Némirovsky, Suite francesa

V. La Segunda Guerra Mundial y el Holocausto



"[...] 5

Las calles estaban desiertas. Los comerciantes echaban los cierres de las tiendas. En el silencio, sólo se oía su ruido metálico, ese sonido que con tanta fuerza resuena en los oídos las mañanas de subleva­ción o guerra en las ciudades amenazadas. Más lejos, en su recorrido habitual, los Michaud vieron camiones cargados esperando a las puertas de los ministerios. Menearon la cabeza. Como de costumbre, se cogieron del brazo para cruzar la avenida de la Opera frente al banco, aunque esa mañana la calzada estaba vacía. Ambos eran empleados de banca y trabajaban para la misma entidad, aunque él ocupaba un puesto de contable desde hacía quince años mientras que ella sólo llevaba unos meses contratada «de forma provisional, hasta que acabe la guerra». Era profesora de canto, pero en septiembre del año anterior había perdido a todos sus alumnos, enviados a provincias por sus familias para protegerlos de los bombardeos. El sueldo del marido nunca había bastado para mantenerlos, y su único hijo estaba en el frente. Gracias a aquel puesto de secretaria habían podido salir adelante; como ella decía: « ¡No hay que pedir lo imposible a mi pobre marido!» Su vida nunca había sido fácil desde el día en que escaparon de sus casas para casarse contra la voluntad de sus padres. De eso hacía mucho tiempo. La señora Michaud tenía el pelo gris, pero su delgado rostro todavía conservaba parte de su belleza. El era de estatura baja y tenía aspecto cansado y descuidado, pero a veces, cuando se volvía hacia ella, la miraba y le sonreía, una llama burlona y tierna iluminaba los ojos de su mujer, la misma, pensaba él, sí, realmente casi la misma de antaño. La ayudó a subir a la acera y recogió el guante que se le había caído. Ella se lo agradeció con un ligero apretón en la mano que él le tendía. Otros empleados convergían hacia la puerta del banco. Al pasar junto a los Michaud, uno de ellos les preguntó:

— ¿Nos vamos, por fin?

Ellos no sabían nada. Era 10 de junio, un lunes. Dos días antes, al salir del trabajo todo parecía tranquilo. Evacuaban los valores a provincias, pero todavía no se había decidido nada sobre los em­pleados. Su destino se decidiría en el primer piso, donde se encontraban los despachos de dirección, dos grandes puertas pintadas de verde y acolchadas, ante las que los Michaud pasaron rápida y silenciosamente. Se separaron al final del pasillo; él subía a contabilidad y ella se quedaba en la zona privilegiada: era la secretaria de uno de los directores, el señor Corbin, el auténtico mandamás. Su segundo, el señor conde de Furieres (casado con una Salomon-Worms), se encargaba más particularmente de las relaciones externas del banco, que tenía una clientela reducida pero muy selecta. Sólo se admitía a Ios grandes terratenientes y a los nombres más importantes de la industria, preferiblemente metalúrgica. El señor Corbin esperaba que su colega el conde de Furiéres facilitara su admisión en el Jockey. Llevaba años viviendo en esa espera. El conde consideraba que favores tales como invitaciones a cenas y a las cacerías de Furiéres compensaban ampliamente ciertas facilidades de caja. Por la noche, la señora Michaud remedaba para su marido las conversaciones de ambos directores, sus agrias sonrisas, las muecas de Corbin y las miradas del conde, lo que hacía un poco más llevadera la monotonía del trabajo diario. Pero desde hacía algún tiempo no tenían ni esa distracción: el conde de Furiéres estaba en el frente de los Alpes y Corbin dirigía solo la sucursal.

La señora Michaud entró con la correspondencia en la pequeña antesala del despacho del director. Un tenue perfume flotaba en el aire. Eso bastó para que supiera que Corbin estaba ocupado. El director protegía a una bailarina: la señorita Arlette Corail. Nunca se le había conocido una amante que no fuera bailarina. Era como si las mujeres que realizaban cualquier otra actividad no le interesaran. Ninguna mecanógrafa, por atractiva o joven que fuera, había conse­guido desviarlo de aquella preferencia. Se mostraba igualmente odioso, grosero y tacaño con todas sus empleadas, fueran guapas o feas, jóvenes o viejas. Hablaba con una vocecilla atiplada, que resul­taba curiosa en aquel pesado corpachón de buen comedor. Cuando se encolerizaba, su voz se volvía aguda y vibrante como la de una mujer.

Ese día, el estridente sonido que tan bien conocía la señora Michaud atravesaba la puerta cerrada. Uno de los empleados entró en la antesala y, bajando la voz, le anunció:

—Nos vamos.

— ¿Ah, sí? ¿Cuándo?

—Mañana.

Por el pasillo se deslizaban sombras cuchicheantes. Los em­pleados se paraban a hablar en los huecos de las ventanas y en los umbrales de los despachos. Corbin abrió al fin su puerta y la bailari­na salió. Llevaba un vestido rosa caramelo y un gran sombrero de paja sobre el cabello teñido. Tenía un cuerpo esbelto y bien propor­cionado y una expresión dura y cansada bajo el maquillaje. Unas manchas rojas le salpicaban las mejillas y la frente. Estaba visible­mente furiosa.

— ¿Qué quieres, que me vaya andando? —le oyó decir la señora Michaud.

—Vuelve al taller. Nunca me haces caso. No seas tacaña, págales lo que quieran y repararán el coche.

—Ya te he dicho que es imposible, ¡imposible! ¿Entiendes el idioma?

—Entonces, querida, ¿qué quieres que te diga? Los alemanes están a las puertas de París. ¿Y tú pretendes ir en dirección a Versalles? Además, ¿para qué vas allí? Coge el tren.

— ¿Sabes cómo están las estaciones?

—Las carreteras no estarán mucho mejor.

—Eres... eres un inconsciente. Te vas, te llevas tus dos coches...

—Transporto los expedientes y parte del personal. ¿Qué demonios quieres que haga con el personal?

— ¡Ah, no seas grosero, por favor! ¡Tienes el coche de tu mujer!

— ¿Quieres viajar en el coche de mi mujer? ¡Una idea estupen­da!

La bailarina le dio la espalda y silbó a su perro, que acudió dando brincos. Ella le puso el collar con manos temblorosas de indignación.

—Toda mi juventud sacrificada a un...

— ¡Vamos, déjate de historias! Te telefonearé esta noche. Entretanto, veré qué puedo hacer...

—No, no. Ya veo que tendré que ir a morirme en una cuneta... ¡Oh! ¡Cállate, por Dios, me exasperas!

Por fin se dieron cuenta de que la secretaria los estaba oyendo. Bajaron la voz y Corbin cogió del brazo a su amante y la acompañó hasta la puerta. A la vuelta, fulminó con la mirada a la señora Mi­chaud, que se cruzó con él y recibió la primera descarga de su mal humor.

—Reúna a los jefes de departamento en la sala del consejo. ¡Inmediatamente!

La señora Michaud salió para dar las órdenes oportunas. Unos instantes después, los empleados entraban en una gran sala donde el retrato de cuerpo entero del actual presidente, el señor Auguste Jean, afectado desde hacía tiempo de un reblandecimiento del cerebro debido a su avanzada edad, hacía frente a un busto de mármol del fundador del banco.

Corbin los recibió de pie tras la mesa oval, en la que nueve cartapacios señalaban los puestos del consejo de administración.

—Señores, mañana a las ocho nos pondremos en camino hacia nuestra sucursal en Tours. Llevaré los expedientes del consejo en mi coche. Señora Michaud, usted y su marido me acompañarán. Los que tienen vehículo propio, que pasen a recoger al personal y se presenten a las seis de la mañana delante de la puerta del banco. Me refiero a aquellos a los que he comunicado que deben marcharse. En cuanto a los demás, intentaré arreglarlo. Si no, cogerán el tren. Muchas gracias señores.

El director desapareció, y un rumor de voces inquietas llenó la sala. Dos días antes, el propio Corbin había declarado que no pre­veía ningún traslado, que los rumores alarmistas eran obra de traidores, que el banco seguiría en su puesto y cumpliría con su deber, aunque otros faltaran en él. Si el “repliegue”, como údicamente se le llamaba, se había decidido con tanta precipitación, era sin duda porque todo estaba perdido. Las mujeres se enjugaban los ojos llorosos. Los Michaud se abrieron paso entre los grupos y se quedaron juntos. Ambos pensaban en su hijo Jean-Marie. Su última carta estaba fechada el 2 de junio. Hacía sólo ocho días. ¡Cuántas cosas podían haber ocurrido desde entonces, Dios mio! En su angustia, el único consuelo posible era la presencia del otro.

—     ¡Qué alegría no tener que separarnos! – le susurró ella. [...]

9

Gabriel Corte y Florence pasaron la noche del 11 al 12 de junio en su coche. Habían llegado hacia las seis de la tarde, y en el hotel sólo quedaban dos cuartos diminutos y sofocantes bajo el tejado. Gabriel los examinó brevemente, abrió con brusquedad las ventanas, se inclinó un instante sobre la barandilla, volvió a erguirse y con voz seca declaró:

—Yo no me quedo aquí.

—Lo siento, señor, es lo único que tenemos. Piense que con esta muchedumbre de refugiados hay gente durmiendo hasta en las mesas de billar —dijo el director, pálido y abrumado—. Sólo quería serle de utilidad.

—No me quedaré aquí —se obstinó Gabriel, espaciando las palabras con voz grave, la misma que empleaba al final de las discusiones con los editores, cuando cogía la puerta y les espetaba: «¡En esas condiciones, señor, será imposible que nos entendamos!» El editor se ablandaba y subía de ochenta a cien mil francos.

Pero el director del hotel se limitó a mover la cabeza con  tristeza.

—No tengo otra cosa.

— ¿Sabe usted quién soy? —le preguntó Gabriel, de pronto peligrosamente tranquilo—. Soy Gabriel Corte y le advierto que prefiero dormir en mi coche antes que en esta ratonera.

—Cuando salga usted de aquí —replicó el director, ofendido, verá diez familias en el rellano pidiéndome de rodillas que les alquile esta habitación.

Corte soltó una carcajada afectada, gélida y despectiva.

—Desde luego, no seré yo quien se la dispute. Adiós, caballero.

A nadie, ni siquiera a Florence, que lo esperaba en el vestíbulo, habría confesado por qué había rechazado aquella habitación. Al acercarse a la ventana había visto, en la suave noche de junio, un de­pósito de gasolina muy cerca del hotel y, un poco más allá, lo que le habían parecido autoametralladoras y tanques estacionados en la plaza.

« ¡Nos van a bombardear! —se dijo, y empezó a temblar tan espasmódicamente que pensó—: Estoy enfermo, tengo fiebre.» ¿Mie­do? ¿Gabriel Corte? ¡No, él no podía tener miedo! ¡Por favor! Son­rió con desdén y piedad, como si respondiera a un interlocutor invisible. Por supuesto que no tenía miedo; pero, al asomarse por segunda vez, había visto aquel cielo negro, del que, en cualquier mo­mento, podían caer el fuego y la muerte, y había vuelto a invadirlo aquella espantosa sensación: primero el temblor en los huesos, y luego la debilidad, las náuseas, la crispación de las entrañas que precedía al desvanecimiento. Miedo o no, qué importaba. Ahora huía juicio de Florence y la doncella.

-Dormiremos en el coche —decidió—. Una noche pasa enseguida.      

Luego pensó que podían buscar otro hotel, pero mientras dudaba se hizo demasiado tarde: por la carretera de París discurría un lento e incesante río de coches, camiones, carros y bicicletas, al que se sumaban las caballerías de los campesinos, que abandonaban sus granjas y partían hacia el sur arrastrando tras sí a sus hijos y sus animales. A medianoche, en Orleans no quedaba una habitación, ni siquiera una cama libre. La gente dormía en el suelo de los cafés, en las calles, con la cabeza apoyada en la maleta. El atasco era tan caótico que resultaba imposible salir de la ciudad. Se decía que habían cerrado carretera para reservarla a las tropas.

En silencio y con los faros apagados, los vehículos llegaban uno tras otro llenos a reventar, cargados hasta los topes de maletas y muebles de cochecitos ele niño y jaulas de pájaro, de cajas y cestos de ropa con su colchón atado al techo; formaban frágiles andamiajes y parecían avanzar sin ayuda del motor, llevados por su propia inercia a lo largo de las calles en pendiente hasta la plaza. Ahora ya bloqueaban todas las salidas, arrimados unos a otros como peces atrapados en una red; incluso parecía posible cogerlos todos a la vez y arrojarlos a una espantosa orilla. No se oían lloros ni gritos: hasta los niños permanecían callados. Todo estaba tranquilo. De vez en cuando, un rostro se asomaba por una ventanilla y escrutaba el cielo con atención. Un rumor débil y sordo, hecho de respiraciones trabajosas, de suspiros, de palabras intercambiadas a media voz, como si se temiera que llegaran a oídos de un enemigo al acecho, se elevaba de aquella multitud. Algunos intentaban dormir utilizando la maleta como incómoda almohada, movían las doloridas piernas en el estrecho asiento o aplastaban la mejilla contra el frío cristal de una ventanilla. Algunos jóvenes y algunas mujeres se llamaban de un coche a otro, y a veces incluso reían con desenfado. Pero, de pronto, una mancha oscura se deslizaba por el cielo cuajado de estrellas y las risas cesaban; todo el mundo permanecía atento. No era inquietud propiamente dicha, sino una extraña tristeza que tenía poco de humano, porque no comportaba ni valentía ni esperanza. Así es como los animales esperan la muerte. Así es como el pez atrapado en la red ve pasar una y otra vez la sombra del pescador.

El avión surgió súbitamente sobre sus cabezas; oían su zumbido estridente, que se alejaba, se apagaba y luego volvía a dominar todos los sonidos de la ciudad y suspender todas las angustiadas respiraciones. El río, el puente metálico, las vías del tren, la estación, chimeneas de la fábrica, brillaban tenuemente, como otros tantos puntos estratégicos, otros tantos blancos a alcanzar por el enemigo. Otros tantos peligros para aquella muchedumbre silenciosa. «Me parece que es francés», decían los optimistas. Francés, enemigo... Nadie lo sabía. Pero ahora sí había desaparecido. A veces se oía una explosión lejana. «No vienen por nosotros —pensaba la gente con un suspiro dealivio—. No vienen por nosotros, van por otros. ¡Ha habido suerte! — ¡Qué noche de perros!—gimió Florence—. ¡Qué noche!

 Con un siseo apenas audible, Gabriel le soltó con desdén —¿Verdad que yo no duermo? Pues haz tú lo mismo.

—Es que ya que teníamos una habitación.,. ¡Ya tuvimos la increíble suerte de disponer de una habitación...!

— ¿A eso llamas una suerte increíble? Una buhardilla infame que apestaba a sumidero... ¿No viste que estaba encima de las coci­nas? ¿Yo, allí dentro? ¿Tú me ves allí dentro?

—Pero, Gabriel, lo conviertes en una cuestión de amor pro­pio...

— ¡Bah! Déjame en paz, ¿quieres? Siempre lo he sabido: hay matices, hay... —farfulló buscando la palabra adecuada— hay pu­dores que tú no sientes.

— ¡Lo que siento es que tengo el culo molido! —Exclamó Florence, olvidándose de repente de los últimos cinco años de su vida, y con gesto vulgar se palmeó el muslo con su mano cubierta de sortijas. ¡Dios! ¡Estoy harta!

Gabriel se volvió hacia ella, lívido de rabia.

— ¡Entonces lárgate! ¡Vamos, lárgate! ¡Fuera, he dicho!

 En ese preciso instante, un súbito e intenso resplandor iluminó la plaza. Era una bengala lanzada por un avión. Las palabras se helaron en los labios de Gabriel. La bengala se apagó, pero el cielo pareció llenarse de aviones. Pasaban y volvían a pasar por encima de la plaza, se diría que sin prisa.

Y los nuestros, ¿dónde están? —refunfuñaba la gente.

A la izquierda de Gabriel había un pequeño coche desvencijado; en el techo, además del colchón, llevaba un velador redondo con pesados y vulgares adornos de cobre. Lo ocupaban un hombre tocado con una gorra y dos mujeres, una con un bebé en el regazo y la otra con una jaula de pájaros. Al parecer habían sufrido un acciden­te. La carrocería y el parachoques estaban abollados, y la mujer abrazaba la jaula tenía la cabeza vendada con tiras blancas.

A su derecha, Gabriel vio una camioneta cargada de jaulones de los que utilizaban los campesinos para transportar gallinas los días de mercado, pero llenos de perros, y en la ventanilla más cercana descubrió el rostro de una prostituta vieja. Pelirroja y desaliñada, de frente estrecha y ojos maquillados, miraba fijamente a Gabriel mientras mascaba  mendrugo de pan. El se estremeció.

—     ¡Qué horror! - exclamó-—-. ¡Qué caras tan repugnantes!

Agobiado, escondió la cabeza en el rincón del coche y cerró los ojos.

—     Tengo hambre – dijo Florence — . ¿Y tú?

Gabriel negó con la cabeza.

Ella abrió la maleta y sacó unos sándwiches.

—     Esta noche no has cenado. Vamos, sé razonable.

—     No puedo comer. Creo que no podría tragar ni un bocado. ¿Has visto a esa vieja grotesca de ojos pintarrajeados y pelo color zanahoria mascando pan?

Florence cogió su sándwich y entregó otros dos a la doncella y el chofer. Gabriel se llevó las manos a los oídos para no oír crujir el pan entre los dientes de los criados. [...]

19

El pueblo esperaba a los alemanes. A algunos, la idea de ver por pri­mera vez a sus vencedores les hacía sentir vergüenza y desesperada; a otros, angustia, y a la mayoría sólo una mezcla de miedo y curiosidad, como el anuncio de un espectáculo novedoso. Los funcionarios, los gendarmes y los empleados de correos habían recibido la orden de marcharse el día anterior. El alcalde se había quedado. Era un viejo campesino gotoso y tranquilo que no se inmutaba por nada. Si el pueblo hubiese estado sin jefe no le habría ido mucho peor. A mediodía, unos viajeros llegaron con la noticia del armisticio al bullicioso comedor donde Arlette Corail estaba acabando de desayunar. Las mujeres se echaron a llorar. Se decía que la situación era confusa, que en algunos sitios los soldados seguían resistiendo, que algunos civiles se habían unido a ellos. Los presentes coincidieron en censurarlo: todo estaba perdido, ya sólo quedaba ceder. Todo el mundo hablaba a la vez. El aire era irrespirable. Arlette apartó el plato y salió al pequeño jardín de la fonda. Había cogido cigarrillos, una tumbona y un libro. Tras abandonar París hacía una semana en un de pánico que rayaba en la locura y sortear innegables peligros, volvía a sentirse fría y tranquila. Además, estaba convencida de que saldría adelante siempre y en cualquier lugar, y de que poseía auténtico talento para rodearse del máximo de comodidad y bienestar en cualquier circunstancia. Esa flexibilidad, esa lucidez, esa indiferencia, eran cualidades que le habían sido de enorme utilidad su carrera profesional y su vida sentimental, pero hasta entonces no había comprendido que también podían servirle en la vida cotidiana o en circunstancias excepcionales.

Ahora, cuando pensaba que había implorado la protección de Corbin, sonreía de piedad. Habían llegado a Tours justo a tiempo para que los bombardearan; la maleta que contenía los efectos per­sonales de Corbin y los documentos del banco había quedado se­pultada bajo los escombros; ella, en cambio, había sobrevivido al de­sastre sin perder un solo pañuelo, un solo estuche de maquillaje, un solo par de zapatos. Había visto a Corbin muerto de miedo y se decía con malicia que le recordaría esos instantes a menudo. Aún le parecía estar viéndolo con la mandíbula caída, como los muertos; daban ganas de ponerle una barbillera para sujetársela. Penoso. Dejándolo en medio del caos y el espantoso tumulto de Tours, Ariel le había cogido el coche, conseguido gasolina y desaparecido. Llevaba dos días en aquel pueblo, donde había comido y dormido a sus anchas, mientras una muchedumbre lamentable acampaba en los graneros y en la misma plaza. Incluso se había dado el lujo de mostrarse caritativa, cediéndole la habitación a aquel chico encantador, el joven Péricand... ¿Péricand? Una familia burguesa, chapada a la antigua, respetable, muy rica y con inmejorables relaciones en el mundo oficial, de los ministrables y los grandes industriales, gracias a su parentesco con los Maltête, esa gente de Lyon... Relaciones... La bailarina soltó un leve suspiro de irritación pensando en todo lo que de ahora en adelante habría que revisar a ese respecto y en todo el empeño que había puesto no hacía mucho en seducir a Gérard Salomon-Worms, el cuñado del conde de Furières. Conquista totalmente inútil, en la que había malgastado tiempo y energías.

Frunció levemente el entrecejo y se miró las uñas. La contemplación de aquellos diez diminutos y brillantes espejos parecía predisponerla a las especulaciones abstractas. Sus amantes sabían que, cuando se miraba las manos con esa expresión cavilosa, siempre acababa expresando su opinión sobre como la política, el arte, la literatura o la moda, y, por lo general, su opinión era perspicaz y justa. Durante unos instantes, en aquel florido jardín se imaginó su futuro, mientras los abejorros asediaban un arbusto cuajado de campanillas violáceas. Llegó a la conclusion de que ella no cambiaría nada. Su fortuna consistía enjoyas (que no harían sino aumentar de valor) y tierras (había hecho varías compras acer­tadas en el sur antes de la guerra). Además, todo eso era accesorio. Sus principales posesiones eran sus piernas, su cintura y su talento para las intrigas, y sobre eso sólo pesaba la amenaza del tiempo. Que, por otro lado, era el punto negro... Se recordó su edad y, acto seguido, como quien toca un amuleto para ahuyentar la mala suerte, sacó el espejito de su bolso y se estudió el rostro detenidamente. Una desagradable idea acudió a su mente: su maquillaje norteamericano era insustituible, pero en unas semanas ya no podría conseguirlo fá­cilmente. Eso la puso de mal humor. ¡Bah, las cosas cambiarían en la superficie y seguirían igual en el fondo! Habría nuevos ricos, como al día siguiente de cualquier desastre; hombres dispuestos a pagar caros sus placeres, porque habían obtenido su riqueza sin esfuerzo, y el amor seguiría siendo lo de siempre. Pero, por Dios, ¡que aquel caos acabara cuanto antes! Que se implantara un estilo de vida, fuera el que fuese; puede que todo aquello, aquella guerra, las revolu­ciones, los grandes acontecimientos de la Historia, excitara a los hombres, pero para las mujeres... ¡Ah, para las mujeres sólo era un fastidio! Estaba segura de que, a ese respecto, todas pensaban corno ella: ¿las grandes palabras, los grandes sentimientos? Una monserga, un tostón como para aburrir hasta las piedras. Ah, los hombres... Había cosas en las que aquellos seres tan simples resultaban incomprensibles. Pero las mujeres estaban curadas durante al menos cincuenta años de todo lo que no fuera la vida cotidiana, las cosas tangibles...

Arlette levantó la mirada y vio a la mesonera asomada a la venntana mirando a lo lejos.

 — ¿Ocurre algo, señora Goulot? —le preguntó.

—     Son ellos, señorita... —respondió la mujer con voz solemne y temblorosa—. Están llegando...

—     ¿Los alemanes?

—     Sí.

 La bailarina hizo amago de levantarse para ir hasta la cerca, desde la que se veía la calle, pero le dio miedo que le quitaran la hamaca y su sitio a la sombra, y se quedó donde estaba.

Lo que llegaba no eran los alemanes, sino un alemán. El prime­ro. Tras las puertas cerradas, por las rendijas de las persianas medio bajadas o los ventanucos de los graneros, todo el pueblo lo vio acer­carse. Detuvo la motocicleta en la plaza desierta. Llevaba guantes, un uniforme verde y un casco bajo cuya visera pudo verse, cuando alzó la cabeza, un rostro fino y sonrosado, casi infantil.

— ¡Qué joven es! —murmuraron las mujeres, que, sin ser plena­mente conscientes, esperaban alguna visión del Apocalipsis, un extraño y horripilante monstruo.

El alemán miraba alrededor buscando a alguien. De pronto, el estanquero, que había participado en la guerra del catorce y llevaba una cruz de guerra y una medalla militar en la solapa de su vieja el chaqueta gris, salió de su establecimiento y avanzó hacia el enemigo. Por unos instantes, los dos hombres permanecieron inmóviles, frente a frente, sin decir palabra. Luego, el alemán sacó un cigarrillo y pidió fuego en mal francés. El estanquero respondió en peor alemán, porque había estado en la ocupación del dieciocho, en Maguncia. Tal era el silencio (todo el pueblo contenía la respiración) que se oían todas sus palabras. El alemán pidió indicaciones. El francés se las dio y a continuación, envalentonado, preguntó:

— ¿Ya se ha firmado el armisticio?

El alemán abrió los brazos.

—Todavía no lo sabemos. Eso esperamos —respondió.

Y la resonancia humana de aquellas palabras, de aquellos gestos, que demostraban que el alemán no era un monstruo sediento de sangre sino un soldado como los suyos, rompió de golpe el hielo entre el pueblo y el enemigo, entre el campesino y el invasor.

—No parece mala persona —cuchichearon las mujeres

El alemán se llevó la mano al casco, sonriendo, con un movimiento inseguro y como inacabado, que no era ni un saludo militar propiamente dicho ni el de un civil para despedirse de otro. Luego,tras una breve mirada de curiosidad a las ventanas, arrancó la moto y desapareció. Las puertas se abrieron una tras otra y todo el pueblo salió a la plaza y rodeó al estanquero, que, inmóvil, con las manos en los bolsillos y la frente arrugada, miraba a lo lejos. En su rostro se superponían expresiones contradictorias: alivio porque  todo había acabadoo, tristeza y cólera porque había acabado de aquel modo, recuerdos del pasado, miedo al futuro... Todos sus sentimientos pa­recían reflejarse en la cara de los demás. Las mujeres se enjugaban las lágrimas; los hombres, silenciosos, tenían una expresión obstina­da y dura. Los niños, momentáneamente distraídos de sus juegos, volvían a sus canicas y su rayuela. El cielo resplandecía con una lu­minosidad radiante y plateada; como ocurre a veces en mitad de un día espléndido, un imperceptible vaho, tierno e irisado, flotaba en el aire y avivaba los frescos colores de junio, que parecían más puros y nítidos, como vistos a través de un prisma de agua.

Las horas transcurrían lentamente. Por la carretera circulaban menos coches, pero las bicicletas seguían pasando a toda velocidad, como impulsadas por el furioso viento del nordeste, que llevaba toda una semana soplando y arrastrando a aquellos desventurados humanos. Un poco más tarde empezaron a pasar coches en sentido contrario al seguido en los últimos ocho días: regresaban a París. Al ver aquello, la gente empezó a creerse que, en efecto, todo había ter­minado. Todos regresaron a sus casas. Volvió a oírse el entrechocar de los cacharros que las mujeres fregaban en las cocinas, los leves pasos de una viejecilla que iba a echar hierba a los conejos y hasta la canción entonada por una niña que sacaba agua de una bomba. Los perros reñían y se revolcaban por el polvo.

Era el atardecer, un crepúsculo espléndido, un aire transparente, una sombra azulada, el último fulgor del sol poniente acariciando las losas y la campana de la iglesia, que llamaba a los fieles oración, cuando en la carretera empezó a oírse un ruido creciente que no se parecía al de los últimos días; sordo, constante, el fragor parecía avanzar sin prisa, pesada e inexorablemente. Se acercaban camiones. Esta vez sí eran los alemanes. Los camiones se detuvieron en la plaza y los soldados saltaron al suelo; tras los primeros vehícu­los venían otros, y luego otros, y otros... En unos minutos, la vieja y polvorienta plaza se convirtió en una inmóvil y oscura masa de camiones gris hierro, en los que todavía se veía alguna rama cubierta de hojas secas, vestigio del camuflaje.

¡Cuántos hombres! Silenciosos y absortos, los vecinos, que habían vuelto a salir al umbral de sus casas, los miraban, los escuchaban, trataban en vano de contar aquella marea humana. Los alema­nes surgían de todas partes, llenaban las calles y las plazuelas, se sucedían ininterrumpidamente. Desde septiembre, el pueblo había perdido la costumbre de oír pasos, risas, voces jóvenes. Ahora estaba aturdido, abrumado por el rumor que se elevaba de aquel mar de uniformes verdes, por aquel olor a humanidad sana, a carne joven, y sobre todo por los sonidos de aquella lengua extranjera. Los alema­nes invadían las casas, las tiendas, los cafés. Sus botas resonaban en las rojas baldosas de las cocinas. Pedían de comer y de beber. Acari­ciaban a los niños al pasar. Gesticulaban, cantaban, sonreían miran do a las mujeres. Su cara de felicidad, su embriaguez de conquista dores, su fiebre, su locura, su alegría, mezclada con una especie de incredulidad, como si a ellos mismos les costara creerse su victoria, todo, en suma, era de tal tensión y viveza que, por unos momento, los vencidos se olvidaron de su pena y su rencor. Boquiabiertos, no dejaban de mirar.

En la fonda, bajo la habitación donde Hubert seguía durmiendo, la sala era un pandemónium de gritos y canciones. Al entrar, los alemanes habían pedido champán (Sekt! Nahrung!), y ahora los corchos saltaban entre sus manos. Unos jugaban al billar; otros iban a la cocina con montones de rojizos filetes, que echaban a la parrilla para que chisporrotearan en medio de una humareda; otros subían barriles de cerveza de la bodega, apartando en su impaciencia a la criada que quería ayudarlos. Un joven de cara rubicunda y pelo rubio freía huevos en un rincón del fogón; otro cogía las primeras fresas del jardin. Dos muchachos con el torso desnudo se mojaban la cal>r/a i n sendos cubos de agua fría recién sacada del pozo. Se regalaban, se hartaban de todas las cosas buenas de la vida; ¡habían escapado de la muerte, eran jóvenes, estaban vivos, habían vencido! Expresaban su delirante alegría con palabras atropelladas, chapurreaban francés con cualquiera dispuesto a escucharlos, se señalaban las botas y repetía: «Nosotros caminar, caminar... Camaradas caer, pero nosotros caminar, caminar...» El entrechocar de las armas, de los cinturos, de los cascos, resonaba en el salón. En sueños, Hubert lo oía, la confundía con los recuerdos del día anterior, revivía la batalla del puente de Moulins... Se agitaba y suspiraba; rechazaba a alguien invisible; gemía, sufría. Al final despertó en aquella habitación desconocida. Se había pasado todo el día durmiendo. Ahora, por la ventana abierta, se veía brillar la luna llena. Hubert hizo un gesto de sorpre­sa, se frotó los ojos y vio a la bailarina, que había vuelto mientras él dormía.

El muchacho balbuceó unas palabras de agradecimiento y dis­culpa.

—Supongo que ahora tendrás hambre... —dijo ella. Sí, era cierto, estaba famélico—. Pero tal vez sea mejor cenar en la habita­ción, ¿sabes? Abajo no se puede estar. Está lleno de soldados.

—¿Soldados? —Repitió Hubert, y se precipitó a la puerta—. ¿Y qué dicen? ¿Van mejor las cosas? ¿Dónde están los alemanes?

—¿Los alemanes? Pues aquí. Los soldados de abajo son alema­nes.

El se apartó de ella bruscamente con un movimiento de sorpre­sa y miedo, como un animal acorralado.

—¿Alemanes? No... ¿Es una broma? —Buscó en vano otra pa­labra y, en voz baja y temblorosa, repitió—: ¿Es una broma?

La bailarina abrió la puerta; de la sala, envuelto en una densa y .uto humareda, ascendía el inconfundible jolgorio que produce una turba de soldados victoriosos: gritos, risas y cánticos, sonoras pisadas de botas, golpes de pesadas armas arrojadas sobre las mesas y estrépito de cascos chocando con las hebillas metálicas, y la jubilosa algarabía que se eleva de una muchedumbre feliz, orgullosa, embriagada por su victoria. «Como el equipo de rugby que gana un partido», se dijo Hubert. Tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas y los improperios. Corrió a la ventana y se asomó fuera. La calle empezaba a vaciarse, pero cuatro hombres iban golpeando con el puño las puertas de las casas.

—     ¡Las luces! ¡Apaguen todas las luces! —gritaban, y una tras otra, dócilmente, las lámparas se extinguían.

Ya no quedaba más que la claridad de la luna, que arrancaba apagados destellos azulados a los cascos y los cañones de los fusiles.

Hubert agarró la cortina con las dos manos, se la apretó convulsivamente contra la boca y se echó a llorar.

—     Tranquilo, tranquilo… — Murmuró Arlette acariciándole la espalda con vaga piedad —. Nosotros no podemos hacer nada, ¿verdad que no? ¿Qué podemos hacer? Todas las lágrimas del mundo no cambiarán las cosas. Ya vendrán días mejores. Hay que vivir para ellos, ante todo hay que vivir…hay que aguantar… Pero tú te has portado como un valiente. Si todos hubieran hecho lo mismo... ¡Con lo joven que eres! Casi un año… —Hubert sacudió la cabeza —. ¿No? —musitó ella —. ¿Un hombre, pues? — Con dedos ligeramente temblorosos, crisó las uñas en el brazo del muchacho, como si tomara posesión de una presa recién capturada y la inmovilizara antes de disponerse a saciar el hambre. Muy bajo, con la voz alterada, añadió —: No hay que llorar. Solo lloran los niños. Tú eres un hombres. Un hombre, cuando se siente desgraciado, sabe que puede encontrar… —Hubert tenia los párpados entrecerrados y los labios apretados en una expresión de dolor, pero fruncía la nariz y le temblaban las aletas nasales; asi que, con voz débil, ella dijo por fin —: el amor […]

7

Las señoras del pueblo y varias granjeras ricas de la comarca se habían reunido en un aula de la escuela religiosa para la reunión mensual del «paquete para el prisionero». El municipio había tomado bajo su protección a los huérfanos que vivían en la región antes de las hostilidades y habían sido hechos prisioneros. La presidenta de la obra era la señora vizcondesa de Montmort, una joven tímida y fea que sufría horrores cada vez que tenía que hablar en público: se le trababa la lengua, le sudaban las manos, le temblaban las piernas y no sabía dónde meterse. Pero consideraba que cumplía con su deber, que el cielo le había encargado a ella en persona iluminar aquellas burguesas y aquellas campesinas, llevarlas por el buen camino, hacer germinar la semilla del bien en su interior.

—Mira, Amaury—le había explicado la vizcondesa a su marido—, yo no puedo creer que entre ellas y yo exista una dilema esencial. Por mucho que me decepcionen, porque no te imaginas lo groseras y mezquinas que pueden llegar a ser, sigo buscando alguna luz en su interior. ¡No —exclamó alzando los ojos, arrasado en lágrimas, hacia el vizconde (lloraba con facilidad)—, Nuestro Señorno habría muerto por sus almas si en ellas no hubiera algo! Pero la ignorancia, mi querido Amaury, la ignorancia en la que viven es espantosa. Así que, al comienzo de cada reunión, les dirijo una breve alocución para que comprendan por que están siendo castigadas;puedes reírte, Amaury, pero a veces he visto un destello de inteligencia en sus toscos rostros. Cuánto lamento no haber podido seguir mi vocación... —murmuró la vizcondesa pensativamente—. Me habría gustado evangelizar una región remota, ser la mano dere­cha de algún misionero en la sabana o en una selva virgen. En fin, no le demos más vueltas. Nuestra misión se encuentra allí donde el Se­ñor nos ha puesto.

Ahora, la vizcondesa estaba de pie en la pequeña tarima de un nula de la escuela de la que se habían sacado los pupitres a toda prisa; una docena de alumnas, elegidas entre las más aplicadas, habían obtenido el privilegio de escuchar las palabras de la señora de Montmort. Rascaban el suelo con sus zuecos y miraban al vacío con sus grandes e inexpresivos ojos, «como las vacas», pensó, no sin tinta irritación, la vizcondesa, y decidió dirigirse a ellas especial­mente.

-Vosotras, mis queridas niñas —empezó—, habéis sufrido precozmente los dolores de la Patria... —Una de las niñas escucha con tal atención que se cayó del taburete en que estaba sentada; las otras once ahogaron la risa en los delantales. La vizcondesa frunció el entrecejo y elevó el tono de voz—: Os entregáis a los juegos de vuestra edad. Parecéis despreocupadas, pero vuestros corazones están henchidos de dolor. ¡Cuántas oraciones eleváis a Dios Todopoderoso mañana y noche para que se apiade de los infortunios de nuestra querida querida Francia!

La vizcondesa se interrumpió para dirigir un seco saludo a la maestra de la escuela laica, que acababa de entrar: era una mujer que no asistía a misa y había enterrado a su marido por lo civil; sus alumnos incluso aseguraban que no estaba bautizada, lo que era menos escandaloso que inverosímil, casi como decir que un ser humano había nacido con  cola de pez. La vizcondesa la detestaba tanto más cuanto que su conducta era irreprochable, «porque —como le decía al vizconde - si bebiera o tuviera amantes, se podría explicar por su irregularidad; pero date cuenta, Amaury, de la confusión que puede causar en el ánimo del pueblo ver gente que no piensa como es debido pero practica la virtud». Como la presencia de la maestra le resultaba odiosa, la vizcondesa dejó que su voz trasluciera parte del encendido calor que la aparición de un enemigo suele verternos en el corazón y siguió hablando ion verdadera elocuencia:

—Pero las oraciones y las lágrimas no bastan. No lo digo sólo por vosotras; lo digo también por vuestras madres. Debemos practi­car la caridad. Y sin embargo, ¿qué veo? Que nadie la practica. Na­die se sacrifica por los demás. Lo que os pido no es dinero; por des­gracia, ahora el dinero ya no sirve para gran cosa —añadió con un suspiro, pensando en los ochocientos cincuenta francos que le ha­bían costado los zapatos que llevaba (afortunadamente, el vizconde era el alcalde del municipio y ella tenía todos los bonos para calzado que quisiera) —. No, no es dinero, sino los frutos que el campo produce en tanta abundancia y con los que me gustaría llenar los paquetes para nuestros prisioneros. Cada una de vosotras piensa en lo suyos, en el marido, el hijo, el hermano o el padre cautivo; a ése no le falta de nada, se le envía mantequilla, chocolate, azúcar, tabaco. Pero ¿y los que no tienen familia? ¡Ay, señoras! ¡Piensen, piensen en la suerte de esos desdichados que nunca reciben paquetes ni noticias! Veamos, ¿qué podemos hacer por ellos? Acepto todos los donativos y los centralizo; luego los envío a la Cruz Roja, que los reparte en los distintos campos de prisioneros. Las escucho, señoras. —Se produjo un silencio. Las granjeras miraban a las señoras del pueblo y las señoras del pueblo apretaban los labios y miraban a las campesinas—. Está bien, empezaré yo —dijo la vizcondesa con benevolencia—. Esta es mi idea: en el próximo paquete se podría incluir una carta escrita por una de estas niñas. Una carta en la que, con palabras sencillas y enternecedoras, deje hablar a su corazón y exprese su dolor y su patriotismo. Piensen —prosiguió con voz brillante—, piensen en la alegría de ese pobre hombre abandonado cuando lea esas líneas, en las que en cierto modo palpitará el alma del país y que le recordarán a los hombres, las mujeres, los niños, los árboles, las casas de su querida patria chica, que, como dijo el poeta, nos hace amar todavía más a la grande. Sobre todo, mis queridas niñas, dad rienda suelta a vuestros corazones. No busquéis efectos de estilo; que el talento epistolar calle y hable el corazón ¡Ah, el corazon! —exclamó la vizcondesa entrecerrando los ojos -. ¡Nada hermoso, nada grande puede hacerse sin él! Podríais meter en vuestra carta alguna florecilla silvestre, una margarita, una prímula… No creo que las normas lo prohíban. ¿Les gusta la idea? – preguntó la vizcondesa ladeando ligeramente la cabeza con una graciosa sonri­sa—. ¡Vamos, vamos, que yo ya he hablado bastante! Ahora les toca a ustedes.

La mujer del notario, una señora bigotuda de facciones duras, dijo con voz agria:

—No es que no queramos mimar a nuestros queridos prisioneros. Pero ¿qué podemos hacer nosotros, los pobres vecinos del pueblo? No tenemos nada. No tenemos grandes propiedades como usted, se­ñora vizcondesa, ni las hermosas granjas de la gente del campo. Nos los vemos y deseamos para poder comer. Mi hija, que acaba de dar a luz, no puede encontrar leche para alimentar a su hijo. Los huevos se venden a dos francos la pieza, y eso cuando se encuentran.

-¿Y qué quiere decir con eso, que nosotros participamos en el mundo negro? —replicó Cécile Labarie, que cuando se encolerizaba hinchaba el cuello como un pavo y enrojecía como un tomate.

- No quiero decir eso, pero...

-¡Señoras, señoras! —rogó la vizcondesa, pensando con desánimo: «Decididamente, no hay nada que hacer, no escuchan nada,  no comprenden nada, son espíritus groseros. ¡Qué digo! ¿Espíritus? parlantes, eso es lo que son.»

- Es una vergüenza —prosiguió Cécile, meneando la cabeza -, es una vergüenza ver casas donde tienen de todo y aún se quejan. ¡Vamos, todo el mundo sabe que a los del pueblo no les falta de nada! ¡Sí, lo han oído bien, de nada! ¿Creen que no sabemos quién arrasa con toda la carne? Es bien sabido que acaparan los vales. A cinco francos el vale de carne. A los que tienen dinero no les falta de nada, como siempre, pero los pobres...

- Nosotros también necesitamos carne, señora —dijo la mujer del notario muy digna, pero pensando con angustia que dos días antes la habían visto salir de la carnicería con una pierna de cordero (la segunda de la semana)—. Porque nosotros no matamos cerdos. Nosotros, en nuestras cocinas, no tenemos jamones, montones de tocino y salchichones que se resecan y que se prefiere ver agusanados antes que dárselos a la pobre gente de las ciudades.

- Señoras, señoras…-suplicó la vizcondesa—. Piensen en Francia, eleven sus corazones... ¡Domínense! Acallen esos lamentables desacuerdos. ¡Piensen en nuestra situación! Estamos arrui­nados, vencidos... Sólo nos queda un consuelo: nuestro querido Mariscal... ¡Y se ponen a hablar de huevos, de leche y de cerdos! ¿Qué importa la comida? ¡Por amor de Dios, señoras, todo eso es una vulgaridad! Como si no tuviéramos suficientes motivos para estar tristes... En el fondo, ¿de qué se trata? De un poco de solidari­dad, de un poco de tolerancia. Permanezcamos unidas, como lo es­taban nuestros padres en las trincheras, como lo están, no me cabe duda, nuestros prisioneros tras las alambradas, en los campos de internamiento...

Qué extraño... Hasta ese momento, apenas le habían hecho caso. Sus exhortaciones eran como los sermones del párroco, que se escuchan sin entenderlos. Pero la imagen de un campo en Alema­nia, con aquellos hombres encerrados tras alambradas de espino, las conmovió. Todas aquellas fuertes y pesadas criaturas tenían un ser querido en alguno de aquellos campos; trabajaban para él y ahorraban para él, para que a su regreso dijera: «Has conseguido que todo siguiera funcionando, mujer.» Cada una vio con los ojos de la imaginación al ausente, a un solo hombre, al suyo; cada una se figuró a su manera el sitio en que estaba prisionero. Fulana imaginaba un bosques de pinos; mengana, una habitación; zutana, los muros de mi fortaleza; pero todas acababan viendo kilómetros de alambradas que encerraban a sus hombres y los separaban del mundo. Burguesas y campesinas sintieron que los ojos se les llenaban de lágrima.

—Yo le traeré alguna cosa —dijo una.

—Yo también encontraré algo —suspiró otra.

—Veré lo que puedo hacer —prometió la mujer del notario.

La señora de Montmort se apresuró a anotar los donativos. Todas las presentes fueron levantándose de sus asientos, acercando.a la presidenta y susurrándole algo al oído, porque ahora estaban conmovidas y querían dar algo, no sólo para los hijos y los maridos, sino también para los desconocidos, para los huérfanos. Pero desconfiaban de la vecina; no querían parecer más ricas de lo que era; temían que las denunciaran. Las familias se ocultaban lo que tenían: madres e hijas se espiaban y se denunciaban unas a otras; las amas de casa cerraban la puerta de la cocina a la hora de las comidas para que el olor no traicionara el tocino que crepitaba en la sartén, ni el filete de carne prohibida, ni el pastel hecho con harina prohibida. La vizcondesa escribía: «La señora Bracelet, granjera de Roches, dos salchichones crudos, un tarro de miel, un tarro de chicharrones... La señora Joseph, de la propiedad de Rouet, dos pintadas en escabe­che, mantequilla salada, chocolate, café, azúcar...»

—Cuento con ustedes, ¿verdad, señoras? —preguntó al final.

Las campesinas la miraron asombradas: la palabra era sagrada. Una tras otra, empezaron a desfilar; tendían a la señora de Montmort una mano enrojecida, agrietada por el trío del invierno, por el trabajo con los animales, por la lejía, y en cada ocasión la vizcondesa tenía que hacer un esfuerzo para estrechar aquella mano, cuyo con­tacto le resultaba físicamente desagradable. Pero dominaba ese sentimiento contrario a la caridad cristiana y, como mortificación, se obligaba a besar a los niños que acompañaban a sus madres. Todos estaban gordos y sonrosados, hermosos y sucios como lechones.

Al fin, el aula quedó vacía. La maestra había hecho salir a las niñas; las granjeras se habían marchado. La vizcondesa soltó un suspiro, pero no de cansancio sino de desánimo. ¡Qué vulgar y desagrada­ble erala humanidad! Cuánto costaba hacer brotar un destello de amor en aquellas tristes almas...

-¡Puaj! —dijo en voz alta.

Pero acto seguido ofreció a Dios los esfuerzos y sinsabores de ese día, como le había recomendado su director espiritual.


Irène Némirovsky Suite francesa, Barcelona, Salamandra, 2005. Selección de capítulos.

Acciones de Documento