FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

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El corazón de las tinieblas

I. El imperialismo


En esta novela, Joseph Conrad, a través de la voz de su protagonista, Marlow, nos guía en el mundo africano de finales del siglo XIX. A medida que se sumerge en una naturaleza silenciosa y hostil, la tensión del protagonista será cada vez más intensa.

La misión encomendada a Marlow es la búsqueda de Kurtz, un agente comercial que ha permanecido demasiado tiempo en el corazón de la selva y que parece una especie de dios para los nativos. Aunque solo aparece al final, Kurtz está presente durante todo el relato. Se presenta como un ser superior guiado por su voluntad inquebrantable y que es capaz de subyugar a los demás con el poder de su palabra, un hombre que está más allá del bien y del mal, porque no sigue moral alguna.

El corazón de las tinieblas es el relato de un hombre cuyas experiencias en el mundo africano cambiaron para siempre su visión de la naturaleza humana. Es también una crítica cruda al imperialismo europeo, a la rapiña generalizada que se abatió durante décadas sobre el continente africano.

“[…] Hicimos escala en algunos otros lugares de nombres grotescos, donde la alegre danza de la muerte y el comercio continuaba desenvolviéndose en una atmósfera tranquila y terrenal, como en una catacumba ardiente. A lo largo de aquella costa informe, bordeada de un rompiente peligroso, como si la misma naturaleza hubiera tratado de desalentar a los intrusos, remontamos y descendimos algunos ríos, corrientes de muerte en vida, cuyos bordes se pudrían en el cieno, y cuyas aguas, espesadas por el limo, invadían los manglares contorsionados que parecían retorcerse hacia nosotros, en el extremo de su impotente desesperación. En ningún lugar nos detuvimos el tiempo suficiente como para obtener una impresión precisa, pero un sentimiento general de estupor vago y opresivo se intensificó en mí. Era como un fatigoso peregrinar en medio de visiones de pesadilla. "Pasaron más de treinta días antes de que viera la boca del gran río. Anclamos cerca de la sede del gobierno, pero mi trabajo sólo comenzaría unas doscientas millas más adentro. Tan pronto como pude, llegué a un lugar situado treinta millas arriba. "Tomé pasaje en un pequeño vapor. El capitán era sueco, y cuando supo que yo era marino me invitó a subir al puente. Era un joven delgado, rubio y lento, con una cabellera y porte desaliñados. Cuando abandonamos el pequeño y miserable muelle, meneó la cabeza en ademanes despectivos y me preguntó: '¿Ha estado viviendo aquí?' Le dije que sí. 'Estos muchachos del gobierno son un grupo excelente', continuó hablando el inglés con gran precisión y considerable amargura. 'Es gracioso lo que algunos de ellos pueden hacer por unos cuantos francos al mes. Me asombra lo que les ocurre cuando se internan río arriba.' Le dije que pronto esperaba verlo con mis propios ojos. '¡Vaya!', exclamó. Luego me dio por un momento la espalda mirando con ojo vigilante la ruta. 'No esté usted tan seguro. Hace poco recogí a un hombre colgado en el camino. También era sueco.' '¿Se colgó? ¿Por qué, en nombre de Dios?', exclamé. Él seguía mirando con preocupación el río. '¿Quién puede saberlo? ¡Quizás estaba harto del sol! ¡O del país!' "Al fin se abrió ante nosotros una amplia extensión de agua. Apareció una punta rocosa, montículos de tierra levantados en la orilla, casas sobre una colina, otras con techo metálico, entre las excavaciones o en un declive. Un ruido continuo producido por las caídas de agua dominaba esa escena de devastación habitada. Un grupo de hombres, en su mayoría negros desnudos, se movían como hormigas. El muelle se proyectaba sobre el río. Un crepúsculo cegador hundía todo aquello en un resplandor deslumbrante. 'Ésa es la sede de su compañía', dijo el sueco, señalando tres barracas de madera sobre un talud rocoso. 'Voy a hacer que le suban el equipaje. ¿Cuatro bultos, dice usted? Bueno, adiós.' "Pasé junto a un caldero que estaba tirado sobre la hierba, llegué a un sendero que conducía a la colina. El camino se desviaba ante las grandes piedras y ante unas vagonetas tiradas boca abajo con las ruedas al aire. Faltaba una de ellas. Parecía el caparazón de un animal extraño. Encontré piezas de maquinaria desmantelada, y una pila de rieles mohosos. A mi izquierda un macizo de árboles producía un lugar umbroso, donde algunas cosas oscuras parecían moverse. Yo pestañeaba; el sendero era escarpado. A la derecha oí sonar un cuerno y vi correr a un grupo de negros. Una pesada y sorda detonación hizo estremecerse la tierra, una bocanada de humo salió de la roca; eso fue todo. Ningún cambio se advirtió en la superficie de la roca. Estaban construyendo un ferrocarril. Aquella roca no estaba en su camino; sin embargo aquella voladura sin objeto era el único trabajo que se llevaba a cabo. "Un sonido metálico a mis espaldas me hizo volver la cabeza. Seis negros avanzaban en fila, ascendiendo con esfuerzo visible el sendero. Caminaban lentamente, el gesto erguido, balanceando pequeñas canastas llenas de tierra sobre las cabezas. Aquel sonido se acompasaba con sus pasos. Llevaban trapos negros atados alrededor de las cabezas y las puntas se movían hacia adelante y hacia atrás como si fueran colas. Podía verles todas las costillas; las uniones de sus miembros eran como nudos de una cuerda. Cada uno llevaba atado al cuello un collar de hierro, y estaban atados por una cadena cuyos eslabones colgaban entre ellos, con un rítmico sonido. Otro estampido de la roca me hizo pensar de pronto en aquel barco de guerra que había visto disparar contra la tierra firme. Era el mismo tipo de sonido ominoso, pero aquellos hombres no podían, ni aunque se forzara la imaginación, ser llamados enemigos. Eran considerados como criminales, y la ley ultrajada, como las bombas que estallaban, les había llegado del mar cual otro misterio igualmente incomprensible. Sus pechos delgados jadeaban al unísono. Se estremecían las aletas violentamente dilatadas de sus narices. Los ojos contemplaban impávidamente la colina. Pasaron a seis pulgadas de donde yo estaba sin dirigirme siquiera una mirada, con la más completa y mortal indiferencia de salvajes infelices. Detrás de aquella materia prima, un negro amasado, el producto de las nuevas fuerzas en acción, vagaba con desaliento, llevando en la mano un fusil. Llevaba una chaqueta de uniforme a la que le faltaba un botón, y al ver a un hombre blanco en el camino, se llevó con toda rapidez el fusil al hombro. Era un acto de simple prudencia; los hombres blancos eran tan parecidos a cierta distancia que él no podía decir quién era yo. Se tranquilizó pronto y con una sonrisa vil, y una mirada a sus hombres, pareció hacerme partícipe de su confianza exaltada. Después de todo, también yo era una parte de la gran causa, de aquellos elevados y justos procedimientos. "En lugar de seguir subiendo, me volví y bajé a la izquierda. Me proponía dejar que aquella cuerda de criminales desapareciera de mi vista antes de que llegara yo a la cima de la colina. Ya sabéis que no me caracterizo por la delicadeza; he tenido que combatir y sé defenderme. He tenido que resistir y algunas veces atacar (lo que es otra forma de resistencia) sin tener en cuenta el valor exacto, en concordancia con las exigencias del modo de vida que me ha sido propio. He visto el demonio de la violencia, el demonio de la codicia, el demonio del deseo ardiente, pero, ¡por todas las estrellas!, aquéllos eran unos demonios fuertes y lozanos de ojos enrojecidos que cazaban y conducían a los hombres, sí, a los hombres, repito. Pero mientras permanecía de pie en el borde de la colina, presentí que a la luz deslumbrante del sol de aquel país me llegaría a acostumbrar al demonio blando y pretencioso de mirada apagada y locura rapaz y despiadada. Hasta dónde podía llegar su insidia sólo lo iba a descubrir varios meses después y a unas mil millas río adentro. Por un instante quedé amedrentado, como si hubiese oído una advertencia. Al fin, descendí la colina, oblicuamente, hacia la arboleda que había visto. […]

Al final llegué a la arboleda. Me proponía descansar un momento a su sombra, pero en cuanto llegué tuve la sensación de haber puesto el pie en algún tenebroso círculo del infierno. Las cascadas estaban cerca y el ruido de su caída, precipitándose ininterrumpida, llenaba la lúgubre quietud de aquel bosquecillo (donde no corría el aire, ni una hoja se movía) con un sonido misterioso, como si la paz rota de la tierra herida se hubiera vuelto de pronto audible allí.

"Unas figuras negras gemían, inclinadas, tendidas o sentadas bajo los árboles, apoyadas sobre los troncos, pegadas a la tierra, parcialmente visibles, parcialmente ocultas por la luz mortecina, en todas las actitudes de dolor, abandono y desesperación que es posible imaginar. Explotó otro barreno en la roca, y a continuación sentí un ligero temblor de tierra bajo los pies. El trabajo continuaba. ¡El trabajo! Y aquél era el lugar adonde algunos de los colaboradores se habían retirado para morir. "Morían lentamente... eso estaba claro. No eran enemigos, no eran criminales, no eran nada terrenal, sólo sombras negras de enfermedad y agotamiento, que yacían confusamente en la tiniebla verdosa. Traídos de todos los lugares del interior, contratados legalmente, perdidos en aquel ambiente extraño, alimentados con una comida que no les resultaba familiar, enfermaban, se volvían inútiles, y entonces obtenían permiso para arrastrarse y descansar allí. Aquellas formas moribundas eran libres como el aire, tan tenues casi como él. Comencé a distinguir el brillo de los ojos bajo los árboles. Después, bajando la vista, vi una cara cerca de mis manos. Los huesos negros reposaban extendidos a lo largo, con un hombro apoyado en el árbol, y los párpados se levantaron lentamente, los ojos sumidos me miraron, enormes y vacuos, una especie de llama blanca y ciega en las profundidades de las órbitas. Aquel hombre era joven al parecer, casi un muchacho, aunque como sabéis con ellos es difícil calcular la edad. Lo único que se me ocurrió fue ofrecerle una de las galletas del vapor del buen sueco que llevaba en el bolsillo. Los dedos se cerraron lentamente sobre ella y la retuvieron; no hubo otro movimiento ni otra mirada. Llevaba un trozo de estambre blanco atado alrededor del cuello. ¿Por qué? ¿Dónde lo había podido obtener? ¿Era una insignia, un adorno, un amuleto, un acto propiciatorio? ¿Había alguna idea relacionada con él? Aquel trozo de hilo blanco llegado de más allá de los mares resultaba de lo más extraño en su cuello. "Junto al mismo árbol estaban sentados otros dos haces de ángulos agudos con las piernas levantadas. Uno, la cabeza apoyada en las rodillas, sin fijar la vista en nada, miraba al vacío de un modo irresistible e intolerante; su hermano fantasma reposaba la frente, como si estuviera vencido por una gran fatiga. Alrededor de ellos estaban desparramados los demás, en todas las posiciones posibles de un colapso, como una imagen de una matanza o una peste. Mientras yo permanecía paralizado por el terror, una de aquellas criaturas se elevó sobre sus manos y rodillas, y se dirigió hacia el río a beber. Bebió, tomando el agua con la mano, luego permaneció sentado bajo la luz del sol, cruzando las piernas, y después de un rato dejó caer la cabeza lanuda sobre el esternón. "No quise perder más tiempo bajo aquella sombra y me apresuré a dirigirme al campamento. Cerca de los edilicios encontré a un hombre vestido con una elegancia tan inesperada que en el primer momento llegué a creer que era una visión. Vi un cuello alto y almidonado, puños blancos, una ligera chaqueta de alpaca, pantalones impecables, una corbata clara y botas relucientes. No llevaba sombrero. Los cabellos estaban partidos, cepillados, aceitados, bajo un parasol a rayas verdes sostenido por una mano blanca. Era un individuo asombroso; llevaba un portaplumas tras la oreja.

"Estreché la mano de aquel ser milagroso, y me enteré de que era el principal contable de la compañía, y de que toda la contabilidad se llevaba en ese campamento. Dijo que había salido un momento para tomar un poco de aire fresco. Aquella expresión sonó de un modo extraordinariamente raro, con todo lo que sugería de una sedentaria vida de oficina. No tendría que mencionar para nada ahora a aquel individuo, a no ser que fue a sus labios a los que oí pronunciar por vez primera el nombre de la persona tan indisolublemente ligada a mis recuerdos de aquella época. Además sentí respeto por aquel individuo. Sí, respeto por sus cuellos, sus amplios puños, su cabello cepillado. Su aspecto era indudablemente el de un maniquí de peluquería, pero en la inmensa desmoralización de aquellos territorios, conseguía mantener esa apariencia. Eso era firmeza. Sus camisas almidonadas y las pecheras enhiestas eran logros de un carácter firme. Había vivido allí cerca de tres años, y, más adelante, no pude dejar de preguntarle cómo lograba ostentar aquellas prendas. Se sonrojó ligeramente y me respondió con modestia: 'He logrado adiestrar a una de las nativas del campamento. Fue difícil. Le disgustaba hacer este trabajo.' Así que aquel hombre había logrado realmente algo. Vivía consagrado a sus libros, que llevaba con un orden perfecto. "Todo lo demás que había en el campamento estaba presidido por la confusión; personas, cosas, edificios. Cordones de negros sucios con los pies aplastados llegaban y volvían a marcharse; una corriente de productos manufacturados, algodón de desecho, cuentas de colores, alambres de latón, era enviada a lo más profundo de las tinieblas, y a cambio de eso volvían preciosos cargamentos de marfil […]”


Niños mutilados en el Congo













CONGOLESES MUTILADOS

















NIÑOS Y MUJERES CON LAS MANOS CORTADAS PORQUE LOS HOMBRES NO RECOGIERON LAS CUOTAS DE CAUCHO QUE LES HABÍAN ASIGNADO LAS AUTORIDADES METROPOLITANAS.


Joseph Conrad El corazón de las tinieblas [1902 ], Argentina, Debolsillo, 2006

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