FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

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Sobre el interés histórico del film


 Sinopsis 

Tramo final de la Segunda Guerra Mundial. En la Roma ocupada por las fuerzas fascistas –la “ciudad abierta” a los nazis–, se combate clandestinamente por la libertad. En la casa de una familia humilde, jaqueada como toda la gente común por el hambre, la represión y la miseria, conviven militantes de la liberación y colaboradores circunstanciales de las fuerzas represivas. Pina y Francesco están a punto de casarse; Marcello, el hijo de ella, se reúne en secreto con los chicos del edificio para planear y ejecutar sabotajes contra la ocupación. Lauretta, hermana de Pina, baila en un cabaret frecuentado por oficiales alemanes. Prófugo de una persecución tenaz, llega a la casa Giorgio, amigo y compañero de lucha de Francesco, pieza clave de la resistencia, que mantiene un romance con Marina, bailarina amiga de Lauretta. En el centro de la trama y alrededor de todas estas complejas relaciones familiares y personales se introduce la figura de Don Pietro, párroco de la iglesia del barrio, que apoya secretamente la lucha por la liberación. Desde el comando alemán se ha lanzado la cacería de Giorgio, a quien se considera un potencial informante clave para debilitar la organización de los grupos rebeldes. El film avanza presentando en paralelo las historias de la gente común, entre sus vidas cotidianas, sus convicciones, sus acciones de rebelión y sus ilusiones de una pronta liberación y del final de la guerra, y el despliegue de la persecución y la represión organizada por las fuerzas fascistas, en medio de una ciudad militarizada y fuertemente controlada a toda hora en busca de los militantes partisanos.


Roma, ciudad abierta, una lectura

( Un film para abrir la historia )

Varios desafíos se plantean al escribir sobre Roma, ciudad abierta en el año 2014, a casi setenta años de su realización. El primero y acaso más importante tiene que ver con la dificultad de encontrar palabras a la altura del film, no ya de su factura, de sus diversos sentidos –político, estético, histórico– sino del efecto profundamente conmovedor que sigue generando la película aun cuando el espectador la haya visto antes unas cuantas veces. Pero no es este el único problema que encuentra quien pretende reflexionar sobre el film y sus conexiones con la historia del cine y con la historia en general, intentando encontrar en la trama y en su representación ciertos puntos de apoyo para pensar históricamente: como toda obra de arte, Roma, ciudad abierta desafía los esquemas interpretativos y desautoriza toda conclusión cerrada sobre el mundo, sobre el tiempo y sobre las personas. Aunque es posible que este conjunto de impresiones se apoye también en el prestigio ganado posteriormente por la obra y la personalidad de su director, es indudable que el film trasunta un valor y una importancia histórica fundamentales y que su lectura, parcial, problemática, compleja, exige tomar nota tanto de sus virtudes particulares como de sus efectos históricos principales.

Roma, ciudad abierta es un film-acontecimiento, cuyo sentido revolucionario solo puede comprenderse analizándolo dentro de una perspectiva de largo plazo y reconociendo las diversas rupturas que implicó respecto de los procedimientos entonces vigentes para la producción cinematográfica. Más allá de sus características, la película es en sí misma una ruptura en la historia del cine, y este es un dato clave si se quiere atender a sus particularidades y pensar en sus múltiples sentidos y posibles conexiones. En principio, se reconoce al film como piedra basal del neorrealismo, movimiento que otros directores italianos llevarían a su cima y también a su agotamiento en las dos décadas siguientes. Pero Rossellini no buscaba fundar una nueva corriente cinematográfica, se proponía apenas contar una historia que los vecinos de la ciudad comentaban en la calle. Su película, iniciada en las postrimerías de la guerra y realizada en medio de múltiples dificultades económicas y técnicas, estuvo a punto de ser abandonada varias veces en pleno rodaje, en el momento de su edición e incluso en el de su distribución. Distintos azares confluyeron en su finalización y su estreno, repudiado este por público y crítica italianos en un país que buscaba alejarse pronto del traumático pasado reciente y de su memoria. En medio de todos los problemas que supuso el rodaje en una ciudad devastada, Roma… salió a la luz muy poco después de terminada la guerra, pero debió esperar su estreno internacional y, sobre todo, su lanzamiento en Estados Unidos, para recibir un primer reconocimiento que la pondría en carrera hacia la aclamación generalizada que los críticos franceses rendirían al film y a su director en los cincuenta.

¿Qué vieron algunos de sus contemporáneos en el film? En principio, se señaló que Rossellini provocaba con su película algunas rupturas significativas para la tradición cinematográfica, localizables en la forma de representación, en la elección y el tratamiento de los personajes y del espacio cinematográfico y en la decisión de mirar de frente una de las más atroces experiencias humanas de la historia.

Algunas de estas rupturas permiten plantear ciertas cuestiones conectadas con el tema del cine como medio de representar un pasado cercano de violencia y horror. En Roma…, para la elección de la historia central del film, Rossellini partió de un personaje real de la resistencia, Don Pietro, cuya historia circulaba por las calles de una ciudad aún dominada por los nazis. El director y sus guionistas recogieron de entre las voces de la calle la figura del sacerdote mártir de la lucha antifascista y construyeron una ficción dramática a partir de la decisión de dar testimonio sobre este personaje. Aquí podemos ver una opción innovadora: partir de un personaje y unos hechos esencialmente reales de la vida cotidiana de quienes lucharon por la libertad durante la guerra y la ocupación alemana. Esta determinación de testimoniar la acción de quienes enfrentaron a la tiranía se ve atravesada por la necesidad de contar, desde el lado de las víctimas, una historia sobre la historia: Amidei, Fellini y Rossellini introducen a Don Pietro en una ficción que les permite meterse dentro de la sociedad de la Roma ocupada y poner en pie una mirada sobre las distintas actitudes personales y sociales frente a las violentas circunstancias que el film expone. Esto posibilita la construcción de un clima de opresión, control y peligro permanente, que acecha a los protagonistas a lo largo de todo el relato, hasta concretarse en el tramo de su resolución. El cerco que se va cerrando gradualmente sobre Giorgio y Don Pietro no es responsabilidad exclusiva de los nazis y de las fuerzas fascistas: ahí está la evidente colaboración de cierta parte de la sociedad italiana, tan visible como las múltiples manifestaciones de solidaridad y resistencia entre vecinos y partisanos.

Pero la película hacía algo más que ofrecer un testimonio cinematográfico de las víctimas de la barbarie nazi-fascista: se animaba a mostrar, tomando nota de los delicados problemas que esto suponía, la atrocidad de la violencia física en las secuencias posteriores a la detención de los protagonistas. En este sentido, la obra da cuenta de una cuidadosa reflexión en torno a la representación de la violencia política y de la tortura en particular. Rossellini fue uno de los primeros cineastas que debió enfrentar conscientemente este problema, en el que se reúnen y se imbrican lo estético y lo político: debe mostrarse a la gente que en la Italia ocupada se torturaba a personas hasta la muerte, pero ¿cómo representar la tortura?, ¿cómo eludir las trampas y los riesgos que supone siempre la exhibición de la violencia ejercida sobre las personas?, ¿cómo narrar esta experiencia límite sin habilitar ningún sentido sádico en su exposición?

Quien observa el tramo final del film aprecia que Rossellini está permanentemente preocupado por cómo debe mirar, desde qué lugar, con qué ojos, con qué grado de detalle, el accionar salvaje de los asesinos. Sabe que no puede filmar una sesión de torturas eludiendo hacerse preguntas sobre su propia mirada y, por extensión, sobre la que se propone a quien mira el film. Lo notable de toda la secuencia es que Rossellini consigue hacer visibles sus preguntas. Los sucesivos cortes, la distancia de la cámara, el lugar de Don Pietro como intermediario entre el espectador y la escena de los suplicios, eluden toda forma sádica de exposición de los hechos, pero no omiten su verdad fundamental; si debe contarse que Giorgio fue torturado hasta la muerte porque este es un dato imprescindible de la historia con el que el espectador debe enfrentarse, de ninguna manera se debe permitir una representación simple de estos hechos, ni se los debe exponer desde los ojos de los personeros de la muerte. Así, nunca vemos directamente los tormentos aplicados a Giorgio ante su persistente resistencia a hablar, aunque oímos sus gritos desgarradores y la cámara nos muestra a Don Pietro como testigo de las torturas. Toda la secuencia –calificada por el crítico francés Serge Daney como la del nacimiento del cine moderno– nos exige en tanto personas asistir a la violencia atroz ejercida sobre otra persona pero no nos muestra las torturas desde el punto de vista de quienes las practican; en cambio, nos sitúa ante una verdad espantosa e incontrovertible a través de los ojos de un personaje al que la película ha investido de una dignidad sin dobleces. De esta manera, Rossellini confiere humanidad a quienes resisten y a quienes atestiguan, y le quita, por medios estéticos –que, por supuesto, adquieren también sentido político– representación a los verdugos.

( El combatiente, el cura y la mujer )

Más allá de las cuestiones estéticas y políticas que procuramos analizar en el apartado anterior, Roma… sigue siendo el gran film histórico sobre la resistencia y en este punto se apoya su indudable y perenne valor testimonial. Sin embargo, también en este punto la construcción de la obra presenta un conjunto de elementos complejos que invitan al análisis escrupuloso en busca de ciertos sentidos no del todo evidentes en el relato.

En principio, resulta bastante curiosa la galería de personajes que el film reúne y las relaciones que se tejen entre ellos. Luchadores de la causa libertaria, entre los que hay un capellán, un tipógrafo, un ama de casa, un grupo de niños y un combatiente experimentado; un par de muchachas jóvenes, bailarinas de cabaret, que circulan entre la Roma simple y la animación de los oficiales de la Gestapo; y una pareja de asesinos, el mayor nazi y su amante italiana, que dirigen entre la fuerza y la intriga la operación de secuestro y exterminio de los combatientes.

Que Giorgio caiga por la delación de Marina, amante circunstancial a la que desprecia y se dispone a abandonar, parece impropio de las cautelas que debería tomar un combatiente de su rango. Pero Rossellini no está preocupado por la verosimilitud de la intriga, no le interesa construir sólidamente una obra de suspenso: su propósito es oponer dos mundos llamados a la confrontación y observar a los distintos personajes frente a este violenta circunstancia de la historia.

Giorgio parece el personaje central del drama. Su figura es la que el director recorta para testimoniar la acción libertaria y la reacción feroz que motiva entre las fuerzas de la tiranía. Fugitivo desde el principio mismo del film, Giorgio es objeto de solidaridades repetidas a lo largo de la historia: la de las caseras, dos ancianas que callan ante las peguntas insistentes de los esbirros de la tiranía sosteniendo su secreta complicidad con el muchacho y su temor por su posible captura; la de Pina, quien desconfía al principio del desconocido para recibirlo cálidamente y franquearse con él al comprobar que es el compañero importante de su novio Francesco; la de Don Pietro, quien acude rápidamente a su llamado para cumplir él mismo la misión de correo clandestino que ya resulta demasiado peligrosa para el otro.

Giorgio es el nudo en el que se atan las ayudas y las traiciones de la gente común que Rossellini presenta en la película. Será su relación con Marina lo que lo llevará a la caída. Giorgio le habla a Pina de ella, le cuenta que está a punto de dejarla y que debe decírselo pronto. Pero una vez que se despliegan los acontecimientos trágicos del film, debe aceptar refugio en su departamento la noche previa a un alejamiento de la ciudad que se ha previsto por razones de seguridad personales y del movimiento, y que depende, otra vez, de los oficios de Don Pietro. Molesto y apurado, sin ánimo alguno de romance, Giorgio enfrenta a Marina reprochándole otra vez su adicción a las drogas, de la que ella intenta desentenderse. Pero Giorgio vuelve a acometer presentándole un pesado discurso en el que la acusa de ser incapaz de amar, de aceptar el calor de una familia, de sostener las cosas por las que él cree que vale vivir, consolándose en cambio con un piso de lujo mantenido por las atenciones falsas de amantes pasajeros. “¡Pobre Marina!”, concluye, asumiendo por fin su desprecio disfrazado de lástima. Marina no retrocede y aquí se plantea un punto interesante en la relación y en la representación aparentemente plana de los dos personajes que el film venía trazando. El materialismo de Marina, su desinterés por la realidad social y su evidente ambición de alejarse del mundo de la gente simple no le dan a Giorgio derechos sobre ella. En la respuesta de Marina, en la defensa de sus motivos vitales que el otro desprecia, se establece una barrera ante todo discurso moralizante. Giorgio y Marina han elegido caminos opuestos, pero esto no le otorga a él ninguna supremacía moral sobre ella. Rossellini parece encontrar en este diálogo un límite preciso a la tentación de soltar palabras moralistas tan habituales en los filmes testimoniales. Si hay personajes de esta historia que deben ser rescatados del silencio y del olvido, son sobre todo sus acciones las que merecen testimonio, y es en sus actos, y no en su discurso, donde debe buscarse en todo caso el sentido de una ética de la dignidad y la libertad.

Finalmente, Giorgio, bajo el nombre de Giovanni Episcopo, cae en manos del mayor Bergmann, quien gracias a los oficios de sus esbirros fascistas conoce su verdadera identidad: Luigi Ferraris, antiguo combatiente contra el régimen de Mussolini fugado de la cárcel. Bergmann parlamenta con él, le ofrece la salida de la delación que Giorgio rehúsa hasta el final; y, cuando en el momento de su muerte, –que supone para Bergmann un fracaso y una derrota de una superioridad alemana que da por sentada– deba decidir a quién mató la Gestapo esa noche, el mayor nazi despliega la última y más sutil de las violencias que administra como un señor o como un dios: la supresión de la identidad de Giorgio, su ocultamiento para el presente y para el futuro. Torturado ferozmente hasta el asesinato, Giorgio Manfredi, líder reconocido de la causa libertaria, será enterrado como el desconocido Giovanni Episcopo, muerto de un infarto en su celda. Y esta operación contra la identidad de Giorgio es también una operación política de ocultamiento de la resistencia, de la confrontación y de la rebelión. Cuando Rossellini decide narrar esta experiencia, la de Giorgio y la de sus compañeros de tragedia, decide también correr el velo de una historia que en las penurias urgentes de la posguerra los propios italianos se empeñan en dejar atrás, aceptando los mecanismos del silencio y el olvido que los ejecutores habían diseñado desde el poder.

Testigo de la lucha entre los hombres de la libertad y sus verdugos, participante activo él mismo de la resistencia, Don Pietro es un personaje clave de la obra y no puede eludirse su consideración tanto en el tramo en que el film nos presenta el accionar clandestino de las fuerzas libertarias, como en el que, tras su captura, nos sitúa ante el horror de la represión, los tormentos y la muerte a la sombra. La condición especial del personaje, su indudable y profunda vocación religiosa que se pinta con algunos trazos de humor en el planteo de la obra, no es obstáculo para que Don Pietro se involucre en la lucha por la libertad; al contrario, el párroco que refugia en su iglesia a combatientes clandestinos y prófugos del ejército alemán, que oculta las bombas caseras que fabrican los chicos del barrio para sus sabotajes y que falsifica documentación a favor de los militantes considera que de este modo está cumpliendo con su deber sacerdotal. No se trata simplemente de piedad cristiana por los vecinos de su parroquia: las convicciones espirituales de Don Pietro son también conscientemente políticas.

La doble condición del personaje de Don Pietro, la de testigo y actor de la lucha por la libertad, le otorga una centralidad indiscutible en la trama, pero no le brinda primacía. ¿Cómo podría esa tierna y modesta figura franciscana ser protagonista de la historia? En todo caso, su centralidad radica en su función, que le permite ser a la vez el personaje que relaciona como testigo y como víctima los dos mundos que se enfrentan en el film, el colaborador activo de la resistencia y el hombre cuya vida y cuya muerte comunican entre sí a las generaciones un mensaje de entereza, de dignidad y de libertad. Entre su integridad de hombre de fe, su compromiso profundo con la gente simple del pueblo y su toma de partido por las víctimas y los luchadores, Don Pietro transcurre por el film entre niños: lo vemos por primera vez jugando un “picadito” con los chicos del barrio en el patio de la parroquia, allí va Marcello a avisarle del llamado de Giorgio; esos mismos chicos a quienes el cura pondrá a salvo de la persecución de las fuerzas fascistas en una escena memorable –último paso de comedia del film–, le rinden el homenaje final mientras asisten a su ejecución al otro lado de la alambrada. Testigos de la muerte violenta del hombre que había sido testigo de las muertes violentas de otros que abrazaron la resistencia y la lucha contra la opresión, los chicos se estrechan en busca de un imposible consuelo y regresan a la ciudad para continuar la misión histórica que han heredado de sus mayores.

( La caída de Pina )

Por supuesto, la inolvidable figura de Pina surge naturalmente en la evocación del film. La muchacha de pueblo, seria, temperamental, madre y embarazada, a punto de casarse otra vez; capaz de incitar el saqueo popular de la panadería del barrio para que los vecinos coman aunque sea pan, y capaz también de confesarse avergonzada por su gravidez prenupcial frente a Don Pietro, Pina, decíamos, es probablemente el más memorable de todos los personajes de la obra. La secuencia de su asesinato contribuye de manera decisiva a esta impresión perdurable, pero Pina sale de la escena en el preciso momento en el que los hechos se precipitan hacia la tragedia, y el film se resuelve una vez que ha caído abatida en el espacio abierto entre la gente común y las fuerzas de la tiranía.

En un ensayo extraordinario sobre la obra de Rossellini, Jacques Rancière comenta así la escena de la muerte de Pina: “Pocos cineastas resistirían la tentación de retener –de perder ese maravilloso suspense de la imagen y del sentido mediante un ralentí o una imagen congelada. Pero el arte de Rossellini es incapaz de tales cobardías. Tanto para su cámara como para las balas, es hora de terminar con el suspense. Pina se abate sobre el blanco de la calzada como un gran pájaro sobre el que, como otros dos pájaros recortados por la manos de un  pintor, vienen a abatirse sucesivamente, sin que los guardias puedan hacer nada: el niño que llora y el párroco que quiere alejarlo de su dolor”.

Comentar esta escena, incluso con la originalidad y la sensibilidad del párrafo citado, tiene en sí mismo algo de problemático, ya que todo comentario implica detenerse allí donde el director, como sugiere Rancière, deja que las cosas sucedan como deben suceder. Y entonces, volver al momento para pensarlo requiere establecer un punto donde la obra no presenta ninguna estribación, supone formular un recorte y un subrayado de la interpretación ajenos al arte de Rossellini. Pero hay que hacer algo con esa escena si se quiere comprender profundamente de qué hablamos cuando hablamos de las rupturas que implicó la película. Rancière alude tanto a lo que hace Rossellini como a lo que no hace. Detengámonos un momento en esta última idea: Rossellini filma la escena más dramática del film sin un solo ornamento. No hay preparación del espectador ni trucos con el tiempo; no hay crescendo musical ni primeros planos: Rossellini decide soltar la escena como Pina se suelta de los brazos de los guardias para correr, ahora sí en libertad, hacia una reunión imposible. Todo termina en unos pocos segundos y, sin demoras ni transiciones, pasamos de la expresión doliente de Don Pietro mientras sostiene el cuerpo exánime de la mujer, al asalto de los camiones de prisioneros que los militantes de la causa libertaria venían preparando desde el principio de la obra.

Resulta tentador encontrar ciertas claves del aclamado realismo rosselliniano en esta famosa escena. Porque en ella el director renuncia a los sofisticados dispositivos de la intriga o del suspenso, la fatalidad de una narrativa o los decorados de una emoción exterior, trucos que los espectadores esperamos y aun reclamamos ante un momento importante de toda obra. Como señala Rancière, Rossellini conjura los peligros latentes de todo espectáculo y construye la escena clave del film empleando solo unos breves segundos y apenas un par de trazos. La escena es, como la precipitación de Pina, incontenible, abrupta, imparable. Y si la libertad efímera e imposible del personaje es su tema, es también la libertad del cineasta la que se juega en su exposición: Rossellini filma el tiempo y el espacio real de sus criaturas capturando apenas con su arte ese instante mínimo en el que Pina obtiene por la fuerza de su desesperación una liberación fugaz que debe costarle la vida. La conmoción que la escena sigue obrando sobre quien la observa, y por ende, sobre el tiempo histórico, no proviene de ningún sobrentendido, de ninguna repetición, de ninguna espera: proviene de la comunión entre la experiencia histórica límite de un personaje común y un director decidido a exponerla, sin preámbulos ni discursos, en su estricta singularidad.

Y entonces no es el cine tan transitado del suspenso construido y de la intriga administrada con oficio alrededor del qué pasará. No es tampoco aquel que busca, con accesorios impuestos como estándares, detener o sostener el tiempo para que el espectador no pierda detalles de lo importante, o vuelva a presenciarlo por medio de la expresión prolongada de un testigo o del racconto de otro personaje; todos trucos que buscan una emoción insustancial valiéndose de procedimientos establecidos de manipulación corriente. Fuera de todas las estructuras y las estrategias de un cine que construye y despliega su sistema de ilusión en contra de la emergencia de lo real, Rossellini asume la realidad del mundo para construir una ficción en la que la verdad de su arte es inescindible de la verdad de su tema. Si hay un cine, y más ampliamente, un dispositivo cultural que se empeña en ocultar lo político de toda estética, en el cine de Rossellini política y estética se realizan y se revelan ante nuestros ojos en un único e idéntico movimiento.

( Roma, ciudad abierta hoy )

¿Cuál es la actualidad del film hoy, a punto de que se cumplan siete décadas de su producción y de su estreno? Por supuesto, es imposible dar una respuesta cerrada a esta pregunta; pero es importante señalar que muchas de las cuestiones con que se enfrentó Rossellini para contar su historia han estado y están presentes en los debates acerca del cine como medio para la representación de un pasado violento, traumático, o de un horror histórico fundamental. La necesidad de dar testimonio, la representación de víctimas y victimarios, el tratamiento de la tortura, la relación entre las generaciones, la colaboración, la resistencia… Todas estas cuestiones han vuelto a preocupar a quienes de uno u otro modo se han acercado a la reflexión sobre un pasado histórico doloroso en busca de una forma válida para su representación cinematográfica.

Cuando se estrenó en Argentina Garage Olimpo (1999), la primera película sobre la represión durante la dictadura en Argentina, que describía con detalles el funcionamiento interno de un centro clandestino de detención, su director, Marco Bechis, señalaba su deuda con los grandes directores del neorrealismo: “Todo el proceso de la caída del nazismo fue registrado por los grandes directores de entonces que tomaron una cámara y salieron a documentar lo que pasaba. Esas tomas forman hoy parte de la memoria de la humanidad. Fue la manera que encontró el cine de ofrendar su aporte a la historia...”. Como señala Bechis y como han demostrado las exploraciones cinematográficas, en registro documental o ficcional, y teóricas, que abordan las vinculaciones problemáticas entre estética, ética y cultura de masas, Roma, ciudad abierta continúa siendo hoy un punto de partida.


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