FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Debajo de los burgueses: Émile Zola

 

En su libro Mímesis, Eric Auerbach sostiene que la novela francesa adoptó en la segunda mitad del siglo xix una mirada elaborada a partir de métodos biológico-experimentales con arreglo a la atmósfera cientificista que había propagado el positivismo. Pero no solo eso: los cambios inherentes a los procesos sociales habían hecho mella en los intereses artísticos de algunos escritores y, a diferencia de lo sucedido con los grandes realistas –excepción hecha de Balzac, aunque en un plano exterior–, ahora la clase baja se abre paso como punto de referencia estético entre los novelistas. “El realismo tenía que abarcar toda la realidad cultural de la época, en la cual, a decir verdad, reinaba todavía la burguesía, pero las masas empezaban ya a empujarla amenazadoramente a la par que se hacían cada vez más conscientes de su función propia y de su poder. El pueblo debía ser incluido, en todas su manifestaciones, entre los temas del realismo serio”, especifica Auerbach a propósito de la incursión de este “cuarto estado” en los protocolos de la literatura.

Sucede que la incorporación de los obreros y sus vidas miserables y sus lenguajes y sufrimientos comenzó a tomar forma a través de narradores como los hermanos Edmond (1822-1896) y Jules (1830-1870) de Goncourt, quienes en su afán por conquistar nuevos materiales sensibles para su colección de experiencias estéticas se plegaron al gusto por la sordidez y la fealdad, incluso hasta con algo de morbo. Habían hecho a un lado, es cierto, las formas de ideales elevados del consenso burgués y conspiraban contra la noción de una literatura pasatista (acaso cuidadosos por aventar el fantasma de la indiferencia ante un público anónimo). Como nunca antes en la historia cultural, se ha enquistado en la época la disociación entre artista y público. Ya los poetas románticos se las habían tenido que ver con el problema. Pero ahora la masa de lectores había aumentado exponencialmente gracias a la enseñanza escolarizada y a la explotación que diarios y revistas hacían de la literatura como mero entretenimiento. La sensación de simpleza y frivolidad en los escritos que publicaban los editores amplió la brecha con los artistas, que observaban cómo la multitud burguesa era complacida por el registro pasatista que demandaba, y a veces hasta con productos peores aún.

En este momento se agudiza la exigencia estilística de un arte que se consagra a sí mismo y que evita otros valores que no sean su autonomía absoluta. Es curiosa la paradoja que generan: el desprecio por la cultura y la sociedad burguesa es sostenido por poetas y narradores cuyos orígenes y posición social son, justamente, burgueses. De hecho, la vuelta sobre los sectores más desposeídos habla a las claras de un gesto burgués alineado con la mentalidad examinadora de los fenómenos sociales, y su impulso se reduce al plano estético –el realce de lo feo y lo repulsivo–, lejos de cualquier impronta que involucrase un cuestionamiento a las estructuras.

 

ÉMILE ZOLA (1840–1902)

 

 

 

 

 

ÉMILE ZOLA (1840–1902)

 

 

 

 

 

 

 

 

Nació en un hogar humilde y sin confort. Tal vez el dato ayude a explicar por qué, en el autor de La taberna (1878) y de Germinal (1885), la presencia de las clases bajas encuentra una dimensión diferente. Ya no es el gusto estético por lo feo; Zola, aun con su rusticidad y con cierta propensión a las exageraciones, indaga con otro compromiso la verdad de esos dolores, va al hueso. La lucha entre el capitalismo de los dueños de las fábricas y la conciencia en germen de la clase obrera atraviesa buena parte de sus páginas. Nada de los problemas sociales de su época queda ajeno a su literatura. Hay entre sus personajes alegrías menores y patéticas, proles numerosas (lo sexual como placer inmediato), mentes embrutecidas, simplificaciones; y asimismo un odio revolucionario. “El arte estilístico –dice Auerbach– ha renunciado por completo al logro de efectos agradables en el sentido habitual, y se halla únicamente al servicio de la verdad ingrata, tiránica y desconsoladora. Pero esa verdad se convierte, al mismo tiempo, en llamamiento a la acción encaminada a la reforma social”. Hay un salto enorme en el realismo: el pueblo se ha corrido el velo que lo ignoraba, o mejor, que no lo suponía parte del repertorio social, sino en formas estereotipadas o desfiguradamente colectivas.

Se diría que el trabajo de Zola va incluso más lejos. No se aboca simplemente a las clases menos favorecidas, sino que avanza en abanico sobre el resto de la sociedad: militares, industriales, comerciantes y burgueses desfilan por sus páginas a través de un fresco social ambicioso y acaso deudor de las intenciones de Balzac, tal vez sin su talento, pero dentro de márgenes más intensos. A imitación del autor de La comedia humana, concibe en 1871 una serie de veinte novelas que engloba bajo el nombre de Les Rougon-Macquart y en las que se filtran ideas deterministas sobre la influencia que el entorno, la herencia y la raza tienen sobre el individuo, que más tarde identificarían al autor con la corriente naturalista. Es hijo de una época de cientificismo y el arte no quedaba exceptuado en esta marea. La sordidez de algunos pasajes y la violencia explícita en muchas escenas colaboraron para distanciar su obra del gran público y del consenso lector: en 1890 rechazaron su ingreso a la Academia Francesa.

Luego llegaría el caso Dreyfus. Su famoso J’acusse…! revolucionaría la escena política francesa y le valdría la cárcel y el exilio, e incluso la muerte (se sospecha que murió asesinado), además de una lapidaria pobreza. Un final doloroso e indigno para quien había hecho lugar en la literatura de su país a hombres y mujeres que tomarían otro protagonismo de allí en adelante.

 

 

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