FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Sobre el interés histórico del film


Entre 1941 y 1943, hacia el final de la era fascista, Roberto Rossellini realizó sus tres primeros largometrajes, con los auspicios o la producción directa de diversas instituciones y personalidades claves de la cinematografía italiana bajo Mussolini, entre ellos el propio hijo del dictador, Vittorio Mussolini.

Los tres films que integran la trilogía inicial del gran director romano –prácticamente desconocidos hoy en comparación con su obra posterior– fueron concebidos como parte de la propaganda nacionalista del régimen fascista, en pleno desarrollo de la guerra. Cada una de estas películas, La nave blanca (La nave bianca, 1941); Un piloto retorna (Un pilota ritorna, 1942, según guión de Vittorio Mussolini) y El hombre de la cruz, desarrolla una historia centrada en las fuerzas armadas –la marina, la fuerza aérea y el ejército, respectivamente– y fue parte del soporte ideológico propagandístico del esfuerzo bélico del Estado italiano desde su ingreso en la Segunda Guerra Mundial.


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Es preciso señalar que en comparación con otros casos nacionales, el núcleo de films de propaganda en relación con la participación en la guerra fue más bien modesto en el caso italiano. La estrategia de realizar y exhibir films de apoyo a la política de guerra y de apelar a la sensibilidad del gran público y a su solidaridad con el sacrificio y el proclamado heroísmo de los soldados enviados al frente fue considerada e implementada en todos y cada uno de los grandes Estados beligerantes, cuyos líderes veían en la atracción de la gran pantalla cinematográfica y en su enorme popularidad un medio único para difundir y sostener los respectivos puntos de vista oficiales y arengar e involucrar al público en la gran causa nacional del momento. Bien conocida es la afición de Hitler por el cine y la obsesión de Göbbels, su jefe de Propaganda, por controlar la cinematografía nacional casi desde la llegada de los nazis al poder en 1933, que provocó el exilio forzado o autoimpuesto de varias figuras célebres del cine alemán de la hora –como Fritz Lang, Billy Wilder, Peter Lorre o Marlene Dietrich, entre otras–, que continuaron sus carreras más allá del Atlántico en la ascendente industria de Hollywood.

Al otro lado del espectro ideológico, el estalinismo propició primero y limitó después el desarrollo de una cinematografía de propaganda –y no solo de propaganda– excepcional, que tuvo a Sergei Eisenstein como su figura más sobresaliente, entre los primeros años posteriores a la Revolución de octubre y los inicios de la Segunda Guerra Mundial, o desde La huelga, de 1925, hasta Alexander Nevsky, de 1939, considerando los títulos de inicio y cierre de su obra en este sentido. En los treinta, en consonancia con las transformaciones de la política soviética en su conjunto, el control del partido sobre la producción de films se extendió, y se limitó seriamente el desarrollo de obras como las de Eisenstein y otros grandes directores surgidos al calor del proceso revolucionario. El Estado soviético bajo Stalin, así como el alemán bajo Hitler, intervinieron directamente en las instituciones cinematográficas, alentaron y apoyaron el desarrollo de industrias prolíficas adscriptas a las ideologías oficiales, cooptaron el favor y el oficio de ciertas figuras importantes del mundo del cine y censuraron definitivamente todo esbozo de una producción más o menos autónoma o que se apartara de los principios ideológicos –nacionalistas o revolucionarios– defendidos por los respectivos gobiernos o que fuera más allá del objetivo del mero entretenimiento popular.

Del lado oeste del océano Atlántico resulta más difícil establecer relaciones tan estrechas entre cine y gobierno o entre películas y propaganda oficial, al menos hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Incluso entonces, el ojo del gobierno sobre el mundo del cine, reconocible indirectamente en los distintos procedimientos de censura que se aplicaban dentro de la propia industria desde mediados de los treinta, apuntó sobre todo a la moralidad y las costumbres, antes que al control ideológico de la producción. Hollywood encontraría más tarde su mejor mercancía en el cine bélico como género propio, fundado en la experiencia de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, pero más allá de los vínculos indudables entre los intereses de los gobernantes y los de los dueños y directores de los grandes estudios, la producción de películas siguió siendo un negocio autónomo aun en los años álgidos de la guerra. Se hacían películas de propaganda, se alentaban y se respaldaban ficciones en las que se demonizaba a los enemigos, pero jamás se intervino directamente en ninguna de las instituciones que regían la producción de films de la gran industria, lo que, por otra parte, habría sido literalmente impracticable dada la escala del negocio. El avance del macartismo en los cincuenta, que afectó a muchas figuras importantes del mundo del cine, no solo corresponde a una etapa posterior sino que además no se trató de una intervención específica sobre Hollywood, sino el producto de una política más amplia de persecución político-ideológica puesta en marcha por los sectores más reaccionarios de la nación en el marco de la Guerra Fría.

Más allá de esta autonomía relativamente amplia de la industria del cine, cuando se decidió la entrada en la contienda el propio Eisenhower no dudó en convocar al director más popular de la época, el italoamericano Frank Capra, para que filmara –entre 1942 y 1945– una serie de doce films de propaganda sobre la guerra que se exhibían antes de las sesiones comerciales en las salas de todo el país y en las propias tiendas de campaña del ejército norteamericano diseminado por los frente europeo-africano y oriental.

No hay entonces singularidad alguna en el intento del régimen fascista de desarrollar en Italia una cinematografía propicia a su causa política y, en sus años postreros, abierta a la propaganda de un esfuerzo bélico que le demandaba a la sociedad italiana, más allá del patriotismo y el orgullo nacionalista, un sacrificio enorme que el cine debería reflejar, como recompensa por los beneficios que traería la victoria sobre el doble enemigo, liberal y comunista. La singularidad, claro, proviene en este caso de la figura de Rossellini, el padre del neorrealismo y el director que en 1945, con Roma, ciudad abierta, comenzaría el relato de la caída del fascismo y del valor y el sacrificio de quienes se le opusieron y entregaron sus vidas por la liberación. Hay, además, ciertas particularidades en las formas no tan esquemáticas o reduccionistas de control de la producción de películas bajo el fascismo, que analizamos en el artículo que integra esta misma carpeta y por las cuales nos interesa particularmente recuperar El hombre de la cruz para pensar históricamente a través de ella.


La cruz y el texto

“Ninguna gran obra de arte se construye de la nada”, Peter Brunette, en su libro Roberto Rossellini

“Esta película está dedicada a la memoria de los capellanes militares que cayeron en la cruzada contra ‘los sin Dios’, en defensa de la patria y por llevar la luz de la verdad y la justicia a la tierra del bárbaro enemigo”. (Texto sobreimpreso en la imagen final de El hombre de la cruz).


El hombre de la cruz 4





ITALIANOS Y SOVIÉTICOS UNIDOS POR EL PELIGRO.







Resulta a la vez interesante y problemático indagar en el papel de Rossellini como director de películas de tono nacionalista bajo el régimen fascista. Interesante porque exige encontrar en el propio film qué elementos concretos lo conectan con su presente; problemático porque obliga a pensar el film en una secuencia con la obra posterior del director y a indagar en las rupturas y las continuidades en su mirada, en su forma de hacer cine y en su concepción histórica y política de la realidad italiana.

Curiosa suerte la de El hombre de la cruz, rodada como parte de la propaganda de guerra: estrenada en Roma en junio de 1943, solo permaneció en cartel unos pocos días, antes de que las autoridades ordenaran su retiro de las pantallas ante el catastrófico curso de la lucha en el frente oriental y el ruso en particular. Poco menos de un mes más tarde, el rey pedía a Mussolini que abandonara el gobierno. Así, un film financiado para sostener y respaldar la acción militar de la nación durante la guerra pierde su principal razón de ser al revertirse rápidamente los motivos fundamentales de su producción. Poca gente vio entonces y desde entonces el tercer film de Rossellini, el inmediatamente anterior a Roma, ciudad abierta.

Si, partiendo de lo antedicho, uno va a buscar en El hombre de la cruz las señales claras y evidentes de las condiciones y el contexto político en los que se produjo, no puede menos que sorprenderse ante un film cuyo perfil de propaganda resulta desdibujado y en el que la palabra fascista se menciona una sola vez a lo largo de todo su desarrollo.

Veamos: la historia, simple y narrada a su vez con simpleza, se desarrolla en torno de un batallón italiano que combate en tierras ucranianas frente a las fuerzas soviéticas. Desde el principio, los soldados se muestran unidos en torno de la causa nacional pero angustiados por la distancia de casa y por las circunstancias tremendas de la guerra. Rápidamente, el film cede el protagonismo al capellán asignado al grupo –cuyo nombre no se revela en toda la obra–, quien asume con coraje y convicción el cuidado de un herido que no puede ser trasladado con el resto del batallón que marcha hacia un nuevo frente de combate. Guarecidos en una pequeña tienda de campaña que exhibe la cruz roja, el capellán y su protegido quedan solos y caen pronto prisioneros de una patrulla soviética que los conduce hacia el pueblo que las fuerzas italianas están a punto de atacar.

En el puesto de detención, sin particular saña y fuera de cuadro, otro prisionero italiano es fusilado por los rusos cuando le encuentran entre sus ropas el carné de afiliación al Partido Fascista, condición de la que el soldado rehúsa desdecirse. Único momento en todo el film en que se alude al partido de gobierno; la causa fascista queda aquí investida de una cierta dignidad y honorabilidad pero, desde el punto de vista ideológico, nada sabremos de ella en toda la obra. Antes que reforzar el valor trascendente de la causa política propia, el film se muestra más preocupado por desprestigiar al enemigo soviético y por afirmar el contenido espiritual de la necesidad del combate.

Ante el ataque italiano, la guarnición soviética es destruida, el capellán recoge a su herido y ambos se refugian del fuego cruzado en una casa cercana. Y aquí empieza realmente el núcleo dramático de El hombre de la cruz.

En un espacio cerrado y permanentemente amenazado por la artillería italiana y por la metralla de la defensa soviética, en medio de una batalla a la que el film dedica numerosos planos generales sin destacar o recortar ninguna acción militar en particular, el capellán asume el liderazgo espiritual y médico de la casa y busca moderar los ánimos y confortar las almas de los heridos de uno y otro bando. Y justamente aquí está el corazón del mensaje del film: lejos de presentarse monolítico, impiadoso o salvaje, el grupo soviético reunido por el azar de la guerra en la casa a la que van a dar unos pocos soldados italianos armados que controlan la situación, está atravesado de tensiones, pasiones y conflictos diversos que el film atenderá oportunamente.


El hombre de la cruz 5 EL CAPELLÁN Y SUS MISIONES.


Primero las muchachas campesinas ucranianas, que huyen del Estado soviético y buscan refugio para que una de ellas pueda dar a luz alejada del peligro de las armas. Más tarde el soldado desertor, miembro de una fuerza antibolchevique georgiana, que muere en brazos del capellán tras llegar malherido en andas de un soldado italiano. Al final, y sobre todo, el comisario político, su mujer y un antiguo amante de ella, un triángulo complejo en el que se cruzan la dignidad de quienes –aun en inferioridad– quieren combatir por los propios ideales, una confusa trama sentimental que se devela en el cierre y el relato de Irina, quien cuenta desde su propia experiencia vital la Revolución rusa y sus avatares en tres párrafos contundentes y aleccionadores: solo sobrevivimos quienes perdimos la fe y fuimos capaces de endurecernos. Antes y después, los niños y los sacramentos católicos se muestran como los elementos de unidad simbólica de un grupo heterogéneo puesto en situación de enfrentamiento por una guerra cuyo objeto fundamental parece ser el de una cruzada para restablecer el espíritu cristiano en las tierras de los que han sido obligados por la fuerza a abandonarlo.

La segunda mitad de El hombre de la cruz se desarrolla íntegramente en esta situación de encierro y convivencia forzada de unos y otros. El capellán asiste a los enfermos, a los heridos, a las muertes y al parto con la misma fe y la misma convicción en la igualdad de las criaturas que las circunstancias le han encomendado. No duda en confortar con sus palabras y con los oficios de la cruz incluso a quienes más furiosamente se han resistido a sus cuidados y prédicas. En la secuencia final muere, víctima del fuego italiano, al intentar rescatar a un prisionero ruso hostil que ha quedado a merced de las balas. In extremis, alcanza a pronunciar para ambos un perdón de Dios que lo iguala definitivamente con su adversario. Sube la música –cuyo uso, tono e intensidad prefiguran de varias maneras a la de Roma, ciudad abierta, también compuesta por el padre de Rossellini–, detrás y a los costados de los cuerpos exánimes, las tropas italianas conquistan finalmente la aldea después de vencer la durísima defensa local. En el plano de cierre, el dolor y la emoción por el gesto del capellán quedan en el centro dramático del desenlace, no hay un solo signo de fervor o de triunfalismo visible en la marcha de los soldados a pesar de la victoria, y la guerra ha quedado retratada, antes y ahora, como un sufrimiento terrible para los dos bandos.


El hombre de la cruz 6 LA MUERTE Y LA IGUALDAD DE LOS ENEMIGOS.


Sin rastros de una retórica explícitamente fascista, El hombre de la cruz se puede ver hoy como una muestra muy cercana en tiempo y en espíritu al Rossellini de Roma, ciudad abierta; por supuesto, el protagonismo de un capellán altruista y heroico la prefigura aún más claramente. Los signos de su conciencia política son más bien exteriores y secundarios: la denuncia de los enemigos no pasa de dos o tres situaciones o discursos convencionales y queda opacada por el empeño del film en envolverlo todo dentro de una mirada humanista. Para El hombre de la cruz interesa mucho más aquello que los hombres comparten que las ideologías o los poderes que los enfrentan.

Más oscura y compleja es la relación nunca directa que el film borda entre religión y política, que se apoya sobre todo en una apelación recurrente al espíritu nacional antes que a algún contenido trascendente en el vínculo entre ambos. Así, no puede verse con claridad en el film qué es lo que une, en su discurso o en el ánimo y el accionar de su protagonista, al fascismo y al catolicismo, dado que en ningún momento se alude con claridad a la pretendida superioridad de un sistema político determinado o a las razones por las que debería imponerse sobre otros.

La cruz, exhibida en el film en numerosos y significativos planos cercanos, se transforma en el símbolo que articula aquello por lo que se debe luchar y que hace a todos los hombres dignos y valiosos para sí y para los otros. La Unión Soviética se muestra en el film no como un territorio de bárbaros sino como la patria de una desgracia que sus habitantes viven con mayor o menor dolor y que es preciso reparar y recuperar para la verdad cristiana.

Pero ahí está el texto del final… broche de un film que no lo narra, probable imposición de un Estado que necesita un cine que avale sus políticas, sus discursos y sus acciones. Imposible saber hoy si Rossellini se encargó de la edición final de El hombre de la cruz, si ese corolario que no se debe realmente a su iniciativa fue puesto por él o por otros. Lo cierto es que no hay en el cuerpo narrativo del film material de propaganda suficiente para considerarlo una obra representativa de la ideología o de la causa fascista, a menos que uno identifique enteramente la causa del fascismo con la de la fe cristiana.

El “bárbaro enemigo” de la frase es solo un enemigo circunstancial en el curso de la obra; la conquista de la pequeña aldea ucraniana, obtenida costosamente por los soldados italianos al final, provoca un triste plano de desolación y sufrimiento por el drama de la guerra. Las ideologías se muestran como máscaras que encubren apenas la dignidad común a todos los hombres.

Mucho más que como muestra cabal de la propaganda oficial de la hora o como testimonio de un supuesto servilismo ideológico de su director, El hombre de la cruz puede verse como una muestra de los múltiples atravesamientos de las políticas que el fascismo aplicó sobre el cine italiano, sobre todo desde mediados de los treinta. Un director en formación que, como algunos de sus colegas, explora las formas posibles de un nuevo realismo; una cierta búsqueda de procedimientos narrativos no convencionales –aprendidos en los propios centros de formación creados por el Estado–; una mirada propia que busca apoyarse en las grietas que dejan los designios y los arbitrios más verticales del poder.

El hombre de la cruz deviene así una curiosa pieza de proselitismo cristiano. Atravesado por algunas de las tensiones fundamentales de su hora, concebido como vehículo de la propaganda bélica oficial, el film es una muestra temprana del humanismo de su director y de su exploración de nuevos procedimientos para narrarlo cinematográficamente. No celebra la guerra y no celebra al fascismo, y su efecto dramático resulta más bien sombrío. Soporta mal –porque no las aloja en el cuerpo central del drama– tres o cuatro situaciones y mensajes anticomunistas y una escena parcialmente profascista– y sobreimprime en su plano final una frase que parece emanada de un escritorio de la burocracia oficial antes que de las propias imágenes. Viendo el film hoy, no resulta nada difícil imaginar cómo algunos de sus elementos centrales se recuperarían, apenas dos años más tarde, para poner en imágenes una parábola sobre los últimos días del fascismo. 


Sobre el director y su obra

El hombre de la cruz 7 ROBERTO ROSSELLINI (1906-1977)


Nació y murió en Roma. Rossellini está en la historia del cine como uno de los grandes directores de todos los tiempos y como uno de los fundadores del neorrealismo. El núcleo más importante de su obra fue realizado en los diez años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, bloque del que es pieza inaugural Roma, ciudad abierta, que junto con Paisá y Alemania año cero configuran lo que los comentaristas de la época denominaron su trilogía de la guerra, a la que sucedería una trilogía sobre la soledad protagonizada por Ingrid Bergman, entonces esposa del director.

El aporte de Rossellini a la historia del cine es imposible de sintetizar. En principio, resulta prioritario señalar que Rossellini abrió un camino temático y estilístico que, transitado posteriormente por otros colegas, configuró el neorrealismo, movimiento cinematográfico originado en la Italia de posguerra que significó una ruptura múltiple respecto de los estándares de producción cinematográfica vigentes. El neorrealismo sacó la cámara a la calle, para contar historias y conflictos de la vida cotidiana de la gente común, describir e interrogar el mundo por fuera de las estructuras corrientes de los géneros y tematizar y representar la realidad social que había sido tradicionalmente ocultada o relegada a un plano secundario por las producciones de los grandes estudios.

Si bien se pueden encontrar antecedentes de directores estadounidenses o europeos con preocupaciones sociales desde el origen mismo de la producción de películas, el neorrealismo significó el primer movimiento coherente de la historia del cine que puso la realidad social en el centro de su mirada; como prueba de esta referencia matriz, aún hoy se sigue hablando de actualizaciones del neorrealismo cuando en alguna cinematografía nacional se despliega un conjunto más o menos coherente de films que intenta dar cuenta del universo social cotidiano, sus conflictos, personajes y ambientes.

Múltiple, compleja e inclasificable, la filmografía de Rossellini escapa a cualquier etiqueta. Hacia comienzos de la década del sesenta concentró sus energías en la realización de una serie de películas para la televisión, proyecto al que dedicó buena parte de sus inquietudes de la segunda mitad de su carrera. Señalado por los teóricos de la nouvelle vague, particularmente por André Bazin, como la figura fundamental del cine moderno, Rossellini rechazó en vida la canonización y buscó siempre medios y formatos nuevos en los que desplegar su arte; por ello sigue siendo hoy una figura incómoda para los teóricos e historiadores del cine, que no saben bien en qué caja incluir el conjunto de su filmografía.

Desde principios de los cincuenta, el director amplió sus horizontes temáticos y realizó una serie de films que lo apartaron radicalmente de las inquietudes clásicas del neorrealismo. En estas películas oscuras, dramáticas, de una densidad extraña, Rossellini extendió su interrogación acerca del modo de representar la realidad social y las experiencias subjetivas de sus criaturas sometidas a momentos extremos de la historia. Pero es muy difícil considerar a este cuerpo de films como parte del movimiento neorrealista, etiqueta ante la que el propio Rossellini se sentía incómodo y que declinaba una y otra vez. Y es aún más difícil situar esta etapa dentro de la estructura más corriente de los géneros, que el cine había desarrollado y sostenido firmemente desde la década del treinta como el formato clásico de realización y representación. Cualquiera de estas películas desafía las caracterizaciones estándar y se construye como pieza singular de un cineasta que no buscaba la verdad de su arte ni la del mundo dentro de ningún molde preconcebido –ni siquiera dentro de aquel del que se lo señaló como fundador–, sino en la obstinada observación de una realidad histórica que reclamaba una mirada nueva, despojada de todos los artificios establecidos. Lúcidamente, Jacques Rancière lo señala al hacer un sensible balance de esta etapa clave de su obra: “La dramaturgia rosselliniana aspiraba a hacer brotar de la herida de Europa la llama de una libertad nueva”.

Filmografía fundamental de Roberto Rossellini

Roma, ciudad abierta (Roma, cittá aperta), 1945.

Paisá, 1946.

Alemania, año cero (Germania anno zero), 1948.

Francisco, juglar de Dios (Franceso, giullare de Dio), 1950.

Stromboli, 1950.

Europa ’51, 1952.

La paúra, también conocida como Ya no creo en el amor, 1954.

Viaje en Italia (Viaggio in Italia), 1954.

El general de la Rovere (Il Generale della Rovere), 1959.

Era noche en Roma (Era notte a Roma), 1960.

La toma del poder por Luis XIV (La prise du pouvoir pour Louis XIV), 1966.



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