FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Las SA según Hitler

III. Fascismo y nazismo


En el texto Mi Lucha, publicado entre 1924 y 1926.

La revolución de 1918, en Alemania, abolió la forma monárquica de gobierno, disoció el Ejército y la administración pública y quedó librada a la corrupción política. Con esto se destruyeron también los fundamentos de lo que se denomina la autoridad del Estado, la cual reposa casi siempre sobre tres elementos que, esencialmente, son la base de toda autoridad.

El primer fundamento inherente a la noción de autoridad es siempre la popularidad.

Pero una autoridad que solo descansa sobre este fundamento es en extremo débil, inestable y vacilante. De ahí que todo representante de una autoridad cimentada exclusivamente en la popularidad tenga que esforzarse por mejorar y asegurar la base de esta autoridad mediante la formación del poder.

En el poder, esto es, en la fuerza, vemos representado el segundo fundamento de toda autoridad; desde luego, un fundamento mucho más estable y seguro, pero siempre más eficaz, que la popularidad. Reunidas la popularidad y la fuerza, pueden subsistir un determinado tiempo y, con esto, se crea el factor tradición que es el tercer fundamento que consolida la autoridad. Solo cuando se aúnan los tres factores: popularidad, fuerza y tradición, puede una autoridad considerarse inconmovible.

Si bien es cierto que la revolución logró demoler, con su impetuoso golpe, el edificio del antiguo Estado, no es menos cierto que esto se debió, en último análisis, a la circunstancia de que el equilibrio normal, dentro de la estructura de nuestro pueblo, se hallaba ya destruido por la guerra.

Cada pueblo, en su conjunto, consta de tres grandes categorías: por una parte, un grupo extremo formado por el mejor elemento humano, en el sentido de la virtud, y que se caracteriza por su valor y su espíritu de sacrificio; en el extremo opuesto, la hez de la humanidad, mala en el sentido de ser el espécimen del egoísmo y el vicio. Entre ambos extremos se sitúa la tercera categoría, que es la vasta capa media de la sociedad, en la cual no se refleja ni deslumbrante heroísmo ni bajo instinto criminal.

Los períodos de florecimiento de un pueblo se conciben únicamente gracias a la hegemonía absoluta del extremo positivo, representado por los buenos elementos.

Los períodos de desarrollo normal y regular, o lo que es lo mismo, de una situación estable, se caracterizan y subsisten mientras dominan los elementos de la categoría media, en tanto que los dos extremos se equilibran o se anulan recíprocamente.

Finalmente, las épocas de decadencia de un pueblo son el resultado de la preponderancia de los elementos malos.

Concluida la guerra, Alemania ofrecía el siguiente cuadro: la clase media, la más numerosa de la nación, había rendido cumplidamente su tributo de sangre; el extremo bueno se había sacrificado casi íntegramente con heroísmo ejemplar; el extremo malo, en cambio, acogiéndose a leyes absurdas y, por otra parte, debido a la no aplicación de las sanciones del código militar, quedó desgraciadamente intacto.

Esta hez, bien conservada, de nuestro pueblo, fue la que después hizo la revolución, y pudo hacerla solo porque el extremo bueno de la nación había dejado de ser. Sin embargo, difícilmente podía una autoridad apoyarse en forma duradera sobre la “popularidad” de los saqueadores marxistas. La república “antimilitarista” necesitaba soldados. Mas, como el sostén primordial y único de su autoridad de Estado, es decir, su popularidad, radicaba solo en una comunidad de rufianes, ladrones, salteadores, desertores y emboscados –en una palabra, en aquella categoría que hemos venido en llamar el extremo malo de la nación–, vano esfuerzo era el tratar de reclutar en estos círculos hombres dispuestos a sacrificar la propia vida en servicio del nuevo ideal, ya que aquellos no aspiraban en modo alguno a consolidar el orden y el desenvolvimiento de la república alemana, sino simplemente al pillaje a costa de la misma. Los que verdaderamente personificaban el pueblo podían gritar hasta desgañitarse sin que nadie les respondiese desde aquellas filas.

Por aquel entonces se presentaron numerosos jóvenes alemanes dispuestos a vestir de nuevo el uniforme de soldado, para ponerse –como se les había hecho creer– al servicio de la “tranquilidad y el orden”. Se agruparon como voluntarios en formaciones libres, y aunque sentían ensañado odio contra la revolución marxista, inconscientemente empezaron a protegerla, consolidándola prácticamente.

El auténtico organizador de la revolución y su verdadero instigador –el judío internacional– había medido justamente las circunstancias del momento. El pueblo alemán no estaba todavía maduro para ser arrastrado al sangriento fango bolchevique, como ocurrió con el pueblo ruso. En buena parte se debía esto a la homogeneidad racial existente en Alemania entre la clase intelectual y la clase obrera; además, a la sistemática penetración de vastas capas del pueblo con elementos de cultura, fenómeno que encuentra paralelo solo en los otros Estados occidentales de Europa y que en Rusia es totalmente desconocido. Allí, la clase intelectual estaba constituida, en su mayoría, por elementos de nacionalidad extraña al pueblo ruso, o por lo menos de raza no eslava.

Tan pronto como en Rusia fue posible movilizar la masa ignara y analfabeta en contra de la escasa capa intelectual que no guardaba contacto alguno con aquella, estuvo echada la suerte de este país y ganada la revolución. El analfabeto ruso quedó con ello convertido en el esclavo indefenso de sus dictadores judíos, los cuales eran lo suficientemente perspicaces para hacer que su férula llevase el sello de la “dictadura del pueblo”.

Si independientemente de los defectos evidentes del antiguo Estado, tomados como causa, nos preguntamos el porqué del éxito de la revolución de 1918 como acción en sí, llegaremos a estas conclusiones:

1º Porque la noción del cumplimiento del deber y la obediencia estaban estratificadas en nosotros.

2º A causa de la cobarde pasividad observada por nuestros llamados partidos conservadores.

A esto conviene añadir:

Que el anquilosamiento de las nociones del cumplimiento del deber y de la obediencia tenía su honda raíz en la índole de nuestra educación carente de sentido nacional y orientada netamente hacia el Estado. De ahí resulta el desconcierto entre medios y fines. La conciencia y la noción del cumplimiento del deber, así como la obediencia, no son fines en sí, como tampoco el Estado es un fin en sí mismo; todos juntos deben constituir los medios conducentes a facilitar y garantizar la existencia en este mundo a una comunidad de seres psíquica y físicamente afines.

En la hora crítica en que un pueblo, debido a los manejos de unos cuantos malhechores, sucumbe visiblemente para quedar a merced de la más dura humillación, la obediencia y el cumplimiento del deber para con aquellos es formulismo doctrinario, es locura. Según el concepto nacionalsocialista, en tales momentos no obra la obediencia para con superiores pusilánimes, sino la lealtad para con la comunidad del pueblo. Aparece entonces el deber de la responsabilidad personal frente al conjunto de la nación.

La revolución triunfó porque nuestro pueblo, mejor dicho nuestros gobernantes, habían perdido el concepto vivo de estas nociones, para dar paso a una concepción puramente doctrinaria y formalista de las mismas.

En lo concerniente al segundo punto, habría que subrayar lo siguiente:

La causa profunda de la pusilanimidad de los partidos “conservadores” fue, en primer lugar, la desaparición del sector activo y bien intencionado de nuestro pueblo, el cual se desangró durante la guerra. Prescindiendo de todo esto, nuestros partidos burgueses, que podemos clasificar como las únicas instituciones políticas cimentadas sobre la plataforma del antiguo Estado, se hallaban persuadidos de que debían defender sus convicciones exclusivamente en el terreno intelectual y por medios intelectuales, ya que el empleo de la fuerza material era facultad privativa del Estado. Pero en el momento en que en el mundo de la democracia burguesa surgió el marxismo, constituía un solemne absurdo apelar a la lucha con “armas espirituales”; absurdo que después debió acarrear tremendas consecuencias.

Las únicas organizaciones que en aquellos tiempos habrían tenido el valor y la fuerza necesarias para enfrentarse con el marxismo y sus masas soliviantadas eran, en un comienzo, los cuerpos de voluntarios; más tarde las agrupaciones de autodefensa, las guardias civiles, etc., y, por último las ligas tradicionalistas.

Lo que a los marxistas les dio el triunfo fue la perfecta cohesión existente entre su voluntad política y el carácter brutal de su acción. En cambio, lo que privó a los sectores nacionalistas de toda influencia en los destinos de Alemania fue la falta de una colaboración eficiente entre el poder de la fuerza y la voluntad de una genial aspiración política.

Cualquiera que hubiese sido la aspiración de los partidos “nacionalistas”, el valor de estos debía ser siempre nulo, porque esos partidos no contaban con ningún poder para defenderla, y mucho menos para imponerla en la calle. Las ligas de defensa disponían de todo poder y dominaban prácticamente la calle, pero carecían de una idea política y también de una finalidad política definida.

Fue el judío el que, con asombrosa habilidad, supo lanzar, mediante su prensa, la idea del “carácter apolítico” de las ligas de defensa, ensalzando y proclamando siempre, con no menos refinamiento, la índole puramente espiritual de la lucha política. Millones de alemanes ingenuos repetían semejante farsa, sin presentir, ni en lo más mínimo, que de ese modo se desarmaban prácticamente ellos mismos y caían, indefensos, en manos del judío.

Pero también esto es susceptible de una explicación natural: la falta de una idea grande e innovadora significa siempre la limitación de la fuerza combativa. La convicción de tener el derecho de valerse hasta de las armas más brutales ha de ir unida permanentemente a la fe fanática en la necesidad del triunfo de un nuevo orden de cosas revolucionario en el mundo. He aquí la razón porqué jamás apelará al último recurso aquel movimiento que no lucha en pro de fines y de ideales elevados.

La revelación de una nueva gran idea fue el secreto del éxito de la Revolución francesa; asimismo, a la idea debe su triunfo la revolución rusa, y solo por la idea, también, ha podido ganar el fascismo la fuerza necesaria para someter venturosamente un pueblo a una reforma de vastas proporciones.

Paulatinamente, el marxismo logró obtener, con la consolidación de la Reichswehr, el apoyo indispensable para su autoridad y, obrando lógica y consecuentemente, comenzó a disolver las ligas nacionales de defensa que ya le parecían peligrosas y superfluas.

Con la fundación de la nsdap apareció por primera vez un movimiento cuyo objetivo no radicaba, como en el caso de los partidos burgueses, en una restauración mecánica del pasado, sino en la aspiración de erigir un Estado orgánicamente nacional, en lugar del absurdo mecanismo estatal existente.

Desde el primer día, el joven movimiento sostuvo el punto de vista de que su idea debía ser propagada por medios espirituales, pero que esa acción espiritual tendría que estar garantizada en caso necesario por la fuerza del puño. Fiel a su convicción sobre la enorme importancia encarnada en la nueva doctrina, consideró natural que ningún sacrificio sería demasiado grande cuando se tratase de la consecución de sus fines.

Es lección eterna de la Historia que una concepción ideológica apoyada en el terror jamás podrá ser reducida por virtud de procedimientos legales de la autoridad establecida, sino únicamente por obra de otra concepción ideológica nueva y de acción no menos audaz y resuelta de aquella. Oír esta verdad les será siempre desagradable a los funcionarios encargados de velar por la seguridad del Estado. El poder público podrá garantizar el orden y la tranquilidad solo cuando el Estado se halle identificado con la ideología dominante.

Aquel Estado que, incondicionalmente, capituló ante el marxismo, el 9 de noviembre de 1918, no podrá reaparecer de la noche a la mañana como el vencedor de ese mismo marxismo; por el contrario: burgueses sabihondos, ocupando carteras ministeriales, chochean ya hoy preconizando la conveniencia de no gobernar contra el proletariado: mas, al identificar al obrero alemán con el marxismo, no solamente incurren en una cobarde mistificación de la verdad, sino que, mediante su interpretación capciosa, tratan también de disimular su propia incapacidad frente a la idea y la organización marxista.

He explicado cómo en la vida práctica de nuestro joven movimiento fue formándose paulatinamente una guardia para la protección de nuestros mítines, y cómo esta adoptó poco a poco el carácter de una fuerza de orden, tendiendo, finalmente, a constituir toda una organización.

El primer cometido de esta fuerza de orden era, pues, limitado. Al principio, consistía en la tarea de facilitar la realización de los mítines, los cuales, no mediando esa fuerza, habrían sido saboteados sin dificultad por los adversarios. Ya en aquella época estaba nuestra fuerza de orden entrenada para la ciega ejecución del ataque, pero no porque se hubiera hecho un culto de la fuerza bruta, como se solía decir en ciertos necios círculos nacionalistas, sino, llanamente, porque aquella fuerza supo comprender que hasta el hombre más genial puede quedar anulado ante los golpes del puño, como en efecto no es raro en la historia el caso de eminentes cabezas que sucumbieron bajo el puño de ilotas minúsculos. Nuestra organización no trataba de imponer la violencia como finalidad, sino que quería salvaguardar de la violencia a los predicadores de la finalidad ideal. Y al mismo tiempo, entendiendo que no estaba obligada a amparar a un Estado que no defendía a la nación, se encargó de proteger a esa nación contra los que amenazaban destruir el pueblo y el Estado.

Como su nombre indica, la sección de asalto (SA, Sturm-Abteilung) no representa más que una sección de nuestro movimiento, esto es, un eslabón, del mismo modo que la propaganda, la prensa, los institutos científicos, etc., no constituyen otra cosa que eslabones del partido.

El pensamiento capital que primó en la organización de nuestra “sección de asalto” fue siempre, junto al propósito del entrenamiento físico, el hacer de ella una fuerza moral inquebrantable, hondamente compenetrada con el ideal nacionalsocialista y consolidada en grado máximo por su espíritu de disciplina. Nada debía tener de común con una organización aburguesada, y menos aún con el carácter de una sociedad secreta.

La causa de mi oposición tenaz, en aquellos tiempos, al intento de hacer que la “sección de asalto” de la nsdap se presentase a manera de una liga de defensa, tenía su razón de ser en lo siguiente: desde un punto de vista puramente objetivo, no es posible realizar la educación militar de un pueblo mediante instituciones privadas, salvo que se cuente con enormes subvenciones del Estado. Pensar de otro modo supondría atribuirse a sí mismo demasiada capacidad. Desde luego, está fuera de discusión el hecho de que, en base a la llamada “disciplina voluntaria” se pueda crear, pasando de un cierto límite, organizaciones que tengan importancia militar. Aquí hace falta el instrumento esencial del mando, es decir, la sanción disciplinaria. Bien es cierto que en el otoño de 1918 o, más propiamente, en la primavera de 1919, fue factible formar “cuerpos de voluntarios”, que tenían no solo la ventaja de contar entre sus componentes con una mayoría de excombatientes, educados, por tanto, en la escuela del antiguo ejército, sino también la circunstancia de que las obligaciones impuestas al individuo lo sometían incondicionalmente a la disciplina militar, por lo menos durante un tiempo limitado.

Aun en la hipótesis de que, no obstante las dificultades puntualizadas, lograse una liga de defensa instruir militarmente, año por año, a un cierto número de alemanes, esto es, en el orden moral, físico y técnico, el resultado, a pesar de todo, tendría que ser inevitablemente nulo en un Estado que, consecuente con su tendencia política, no deseara, e incluso detestase, una tal militarización por estar en contradicción absoluta con el objetivo íntimo que persiguen sus dirigentes, que son al propio tiempo sus corruptores.

Esta es la situación en el presente. ¿O es que acaso no pondría en ridículo al régimen de gobierno actual querer dar sigilosamente instrucción militar a algunas decenas de miles de hombres, siendo ese mismo régimen el que pocos años antes abandonara ignominiosamente a ocho millones y medio de soldados de admirable preparación y cuyos servicios a la patria fueron correspondidos con vejámenes? ¿Cómo, entonces, formar soldados para un Estado que otrora vilipendiara y escupiera a los soldados más gloriosos, permitiendo que se les arrancasen del pecho sus condecoraciones y se les arrebatasen las cocardas, pisotearan sus banderas y denigrasen sus méritos? ¿Acaso dio jamás ese Estado paso alguno que tendiera a restaurar el honor mancillado del antiguo ejército sancionando a sus disociadores y detractores? ¡Ciertamente que no! Por el contrario, vemos hoy entronizados a esos elementos en los más altos puestos públicos.

Analizando el problema de la conveniencia o inconveniencia de crear ligas voluntarias de defensa, no podría dejar de preguntarme: ¿Para qué se instruye a la juventud? ¿A qué fin servirá y en qué momento deberá ser movilizada?

Si el Estado actual tuviese alguna vez que echar mano de reservas preparadas de esta manera, jamás lo haría en defensa de los intereses nacionales contra el enemigo externo, sino únicamente en servicio de los opresores de la nación en el momento en que estallase el furor del pueblo engañado, traicionado y vendido.

Desde luego, ya por esa sola razón la SA no debía tener nada de parecido con una organización militar. Era simplemente un medio protector y educativo del movimiento nacionalsocialista, y su cometido residía en un campo totalmente diferente del de las llamadas ligas de defensa. Tampoco debía constituir una organización secreta, porque el objetivo de las organizaciones secretas tiene que ser fatalmente contrario a la ley.

Lo que nosotros, los nacionalsocialistas, necesitábamos y necesitaremos siempre no son cien o doscientos conspiradores desalmados, sino cientos de miles de fanáticos adeptos, que luchen por nuestra ideología. Nuestra obra no ha de realizarse en conciliábulos, sino en imponentes demostraciones populares, y tampoco valiéndose del puñal, el veneno, la pistola, sino conquistando en abierta lid el dominio de la calle. Tenemos que enseñarle al marxismo que el futuro dueño de la calle ha de ser el nacionalsocialismo, que un día será también el dueño del Estado.

El peligro de las organizaciones secretas estriba también actualmente en el hecho de que sus miembros desconocen por completo la magnitud de su cometido, y se hacen la idea de que la suerte de un pueblo podría realmente tornarse favorable de súbito, gracias a la perpetración de un asesinato político. Tal criterio puede tener justificación histórica únicamente cuando un pueblo gime bajo la tiranía de algún opresor genial, del cual se sabe que solo su personalidad extraordinaria es la que garantiza la consistencia interior y la temeridad del régimen imperante.

En los años de 1919 y 1920 existía el peligro de que miembros de organizaciones secretas, inspirándose en los grandes ejemplos de la Historia y hondamente conmovidos por la infinita desgracia nacional, intentaran vengarse de los corruptores de la patria, en la creencia de que así se pondría fin a la miseria del pueblo. Pero era absurdo semejante propósito, por la sencilla razón de que el marxismo no había triunfado gracias al genio superior y la significación personal de un solo individuo, sino más bien debido a la incalificable flaqueza moral y la cobarde inacción del mundo burgués. Al fin y al cabo, es todavía comprensible capitular ante un Robespierre, un Dantón o un Marat, pero siempre será vergonzoso someterse a un famélico Scheidemann, a un obeso Erzberger o un Friedrich Ebert y a otros minúsculos políticos. Vano hubiera sido eliminar a alguno de ellos, porque el resultado no habría hecho más que acelerar la entronización de otro no menos sanguinario y ávido que el antecesor.

Si la SA no debía ser una organización de índole militar, ni tampoco una institución secreta, fuerza era deducir de esto las conclusiones siguientes:

1ª) Su instrucción tenía que efectuarse consultando la conveniencia del partido y no desde el punto de vista militar.

Tratándose del entrenamiento físico, no debía darse importancia capital a la práctica de ejercicios militares, sino más bien a la actividad deportiva. He considerado siempre más importantes el boxeo y el jiu-jitsu que un curso de tiro, que, siendo deficiente, habrá de resultar forzosamente malo. El entrenamiento corporal tiene que inculcar en el individuo la convicción de su superioridad física y darle, con ella, aquella confianza que radica eternamente en la conciencia de la propia fuerza; además, deben enseñársele aquellas destrezas deportivas que sirvan de armas para la defensa del movimiento nacional-socialista.

2ª) Para evitar desde el primer momento que la SA tuviera un carácter secreto, no bastaba que su uniforme la revelase de modo inconfundible, sino que ya la magnitud de sus efectivos tenía que señalarle el camino que conviniera al partido y que fuese del dominio público. No debería reunirse furtivamente sino, por el contrario, marchar al aire libre, estableciendo con esto una práctica que destruyera definitivamente todas las leyendas que la acusaban de ser una “organización secreta”.

3º) La forma de la organización de la SA, así como su uniforme y equipo, no debían copiarse de los modelos del antiguo ejército, sino elegirse conforme a las necesidades del cometido que le incumbía.

Tres sucesos fueron de trascendental importancia para el desenvolvimiento de la SA:

1º) La gran demostración de protesta de todas las asociaciones patrióticas, realizada en el verano de 1922 en la Konigsplatz de Munich, contra la Ley de Protección de la República.

También el movimiento nacionalsocialista había tomado parte en aquella demostración. El desfile general de la nsdap estuvo precedido por seis grupos de a cien hombres de la SA de Munich, seguidos de las secciones políticas de los miembros del partido. Teníamos además dos bandas de música y llevábamos, más o menos, quince banderas. La llegada de los nacionalsocialistas a la gran plaza de reunión, ya ocupada hasta la mitad, despertó entusiasmo desbordante en la multitud. Tuve el honor de ser uno de los oradores que dirigieron la palabra a aquel gentío, que pasaba de sesenta mil personas. El éxito del mitin fue portentoso, sobre todo porque, pese a las amenazas de los rojos, se demostró por primera vez que también el Munich nacionalsocialista era capaz de salir a la calle.

2º) El desfile de octubre de 1922 en Coburgo.

Diferentes asociaciones nacionalsocialistas habían acordado celebrar en Coburgo una reunión, el “Día Alemán”. Yo también recibí una invitación con la recomendación expresa de llevar conmigo a algunos acompañantes. En efecto, como “acompañantes” seleccioné a ochocientos hombres de la SA, formando catorce secciones, las cuales debían ser trasladadas, en tren especial, de Munich a la ciudad de Coburgo, que desde hacía poco se hallaba bajo la jurisdicción de Baviera. Era la primera vez que un tren especial de esa índole corría en Alemania. En todas las estaciones del trayecto donde se agregaban nuevos elementos de la SA nuestro tren era motivo de gran expectación. Llegados a Coburgo, fuimos recibidos por una delegación del comité organizador de la reunión y se nos entregó un pliego que, a manera de “convenio”, contenía una orden de los sindicatos obreros de la ciudad, es decir, del partido independiente y del comunista, prohibiéndosenos desfilar en columnas cerradas y con banderas desplegadas y música (habíamos traído expresamente una banda compuesta de cuarenta y dos instrumentos). Rechacé de plano condiciones tan denigrantes y no dejé de expresarles a los señores de la delegación mi extrañeza por el hecho de que se mantuvieran tratos y celebrasen acuerdos con aquellas gentes. Declaré terminantemente que la SA formaría al instante en secciones para marchar por las calles de la ciudad con música y flameantes banderas. Y así fue.


SA









AFICHE DE LAS S.A









Ya en la plaza de la estación nos esperaba una exaltada muchedumbre de varios miles que vociferaba, apostrofándonos con los “cariñosos” apelativos de asesinos, bandidos, criminales, etc., etc. La joven SA mantuvo su disciplina ejemplar. Había formado en secciones delante del edificio de la estación y demostraba una total indiferencia ante los denuestos del populacho. Debido a la timidez de las autoridades policíacas, nuestro desfile, en una ciudad que desconocíamos completamente, no fue dirigido hacia el alojamiento preparado para nosotros en la periferia de la población, sino hacia el Hofbräuhauskeller, situado muy cerca del centro de la ciudad. Apenas había acabado de entrar en el patio del Hofbräuhauskeller nuestra última sección, una gran multitud trató de seguirnos y, en medio de ensordecedores gritos, quiso penetrar en el local, impidiéndolo la policía, que clausuró la entrada. Como la situación se hiciera insoportable, ordené a la SA formar de nuevo, la arengué brevemente y exigí de la policía la inmediata apertura de las puertas. Al fin, después de largo vacilar, se accedió a mi demanda.

Recorrimos de nuevo el camino, para poder llegar a nuestro alojamiento, y fue en este trayecto donde los representantes del verdadero socialismo, de la igualdad y de la fraternidad, apelaron al recurso de las piedras. Esto debió poner punto final a nuestra paciencia. Durante diez minutos, llovieron piedras a derecha e izquierda, y un cuarto de hora más tarde no quedaba en la calle un solo comunista.

Por la noche se produjeron todavía graves choques. Patrullas de la SA encontraron horrendamente maltratados a elementos nacionalsocialistas que habían sido asaltados aisladamente. La reacción de los nuestros no se dejó esperar. Al día siguiente estaba dominado el terror rojo bajo el cual Coburgo sufría desde años atrás.

Con la característica hipocresía del judío marxista, se quiso incitar de nuevo, por medio de volantes, a hombres y mujeres, “camaradas del proletariado internacional”, para que otra vez se lanzasen a la calle. Tergiversando completamente la verdad de los hechos, se afirmaba que nuestras “hordas de asesinos” habían dado comienzo a una guerra de exterminio contra los “pacíficos” obreros de Coburgo. A la 1.30 de aquel día debía realizarse la gran “demostración popular” integrada por decenas de miles de obreros de todos los alrededores de Coburgo, como decían sus organizadores. Resuelto a eliminar definitivamente el terror rojo, hice formar a las 12 a la SA, que, entretanto, había engrosado sus filas hasta alcanzar un efectivo de mil quinientos hombres, y con ella, me puse en marcha pasando por la plaza donde iba a tener lugar la anunciada demostración comunista. Pero en vez de decenas de miles no vimos allá más que unos pocos centenares, los cuales ante nuestra presencia se mantuvieron más o menos tranquilos y hasta se retiraron en parte. Entonces pudimos notar cómo la atemorizada población recobraba poco a poco su serenidad, se revestía de valor y hasta osaba saludarnos con aclamaciones. Por la noche, cuando nos dirigíamos a la estación, en muchos lugares del trayecto estalló, a nuestro paso, un júbilo espontáneo.

Una vez en la estación, el personal ferroviario declaró inesperadamente que no conducía el tren. Comencé por hacer saber a algunos de los organizadores del sabotaje que, en tal caso, apresaría a cuanto pícaro cayese en mi poder y que el tren partiría manejado por nosotros mismos, sin descuidarnos, por cierto, de llevar en la locomotora, en el tender y en cada carro unas docenas de los famosos “camaradas de la solidaridad internacional”. Tampoco omití llamar la atención de esos señores sobre el hecho de que el viaje a cargo nuestro significaría, naturalmente, una muy arriesgada empresa, y no sería raro que todos resultásemos descalabrados, aunque nos consolaba pensar que, por lo menos, no solo iríamos al otro mundo sino, que en igualdad y confraternidad, nos acompañarían los señores comunistas.

Ante mi actitud resuelta, el tren partió puntualmente y a la mañana siguiente llegamos a Munich sanos y salvos.

La experiencia hecha en Coburgo nos había enseñado, pues, cuán útil era introducir el uso de un uniforme regular en la SA, y esto, no solo para fortalecer el espíritu de cuerpo, sino también para evitar confusiones y evitar el no poder reconocerse entre sí. Hasta entonces la SA había llevado únicamente un brazalete como distintivo; después vino el uso de la blusa y la conocida gorra.

Otra experiencia adquirida en Coburgo fue mostrarnos la necesidad que había de ir anulando sistemáticamente el terror rojo y restablecer la libertad de reunión en aquellos lugares donde, desde años atrás, se hacía imposible toda demostración de otros partidos.

3º) La ocupación del Ruhr por los franceses en los primeros meses de 1923 tuvo enorme trascendencia para el desarrollo de la SA.

Esta ocupación, que no nos vino de sorpresa, engendró la fundada esperanza de que, al fin, terminaría la política cobarde de las sumisiones y que, con ello, las ligas de defensa asumirían un rol perfectamente definido. Tampoco la SA, que ya por entonces abarcaba en su organización a muchos miles de hombres jóvenes y fuertes, debía quedar privada de prestar su concurso a este servicio nacional. En la primavera y durante el verano de 1923, se operó la transformación de la SA en una organización militar de combate.

La conclusión del año 1923 que, a primera vista, fue triste para Alemania, constituyó, sin embargo, considerada desde un elevado aspecto, una necesidad, puesto que en este año se acabó de una vez con aquella transformación militar de la SA perjudicial al movimiento e inutilizada por la actitud que asumió el gobierno del Reich. Así surgió, para nuestro ideal nacionalsocialista, la posibilidad de retornar un día al punto en que, anteriormente, habíamos tenido que dejar el verdadero camino, es decir, el de no ser una organización militar.

El nsdap, constituido sobre bases nuevas en 1925, tiene que reconstruir, educar y organizar su SA de acuerdo con los principios ya mencionados en el comienzo de este capítulo. El nsdap vuelve a sus sanas concepciones de antes y vuelve también a ver, como tarea suprema, el propósito de crear con su SA un instrumento que refuerce y sostenga la lucha ideológica del movimiento.

El nsdap no ha de tolerar que la SA descienda a la categoría de una liga de defensa, ni tampoco al nivel de una organización secreta; tiene que esforzarse, más bien, por hacer de ella una guardia de cien mil hombres del ideal nacionalsocialista y, por lo tanto, del ideal racial en su sentido más hondo.

Adolfo Hitler Mi lucha, Buenos Aires, Tiempos Contemporáneos, 1983 (1924-1926) segunda parte, cap. 9: “Ideas básicas sobre el objetivo y la organización de la SA”.



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