FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Sobre el interés histórico del film


Desventuras de un campesino ruso


Un cuento popular dedicado al último holgazán koljosiano. Así es cómo en la apertura de la obra anuncia Medvedkin La felicidad, film inclasificable que toma distancia de la realización soviética contemporánea y en el que se despliegan las desdichas de las vidas de un campesino y su mujer y, en un breve final, se celebra la llegada de la felicidad tan postergada.

Narrado en un cierto tono que podríamos definir como de comedia intervenida, el film se divide en cuatro partes en las que se desarrollan cronológicamente los distintos capítulos de la vida de Jmir, el más común de los campesinos rusos, desde la época del zarismo hasta la llegada de la colectivización a principios de los treinta. No hay en él fechas precisas, pero el paso del tiempo en la vida del protagonista implica que el relato se abre sobre las últimas décadas del siglo XIX y, en su transcurso, se mencionan diversas experiencias históricas de la gente común que, como Jmir, fue “azotada durante treinta y tres años, fusilada en doce frentes y siete veces muerta en los Cárpatos…”. Semejante enumeración evidencia la intención de denuncia que sustenta el relato, pero la gracia ligera que lo anima, el tratamiento en general cómico de personajes y situaciones y el cariño que el director dedica a los protagonistas permanentemente asediados por la explotación, la miseria y la represión, confieren a La felicidad una extraña luz propia en comparación con los filmes soviéticos de la época y, más allá de la alegría final por la llegada del bienestar colectivo, encontramos en el curso de la película una serie de situaciones significativas sobre la historia ruso-soviética y ciertas imágenes extraordinarias cuyos sentidos nos proponemos indagar en lo que sigue.


HABÍA UNA VEZ…


La felicidad se abre sobre un escenario de cuento para niños, en el que pueden reconocerse, al menos, dos influencias estéticas: el cine primitivo de los maestros de comienzos del siglo XX, como el del Viaje a la luna de Méliès, y la gráfica popular rusa que se evoca en la composición de cuadros fijos presentados a la manera típica de las historietas. Esta opción imprime a las imágenes del film una cierta fijeza que se confirma en el desarrollo de la historia: ¡qué quieto parece el campo ruso! ¡Cuán invariables parecen las vidas de sus habitantes! Sobre esa quietud se mueven graciosamente nuestros héroes vulgares. Y aquí, tal como señaló en su momento Sergei Eisenstein, se impone destacar otra influencia poderosa en La felicidad: el andar de Jmir, su forma de pararse y de desplazarse en el cuadro remiten en general a la comicidad física del cine mudo y, en particular, al Charlot de Chaplin, ese otro héroe popular que transita el mundo de los seres simples entre la gracia y la desgracia.

En la primera secuencia del film se deja constancia completa e irrefutable de la estructura social de la Rusia zarista y de sus injusticias consecuentes. Jmir, su padre y su mujer, atisban por un mínimo resquicio a través de una alta cerca de madera; al otro lado, el noble del lugar se da un delicioso banquete sin siquiera esforzarse por tocar los manjares que vuelan hacia su boca movidos por una fuerza invisible. Indignado, el anciano padre de Jmir se propone invadir la casa para degustar, él también, lo que no ha tenido a pesar de sus sesenta y tres años de trabajo de la tierra. En su pirueta desafortunada da un traspié y muere al caer en el interior de la propiedad. Su cómica barba puntiaguda queda apuntando hacia el cielo, como culpando a todos los de arriba de su tragedia infinita. Airado, Focas, el noble, ordena retirar el cuerpo y multa a Jmir por los daños provocados por el ahora difunto en su cerca y en su patio. Antes, se santigua convenientemente.

Las campanadas confirman la omnipresencia de la religión y de los curas, que se presentan ante Jmir en el cementerio para exigir el cobro del oficio fúnebre… Harta de la sucesión de desdichas e injusticias, Anna, la decidida esposa, le ordena a Jmir marcharse en busca de la felicidad y no regresar hasta alcanzarla. Como veremos, lo que comienza como pequeño cuento propio de la tradición medieval irá adquiriendo otras dimensiones en el curso del relato.

Vaga nuestro héroe por los campos desiertos y un cartel clavado a un tétrico árbol le advierte sobre sus posibles caminos: “Si vas a la izquierda morirás, si vas recto perecerás, si vas a la derecha no morirás, pero tampoco vivirás”. Clarísimas la alternativas para el campesinado ruso bajo el zarismo… Perplejo, Jmir divisa a pocos metros a una curiosa pareja: el cura y un monje penitente, que se habían mostrado mutuamente generosos al hallar una moneda en el camino, se enfrentan inmediatamente en feroz pelea al divisar, sobre un puente, una cartera colmada de billetes que un comerciante ha dejado caer inadvertidamente. Mientras los oficiales del señor dan rienda suelta a su codicia y a su egoísmo, Jmir recoge la cartera y se marcha de vuelta a casa a llevarle a Anna la felicidad encargada.


JMIR, PEQUEÑO QUIJOTE RUSO


Con el dinero hallado por fortuna, Jmir y Anna ponen de pie la pequeña granja familiar. Granos, animales, cercas, arbolitos y hasta un caballo con lunares que Jmir monta en estampa quijotesca y que ha comprado para que tire de su arado. Pero el estrafalario animal no responde a sus expectativas: anda con el establo a cuestas, se come la paja de su techo y se niega a fatigarse con el arado. Desesperada, Anna se acollara a la cincha y tira del arado siempre cuesta arriba, mientras Jmir empuja y le da agua de trecho en trecho. Exhausta, Anna cae postrada y Jmir la recubre de flores mientras, acordeón en mano le canta un sueño imposible de amor y de tocino para los dos. ¡Qué hermoso sueño!, parece suspirar Anna, bellísima entre las flores y la música de su marido. ¡Y qué breve!, agrega Medvedkin, enviando al noble, que ha mantenido toda la escena bajo su ojo vigilante, a multarlos porque las leyes indican que no puede permitirse ese trato desconsiderado hacia una mujer.

Cabeza levantada, la mejor cosecha en años, los protagonistas celebran la primavera danzando una abundancia que se les escurre como agua entre las manos. Unas tras otras, con puntualidad litúrgica y gesto serio de quien debe cumplir con un deber superior, las diversas figuras de la fiscalidad desfilan por la granja en una escena memorable tras la que se quedan con todo lo que ha rendido la tierra. Observemos con detenimiento este desfile, sin olvidar que la mitad de la cosecha ha ido a dar a manos del señor: a la cabeza el cura avaricioso, detrás de él, el soldado, el funcionario del zar, el comerciante y las dos mujeres más misteriosas del cine soviético de la década. Vuelven a sonar las campanadas rituales y comienza el acto de la expoliación del campesino celebrado en tono entre grave y risueño. Jmir intenta ocultarse pero es inútil, la fuerza policial lo trae de vuelta y termina pagando cada cuenta a cada uno de sus parásitos visitantes: “Por esto, por lo otro, como tributo, por los pagos atrasados, por Dios, por el emperador…”.  Medvedkin enfatiza la tragedia y la comedia de las clases acelerando el montaje: los sacos, los billetes y las monedas se van de la granja a toda velocidad y con ellos, una vez más, la felicidad de los humildes.

quienes expolian al campesino2













¿QUIÉNES EXPOLIAN AL CAMPESINO?

quienes expolian al campesino












Volvamos a esas dos mujeres tocadas apenas con transparencias negras que representan a la iglesia y exigen de Jmir el óbolo a las imágenes que le ofrecen. Debajo de las gasas se advierten sus pechos desnudos en una visión sin precedentes para el cine –y no solo el soviético– de la época. ¿Doble moral de la religión que conforma el poder? ¿Exhibición de la fatuidad de lo sagrado? Cualquiera sea la lectura que hagamos de la escena, Medvedkin se ha atrevido a una irreverencia fuera de todos los cánones, aun en el contexto de un proceso revolucionario que ha combatido a la religión y a sus instituciones. Pero las imágenes de ambas mujeres siguen siendo sorprendentes porque los sentidos de su presencia en la escena no se pueden descifrar cabalmente. Más allá del elemento provocador que hallamos en ella, Medvedkin ha asumido en la secuencia el espacio de una libertad nueva para avanzar en lo que se puede mostrar y hacer ver a sus contemporáneos por medio del cine: cuerpos femeninos cubiertos de los atavíos de un poder que los vela al tiempo que los revela, ambiguos y sugestivos, insinuantes a la vez que sometidos a la práctica del sometimiento de los otros. Algo más inquietante vive en esas imágenes: en el momento más dramático de la obra Medvedkin volverá a explorar los sentidos políticos del encubrimiento de los cuerpos bajo los distintos poderes.

Terminada la ceremonia de la expoliación, Anna y Jmir vuelven a su miseria ordinaria. Como coronación de su tragedia, un par de ladrones intentan robarles lo que ya no tienen y terminan condoliéndose de Jmir, al que le dan un poco de dinero…

El campesino intenta la última salida del círculo de las injusticias. Tomando de aquí y de allá las maderas de su choza, empieza a fabricar el ataúd en el que echarse de una vez afuera de este mundo. ¡Alarma! ¡Indignación! “Si el campesino muere ¿quién dará de de comer a Rusia?”. Funcionarios, policías, curas y militares se abalanzan sobre Jmir para recordarle sus deberes y prohibirle terminantemente el suicidio desleal hacia Rusia en el que pretende incurrir. Al pobre campesino no le asiste siquiera el derecho a morir: “Denle una paliza hasta que esté a punto de morir, pero que no muera”: la orden señorial deja en claro el sentido y el funcionamiento de la justicia imperial.


la autoridad






LA AUTORIDAD Y SUS MÁSCARAS







La escena va, sin embargo, mucho más allá de la confirmación de la dominación y de sus motivos, que en ella se despliegan: a la orden militar la sucede una asombrosa procesión de oficiales cuyos rostros se cubren de máscaras horrendas. El encubrimiento de los represores es ya un signo impresionante en el curso de un reato en el que las violencias sociales se han mostrado, hasta este punto, con los rostros moderadamente amables de la comedia de costumbres. El gesto espantoso de las máscaras, su multiplicación en el cuadro, el trastocamiento y la impersonalidad que imprimen a los cuerpos uniformados mientras sujetan, arrastran y golpean a Jmir, sin verlo, sin saber quién es, sin reconocer su persona, supone la introducción en el film de un tipo de violencia de nuevo signo, ejecutada con indiferente brutalidad por seres que han entregado sus existencias al servicio de un poder que los emplea in extremis como su fuerza más eficaz.

Aun velados sus ejecutores, la violencia de la autoridad y sus significados más profundos se revelan abiertamente en las acciones de esos cuerpos oscuros que se mueven con gesto mecánico en el cumplimiento de órdenes tan perversas como el orden que sostienen. Medvedkin ha encontrado y expuesto el rostro deshumanizado de la violencia represiva del imperio, pero el efecto estremecedor de sus imágenes trasciende cualquier historicidad lineal: se trata, más profundamente, de una fuerza informe que cualquier poder podrá poner a su disposición.

“Y a Jmir lo azotaron durante treinta y tres años, y en doce frentes lo fusilaron y siete veces lo mataron en los Cárpatos y perdió la fe, incluso al ingresar en el koljós…”.

 

Ha transcurrido casi todo el film y la felicidad de nuestro héroe sigue siendo una quimera. La llegada de la granja colectiva lo encuentra sin ningún entusiasmo, desanimado y apático; y si bien Anna, tan productiva y enérgica como siempre, ha encontrado su sitio en el tractor, los viejos parásitos siguen merodeando prestos al boicot y a la maniobra ventajera contra el bien común. Sancionado por su desidia en el carro aguatero, Jmir reniega de la comunidad y se aísla del koljós para intentar una infructuosa salida individual: se pone a cultivar su propia huerta sin ningún resultado. Acosado otra vez por hombres de uniforme, frágil y tembloroso, se oculta en el viejo baúl, su única pertenencia, que recuerda aquel ataúd que no le permitieron ocupar.


y ahorá qué





¿Y AHORA, QUÉ?








El brazo que lo hace salir del encierro fallido se muestra ahora comprensivo y generoso, y le convida un cigarro con el que alejar sus penurias. En la mirada perpleja y temerosa de Jmir, en la que el cineasta francés Chris Marker (La tumba de Alejandro, 1993) encuentra signos del terror estalinista, percibimos, cuando menos, la incertidumbre de esa criatura de simple condición convocada ahora por un nuevo poder que le exige la redención por medio del trabajo colectivo. ¿Y ahora qué quieren de mí? parecen preguntar sus ojos claros en el gesto sorprendido del campesino que ha entregado su vida a los sucesivos poderes de turno.

Integrado por fin a la marcha del trabajo colectivo, Jmir y los otros miembros del koljós deben lidiar aún, y por bastante tiempo, con serias dificultades. No faltan los resentidos, que no son pocos y que añoran los tiempos de los privilegios; abundan las trampas, los sabotajes, la búsqueda del interés individual. Detectados y castigados los culpables, sobre todo el antiguo noble devenido kulak, Anna recibe la recompensa que le corresponde por sus largas jornadas de trabajo, y nuestros héroes gozan al fin de un paseo por la ciudad en el que Jmir compra ropas nuevas y se deshace de sus miserables harapos.


la felicidad ha llegado










 LA FELICIDAD HA LLEGADO… ¿HA LLEGADO LA FELICIDAD?

la felicidad ha llegado 2













Ha llegado por fin la felicidad, pero Medvedkin le dedica un tiempo tan breve que en el conjunto del film su escasa presencia no alcanza a contrapesar la larga y honda sucesión de pesares de los protagonistas. ¿Será por eso que las autoridades encontraron inconveniente la difusión del film? Lo cierto es que La felicidad apenas se exhibió unos pocos días en los cines soviéticos, levantada rápidamente después de una crítica que acusaba a su director de presentar en el film “la línea de Bujarin”. La burocracia se encargó entonces de evitar cualquier tipo de posible interpretación ambigua de la obra. En medio del control extendido sobre la producción artística de la década y de los múltiples sentidos de la paranoia desatada por y entre los propios perseguidores, la prohibición que envió a la película a los archivos por medio siglo solo puede tener un significado: no había en el más notable film soviético de la época felicidad suficiente con la que hacer propaganda.


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