FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Theodor Herzl, El Estado de los judíos

II. La belle époque y el capitalismo global

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THEODOR HERZL (1860-1904)








II. Parte general

La cuestión judía

“Nadie negará la situación de agobio en la que se hallan los judíos. En todos los países donde su número es considerable, poco o mucho, se les persigue. Casi por todas partes la igualdad de derechos ha sido suprimida en su contra, aun cuando la ley la mantenga. En estos momentos ya les está vedado el acceso a grados medio-altos en el ejército o en los empleos públicos y privados. Se intenta apartarles del comercio: ‘No compréis a los judíos’.

Las agresiones en los parlamentos, las asambleas, la prensa, en los púlpitos de las iglesias, en las calles, al viajar –prohibición de pernoctar en determinados hoteles–, e incluso en los lugares de esparcimiento, aumentan de día en día. Las persecuciones cobran un carácter diverso según los países o los ambientes sociales. En Rusia, aldeas judías son saqueadas; en Rumania se mata a golpes a dos de ellos; en Alemania, de cuando en cuando se les zurra porque sí; en Austria, los antisemitas aterrorizan la entera vida pública; en Argelia, se las ven con predicadores de la caza al emigrante; en París, la llamada buena sociedad se pliega sobre sí misma, los círculos sociales se cierran a los judíos. Los matices son innumerables. Por lo demás, no se trata de hacer aquí un plañidero recuento de todas las penalidades de los judíos. No queremos detenernos en los detalles por dolorosos que sean.

No es mi intención crear a nuestro alrededor una atmósfera de sentida intimidad. Todo eso es pútrido, vano e indigno. Me doy por satisfecho con preguntar a los judíos: ¿es verdad que en los países en los que somos un número considerable, la situación de los judíos abogados, médicos, técnicos, enseñantes y empleados de todo tipo se hace cada vez más insoportable?, ¿es verdad que toda nuestra capa media está gravemente amenazada?, ¿es verdad que todas las pasiones del vulgo son atizadas contra nuestros ricos?, ¿es verdad que nuestros pobres sufren mucho más que cualquier otro proletario?

Creo que la opresión está presente por doquier. En las capas económicamente superiores de los judíos se trata de una forma de malestar. En las medias es grave y sorda congoja. En las inferiores, pura desesperación.

El hecho es que en todas partes sucede lo mismo, y puede resumirse en la clásica exclamación berlinesa: ‘Fuera los judíos’. Expresaré ahora la cuestión judía en su forma más descarnada: ¿hemos de irnos ya?, ¿y adónde?

¿O podemos quedarnos aún? ¿Cuánto tiempo?

Demos cuenta en primer lugar de la cuestión de la permanencia. ¿Cabe esperar tiempos mejores, armarnos de paciencia, aguardar resignados la voluntad divina, que los príncipes y los pueblos de la tierra muestren mayor condescendencia hacia nosotros? ¿Por qué? Los príncipes, aun cuando estemos tan próximos a su corazón como los demás ciudadanos, no pueden protegernos. Atizarían el odio a los judíos si demostraran demasiada benevolencia hacia los judíos. Y por ‘demasiada’ hay que entender menos de la que reclama cualquier normal ciudadano o cualquier grupo étnico. Los pueblos en los que viven los judíos son todos ellos, de manera más o menos vergonzosa, antisemitas. El pueblo llano no tiene, ni puede tener, ninguna comprensión de la historia. No saben que los pecados de la Edad Media vuelven a estar presentes en los pueblos europeos. Somos el resultado del gueto. Hemos alcanzado sin duda cierta preponderancia en los negocios de dinero porque en la Edad Media se nos arrojó a ellos. Ahora vuelve a repetirse lo anterior. De nuevo se nos confina al mundo del dinero, que hoy se llama bolsa, y se nos separa de los restantes ramos de la industria. Pero el que operemos en la bolsa ha pasado a ser, una vez más, un motivo de desprecio. Sin embargo, producimos sin descanso individuos de inteligencia media, que no tienen salida y representan por ello un peligro para la sociedad análogo al del aumento de los patrimonios. Los judíos ilustrados y desposeídos van a parar todos al socialismo. Las luchas sociales, pues, tendrán lugar sobre nuestras espaldas, porque tanto en el campo socialista como en el capitalista ocupamos las posiciones más a la vista.

Intentos de solución hasta hoy

Los medios artificiales aplicados hasta hoy para superar la situación de apremio de los judíos fueron o insuficientes sin más, como las diversas colonizaciones, o mal ideados, como las tentativas de convertir a los judíos en campesinos en sus actuales patrias.

¿Qué se consigue con trasladar a un par de miles de judíos a otra comarca? Pues o prosperan, con lo que el antisemitismo sigue al aumento de sus patrimonios, o se van rápidamente a pique. De los intentos de traslado de los judíos pobres a otros países ya nos ocupamos anteriormente. El traslado es en cualquier caso insuficiente e inútil, cuando no directamente inoportuno. Todo ello no hace sino suspender, demorar y hasta quizá dificultar la solución.

Y quien quiere transformar a los judíos en agricultores está incurriendo en un error extraño. Campesino es, en efecto, una categoría histórica, lo cual se reconoce mejor que nada por la indumentaria, antiquísima en la mayor parte de los países, al igual que sus utensilios de trabajo, los mismos que en tiempos de sus antepasados. Su arado es aún el de siempre, siembra con el mandil puesto, siega con la hoz de entonces y trilla con el mayal. Sin embargo, sabemos que actualmente hay máquinas para todo eso. La cuestión agraria es solo un asunto de máquinas. América debe ganar a Europa, tal y como el latifundio engulle el minifundio. El campesino es por tanto una figura en vías de extinción. Si se lo conserva artificialmente en vida es a causa de los intereses políticos de que depende. Recrear nuevos campesinos a partir de antiguas recetas es empresa tan vana como demente. Nadie es tan rico o fuerte como para frenar con violencia la cultura. Ya el mantenimiento de condiciones culturales anticuadas es un cometido extraordinario para el que apenas si bastarían todos los instrumentos de poder puestos en juego por un Estado autocrático.

¿Se pretende, pues, que el judío, sujeto inteligente por naturaleza, se convierta en un campesino a la antigua usanza? Eso sería como si se le dijese a un judío: ‘Aquí tienes una ballesta, ¡ve a la guerra!’. ¿Cómo con una ballesta cuando los demás tienen fusiles de pequeño calibre y cañones de tipo Krupp? Los judíos a los que se quiere convertir en campesinos tienen pleno derecho a no moverse ni un palmo en tales circunstancias. La ballesta es un arma bonita, que hasta me pone melancólico cuando tengo tiempo. Pero su sitio es el museo.

Ahora bien, hay ciertas regiones en donde la desesperación lleva a los judíos a ir o a querer ir a los campos. Y ahí se pone de relieve cómo en tales lugares –el enclave de Hesse en Alemania y algunas provincias rusas– el antisemitismo se incuba más rápidamente.

Y es que los reformadores del mundo que envían a los judíos a labrar se olvidan de una persona con mucho que decir al respecto: el campesino. También el campesino tiene pleno derecho. Los impuestos sobre la propiedad rural, los peligros conexos a las cosechas, la presión de los grandes propietarios, que producen más barato, y en especial la competencia americana ya le amargan lo bastante la vida. Además, los aranceles sobre el grano no pueden crecer al infinito. Tampoco se puede matar de hambre a los trabajadores; más aún, se les ha de mirar con mayor respeto desde el momento en que su influencia política va en aumento.

Todas estas dificultades son bien conocidas, de ahí que las mencione solo de pasada. Quería señalar meramente el nulo valor de las tentativas de solución desarrolladas hasta el presente, pese a los laudables propósitos de la mayoría de ellas. Ni el traslado, ni la artificial contracción del nivel espiritual de nuestro proletariado servirán de ayuda al respecto.

El milagroso medio de la asimilación ya lo hemos examinado. No se aborda así el antisemitismo. Este no puede ser eliminado mientras no se eliminen sus causas. Ahora bien, ¿son estas eliminables?

Causas del antisemitismo

No hablamos ahora de razones emotivas, de antiguos prejuicios o de estupideces, sino de las causas políticas y económicas. Nuestro actual antisemitismo no debe confundirse con el odio religioso a los judíos de otros tiempos, aun cuando también hoy el odio a los judíos tiene en algunos países una coloración confesional. En la actualidad, el rasgo predominante del movimiento antisemita es otro. En los países de alto desarrollo del antisemitismo, este es consecuencia de la emancipación de los judíos. Cuando los pueblos civilizados comprendieron la inhumanidad de las leyes especiales y nos dejaron libres, tal liberación llegó demasiado tarde. Donde vivíamos, las leyes ya no bastaban para emanciparnos. Curiosamente, en el gueto nos convertimos en un pueblo de clases medias y representábamos una terrible competencia justo para la clase media. De pronto, tras la emancipación, nos encontrábamos en los dominios de la burguesía y hubimos de soportar una doble opresión, desde dentro y desde fuera. La cristiana burguesía estaría bien dispuesta a darnos en pasto al socialismo, solo que eso serviría de poco.

Con todo, la paridad de derechos de los judíos, donde existe, ya no puede ser anulada. No solo porque iría contra la mentalidad actual, sino también porque ello enviaría de inmediato a todos los judíos, pobres y ricos, a los partidos subversivos. Nada puede hacerse de verdad efectivo contra nosotros. Antaño se les quitaban a los judíos las joyas. Pero ¿cómo poner hoy las manos sobre nuestros bienes muebles? Se valen de trozos de papel impreso, guardados en algún lugar de la tierra, quizá en cajas fuertes cristianas. Ahora se puede simplemente imponer impuestos sobre las acciones y títulos privilegiados de ferrocarriles, bancos y empresas de todo tipo, y donde existe el impuesto progresivo sobre la renta es posible actuar sobre el entero complejo de la riqueza mueble. Solo que semejantes intentos no pueden dirigirse únicamente contra los judíos, y donde, con todo, aún se pretende hacerlo, rápidamente sobrevienen graves crisis económicas en ningún modo limitadas a los judíos, los primeros, por cierto, en padecerlas. A causa de dicha imposibilidad de sobretasar a los judíos, es solo el odio lo que se fortifica y encona. El antisemitismo crece de día en día, de hora en hora, en las poblaciones, y tiene que seguir aumentando porque las causas permanecen y no pueden ser eliminadas. La causa remota es la pérdida, ocurrida en la Edad Media, de nuestra asimilabilidad; la causa próxima, nuestra sobreproducción de inteligencias medias, sin posibilidad de salida hacia abajo ni de subida hacia arriba –es decir, carecen de salida y de subida razonables–. Hacia abajo nos hacemos proletarios y subversivos –todos los cuadros subalternos de los partidos revolucionarios proceden de nosotros–, mientras hacia arriba aumenta al mismo tiempo nuestro temible poder financiero.

Efectos del antisemitismo

La opresión llevada a cabo contra nosotros no nos vuelve mejores. No somos distintos de los demás hombres. Desde luego, no amamos a nuestros enemigos. Pero solo quien sea capaz de sobreponerse a sí mismo puede dirigirnos reproches. De manera natural, la opresión genera en nosotros hostilidad contra quienes nos vejan, y nuestra hostilidad acarrea un aumento en la opresión. Salir de este círculo vicioso es imposible.

‘¡Que sí’!, dirán los ilusos de corazón blando: ‘Sí que es posible. ¡En cuanto se motive la bondad de los hombres!’ ¿De verdad tengo que demostrar qué tipo de monserga sentimental es esta? ¡Quien quisiera asentar el mejoramiento de las condiciones en la bondad de todos los hombres estaría sin duda escribiendo una utopía!

Ya hablé de nuestra ‘asimilación’. Pero nunca dije que la desee. Demasiado conocida es históricamente la personalidad de nuestro pueblo, y demasiado elevada pese a tanta humillación, como para desear su ocaso. Pero quizá hasta pudiéramos desaparecer sin dejar huella en cualquiera de los pueblos de nuestro entorno con solo que nos dejaran en paz durante dos generaciones. Mas en paz no se nos dejará. Tras breves períodos de tolerancia se renueva sin tregua la hostilidad contra nosotros. Algo de provocador parece contener nuestro bienestar, pues el mundo lleva siglos acostumbrado a vernos como los más despreciables de los pobres. Pero, será ignorancia o mezquindad, nadie repara en que nuestro bienestar nos debilita en cuanto judíos y disuelve nuestras peculiaridades. Solo la opresión vuelve a embutimos en el antiguo tronco, solo el odio de nuestro entorno nos vuelve una vez más extranjeros. De modo que, lo queramos o no, somos y permanecemos un grupo histórico de reconocida afinidad.

Somos un pueblo: con independencia de nuestra voluntad, el enemigo nos vuelve tal, como siempre ocurrió a lo largo de la historia. La opresión nos junta, y es entonces cuando de pronto descubrimos nuestra fuerza. Sí, tenemos la fuerza para construir un Estado, o mejor: un Estado modelo. Poseemos todos los medios humanos y materiales necesarios al respecto.

Este sería sin duda el lugar donde hablar de nuestro ‘material humano’, por decirlo de manera algo ruda. Pero antes hemos de dar a conocer las líneas básicas a las que se habrá de reconducir todo.

El proyecto

El proyecto completo es en su forma fundamental infinitamente sencillo, y así ha de ser si todos los hombres deben comprenderlo.

Désenos soberanía sobre un trozo de la superficie terrestre suficiente para cubrir nuestras necesidades como pueblo; de lo demás ya nos encargaremos nosotros.

Nada hay de bufo o imposible en el surgir de una nueva soberanía. Hemos tenido en nuestros días ocasión de presenciarlo en pueblos en los que, al contrario del nuestro, no prevalecen las capas medias, sino que son más pobres e incultos, y por ende más débiles. En concedernos la soberanía están vivamente interesados los gobiernos de los países donde se propaga el antisemitismo.

Para tal menester, sencillo en su principio pero de difícil ejecución, se crearán dos grandes órganos: la Society of Jews y la Jewish Company.

Lo que la Society of Jews ha elaborado desde un punto de vista científico y político la Jewish Company lo lleva a la práctica.

La Jewish Company se ocupa de liquidar los intereses patrimoniales de los judíos dispuestos a partir y organiza el intercambio económico en el nuevo país.

Tal y como se ha dicho, la partida de los judíos no debe imaginarse como una cosa repentina. Será gradual y durará decenios. Los primeros en salir serán los más pobres, quienes desbrozarán la tierra. De acuerdo con un plan establecido de antemano, construirán carreteras, puentes, ferrocarriles, levantarán telégrafos, regularán ríos y fundarán sus hogares. Su trabajo comporta tráfico; el tráfico, mercados, los mercados atraen nuevos colonos. Y cada cual viene voluntariamente, por su propia cuenta y riesgo. El trabajo que soterramos en la tierra realza el valor del país. Los judíos pronto comprobarán que, merced a su hasta ahora odiado y despreciado espíritu de iniciativa, un nuevo territorio ha sido puesto en explotación.

Si actualmente se quiere fundar un país, no se puede hacer en el único modo que hubiera sido posible hace mil años. Es de locos querer retrotraerse a niveles de civilización pretéritos, como es el deseo de algunos sionistas. Si, a título de ejemplo, nos viéramos en la tesitura de tener que limpiar de fieras un territorio, no lo haríamos a la manera de los europeos del siglo v. No iríamos solos a cazar osos con lanzas y jabalinas, sino que organizaríamos una gran y festiva cacería, acorralaríamos a las bestias y les arrojaríamos una bomba de melinita.

Si queremos levantar edificios, no encajaremos sencillos palafitos a la orilla de los lagos, sino que los construiremos como hoy día se hace. Habrá más atrevimiento y excelencia en nuestras construcciones que hasta ahora, pues disponemos de medios nunca antes conocidos.

A nuestras capas económicamente más bajas se van añadiendo las que están justo por encima. Quienes hoy están desesperados parten los primeros. Nuestra más que media inteligencia, por todas partes perseguida y de la que tenemos sobreproducción, será su guía.

Con el presente texto, la cuestión de la emigración judía ha de someterse a discusión general. Empero, esto no significa que haya de decidirse en votación. En tal modo todo estaría perdido de antemano. Quien no quiera venir puede quedarse. La oposición de individuos singulares es indiferente. Quien sí quiera póngase tras nuestra bandera y defiéndala con palabras, escritos y acciones.

Los judíos que se reconocen en nuestra idea de Estado reúnanse en torno a la Society of Jews. De tal modo, ella adquiere autoridad para hablar y tratar con los gobiernos en nombre de los judíos. La Society, para decirlo con una analogía del derecho internacional, es reconocida como poder constituyente del Estado. Y con ello el Estado estaría ya constituido.

Ahora bien, si las potencias se muestran dispuestas a garantizar al pueblo judío la soberanía sobre un país neutral, a la Society tocaría entonces tratar sobre el país al que ir. Dos son las zonas para tomar en consideración: Palestina y la Argentina. En las dos se han producido ya tentativas de colonización para tener en cuenta; eso sí, siguiendo el erróneo principio de la paulatina infiltración de los judíos. La infiltración, así, por fuerza terminará mal: pues llega siempre el momento en el que el gobierno, ante las presiones de la población que se siente amenazada, bloquea ulteriores aflujos de judíos. En consecuencia, la emigración solo tiene sentido sobre la base de la seguridad de nuestra soberanía.

La Society of Jews tratará con los actuales Estados soberanos, y desde luego bajo el protectorado de las potencias europeas, siempre y cuando el proyecto les resulte evidente. Podemos garantizar a los actuales Estados soberanos enormes ventajas, hacernos cargo de parte de su deuda, construir calzadas, también necesarias para nosotros, y muchas otras cosas. Pero es que ya el mero surgir del Estado Judío será beneficioso a los países colindantes pues, tanto en lo grande como en lo pequeño, la cultura de una región aumenta el valor de cuanto la rodea.

¿Palestina o la Argentina?

¿Qué preferir, Palestina o la Argentina? La Society tomará lo que se le dé, pero no sin prestar oídos a la opinión pública del pueblo judío. La Society apreciará las dos cosas. La Argentina es, en cuanto a recursos naturales, uno de los países más ricos de la tierra; tiene vastísimas llanuras, poca población y un clima templado. La República Argentina tendría un interés enorme en cedernos una porción de su territorio. La actual infiltración judía tan solo ha producido allí desavenencias; es menester explicar a la Argentina el carácter en esencia diferente de la nueva emigración judía.

Palestina es nuestra inolvidable patria histórica. Su solo nombre ejercería un poder de convocatoria fuertemente evocador para nuestro pueblo. Si Su Majestad el sultán nos concediese Palestina, nosotros podríamos comprometernos a poner completo orden en las finanzas turcas. En favor de Europa construiríamos allí una parte de la fortificación que la defendería de Asia, haríamos de avanzada de la cultura frente a la barbarie. Como Estado neutral mantendríamos relaciones con toda Europa, que estaría en la obligación de garantizar nuestra existencia. Respecto de los santos lugares de la cristiandad cabría buscar una fórmula de derecho internacional que estableciese su extraterritorialidad. Conformaríamos la guardia de honor en torno a los santos lugares, y nuestra propia existencia sería el garante del cumplimiento de dicho deber. Esa guardia de honor sería el gran símbolo para la solución de la cuestión judía tras dieciocho siglos de penalidades.

Necesidad, organismo, intercambios

En el penúltimo capítulo dije: ‘La Jewish Company organiza el intercambio económico en el nuevo país’. Al respecto creo necesarias algunas explicaciones. Un proyecto como el presente está amenazado en sus fundamentos si los ‘expertos’ se pronuncian en su contra. Ahora bien, los expertos son, por lo general, unos rutinarios, incapaces de rebasar el estrecho círculo de las viejas ideas. Solo que su oposición cuenta y puede causar un gran daño a lo nuevo, al menos mientras lo nuevo no sea lo bastante fuerte por sí mismo como para mandar al garete a los expertos con todas sus apolilladas ideas.

Cuando llegó a Europa la era del ferrocarril, más de un experto declaró insensata la construcción de ciertas líneas, ‘porque allí ni siquiera la diligencia recogía pasajeros suficientes’. Por entonces no se conocía aún esa verdad hoy considerada de cajón, a saber, que no son los viajeros los que atraen al tren, sino que, a la inversa, es el tren el que atrae a los viajeros, aun cuando ciertamente deba presuponerse una necesidad latente.

Reparos similares a los de los expertos sobre el ferrocarril son los de esos que no consiguen imaginar cuál deba ser, en un país nuevo aún por tomar en posesión y por poner en cultivo, la organización económica para procurar a los recién llegados. Un experto dirá más o menos lo siguiente: ‘Concediendo que las circunstancias actuales de los judíos en muchos lugares sean insostenibles y destinadas a empeorar; concediendo que aumente el deseo de emigrar; concediendo incluso que los judíos emigren al nuevo país, ¿cómo y qué ganarán allí? ¿De qué vivirán? Los intercambios de muchos hombres no se organizan artificialmente de un día para otro’.

He aquí mi respuesta: en absoluto se trata de organizar artificialmente los intercambios, y menos que nada de que puedan llevarse a cabo de un día para otro. Pero si no cabe organizar así los intercambios, sí se les puede estimular. ¿Cómo? Por medio de un órgano que represente una necesidad. La necesidad quiere ser reconocida, el órgano quiere ser creado: los intercambios, así, se producen solos.

Si la necesidad de los judíos de alcanzar mejores condiciones es verdadera, profunda; si el órgano que gestionará dicha necesidad, la Jewish Company es lo bastante fuerte, la organización económica del nuevo país se desarrollará plenamente. Cierto que es cosa del futuro: como también era cosa del futuro el desarrollo del ferrocarril para los hombres de los años treinta. Los ferrocarriles, sin embargo, fueron construidos. Afortunadamente, no se hizo ningún caso de los reparos de los expertos en diligencias”.

Theodor Herzl, El Estado judío, Buenos Aires, Prometeo, 2005.

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