FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Emilio Zola J'acusse

II. La belle époque y el capitalismo global



Carta abierta al presidente de Francia, M. Félix Faure, publicada por el diario L’Aurore en París el 13 de enero de 1898.

“Señor: Me permitís que, agradecido por la bondadosa acogida que me dispensasteis, me preocupe de vuestra gloria y os diga que vuestra estrella, tan feliz hasta hoy, está amenazada por la más vergonzosa e imborrable mancha?

Habéis salido sano y salvo de bajas calumnias, habéis conquistado los corazones. Aparecisteis radiante en la apoteosis de la fiesta patriótica que, para celebrar la alianza rusa, hizo Francia, y os preparáis a presidir el solemne triunfo de nuestra Exposición Universal, que coronará este gran siglo de trabajo, de verdad y de libertad. ¡Pero qué mancha de cieno sobre vuestro nombre –iba a decir sobre vuestro reino– puede imprimir este abominable proceso Dreyfus! Por lo pronto, un consejo de guerra se atreve a absolver a Esterhazy, bofetada suprema a toda verdad, a toda justicia. Y no hay remedio; Francia conserva esa mancha y la historia consignará que semejante crimen social se cometió al amparo de vuestra presidencia.

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FÉLIX FAURE (1841-1899)









Puesto que se ha obrado tan sin razón, hablaré. Prometo decir toda la verdad y la diré si antes no lo hace el tribunal con toda claridad. Es mi deber: no quiero ser cómplice. Todas las noches me desvelaría el espectro del inocente que expía a lo lejos cruelmente torturado un crimen que no ha cometido.

Por eso me dirijo a vos gritando la verdad con toda la fuerza de mi rebelión de hombre honrado. Estoy convencido de que ignoráis lo que ocurre. ¿Y a quién denunciar las infamias de esa turba malhechora de verdaderos culpables si no al primer magistrado del país? (…)

Parecen inverosímiles las pruebas a que se ha sometido al desdichado Dreyfus, los lazos en los que se ha querido hacerlo caer, las investigaciones desatinadas, las combinaciones monstruosas... ¡que denuncia tan cruel!

¡Ah! Por lo que respecta a esa primera parte, es una pesadilla insufrible, para quien está al corriente de sus detalles verdaderos. El comandante Paty de Clam prende a Dreyfus y lo incomunica. Corre después en busca de la señora de Dreyfus y le infunde terror previniéndole que, si habla, su esposo está perdido. Entre tanto, el desdichado se arranca la carne y proclama con alaridos su inocencia, mientras la instrucción del proceso se hace como una crónica del siglo xv, en el misterio, con una terrible complicación de expedientes, todo basado en una sospecha infantil, en la nota sospechosa, imbécil, que no era solamente una traición vulgar, era también un estúpido engaño, porque los famosos secretos vendidos eran tan inútiles que apenas tenían valor. Si yo insisto, es porque veo en este germen de dónde saldrá más adelante el verdadero crimen, la espantosa denegación de justicia, que afecta profundamente a nuestra Francia. Quisiera hacer palpable cómo pudo ser posible el error judicial, cómo nació de las maquinaciones del comandante Paty de Clam y cómo los generales Mercier, Boisdeffre y Gonse, sorprendidos al principio, han ido comprometiendo poco a poco su responsabilidad en este error, que más tarde impusieron como una verdad santa, una verdad indiscutible. Desde luego, solo hubo de su parte incuria y torpeza; cuando más, cedieron a las pasiones religiosas del medio y a prejuicios de sus investiduras. Y dejaron seguir las torpezas.

Cuando aparece Dreyfus ante el Consejo de Guerra, exigen el secreto más absoluto. Si un traidor hubiese abierto las fronteras al enemigo para conducir al emperador de Alemania hasta Notre Dame, no se hubieran tomado mayores precauciones de silencio y misterio. Se murmuran hechos terribles, traiciones monstruosas y, naturalmente, la nación se inclina llena de estupor, no halla castigo bastante severo, aplaudir la degradación pública, gozar viendo al culpable sobre su roca de infamia devorado por los remordimientos. Luego, ¿es verdad que existen cosas indecibles, dañinas, capaces de revolver toda Europa y que ha sido preciso para evitar grandes desdichas enterrar en el mayor secreto? ¡No! Detrás de tanto misterio solo se hallan las imaginaciones románticas y dementes del comandante Paty de Clam. Todo esto no tiene otro objeto que ocultar la más inverosímil novela folletinesca. (…)

¡Ah! ¡Cuánta vaciedad! Parece mentira que con semejante acta pudiese ser condenado un hombre. Dudo que las gentes honradas pudiesen leerla sin que su alma se llene de indignación y sin que se asome a sus labios un grito de rebeldía imaginando la expiación desmesurada que sufre la víctima en la Isla del Diablo. Dreyfus conoce varias lenguas: crimen. En su casa no hallan papeles comprometedores: crimen. Algunas veces visita su país natal: crimen Es laborioso, tiene ansia de saber: crimen. Si no se turba: crimen. Todo crimen, siempre crimen. ¡Y las ingenuidades de redacción, las formales aserciones en el vacío! Nos habían hablado de catorce acusaciones y no aparece más que una: la nota sospechosa. Es más: averiguamos que los peritos no están de acuerdo y que uno de ellos, M. Gobert, fue atropellado militarmente porque se permitía opinar contra lo que se deseaba. Se habla también de veintitrés oficiales, cuyos testimonios serían contra Dreyfus. Desconocemos aún sus interrogatorios, pero lo cierto es que no todos lo acusaron, y hay que añadir, además, que los veintitrés oficiales pertenecen a las oficinas del Ministerio de Guerra. Se las arreglan entre ellos como si fuese un proceso de familia, fijaos bien en ello: el Estado Mayor lo hizo, lo juzgó y acaba de juzgarlo por segunda vez. (…)

Por lo demás, queda demostrado que el proceso Dreyfus no era más que un asunto particular de las oficinas de guerra; un individuo del Estado Mayor, denunciado por sus camaradas del mismo cuerpo y condenado, bajo la presión de sus jefes. Por lo tanto, lo repito, no puede aparecer inocente sin que todo el Estado Mayor aparezca culpable. Por esto las oficinas militares, usando todos los medios que les ha sugerido su imaginación y que les permiten sus influencias, defienden a Esterhazy para hundir de nuevo a Dreyfus. ¡Ah!, qué gran barrido debe hacer el gobierno republicano en esa cueva jesuítica (frase del mismo general Billot). ¿Cuándo vendrá el Ministerio verdaderamente fuerte y patriota que se atreva de una vez a refundirlo y renovarlo todo? ¡Cuánta gente conozco que, suponiendo posible una guerra, tiembla de angustia porque sabe en qué manos está la defensa nacional! ¡En qué albergue de intrigas, chismes y dilapidaciones se ha convertido el sagrado asilo en el que se decide la suerte de la patria! Espanta la terrible claridad que arroja sobre aquel antro el asunto Dreyfus; el sacrificio humano de un infeliz, de un “puerco judío”. ¡Ah! se han agitado allí la demencia y la estupidez, maquinaciones locas, prácticas de baja policía, costumbres inquisitoriales; el placer de algunos tiranos que pisotean la nación que hacen ahogar en su garganta el grito de verdad y de justicia bajo el pretexto, falso y sacrílego, de razón de Estado.

Y es un crimen más apoyarse en la prensa inmunda, dejarse defender por todos los bribones de París, de manera que los bribones triunfen insolentemente derrotando el derecho y la probidad. Es un crimen haber acusado como perturbadores de Francia a cuantos quieren verla generosa y noble a la cabeza de las naciones libres y justas, mientras los canallas urden impunemente el error que tratan de imponer al mundo entero. Es un crimen extraviar la opinión con tareas mortíferas que la pervierten y la conducen al delirio. Es un crimen envenenar a los pequeños y a los humildes exasperando las pasiones de reacción y de intolerancia, y cubriéndose con el antisemitismo, de cuyo mal morirá sin duda la Francia libre si no sabe curarse a tiempo. Es un crimen explotar el patriotismo para trabajos de odio; y es un crimen, en fin, hacer del sable un dios moderno mientras toda la ciencia humana emplea sus trabajos en una obra de verdad y de justicia. (…)

Tal es la verdad, señor presidente, verdad tan espantosa que no dudo quede como una mancha en vuestro gobierno. Supongo que no tenéis ningún poder en este asunto, que sois un prisionero de la Constitución y de la gente que os rodea; pero tenéis un deber de hombre en el cual meditaréis cumpliéndolo, sin duda, honradamente. No creáis que desespero del triunfo; lo repito con una certeza que no permite la menor vacilación; la verdad avanza y nadie podrá contenerla. Hasta hoy no principia el proceso, pues hasta hoy no han quedado deslindadas las posiciones de cada uno; a un lado los culpables, que no quieren la luz; al otro los justicieros que daremos la vida porque la luz se haga. Cuanto más duramente se oprime la verdad, más fuerza toma, y la explosión será terrible. Veremos cómo se prepara el más ruidoso de los desastres.

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RETRATO DE EMILE ZOLA DE EDUARDO MANET










Señor presidente, concluyamos, que ya es tiempo.

Yo acuso al teniente coronel Paty de Clam como obrero diabólico –quiero suponer inconsciente– del error judicial y por haber defendido su obra nefasta tres años después con maquinaciones descabelladas y culpables.

Acuso al general Mercier por haberse hecho cómplice, al menos por debilidad, de una de las mayores iniquidades del siglo.

Acuso al general Billot de haber tenido en sus manos las pruebas de la inocencia de Dreyfus y no haberlas utilizado, haciéndose por lo tanto culpable del crimen de lesa humanidad y de lesa justicia con un fin político y para salvar al Estado Mayor comprometido.

Acuso al general Boisdeffre y al general Gonse por haberse hecho cómplices del mismo crimen, el uno por fanatismo clerical, el otro por espíritu de cuerpo, que hace de las oficinas de Guerra un arca santa, inatacable.

Acuso al general Pellieux y al comandante Ravary por haber hecho una información infame, una información parcialmente monstruosa, en la cual el segundo ha labrado el imperecedero monumento de su torpe audacia.

Acuso a los tres peritos calígrafos, los señores Belhomme, Varinard y Couard por sus informes engañadores y fraudulentos, a menos que un examen facultativo los declare víctimas de una ceguera de los ojos y del juicio.

Acuso a las oficinas de Guerra por haber hecho en la prensa, particularmente en L’Eclair y en L’Echo de París una campaña abominable para cubrir su falta, extraviando a la opinión pública.

Y por último: acuso al primer Consejo de Guerra por haber condenado a un acusado fundándose en un documento secreto y al segundo Consejo de Guerra, por haber cubierto esta ilegalidad cometiendo el crimen jurídico de absolver conscientemente a un culpable.

No ignoro que, al formular estas acusaciones, arrojo sobre mí los artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, que se refieren a los delitos de difamación. Y voluntariamente me pongo a disposición de los Tribunales.

En cuanto a las personas a quienes acuso, debo decir que ni las conozco ni las he visto nunca, ni siento particularmente por ellas rencor ni odio. Las considero como entidades, como espíritus de maleficencia social. Y el acto que realizo aquí, no es más que un medio revolucionario de activar la explosión de la verdad y de la justicia.

Solo un sentimiento me mueve, solo deseo que la luz se haga, y lo imploro en nombre de la humanidad, que ha sufrido tanto y que tiene derecho a ser feliz. Mi ardiente protesta no es más que un grito de mi alma. Que se atrevan a llevarme a los Tribunales y que me juzguen públicamente.

Así lo espero”.

Zola fue acusado de difamar a la autoridad pública y condenado por dicho crimen. El juicio se desarrolló en un clima de intensa violencia, el escritor fue atacado por los nacionalistas y recibió el apoyo de importantes figuras del campo intelectual. Antes de terminar el proceso, el escritor se refugió en Inglaterra.


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