FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

El cero y el infinito

IV. La experiencia soviética de la guerra civil a la segunda guerra mundial


Segundo interrogatorio, VII

Gemía durmiendo. Había vuelto el sueño de su primera de­tención; su mano, colgando blandamente al borde de la cama, buscaba inútilmente la manga del batín; esperaba el golpe que al final iba a llegar, pero este golpe no venía.

Se despertó porque, de repente, la lámpara eléctrica había sido encendida en su celda. Alguien estaba de pie, cerca de su cama, y le miraba. Rubachof no había podido dormir más de un cuarto de hora, pero siempre, después de su pesadilla, ne­cesitaba varios minutos para volver en sí. Parpadeaba en la luz resplandeciente, su espíritu elaboraba penosamente las habituales hipótesis como si cumpliera un inconsciente rito. Es­taba en una celda, pero no en el país enemigo: no había sido más que un sueño. Estaba libre; pero faltaba el cromo del Nú­mero 1 colgado por encima de su cama, y debajo estaba el cubo. Además, Ivanof estaba de pie a su cabecera y le echaba a la cara el humo de su cigarrillo. ¿También esto era un sue­ño? No: Ivanof era real, el cubo era real. Estaba en su país, en su patria, que se había transformado en una tierra enemi­ga; Ivanof, su amigo de antes, también se había transformado en un enemigo; y los lloriqueos de Arlova ya no eran un sue­ño; pero no, ya no era Arlova, sino Bogrof, arrastrado como un muñeco de cera; el camarada Bogrof, fiel hasta la tumba; y le había llamado por su nombre: esto no era un sueño. Arlova, por el contrario, le había dicho: “Usted hará de mí todo lo que quiera...”.

—¿Estás enfermo? — preguntó Ivanof.

Cegado por la luz, Rubachof le miró parpadeando.

—Dame mi ropa — dijo.

Ivanof le observaba. La mejilla derecha de Rubachof estaba hinchada.

—¿Quieres aguardiente? — preguntó Ivanof.

Sin esperar respuesta, se fue cojeando hacia la mirilla y dio una orden en el corredor. Rubachof le siguió con la vista.

Siempre parpadeando. Estaba atontado. Sí, despierto, pero veía, oía y pensaba como a través de una niebla.

—¿Te han detenido también? — preguntó.

—No — dijo Ivanof tranquilamente —. Simplemente he veni­do a hacerte una visita. Me parece que tienes fiebre.

—Dame un cigarrillo — dijo Rubachof.

Aspiró el humo profundamente una o dos veces y su mirada se aclaró. Fumando, se tumbó, y miró al techo. Se abrió la puerta de la celda; el carcelero trajo una botella de aguardien­te y un vaso. Esta vez no era el viejo, sino un joven flaco uni­formado, con lentes con montura de acero. Saludó a Ivanof, le dio la botella y el vaso y cerró la puerta por fuera. Se oyeron sus pasos alejándose por la galería.

Ivanof se sentó al borde del camastro de Rubachof y llenó el vaso. “Bebe”, dijo. Rubachof vació el vaso; el barullo que le llenaba la cabeza se le disipó; acontecimientos y personas — su primera y segunda detención, Arlova, Bogrof, Ivanof — se pu­sieron en orden en el tiempo y en el espacio.

—¿Te duele? — preguntó Ivanof.

—No — dijo Rubachof. La única cosa que no comprendía era la razón de la presencia de Ivanof en su celda.

—Tienes la mejilla muy hinchada, y me parece que también tienes fiebre.

Rubachof se levantó del camastro, miró en la galería por la mirilla, no vio a nadie, y se puso a pasear de arriba abajo. Des­pués de dos o tres idas y venidas, sintió la cabeza muy lúcida y se paró delante de Ivanof, que, sentado al borde de la cama, lanzaba pacientemente anillos con el humo de su cigarro.

—¿Qué haces aquí? — preguntó.

—Quiero hablarte — dijo Ivanof —. Vuelve a acostarte y bebe otra copa.

Rubachof le miró a través de sus lentes.

—Hasta ahora — dijo — creía que tú tenías buena fe. Ahora veo que eres un sinvergüenza. Sal de aquí.

Ivanof no se movió.

—¿Tendrás la bondad de darme las razones que tienes para expresarte así? — dijo.

Rubachof apoyó la espalda en la pared del número 406 y miró a Ivanof. Ivanof fumaba con serenidad.

—Primero — dijo Rubachof — tú estabas al corriente de mi amistad con Bogrof. En vista de esto, tuviste el cuidado de hacer que Bogrof, o lo que quedaba de él, fuera arrastrado delante de mi celda durante su último viaje, para refrescarme la memoria. Para estar seguro de que asistiría a esta escena, anunciaste con discreta antelación la ejecución de Bogrof, pen­sando muy bien que esta noticia me sería transmitida por mis vecinos, lo que ha sucedido. Otro buen detalle de director de escena: inmediatamente, antes de traerle, le dijiste a Bogrof que yo estoy aquí, con la esperanza de que este último golpe va a obtener de él alguna manifestación significativa. Y tam­bién ésta te ha salido bien. Todo está calculado para hundirme en el abatimiento. En este momento, el más crítico de todos, aparece el camarada Ivanof, salvador, y con una botella de aguardiente bajo el brazo. Viene en seguida una conmovedora escena de reconciliación, nosotros dos caemos el uno en brazos del otro y cambiamos emocionantes recuerdos de nuestra gue­rra, e incidentalmente yo firmo la declaración que contiene mis confesiones. Después, el prisionero cae en un dulce sueño; el camarada Ivanof sale a paso de lobo, con las confesiones en su bolsillo, y algunos días más tarde es ascendido. Ahora, me vas a hacer el favor de largarte.

Ivanof ni se movió. Sopló el humo al aire, sonrió y dejó ver sus dientes de oro.

—¿De veras me atribuyes métodos tan primitivos? — pregun­tó —. O, para ser más exacto, ¿de verdad me tomas por un psicólogo tan mezquino?

Rubachof se encogió de hombros.

—Tus manejos me repugnan — dijo —. No puedo ponerte en la puerta. Pero si te queda un ápice de dignidad humana, aho­ra mismo vas a dejarme en paz. No puedes imaginar cómo me fastidiáis todos vosotros.

Ivanof cogió el vaso del suelo, lo llenó y lo vació de un trago.

—Te propongo el siguiente pacto— dijo —; tú vas a dejarme hablar durante cinco minutos sin interrumpirme, y con la ma­yor atención posible escuchas todo lo que te voy a decir. Si después de esto quieres que me vaya, me iré.

—Escucho—dijo Rubachof. Quedó apoyado en la pared, fren­te a Ivanof, y miró su reloj.

—En primer lugar — dijo Ivanof —, y para disipar todas las ilusiones que pudieran subsistir: Bogrof ya ha sido fusilado. En segundo, estaba en la cárcel desde hacía varios meses, y ha sido torturado varios días seguidos. Si tú dices esto durante las vistas de tu proceso o si te limitas a comunicarlo a tus ve­cinos, yo estoy perdido. En cuanto a las razones de infligir tal trato a Bogrof, hablaremos. Tercero, es a propósito y delibe­radamente como se le ha pasado ante tu celda después de haberle informado que estabas aquí. Cuarto, esta sucia treta, como tú dices muy bien, no es cosa mía, sino de mi colega Gletkin, contraviniendo mis instrucciones formales.

Se detuvo. Rubachof seguía apoyado en la pared y no decía nada.

—Yo nunca hubiera cometido semejante error — siguió Iva­nof—. No porque me preocupen tus sentimientos, sino por­que esto es contrario a mi táctica y porque conozco tu psico­logía. Recientemente has demostrado escrúpulos humanitarios y otros sentimentalismos de la misma clase. Además, la histo­ria de Arlova te revolvió el estómago. La escena con Bogrof no puede hacer más que intensificar tu depresión y tus velei­dades moralizantes: era de prever; sólo un torpón sin penetra­ción psicológica como Gletkin puede cometer tal error. Hace diez días que Gletkin me está mareando con que es necesario emplear contigo el método duro. En primer lugar, le has des­agradado enseñándole los agujeros de tus calcetines; y, segun­do, él está habituado a tratar con aldeanos... Esto te expli­cará el asunto Bogrof. El aguardiente, desde luego, lo he en­cargado yo, porque no estabas en posesión de todas tus fa­cultades cuando yo entré. No tengo ningún interés en embo­rracharte. No tengo ningún interés en exponerte a choques nerviosos. Todo esto no conseguiría otra cosa que aumentar aún más tu exaltación moral. Necesito que estés tranquilo y lógico, pues solamente cuando tú hayas pensado y repensado este asunto hasta sus conclusiones lógicas, solamente entonces capitularás...

Rubachof se encogió de hombros; pero antes de que le pudiera decir una palabra, Ivanof le interrumpió:

—Lo sé, tú estás convencido de que no capitularás. Contéstame sólo a esto: si estuvieras convencido de la necesidad lógica y de la rectitud objetiva de tu capitulación entonces, ¿cede­rías?

Rubachof no respondió en seguida. Presentía obscuramente que la conversación tomaba un giro que él no podía tolerar. Habían pasado los cinco minutos y no había puesto en la puer­ta a Ivanof. Esto le parecía una traición a Bogrof, y a Arlova, y también a Richard y al pobre Loewy.

—Vete — dijo a Ivanof —. Es inútil.

Hasta entonces no se dio cuenta de que hacía ya unos minutos que paseaba delante de Ivanof.

Ivanof estaba sentado sobre el camastro.

—En el tono de tu voz — dijo —, veo que reconoces tu error sobre la intervención en el asunto Bogrof. Entonces, ¿por qué echarme? ¿Por qué no respondes a lo que te pregunto?

Se inclinó Hgramente hacia adelante y miró a Rubachof con aire burlón; después silabeó lentamente, remarcando cada pa­labra:

Porque tienes miedo de mí. Porque mi manera de pensar y mi argumentación son las tuyas, porque tienes miedo de su eco en tu cabeza. Dentro de un instante tú vas a gritar: ¡Apártate de mí, Satanás!...

Rubachof no respondió. Iba de un lado a otro, delante de Iva­nof. Su sentimiento de culpabilidad, que Ivanof llamaba “exal­tación moral”, no podía expresarse según fórmulas lógicas: formaba parte del reino de la “ficción gramatical”. Y, no obs­tante, cada una de las frases pronunciadas por Ivanof desper­taba eco en él. Se decía que nunca habría debido dejarse llevar a esta discusión. Le parecía encontrarse sobre un plano incli­nado y enjabonado, por donde se sentía resbalar irresistible­mente.

¡Aparta, Satanás! — repitió Ivanof, sirviéndose otro vaso de aguardiente —. En otros tiempos la tentación era de natura­leza carnal. Pero ahora toma la forma de razón pura. Los valores cambian. Yo quisiera escribir una tragedia de la Pa­sión según la cual Dios y el Diablo se disputaran el alma de San Rubachof. Tras una existencia pecadora, él se vuelve hacia un dios, el dios con sotabarba del liberalismo industrial y las caritativas sopas del Ejército de Salvación. Por el contrario. Satanás está delgado y ascético; es un fanático de la lógica. Lee a Maquiavelo, a Ignacio de Loyola, a Hegel y a Marx; su implacable frialdad hacia el género humano desemboca en una especie de piedad matemática. Está condenado a hacer siempre lo que más le repugna: a transformarse en carnicero para ter­minar con las matanzas, a sacrificar ovejas para que ya nunca más vuelvan a sacrificar ovejas, a tratar al pueblo a latigazos a fin de que éste aprenda a no dejarse fustigar, a deshacerse de todo escrúpulo humano en nombre de los escrúpulos supe­riores, a atraerse el odio de la humanidad por amor a ella, su amor abstracto y geométrico. ¡Aparta, Satanás! El camarada Rubachof prefiere el martirio. Los comentaristas de la Prensa liberal, que mientras vivía le detestaban, le canonizarán a su manera después de muerto. Él ha descubierto en sí una con­ciencia, y el tener conciencia le hace a uno tan inepto para la revolución como el tener papada. La conciencia corroe el cere­bro, como un cáncer, hasta que termina por devorar toda la sustancia gris. Satanás se bate en retirada, pero no imagines que rechina los dientes y escupe en el fuego de rabia. Sólo se encoge de hombros; está flaco y ascético; ha visto a demasiados vacilar y salir de sus filas con pretextos ampulosos... Ivanof se detuvo para servirse otro vaso de aguardiente, Ruba­chof iba y venía delante de la ventana. Al cabo de un momen­to dijo:

—¿Por qué matasteis a Bogrof?

—¿Por qué? A causa de la cuestión de los submarinos — dijo Ivanof —. Se trataba del problema del tonelaje, vieja querella cuyos comienzos tú no habrás olvidado.

”Bogrof era partidario de la construcción de submarinos con gran tonelaje y gran radio de acción. El Partido se pronunció por los submarinos pequeños con poco radio de acción. Por la misma suma se pueden construir tres veces más submarinos pequeños que grandes. Los dos partidos invocaban argumentos técnicos válidos. Los expertos presentaron un gran desplie­gue de fórmulas algebraicas; pero el verdadero problema no era ese. Los submarinos grandes quieren decir: política de agresión con vistas a la Revolución mundial. Los submarinos pequeños significan la defensa costera, es decir, una política defensiva, dejando para más tarde la Revolución mundial. Éste es el punto de vista del Número 1 y del Partido.

”Bogrof tenía numerosos partidarios en el Almirantazgo y entre los oficiales de la vieja guardia. No bastaba con eliminarle; era también preciso desacreditarlo. Nosotros habíamos conce­bido el plan de un proceso destinado a desenmascarar como saboteadores y traidores a los partidarios de los grandes tone­lajes. Ya habíamos conseguido que varios insignificantes inge­nieros confesaran públicamente todo lo que nosotros quisiéra­mos. Pero Bogrof no ha querido fingir. Hasta el final ha estado reclamando sobre los grandes tonelajes y la Revolución mun­dial. Vivía con dos décadas de retraso. No quería comprender que las circunstancias están contra nosotros, que Europa atra­viesa un período de reacción y que estamos en la parte baja de la ola y que debemos esperar a ser elevados por la siguiente. En un proceso público, Bogrof no habría hecho más que sembrar  la confusión en el pueblo. El único recurso era liquidarlo administrativamente. En el mismo caso, ¿tú no habrías obrado como nosotros?

Rubachof no contestó. Dejó de pasear y quedó de nuevo apoyado contra la pared del número 406, al lado del cubo, del que subían vaharadas nauseabundas. Se quitó los lentes y miró a Ivanof con los ojos helados de la bestia en el matadero.

—Tú no lo has oído gemir — dijo.

Ivanof encendió un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior; también él se sentía asqueado por el mal olor del cubo.

—No — dijo —, yo no le he oído. Pero sí he visto y oído muchas cosas semejantes. ¿Y qué?

Rubachof se calló. ¿Para qué intentar explicarle? Como un eco, la queja y el tamborileo ensordecido tintineaban de nue­vo en sus orejas. No podía explicar esto. Lo mismo que tam­poco podía hablar de la curva de los senos de Arlova, con sus puntas cálidas y duras. Nada podía explicarse. ¿Qué decía el mensaje del barbero? “Muere en silencio.”

—Bueno, tú dirás — insistió Ivanof.

Estiró la pierna artificial y esperó. Al no obtener respuesta, volvió a tomar él la palabra:

—Si yo tuviera por ti la mínima chispa de piedad, ahora mismo te dejaría tranquilo. Pero no tengo por ti ni una chispa de piedad. Bebo; durante algún tiempo, como tú sabes bien, me he drogado, pero, hasta ahora, ese vicio que viene a ser la pie­dad he llegado a evitarlo. La más pequeña dosis, y eres hom­bre perdido. Llorar sobre el género humano y lamentarse: tú sabes cómo nuestra raza se inclina hacia eso. Nuestros más grandes poetas han sido aniquilados por este veneno. Hasta los cuarenta, los cincuenta años, fueron revolucionarios; luego se han dejado devorar por la piedad y el mundo ha hecho san­tos de ellos. Parece que tú tienes la misma ambición y te ima­ginas que es un fenómeno individual, reservado para ti, algo sin precedente.

Hablaba bastante alto y exhaló una bocanada de humo.

—Ten cuidado con ese éxtasis — dijo —. Cada botella de li­cor espirituoso contiene una considerable cantidad de éxtasis. Desgraciadamente, sólo hay unas pocas personas, entre nues­tros compatriotas, que pueden darse cuenta de que los trans­portes de humildad y dolor son tan de pacotilla como los que se consiguen por medios químicos. Cuando yo me desperté de la anestesia y me di cuenta de que mi cuerpo terminaba en la rodilla izquierda, experimenté el éxtasis de mi desgracia abso­luta. ¿Te acuerdas de todos los sermones que tú me echaste en aquellos tiempos?

Se sirvió todavía otro vaso más y lo bebió de un solo trago. —He aquí dónde yo quiero llegar — dijo —; no nos está per­mitido considerar el mundo como una especie de burdel de emociones metafísicas. Esto es nuestra primera obligación.

Simpatía, conciencia, desgana, desesperación, arrepentimiento y expiación, todo esto no es para nosotros más que un liberti­naje repugnante! Sentarse uno y dejarse hipnotizar por el propió ombligo, alzar los ojos y presentar humildemente la nuca al revólver de Gletkin es una solución fácil. La mayor tenta­ción para los hombres como nosotros es renunciar a la violen­cia, arrepentirse, ponerse en paz con uno mismo. La mayor parte de los grandes revolucionarios han sucumbido a esta tentación, desde Espartaco y Danton hasta Dostoyewski, y representan la forma clásica de la traición a una Idea. Las tentaciones de Dios siempre han sido más peligrosas para la Humanidad que las de Satanás. Mientras el caos domine al mundo, Dios será un anacronismo y todo compromiso con nuestra conciencia una perfidia. Cuando te hable la maldita voz interior, tápate las orejas con las manos...

Buscó a tientas, detrás de él, la botella y se sirvió otro vaso más. Rubachof se dio cuenta de que la botella ya estaba medio vicia. “Tú también — se dijo —, tú también tienes necesidad de olvidar”

—Los más grandes criminales de la Historia — prosiguió Ivanof — no son de la especie de Nerón y Fouché, sino de la de Ghandi y Tolstoi. La voz interior de Ghandi ha hecho más tara impedir la liberación de la India que los cañones británi­cos. Venderse por treinta dineros es una transacción honrada; pero vendernos a nuestra conciencia es abandonar la Humanidad. LaHistoria es amoral; a priori no tiene conciencia. Tú lo sabes tan bien como yo. Querer conducir la Historia según las máximas del catecismo es dejar las cosas tal como están. Tú sabes lo que se está jugando en esta partida, y te apones a ha­blarme de los gemidos de Bogrof...

Apuró su vaso y añadió;

—¿O te pica la conciencia a causa de tu gorda Arlova?  Rubachof sabía, desde hacía mucho tiempo, que Ivanof resis­ta mucha bebida. El alcohol no modificaba en nada sus mo­ldes. Sólo, acaso, modulaba las palabras un poco más precisa­mente que de costumbre. “Sí, tienes necesidad de olvidar — se dijo una vez más Rubachof—, y tal vez aún más que yo.”

Se sentó sobre el estrecho taburete enfrente de Ivanof y escu­chó. Nada de esto era nuevo para Rubachof; también él había defendido el mismo punto de vista durante varios años, en los mismos términos o análogos. Pero entonces no conocía más que en forma de abstracción estos fenómenos interiores de los que Ivanof hablaba con tanto desprecio; mientras que ahora ya había encontrado la “ficción gramatical” como una realidad física existente en su cuerpo. Pero, estos fenómenos irracionales, ¿eran más aceptables sólo por haberlos experimentado per­sonalmente? ¿Es menos necesario luchar contra la “embriaguez mística” simplemente porque uno mismo se ha intoxi­cado? Cuando un año antes él había enviado a Árlova a la muerte, no tuvo suficiente imaginación para representarse los detalles de una ejecución. ¿Y ahora se iba a comportar de di­ferente manera, simplemente porque conocía el procedimien­to? O había tenido razón o se había equivocado al sacrificar a Richard, Arlova y Loewy. Pero el tartamudeo de Richard, la curva de los senos de Arlova o el lloriqueo de Bogrof, ¿qué te­nían que ver con la justicia o injusticia objetivas de las medi­das tomadas?

Rubachof se puso a pasear por la celda. Le parecía que todo lo que le había sucedido desde su detención no era más que un preludio; que sus meditaciones le habían llevado a un ca­llejón sin salida — al umbral de lo que Ivanof llamaba “burdel metafisico” —y que tenía que recomenzar desde el princi­pio. Pero, ¿cuánto tiempo le quedaba? Se detuvo, tomó el vaso de mano de Ivanof y lo vació. Ivanof le miraba.

—Te prefiero así — dijo con una sonrisa fugaz —. Los monó­logos en forma de diálogo son una institución útil. Espero ha­ber imitado bien la voz del tentador. Lástima que el partido contrario no haya tenido representación. Pero éste es uno de sus artificios: jamás se deja arrastrar a una discusión racional. Os coge siempre de improviso, cuando estáis solos, sin defen­sa, y con una refinada mise en scène, en torbellinos ardientes o sobre cumbres rodeadas de nubes. Muestra una marcada preferencia por las víctimas dormidas. Los métodos del gran moralista son bastante desleales y teatrales...

Rubachof ya no escuchaba. Iba y venía, se preguntaba si hoy, si Arlova viviera aún, sería capaz de sacrificarla. Este problema cautivaba; le parecía que contestaba a todas las demás
preguntas... Se detuvo delante de Ivanof y le preguntó:

— ¿Te acuerdas de Raskolnikof?

Ivanof le sonrió irónicamente.

—Era de esperar que fueras a parar a eso más pronto o más tarde. Crimen y castigo... En verdad, te vuelves senil o infantil.

—Un momento, un momento — dijo Rubachof yendo y viniendo con aire agitado —. Hasta ahora no ha habido más que palabras, pero ahora nos acercamos al meollo de la cuestión. Si bien me acuerdo, el problema es saber si el estudiante Raskolnikof tiene el derecho de matar a la vieja usurera. Él es joven y bien dotado; ella, vieja y absolutamente inútil en el mundo. Pero la ecuación se desquicia. Primero las circunstancias le obligan a asesinar a otra persona; tal vez es la consecuencia imprevisible e ilógica de un acto tan simple y lógico en apariencia. En segundo lugar, la ecuación queda demolida, porque Raskolnikof se da cuenta de que dos y dos no son cuando las unidades matemáticas son seres humanos...

—Pues bien — dijo Ivanof —, si quieres saber mi parecer, sería necesario quemar todas las ediciones de ese libro. Considera un instante adonde nos llevaría esa nebulosa filosofía humanitaria si tuviéramos que tomarla al pie de la letra, si debiéramos atenernos al principio que pretende que el individuo sea sagrado, y que no debemos tratar las vidas humanas según las reglas de la aritmética. Eso querría decir que el comandante no puede sacrificar a una patrulla para salvar al regimiento. Que no podemos sacrificar a los imbéciles como Bogrof, y que debemos correr el riesgo de dejarnos bombardear nuestras ciudades costeras de aquí a dos años...

Rubachof movió la cabeza:

—Todos tus ejemplos están sacados de la guerra, o sea de circunstancias anormales.

—Desde que se inventó la máquina de vapor — replicó Ivanof—, el mundo está permanentemente en un estado anor­mal; las guerras y las revoluciones no son otra cosa que la ex­presión visible de este estado. Tu Raskolnikof es todo un im­bécil y un criminal; no porque obre de una manera ilógica al matar a la vieja, sino porque lo hace por su interés personal.

El principio según el cual el fin justifica los medios, sigue siendo la única regla de ética política; todo lo demás no son más que charlatanerías que se deshacen entre los dedos. Si Raskol­nikof hubiera asesinado a la vieja por orden del Partido (por ejemplo, para aumentar la caja de resistencia de una huelga o para montar una imprenta clandestina), entonces la ecuación se desarrollaría, y la novela, con su engañoso problema, no hu­biera sido escrita nunca, con lo cual habría salido ganando la Humanidad.

Rubachof no respondió. Seguía fascinado por el problema de si hoy, después de sus experiencias de los últimos meses y los últimos días enviaría a la muerte a Arlova. No lo sabía. En pura lógica, Ivanof tenía razón en todo lo que decía; el adver­sario invisible guardaba silencio, y no indicaba su existencia más que por una sorda sensación de malestar. Y en esto tam­bién tenía razón Ivanof: este comportamiento de “el adver­sario invisible”, que nunca se exponía a la discusión, y que no mataba a las gentes más que en los momentos en que estaban desvalidos, le estaba nublando la mente.

—No apruebo la mezcla de ideología — prosiguió Ivanof —. No hay más que dos concepciones de la ética humana, y las dos son polos opuestos. Una de ellas es cristiana y humanitaria, declara sagrado al individuo y afirma que las reglas, de la aritmética no deben aplicarse a las unidades humanas; la otra concepción arranca fundamentalmente del principio de que un fin colectivo, justifica todos los medios, y no solamente permi­te sino incluso exige que el individuo esté absolutamente sub­ordinado y sacrificado a la comunidad (la que puede disponer de él, ya como de un cobaya que sirve para un experimento,

o como el cordero que se inmola en los sacrificio). La prime­ra concepción podría denominarse moral antiviviseccionista; la segunda, moral viviseccionista. Los vagarosos y los aficionados intentado de siempre mezclar las dos concepciones, pero en la práctica esto es imposible. Quienquiera que lleve sobre sí el fardo del Poder y de la responsabilidad se da cuenta a primera vista que es necesario escoger, y, fatalmente, es con­ocido a escoger la segunda concepción. ¿Conoces tú, desde el establecimiento del Cristianismo como religión de Estado, un solo ejemplo de Estado que haya seguido realmente una política cristiana? No podrás designarme ni uno solo . En los momentos difíciles (y la política es una serie ininterrumpida de momentos difíciles) los gobernantes han podido invocar las “circunstancias excepcionales”, que exigen medidas defensivas excepcionales también. Desde que existen naciones y clases, viven en un estado permanente de legítima defensa que les fuerza a remitir para otros tiempos la aplicación práctica del humanitarismo...

Rubachof miró por la ventana. La nieve derretida se había vuelto a helar y brillaba, formando una superficie irregular de cristales de un blanco amarillento. Sobre el parapeto, el centi­nela hacía su guardia, fusil al hombro. El cielo era límpido, pero sin luna; por encima de la torreta de las ametralladoras brillaba la Vía Láctea.

Rubachof se encogió de hombros.

—Admito — dijo — que él humanitarismo y la política sean incompatibles, que lo sean también el respeto al individuo y el progreso social; que Ghandi sea una catástrofe para la India; que la pureza en la elección de medios conduce a la impotencia política. En la  negativa estamos de acuerdo. Pero mira dándole nos lleva el otro método...

—¿Adónde? — dijo Ivanof.

Rubachof frotó sus lentes contra su manga y miró a Ivanof ice su aire miope.

—¡Qué basurero! — dijo —, qué feo basurero hemos hecho de nuetra edad de oro! — Ivanof sonrió.

—Puede ser — dijo con aire satisfecho —. Pero piensa en los Gracos, y en Saint-Just, y en la Comuna de París. Hasta ahora todas las revoluciones han sido hechas por aficionados moralizantes. Ellos han ido siempre de buena fe, pero han perecido por su diletantismo. Nosotros somos los primeros en ser con­secuentes con nosotros mismos.

—Sí — dijo Rubachof —, tan consecuentes que, interesados en un justo reparto de la tierra, hemos dejado morir con deli­berado propósito en un solo año alrededor de cinco millones; de aldeanos con sus familias. Hemos llevado tan lejos la lógi­ca en la liberación de los seres humanos de las trabas de la explotación industrial, que hemos enviado cerca de dos millo­nes de personas a trabajos forzados en las regiones árticas y en las selvas orientales, en condiciones análogas a las de los galeotes de la antigüedad. Nosotros hemos llevado tan lejos la lógica, que para arreglar una simple divergencia de criterio no conocemos otro argumento que la muerte: la muerte, ya se trate de submarinos, de abonos o de la política del Partido en Indochina. Nuestros ingenieros trabajan con la idea, constan­temente presente en su espíritu, de que un error de cálculo puede llevarles a la cárcel o al patíbulo; los altos funcionarios administrativos arruinan y matan a sus subordinados porque saben que si fueran responsables de la menor falta ellos mis­mos serían asesinados; nuestros poetas terminan sus discusio­nes estilísticas denunciándose mutuamente a la policía secreta, porque los expresionistas consideran que el estilo naturalista es contrarrevolucionario, y viceversa. Obrando lógicamente por el interés de generaciones venideras, hemos impuesto tan terribles privaciones a la generación presente que la duración media de su existencia ha disminuido en la cuarta parte. Con el fin de defender la existencia del país, debemos tomar medi­das excepcionales y hacer leyes de transición, contrarias por completo a los fines de la revolución. El nivel de vida del pueblo es inferior al que tenía antes de la Revolución; sus condiciones de trabajo son más duras, la disciplina es más in­humana, la jornada y exigencias peores que en las colonias donde se emplean culíes indígenas; hemos hecho llegar hasta los niños de doce años la pena capital; nuestras leyes sexuales son más mezquinas que las de Inglaterra; nuestro culto al Jefe, más bizantino que en las dictaduras reaccionarias. Nuestra Prensa y nuestras escuelas cultivan el patriotismo de campanario, el militarismo, el dogmatismo, el conformismo y la ig­norancia. El poder arbitrario del Gobierno es ilimitado, y no tiene ejemplo en la Historia; las libertades de Prensa, opinión  y movimiento han desaparecido totalmente entre nosotros, como si la Declaración de los Derechos del Hombre no hubie­ra existido jamás. Hemos montado el más gigantesco aparato político, en el que los confidentes han venido a ser una insti­tución nacional, y lo hemos dotado con el sistema más refina­do y más científico de torturas mentales y físicas. Conducimos a las gimientes masas a latigazos hacia una felicidad teórica y rotura que nosotros somos los únicos en entrever. La energía de esta generación está agotada, se ha disipado en la Revolu­ción; pues esta generación está completamente desangrada y ya no queda de ella más que un pingajo de carne de sacrificio rué yace en su torpor... Éstas son las consecuencias de nuestra lógica. Tú has llamado a esto moral viviseccionista. A mí me parece que los investigadores han desollado viva a la víc­tima y la han dejado de pie, con sus tejidos, sus músculos y sus nervios al aire...

—Bueno, ¿y qué? — dijo Ivanof con aire satisfecho —. ¿No encuentras que esto es maravilloso? ¿Sucedió alguna vez en la Historia algo tan maravilloso? Nosotros arrancamos a la Hu­manidad su vieja piel para darle una nueva. Esto no es ocupa­ción para gente de nervios delicados; pero hubo un tiempo en rué te llenó de entusiasmo. ¿Qué es lo que te ha cambiado tinto para convertirte en una sensible solterona?

Rubachof hubiera querido contestar: “He oído a Bogrof cuan­do me llamaba”.  Pero sabía que esta respuesta carecía de sen­tido. Dijo:

—Continuemos con tu metáfora; veo muy bien que el cuerpo de esta generación ha sido desollado vivo; pero no veo ni rastro de piel nueva. Hemos creído, todos, que se podía tratar la Historia como se hace en las experiencias de física. La diferencia está en que en física se puede repetir mil veces un experimento, pero en la Historia no se hacen las cosas más rué una vez. Danton y Saint-Just no son enviados al cadalso más que una sola vez; y si más tarde vemos que en realidad lo que necesitábamos eran los grandes submarinos, a pesar de ello, el camarada Bogrof no volverá a la vida.

— ¿Y qué deduces tú de esto? — preguntó Ivanof —. ¿Es ne­cesario que nos dediquemos a papar moscas porque las conse­cuencias de una acción no son nunca completamente previsibles, y vamos a pensar por eso que toda acción es perniciosa? Hemos dado en prenda nuestra cabeza para responder uno por uno de nuestras acciones, y no se nos puede pedir nada más. En el campo enemigo no se andan con tantos escrúpulos. No importa que un general se equivoque en la guerra, con las con­siguientes bajas en su ejército; a lo más, le pasarán a la Re­serva. Las fuerzas de la reacción y de la contrarrevolución no tienen escrúpulos ni problemas morales. Imagínate un Sila, un Gallifet,** un Koltschak*** leyendo Crimen y castigo. Pájaros tan raros como tú no se encuentran más que en los árboles de la Revolución. Para los otros todo es más fácil..

Miró su reloj. La ventana de la celda era ya de un gris sucio; el trozo de periódico pegado sobre el vidrio roto se inflaba crujiendo con la brisa de la mañana. Enfrente, sobre el para­peto, el centinela continuaba su ronda.

—En un hombre con tu pasado — prosiguió Ivanof —, este repentino viraje contra las experiencias es cándido. Anualmen­te mueren varios millones de seres humanos sin ninguna utili­dad, por epidemias y otras catástrofes naturales. ¿Y nosotros vamos a retroceder por el sacrificio de algunos centenares de miles en pro de la experiencia más prometedora de toda la Historia? Esto sin decir nada de las legiones que mueren por la mala alimentación y la tuberculosis en las minas de hulla y de mercurio, en las plantaciones de algodón y arroz. Nadie se preocupa; nadie pregunta por qué ni para qué; pero si noso­tros fusilamos a algunos millares de personas objetivamente nocivas, los humanitarios del mundo entero espumarajean de indignación. Sí, nosotros hemos liquidado la parte parasitaria del campesinado y le hemos dejado morir de hambre. Era una operación quirúrgica, necesaria de una vez para todas; y en los buenos tiempos anteriores a la Revolución morían otros tantos en un año de sequía; pero morían sin cuenta ni razón. Las víctimas de las inundaciones del río Amarillo en China alcanzan algunas veces hasta centenas de millares. La Natura­leza es pródiga en sus insensatas experiencias, aunque el obje­to de ellas sea el hombre. ¿Por qué no va a tener la huma­nidad el derecho de experimentar sobre ella misma?

Se detuvo. Rubachof no respondió. Ivanof prosiguió:

— ¿Leíste alguna vez los folletos de una sociedad antivivi seccionista? Hay para convencerse y para que se te parta el corazón; cuando se lee cómo un pobre bichejo al que le han extirpado el hígado gime y lame la mano de su verdugo, se sienten ganas de vomitar, como tú esta noche. Pero si estas gentes se hubieran salido con la suya, nunca habríamos tenido el suero contra el cólera, el tifus o la difteria...

Vació la botella, bostezó, se estiró y se levantó. Se acercó co­jeando a Rubachof, delante de la ventana, y miró hacia fuera.

—Comienza el día — dijo —. No hagas el tonto, Rubachof. Todo lo que yo te he dicho esta noche es completamente ele­mental, y tú lo sabes tan bien como yo. Te hallabas en un es­tado de abatimiento nervioso, pero ahora todo acabó.

De pie junto a él, junto a la ventana, había puesto su brazo sobre los hombros de Rubachof; su voz se hacía casi tierna.

—Ahora te vendrá bien dormir, mi viejo caballo guerrero; mañana expira nuestro plazo y los dos necesitamos tener la cabeza fresca para fabricar tus declaraciones. No te encojas de hombros; tú mismo estás convencido de que firmarás. Si lo megas, no es más que por cobardía moral. La cobardía moral ha llevado a muchas gentes al martirio.

Rubachof miró la luz grisácea de fuera. El centinela daba me­cía vuelta a la derecha. Por encima de la torrera de las ame­tralladoras el cielo era gris pálido, con vetas rojizas.

—Tengo que reflexionar — dijo Rubachof.

Cuando la puerta se cerró tras su visitante, Rubachof sabía que ya casi había capitulado. Se arrojó sobre el camastro, agotado, y no obstante, sorprendentemente aliviado. Se sentía vacio, y al mismo tiempo se había dicho que el peso que gravitaba sobre él se le había quitado. La penosa llamada de Brogrof empezaba a perder en su memoria un poco de su presión acústica. ¿Podría alguien decir que esto era una traición, si en lugar de permanecer fiel a los muertos era fiel a los vivos?


Arthur Koestler El cero y el infinito [1947], Barcelona, Destino, 1986.

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